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Kawashima miró su reloj de pulsera por enésima vez, comparándolo con el reloj digital incrustado en la mesilla de noche, pero sólo pasaban dos minutos de las seis. No había motivos para esperar que una mujer que se dedicaba a estos asuntos fuera puntual, claro. Ella venía en taxi y un atasco de tráfico inesperado podía fácilmente retrasarla media hora. Después de todo, incluso la masajista que había llamado la otra noche se había retrasado casi cuarenta minutos. Se decía cosas así todo el tiempo pero no servían de mucho.

Hacía un rato que había apagado la calefacción, y ahora la habitación estaba más fresca pero las manos seguían sudándole. Los guantes de cuero nuevos quedaban un poco ridículos con el sudor empapándole la palma de las manos. Decidió repasar las notas para asegurarse de que no se había olvidado de nada de vital importancia.

Hasta ahora todo había funcionado como un reloj. Había tomado un autobús del hotel en la salida oeste de la estación Shinjuku y llegado a la entrada del Keio Plaza según el plan, a las dos cincuenta y cinco. Era viernes por la tarde y un día de buen auspicio según el calendario lunar, lo cual significaba muchas bodas. El vestíbulo estaba repleto de invitados a las bodas, y como el hotel también acogía una reunión de contables del distrito de Shinjuku y una conferencia para fabricantes de ordenadores, los mostradores de recepción estaban atestados. El recepcionista, un tanto gruñón, apenas se fijó en Kawashima y ninguno de los botones se le acercó. Echó un vistazo a la gente en el vestíbulo pero no vio a nadie conocido.

La habitación, en el piso veintinueve, daba al Tocho, el elevado complejo de oficinas municipales. El punzón, el cuchillo y la muda de ropa estaban en bolsas de papel dentro del bolso de viaje que había comprado en el aeropuerto de Haneda, un bolso de piel sintética de color marrón oscuro que podría verse en cualquier sitio. Se había puesto el traje nuevo barato y las gafas en un cubículo del baño del aeropuerto, y también había logrado encontrar un diario deportivo desechado del distrito de Kansai. Debido al ajetreo en el vestíbulo, sólo había cruzado unas palabras con el empleado cuando se registró, y aunque usó un acento de Kansai no era probable que el empleado ni siquiera se acordara de eso. Continuar o no con el plan de despiste dejando el diario deportivo en la habitación era algo que podía decidir más adelante, cuando todo hubiera terminado.

Revisar las notas le ayudó, en cierto modo, a calmarse. Miró afuera, hacia el Tocho, con sus cientos de ventanas iluminadas. Abajo, en la calle, había un autobús turístico del que se habían bajado grupos de familias para sacarse fotos y vídeos con ese edificio futurista de fondo. A través de los cristales llegaba un sonido que amenazaba tormenta. El solsticio de invierno estaba cerca y hacía un frío increíble ahí fuera, pero a estos turistas del interior no parecía importarles. Veía los flashes de sus cámaras aquí y allá, igual que los últimos estallidos de vida de las chispas de fuegos artificiales de su infancia. Desde que estaba con Yoko la sensación no era tan pronunciada, pero incluso ahora, cuando veía familias juntas, una ola fría le recorría el cuerpo. Esta ola estaba ahora bañando los márgenes de su memoria, descubriendo una imagen del pasado. Madre sonriendo al poner al amado hijo pequeño para sacarle fotos delante de la casa. Es un día soleado pero ella usa flash. El amado pequeño me hace señas para que pose con él. Digo que no con la cabeza y la sonrisa de Madre desaparece. Cogiendo la cámara con las dos manos, se vuelve para mirarme con ojos vacíos. Enfádate, pienso. Date prisa y pégame. Se queda ahí de pie con esa expresión dura. Venga, hazlo. Su mirada me traspasa como si yo fuera un mueble, o una roca, o un bicho, en lugar de un ser humano.

Para borrar esta imagen de su cabeza, Kawashima intentó imaginar el abdomen firme y blanco de la joven que supuestamente estaba de camino a la habitación. Por teléfono, el hombre del club de sado le dijo que era menuda, de piel clara y un poco tímida. La voz y la manera de hablar de este hombre eran muy parecidas a las del servicio de masajes. Como si estuviera sentado a la cama de un moribundo. Si una voz así te dijera que no había nada de qué preocuparse, pensó Kawashima, lo más probable es que te entrara el pánico. Miró su reloj. Pasaban más de veinte minutos de las seis. Pensó en Yoko, pero sabía que no podía llamarla porque el ordenador del hotel registraría todas sus llamadas. De todos modos, era mejor olvidarse de Yoko hasta que el ritual hubiese terminado. La persona que se quedaba en esta habitación no era Kawashima Masayuki sino Yokoyama Toru. Mientras repetía entre dientes este nombre inventado, casi comenzó a creer que era ése el que realmente era: una persona diferente con una historia diferente.

Estaba empezando a pensar en llamar al club de sado cuando sonó el timbre. De camino a la puerta, Kawashima se detuvo ante el termostato para encender la calefacción. Era necesario que la habitación estuviera lo suficientemente caliente para que ella se sintiera cómoda al desnudarse. Se quitó los guantes, los metió en el bolsillo y sacó un pañuelo para cubrir la palma de su mano derecha.