MANTUVE LA LUZ APARTADA de mi rostro y la voz baja.

—Todavía no —contesté—. Todavía no.

Suspiró.

—Aún no estás convencido.

Adelantó la cabeza y, echándola a un lado, me escrutó.

—¿Por qué tienes que arruinar las cosas? —inquirió.

—No he arruinado nada.

Bajó la lámpara. Giré nuevamente la cabeza pero, de todas formas, pudo observarla bien. Se rio.

—Es gracioso. Gracioso, gracioso, gracioso —repitió—. Vienes con la figura del joven Lord Corwin, creyendo que me convencerás con sentimentalismo familiar. ¿Por qué no elegiste la forma de Brand o Bleys? Fueron los hijos de Clarissa los que mejor nos sirvieron.

Me encogí de hombros, incorporándome.

—Sí y no —dije, decidido a lanzarle ambigüedades durante el tiempo que las aceptara y respondiera a ellas. Quizás consiguiera algo de valor, y parecía una manera fácil de mantenerlo contento—. ¿Con qué cara te enfrentarías a los acontecimientos?

—Bueno, para ganarme tu voluntad, te imitaré —comentó, riéndose. Echó atrás la cabeza, y mientras su risa resonaba a mi alrededor le sobrevino un cambio. Su altura pareció aumentar y su rostro se deshinchó como una vela sin viento. La joroba de su espalda decreció a medida que él se erguía. Sus facciones se modificaron y la barba se le oscureció. Por ese entonces se hizo obvio que de alguna manera estaba redistribuyendo la masa de su cuerpo, ya que su camisón, que antes le llegaba a los tobillos, ahora sólo le cubría las rodillas. Respiró profundamente y sus hombros se ensancharon. Los brazos se le alargaron, su prominente estómago comenzó a encogerse, mientras se tensaba. Entonces ya me llegaba a los hombros, y seguía creciendo. Nuestros ojos quedaron a la misma altura. Su joroba había sido completamente reabsorbida. Su rostro sufrió un último reajuste y sus facciones se estabilizaron, asentándose. Su carcajada se convirtió en una risita entre dientes y desapareció con una mueca.

Contemplé una versión ligeramente más estilizada de mí mismo.

—¿Es suficiente? —inquirió.

—No está mal —comenté—. Espera, voy a echar unos leños al fuego.

—Te ayudaré.

—De acuerdo.

Cogí unos leños que había a la derecha. Cualquier pérdida de tiempo me servía, me permitía analizar sus reacciones. Mientras echaba los leños en la chimenea, él se acercó a una silla y se sentó. Cuando lo observé, vi que no me estaba mirando a mí, sino a las sombras. Permaneció un rato en silencio y finalmente preguntó:

—¿Qué ocurrió con el gran diseño?

No sabía si se refería al Patrón o a algún plan maestro de Papá del que estaba al tanto.

—Dímelo tú —le contesté.

Otra vez se rio entre dientes.

—¿Por qué no? Cambiaste de opinión, eso es lo que ocurrió —afirmó.

—¿Dime en qué… tal como tú lo ves?

—No te burles de mí. Ni siquiera tú tienes derecho a hacerlo —dijo—. Tú el que menos.

Me incorporé.

—No me burlaba de ti —le aseguré.

Atravesé la habitación, cogí otra silla y la acerqué al fuego, enfrente de Dworkin. Me senté.

—¿Cómo me reconociste? —pregunté.

—No todo el mundo conoce mi paradero.

—Es verdad.

—¿Hay muchos en Ámbar que creen que estoy muerto?

—Sí, y otros suponen que estás en algún lugar de la Sombra.

—Ya veo.

—¿Cómo te has sentido… últimamente?

Me sonrió con malicia.

—¿Me preguntas si todavía estoy perturbado mentalmente?

—Lo expresas de una manera demasiado cruda.

—A veces se disipa, otras se intensifica —dijo—. Me invade en ocasiones y otras desaparece. De momento, casi soy yo mismo… casi, repito. Tal vez la sorpresa producida por tu visita… Hay algo en mi mente que se quebró. Ya lo sabes. Sin embargo, no podría ser de otra forma. También sabes eso.

—Supongo que sí —comenté—. ¿Por qué no me lo cuentas otra vez? Quizás si lo recuerdas en voz alta te sentirías mejor, incluso podría captar algo que antes me pasara desapercibido. Cuéntame una historia.

Otra risa.

—Como tú quieras. ¿Tienes alguna preferencia? ¿Mi huida del Caos hacia esta pequeña isla en el océano de la noche? ¿Mis meditaciones ante el abismo? ¿La revelación del Patrón en una joya que colgaba del cuello de un unicornio? ¿La transcripción que hice de ese diseño con el rayo, la sangre y una lira mientras que la furia de nuestros padres se abatía, demasiado tarde, para detenerme a medida que el poema ígneo trazaba aquella primera ruta en mi cerebro, poseyéndome con el deseo de crear? ¡Demasiado tarde! Demasiado tarde… Con las abominaciones nacidas de la enfermedad ya dentro de mí, más allá de su ayuda, de su poder, hice planes y construí, preso en mi nuevo ego. ¿Es esa la historia que te gustaría oír de nuevo? ¿O prefieres que te narre su cura?

Mi mente sintió vértigo ante las implicaciones que acababa de arrojar a puñados. No sabía si hablaba literal o metafóricamente, o si simplemente compartía conmigo ilusiones paranoides, pero las cosas que quería oír, que tenía que oír, estaban más cercanas en el tiempo. Así que, contemplando la imagen de mí mismo cubierta por las sombras de la cual emergía aquella anciana voz, le dije:

—Cuéntame qué hace falta para su cura.

Unió las yemas de los dedos y habló:

—Yo soy el Patrón —empezó—, en un sentido muy real. Cuando pasó a través de mi mente para tomar la forma que ahora tiene, que es la base de Ámbar, me dejó marcado de la misma forma que yo le marqué a él. Un día comprendí que yo era el Patrón y yo mismo, y esa entidad se vio forzada a convertirse en Dworkin a la vez que se convertía en sí misma. Durante el nacimiento de este lugar y de este tiempo, se produjeron modificaciones bilaterales, y ahí radicó nuestra debilidad al igual que nuestra fuerza. Y se me ocurrió que si algo dañaba el Patrón me dañaría a mí, y el daño en mi persona se reflejaría en el Patrón. Sin embargo, no podía ser realmente dañado, ya que el Patrón me protege, ¿y quién, sino yo, puede dañar el Patrón? Parecía ser un hermoso sistema cerrado, su debilidad totalmente protegida por su fuerza.

Se quedó en silencio. Me dediqué a escuchar el fuego. No sé qué era lo que escuchaba él.

Luego prosiguió:

—Estaba equivocado. Y era algo tan simple… Mi sangre, con la cual lo dibujé, podía borrarlo. Pero me llevó eras darme cuenta de que la sangre de mi sangre también podía hacerlo. Puedes usarlo, también puedes cambiarlo… sí, hasta la tercera generación.

Descubrir que él era nuestro antepasado común no me tomó por sorpresa. De alguna manera, lo supe todo el tiempo, lo sabía sin haberlo expresado… Sin embargo… esto planteaba más interrogantes en vez de responderlos. Junta una generación de antepasados y lo que obtienes es más confusión. Ahora tenía menos idea que antes sobre quién era Dworkin en realidad. Añádele a esto el hecho que incluso él mismo reconocía: era una historia contada por un loco.

—¿Pero para arreglarlo…? —insistí.

Sonrió afectadamente, y era mi cara la que lo hacía ante mí.

—¿Has perdido el anhelo de ser un señor del vacío viviente, un rey del caos? —preguntó.

—Tal vez —repliqué.

—¡Por el Unicornio, tu madre, sabía que llegarías a esto! El Patrón es tan fuerte en ti como el reino mayor. ¿Cuál es tu deseo?

—Preservar el reino.

Sacudió su/mi cabeza.

—Sería más sencillo destruir todo y empezar de nuevo… como ya te he dicho tan a menudo en el pasado.

—Soy terco. Así que dímelo de nuevo —subrayé, tratando de imitar la brusquedad de Papá.

Se encogió de hombros.

—Destruye el Patrón y destruirás Ámbar… al igual que todas las sombras adyacentes. Dame tu permiso para aniquilarme en el centro del Patrón y lo haremos desaparecer. Prométeme que entonces cogerás la Joya, que contiene la esencia del orden, y la usarás para crear un nuevo Patrón, resplandeciente y puro, sin mácula, con la materia de tu propio ser mientras las legiones del caos intentan engañarte a cada paso que des. Prométemelo y déjame acabar con todo, ya que, con mi mente en el estado en que se encuentra, preferiría morir por el orden que vivir para él. ¿Qué me contestas ahora?

—¿No sería mejor reparar lo que tenemos que deshacer el trabajo de eones?

—¡Cobarde! —gritó, poniéndose en pie de un salto—. ¡Sabía que volverías a contestar lo mismo!

—Bien, ¿no lo sería?

Recorrió la habitación.

—¿Cuántas veces lo hemos discutido? —preguntó—. ¡Nada ha cambiado! ¡Tienes miedo de intentarlo!

—Quizás —contesté—. ¿Pero no crees que merece un esfuerzo más algo por lo que tanto has dado… un sacrificio adicional, si existe la posibilidad de salvarlo?

—Todavía no lo comprendes —replicó—. Creo que algo que está dañado debería ser destruido… y, con suerte, reemplazado. La naturaleza de mi desequilibrio personal es tal, que no concibo su reparación. Mi lesión es así. Mis sentimientos están predestinados.

—Si la Joya puede crear un nuevo Patrón, ¿por qué no va a servir para reparar el viejo, acabando con nuestros problemas y aliviando tu espíritu?

Se acercó y permaneció delante de mí.

—¿Dónde está tu memoria? —preguntó—. Sabes que sería infinitamente más difícil reparar el daño que crear uno nuevo. Incluso la Joya podría destruirlo más fácilmente que arreglarlo. ¿Te has olvidado del aspecto que tiene? —inquirió mientras indicaba con la mano la pared detrás suyo—. ¿Quieres salir y verlo otra vez?

—Sí —dije—. Me gustaría. Vamos.

Me puse de pie y bajé la vista para mirarlo. El control que mantenía sobre su forma se había relajado al enfadarse. Ya había perdido unos diez centímetros de altura, y la imagen de mi rostro se fundía de nuevo, recobrando sus facciones de gnomo a la vez que una joroba perceptible le crecía entre los omóplatos. La había notado cuando gesticuló.

Sus ojos se abrieron y me contempló.

—De verdad quieres ir —murmuró después de un momento—. Muy bien, vamos.

Dio media vuelta y se dirigió hacia la gran puerta metálica. Le seguí. Usó las dos manos para girar la llave. Luego empujó con fuerza. Me acerqué para ayudarlo, pero me apartó a un lado con una fuerza extraordinaria antes de abrirla con un último impulso. Rechinando, se abrió por completo. Inmediatamente me vi asaltado por un olor extraño pero familiar.

Dworkin atravesó el umbral y se detuvo. Cogiendo lo que parecía ser un largo bastón que estaba apoyado contra el muro hacia su derecha, golpeó varias veces contra el suelo y su extremo superior emitió un brillo. Iluminó nuestro entorno bastante bien, revelando un estrecho túnel hacia el cual avanzó. Fui tras él y en un corto trecho se ensanchó, lo que me permitió ir a su lado. El olor se hizo más fuerte, y ya casi lo había reconocido. Era muy reciente…

Unos ochenta pasos después nuestro camino giró hacia la izquierda, inclinándose hacia arriba. Entonces atravesamos una zona más pequeña que estaba salpicada de huesos rotos y que tenía un enorme anillo metálico empotrado en la roca a un metro de altura del suelo. De allí salía una resplandeciente cadena que se perdía delante nuestro como si fuera una línea de gotas derretidas enfriándose en la penumbra.

Nuestro sendero volvió a estrecharse y Dworkin fue delante una vez más. Después de un rato, torció en una esquina cerrada y le escuché murmurar. Casi tropiezo con él cuando giré. Estaba en cuclillas y tanteaba con su mano izquierda en una oscura hendidura. Cuando oí el suave graznido y vi que la cadena desaparecía en la abertura, comprendí lo que era y dónde nos encontrábamos.

—Buen Wixer —le escuché decir—. No voy lejos. Todo está bien, buen Wixer. Aquí tienes algo para que mastiques.

De dónde había cogido lo que fuera que le arrojó a la bestia, no lo sabía, pero el grifo púrpura, al que pude distinguir moviéndose en su madriguera una vez que avancé un poco, aceptó el ofrecimiento con un movimiento de cabeza y sonidos de su boca.

Dworkin me sonrió.

—¿Sorprendido? —preguntó.

—¿De qué?

—Pensaste que le tenía miedo. Pensaste que nunca me haría amigo suyo. Tú lo pusiste ahí fuera para que me mantuviera aquí dentro… lejos del Patrón.

—¿Comenté eso alguna vez?

—No tenías que hacerlo. No soy tonto.

—Lo que tú digas —acordé.

Se rio entre dientes, se incorporó y continuó avanzando por el pasaje.

Le seguí y el suelo volvió a nivelarse. El techo se elevó y el sendero se ensanchó. Por fin, llegamos hasta la entrada de la cueva. Dworkin quedó por un momento perfilado allí, con el bastón alzado ante él. Fuera era de noche, y un limpio aire marino borró el olor almizclado de la atmósfera.

Un momento más tarde, reanudó la marcha, entrando en un mundo donde titilaban las velas en el cielo como contra un fondo de terciopelo azul. Siguiéndole, quedé ligeramente boquiabierto ante esa sorprendente vista. No era simplemente el brillo de las estrellas en el cielo sin nubes y sin luna que resplandecían con un fulgor preternatural, ni que la distinción entre el cielo y el mar una vez más hubiera sido borrada. Era que el Patrón refulgía con un azul casi acetileno ante aquel cielo-mar, y todas las estrellas arriba, al lado, y debajo, estaban distribuidas con una precisión geométrica, formando un enrejado fantástico y oblicuo que, más que cualquier otra cosa, nos daba la impresión de que pendíamos en medio de una trama cósmica donde el Patrón era el verdadero centro, siendo el resto de la radiante malla una consecuencia precisa de su existencia, de su configuración y posición.

Dworkin bajó hasta el Patrón, justo al borde de la zona ennegrecida. Movió el bastón, señalando, y se volvió para mirarme cuando me acerqué a él.

—Aquí lo tienes —anunció—, aquí ves el agujero que hay en mi mente. Mis pensamientos ya no lo atraviesan, sólo lo circunvalan. Ya no sé qué hay que hacer para reparar algo que ahora no tengo. Si piensas que tú puedes hacerlo, tendrás que estar dispuesto a abrirte a la destrucción instantánea cada vez que abandones el Patrón para atravesar esa sección. Y no serás destruido por esa zona negra, sino por el mismo Patrón cuando te apartes del circuito. La Joya puede que te proteja, puede que no lo haga. No lo sé. Pero no será más fácil. Se hará más difícil con cada circuito, y mientras tanto tu fuerza se debilitará progresivamente. La última vez que lo discutimos tuviste miedo. ¿Quieres darme a entender que te has hecho más intrépido desde entonces?

—Quizás —respondí—. ¿No ves otra salida?

—Sé que puede hacerse comenzando desde cero, ya que una vez yo lo hice así. Aparte de eso, no veo otra manera. Cuanto más aguardes, más empeorará la situación. ¿Por qué no coges la Joya y me prestas tu espada, hijo? Es el mejor camino.

—No —dije—. Tengo que saber más. Dime otra vez cómo se hizo el daño.

—Todavía no sé cuál de tus hijos derramó su sangre en ese punto, si eso es lo que quieres saber. Fue hecho. Déjalo ahí. Nuestras naturalezas más oscuras se marcaron indeleblemente en ellos. Tal vez estén más próximos al caos del que salimos tu y yo, pero sin la fuerza de voluntad que tuvimos nosotros para vencerlo. Pensé que el ritual de atravesar el Patrón sería suficiente para ellos. No se me ocurrió nada mejor para que desarrollaran esa fuerza. Sin embargo, fracasó. No se detienen ante nada, quieren destruir el mismo Patrón.

—¿Si tuviéramos éxito comenzando de nuevo, no se repetirían estos sucesos otra vez?

—No lo sé, ¿pero qué elección nos queda sino el fracaso y el retorno al caos?

—¿Qué sería de ellos si empezamos desde cero?

Permaneció en silencio un buen rato. Luego se encogió de hombros.

—No lo sé.

—¿Cómo hubiera sido otra generación?

Se rio entre dientes.

—¿Cómo contestar esa pregunta? No tengo ni idea.

Extraje el Triunfo mutilado y se lo alcancé. Lo contempló cerca del resplandor que emitía su bastón.

—Creo que es Martin, el hijo de Random —dije—. Aquel cuya sangre fue derramada aquí. No sé si todavía vive. ¿Qué crees que se proponía?

Giró la cabeza y observó el Patrón.

—Así que era esta carta la que se encontraba allí —comentó—. ¿Cómo la sacaste?

—La trajeron —respondí—. No la hiciste tú, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Nunca he visto al chico. Pero esto contesta tu pregunta, ¿no es así? Si hubiera otra generación, tus hijos la aniquilarían.

—¿De la misma manera que nosotros los destruiremos a ellos?

Me miró a los ojos fijamente.

—¿Acaso te estás volviendo un padre responsable? —preguntó.

—Si no fuiste tú el que hizo el Triunfo, ¿quién fue?

Bajó la vista y recorrió la carta con su uña.

—Mi mejor pupilo. Tu hijo Brand. Es su estilo. ¿Ves lo que hacen apenas consiguen un poco de poder? ¿Alguno de ellos ofrecería su vida para salvar el reino, para restaurar el Patrón?

—Probablemente —observé—. Tal vez Benedict, Gérard, Random, Corwin…

—Benedict lleva la marca de la muerte sobre él, Gérard tiene la voluntad pero no el cerebro, Random carece de valor y determinación. Corwin… ¿no ha caído en desgracia y está prisionero?

Mis pensamientos retornaron a nuestro último encuentro, cuando me ayudó a escapar de mi celda hacia Cabra. Se me ocurrió entonces que tal vez acabara de tener un presentimiento, ya que él desconocía las causas por las que me encerraron.

—¿Ese es el motivo por el que adoptaste su forma? —continuó—. ¿Es una especie de castigo que me impones? ¿Me estás poniendo a prueba nuevamente?

—Ya no está en desgracia ni prisionero —afirmé—, aunque tiene enemigos entre la familia y fuera de ella. Él intentaría cualquier cosa para preservar el reino. ¿Qué posibilidades crees que tiene?

—¿No ha estado mucho tiempo fuera?

—Sí.

—Entonces tal vez haya cambiado. No lo sé.

—Creo que ha cambiado. Sé que desea intentarlo.

Nuevamente me observó durante un buen rato.

—Tú no eres Oberon —dijo al fin.

—No.

—Eres aquel al que veo delante mío.

—El mismo.

—Ya entiendo… No sabía que conocieras este lugar.

—No tenía idea de que existiera hasta hace poco. La primera vez que vine hasta aquí fue guiado por el unicornio.

Sus ojos se abrieron.

—Eso es… muy… interesante —murmuró—. Ha pasado tanto tiempo…

—¿Qué hay sobre lo que te pregunté antes?

—¿Eh? ¿Pregunta? ¿Qué pregunta?

—Mis posibilidades. ¿Crees que podré reparar el Patrón?

Avanzó lentamente, y extendiendo el brazo colocó su mano derecha sobre mi hombro. El bastón se ladeó en su otra mano y su luz azul resplandeció a quince centímetros de mi rostro, pero no sentí calor alguno. Miró en mis ojos.

—Has cambiado —observó después de un rato.

—¿Lo suficiente —pregunté— como para realizar el trabajo?

Apartó los ojos.

—Tal vez lo suficiente como para que valga la pena el intento —dijo—, incluso si estamos predestinados al fracaso.

—¿Me ayudarás?

—No sé si podré —comentó—. Estos estados de ánimo tan cambiantes que tengo, mis pensamientos… vienen y se marchan. Ahora mismo siento que el control que ejerzo sobre ellos se está debilitando. Quizás la excitación… Será mejor que volvamos dentro.

Escuché un ruido metálico a mi espalda. Cuando me volví, el grifo se encontraba allí, balanceando lentamente la cabeza de izquierda a derecha, su cola de derecha a izquierda, mientras la lengua salía y entraba de su boca a una velocidad pasmosa. Comenzó a rodearnos, y se detuvo cuando llegó a una posición en la que se interponía entre Dworkin y el Patrón.

—Él sabe —dijo Dworkin—. Percibe mis cambios. En esos momentos no deja que me aproxime al Patrón… Buen Wixer. Ya nos marchamos. Todo está bien… Ven, Corwin.

Nos dirigimos hacia la entrada de la cueva y Wixer nos siguió, haciendo sonar la cadena con cada paso que daba.

—La Joya —observé—, la Joya del Juicio… ¿dices que es necesaria para reparar el Patrón?

—Sí —confirmó—. Tiene que ser llevada durante todo el trayecto a través del Patrón, rediseñando los trazos originales en los sitios donde han sido dañados. Sin embargo, esta tarea sólo la puede realizar alguien que esté sintonizado con la Joya.

—Yo lo estoy —afirmé.

—¿Cómo lo lograste? —preguntó, deteniéndose.

Wixer cacareó detrás nuestro, y empezamos a andar de nuevo.

—Seguí tus instrucciones escritas… y las que me comunicó Eric antes de morir —expliqué—. La llevé conmigo hasta el centro del Patrón y me proyecté en su interior.

—Ya veo —dijo—. ¿Cómo la conseguiste?

—De Eric, en su lecho de muerte.

Entramos en la cueva.

—¿La tienes ahora?

—Me vi obligado a esconderla en un lugar de la Sombra.

—Te sugiero que la recojas lo más rápidamente posible y que la traigas aquí o la lleves al palacio. Su sitio idóneo está cerca del centro de la creación.

—¿Por qué?

—Tiende a producir un efecto de distorsión en las sombras si permanece en ellas demasiado tiempo.

—¿Distorsión? ¿De qué manera?

—De antemano es imposible saberlo. Depende exclusivamente del lugar en el que esté.

Doblamos en una esquina y continuamos nuestro camino de regreso a través de la oscuridad.

—¿Qué significado tiene —pregunté—, cuando llevas la Joya, que todo se haga más lento a tu alrededor? Fiona me advirtió que podía ser peligroso, pero no estaba segura del porqué.

—Significa que has alcanzado los límites de tu propia existencia, que tus energías quedarán, en poco tiempo, completamente agotadas, que morirás a menos que hagas algo, y rápidamente.

—¿Qué?

—Extraer poder del mismo Patrón… el Patrón original que hay dentro de la Joya.

—¿Cómo lo consigues?

—Debes entregarte a él, liberarte, desterrando tu identidad, borrando los límites que te separan de lo que te rodea.

—Parece más fácil decirlo que hacerlo.

—Pero puede ser hecho, y es el único camino.

Sacudí la cabeza. Continuamos, llegando por fin ante la gran puerta. Dworkin extinguió la luz del bastón y lo apoyó contra la roca. Entramos y cerramos la puerta. Wixer se había apostado justo al otro lado.

—Tendrás que marcharte ahora —dijo Dworkin.

—Pero hay muchas más cosas que quiero preguntarte, y algunas que me gustaría decirte.

—Mis pensamientos se hacen incoherentes… desperdiciarías tu aliento. Mañana por la noche, o la siguiente, o la próxima. ¡Rápido! ¡Márchate!

—¿Por qué esa prisa?

—Podría herirte cuando se apodere de mí la transformación. Ahora mismo la estoy manteniendo a raya a duras penas. ¡Márchate!

—No sé cómo. Sé llegar hasta aquí, pero…

—Hay muchos Triunfos especiales en el escritorio de la otra habitación. ¡Llévate la linterna! ¡Vete a cualquier parte! ¡Lárgate de aquí!

Iba a protestar, diciéndole que no temía ningún daño físico que pudiera hacerme, cuando sus facciones comenzaron a fluir como cera derretida y pareció más grande y sus extremidades más largas que antes. Cogí la linterna y huí del cuarto, poseído por un súbito escalofrío.

… Al escritorio. Abrí de un manotazo el cajón y cogí algunos Triunfos que había sueltos allí. Entonces oí pasos de algo que entraba en la habitación detrás mío, venía del cuarto que yo acababa de dejar. No parecían los pasos de un hombre. No miré atrás, sino que alcé las cartas ante mí y contemplé la primera. No era una escena familiar, pero inmediatamente abrí mi mente y la proyecté hacia el paisaje. El risco de una montaña, un contorno que no se distinguía detrás, un cielo extrañamente graneado, unas pocas estrellas desperdigadas hacia la izquierda… La carta era alternativamente caliente y fría al tacto, y pareció que un fuerte viento me sacudía cuando me concentré, de alguna manera, redistribuyendo el paisaje.

Entonces, justo detrás mío, una voz demasiado alterada pero todavía con un timbre de Dworkin, habló:

—¡Idiota! ¡Has escogido la tierra de tu perdición!

Una mano enorme con forma de garra —negra y correosa, retorcida— pasó por encima de mi hombro, como queriendo arrebatarme la carta. Pero la visión parecía a punto, y yo me lancé hacia ella, dando vuelta al Triunfo tan pronto como me di cuenta de que había escapado. Entonces me detuve y permanecí inmóvil, dejando que mis sentidos se adaptaran a mi nuevo entorno.

Lo reconocí. De fragmentos de leyendas, de conversaciones familiares aisladas, y de una sensación general que me invadió, reconocí el lugar al que había venido. Fue con la completa certeza de su nombre que alcé los ojos para contemplar las Cortes del Caos.