Sanada Chiaki logró alcanzar las tijeras de cocina y cortó el cable que le aprisionaba las manos. Se sacó el trapo de la boca y se quedó mirando la cara del hombre un buen rato. No tenía ninguna intención de llamar a la policía. Lo único que conseguiría sería pasar horas y horas —si no días— en la comisaría. En la bolsa de viaje del hombre, encontró un cuaderno y otro paquete envuelto en cinta. En el interior del paquete había un cuchillo grande con aspecto de peligroso. Estaba cansada y le dolía la garganta, el pecho, las muñecas y el muslo, pero se leyó la libreta de cabo a rabo. Incluso después de haber terminado, no sabía si lo que había leído era un plan para cometer un crimen de verdad, o solamente las fantasías de una mente enferma. Pero una cosa quedaba clara: el hombre que dormía sobre la alfombra no era ningún príncipe que la adoraba en la distancia y venía galopando a rescatarla. Tal vez fuera un asesino, o tal vez fuera sólo un pervertido que se divertía haciéndose pasar por uno, pero fuera lo que fuera, ella no era otra cosa para él que un cuerpo de alquiler. Se metió en la cama y se hundió bajo la colcha, pero no podía dormir. No le daba miedo que el hombre se despertara —el Halcion lo dejaría fuera de juego durante horas— pero tenía muchas cosas en la cabeza.

Recordó el punzón apretándose contra su estómago y cayó en la cuenta de que no había sentido ningún miedo en ese momento. ¿Era porque se había resignado a morir? ¿O porque estaba agotada de luchar por sentir algo? ¿O había en realidad sentido curiosidad de ver cómo sería que este hombre la apuñalara?

Mirando fijamente al techo, repitiéndose que no habría dolor, mientras el hombre estaba sentado en la cafetera batallando con la cinta americana, le había venido a la cabeza una idea de lo más extraña, una idea que en ese momento le había parecido del todo irrelevante. El hombre que le había susurrado suavemente al oído mientras ella le mordía el dedo, el hombre que la había esperado por fuera del hospital en la cruda intemperie, y el hombre que le había atado las muñecas tan fuerte y quería cortarle el tendón de Aquiles, eran todos la misma persona. Ésa era la idea que se le había ocurrido, y ahora la estaba asimilando. No daba la sensación de que este hombre fuera dos o más personas diferentes. Y eso lo hacía único. Diferente de cualquier otro hombre que ella hubiese conocido. No se parecía en nada a su padre, desde luego, pero tampoco se parecía a Kazuki, ni a Atsushi, ni a Hisao, ni a Yoshiaki, ni a Yutaka. Todos ellos eran capaces de pasar de ser el hombre ideal a ser la peor clase de hombre en nada de tiempo. Siempre que el lado oscuro de un hombre se revelaba, Chiaki sentía que era como si se hubiese convertido en otra persona por completo, y sólo el sexo parecía proporcionar un equilibrio a la desilusión y desesperación. Éste era uno de los motivos por los que se preocupaba tanto cuando perdía el impulso sexual.

Diciéndose que era para ayudarla a dormir, recreó el momento en el que ella y el hombre paseaban del brazo, y aquél cuando iban en el taxi y las luces de los rascacielos les rodeaban. Nunca antes se había sentido tan saturada de bellos sentimientos. De eso estaba segura.

El teléfono despertó a Chiaki a primera hora de la mañana. Era el encargado del club. Aya-san, dijo al contestador automático, no dejes de pasar hoy por la oficina.

Se levantó de la cama y fue a mirar al hombre. Llevaba durmiendo más de diez horas, echado sobre el costado izquierdo, de espaldas a la pared. La herida sobre el ojo izquierdo estaba cerrada y la sangre había formado una costra y era de color negro rojizo. Si dibujo una línea a su alrededor con tiza, pensó, pasaría por ser la víctima de un asesinato. Guardó las tijeras de cocina y los otros utensilios que estaban tirados por el suelo, y tiró el cable partido. El abrelatas manual, que estaba cubierto de sangre seca, fue a parar al fregadero para lavarlo después, junto con el paño que había tenido en la boca. La cafetera estaba totalmente destrozada. Quería usar la aspiradora, pero no lo hizo porque podría despertarlo. Había manchas de café y de sangre en la alfombra. Tendrá que enviarla a limpiar.

La cartera del hombre estaba cerca de la cafetera. Su nombre era Kawashima Masayuki. Encontró una foto detrás de su carnet de conducir. Una foto de él y una mujer con gafas que tenía en brazos a un bebé recién nacido. Así que ésa es Yoko, pensó. La mujer de las gafas sonreía, pero Kawashima Masayuki no tenía expresión alguna, excepto una arruga severa en el entrecejo. Mirando la foto, se alegró de que él sólo fuera un cliente, un asunto de una noche. Si viera esta foto después de caminar del brazo con él dos o tres veces, lo más probable es que la quemara, pensó; diez veces y lo más probable es que buscara a esta mujer y la matara. Abrió la nevera con cuidado, sacó una botella de Vittel y se tomó una aspirina y Alka-Seltzer. Recogió el punzón que él había lanzado a la alfombra cerca de la entrada antes de quedar inconsciente, y lo colocó, junto con la cartera, el cuchillo y la libreta, sobre la bolsa de viaje.

Sanada Chiaki vertió dos centímetros de alcohol isopropilo en uno de sus cuencos de sopa Wedgewood y sumergió la aguja de calibre catorce y el aro con cierre de bola. Se lavó el pezón izquierdo con jabón antibacteriano y se enfundó un par de guantes quirúrgicos.

Fue mientras pensaba qué pasaría cuando el hombre se despertara que tomó la decisión de perforarse el otro pezón. Estaba segura de que volvería al lugar donde lo esperaba la mujer de las gafas. Podrías pegarle con el abrelatas otra vez o amenazar con denunciarlo a la policía, pensó, pero si este hombre decide que quiere irse a casa, se irá a casa.

Chiaki creía que si elegías algo doloroso, aceptabas el dolor y algo bonito quedaba en tu cuerpo como resultado, te hacías más fuerte. Tenía que hacerse al menos un poco más fuerte de lo que era ahora, o no sería capaz de soportar la soledad que iba a sentir cuando Kawashima Masayuki se marchara. Sentada en su tocador, dejaba caer unas gotas de enjuague bucal medicinal sin diluir en una bola de algodón absorbente, usándolo para esterilizarse el pezón. Se hizo dos marcas pequeñas a ambos lados del pezón con un rotulador, comprobando en el espejo para asegurarse de que la línea entre ambos era perfectamente horizontal. Volvió al sofá y se sentó, cogió la aguja del cuenco sopero y miró la punta. Tenía exactamente la misma forma que una hipodérmica, sólo que esta aguja no se introducía sino que te atravesaba, abriendo un pequeño túnel entre las células. Cogió el tubo pequeño de ungüento de terramicina y exprimió unos cuatro centímetros sobre el borde del cuenco sopero. Estaba cubriendo la punta de la aguja con el ungüento cuando se dio cuenta de que el hombre se había incorporado y la observaba.

Kawashima se había despertado con la sensación de que el lado izquierdo de su cara estaba ardiendo, y estuvo un rato sin ver absolutamente nada. Según se le fueron aclarando la vista y la cabeza, recordó poco a poco lo que había pasado la noche anterior. Se incorporó despacio al tiempo que la chica, desnuda de cintura para arriba y con guantes quirúrgicos, se acomodaba en el sofá. Tenía puesta toda su atención en su propio pezón. Lo pellizcó con la punta de los dedos de la mano izquierda, mientras en la mano derecha tenía un objeto metálico afilado y muy fino. Las imágenes de la noche anterior aún se sucedían en la cabeza del hombre. Así que al final no le clavé el punzón, pensó. Su bolsa estaba al lado justo del sofá, donde él la había dejado. Su abrigo estaba doblado sobre ella, y sobre el abrigo, estaban el punzón, el cuchillo y su cartera. En cuanto salga de aquí, pensó, tiraré el cuchillo y el punzón. No hace falta que me deshaga de las notas. Escribirlas ha sido emocionante. Había algo en esas notas, algo misterioso y vital. Era por eso por lo que había estado tan obsesionado por si ella las habría leído o no.

Después de sostener la mirada de Kawashima Masayuki unos instantes, Chiaki volvió la vista a su pezón. Lo mantuvo quieto con el enguantado pulgar izquierdo, y lentamente hizo pasar la aguja. Cuando retiró el pulgar, parecía como si de ambos lados del pezón hubiera brotado una espina de plata.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kawashima tranquilamente.

—Un piercing —respondió ella, sin levantar la vista de su trabajo.