1

Una pequeña criatura viviente durmiendo en su cuna. Como un animal de laboratorio en una jaula, pensó Kawashima Masayuki. Con la palma de la mano tapó la lamparilla de manera que sólo iluminara la forma del bebé, dejando el resto de la habitación en penumbra. Acercándose un poco, dibujó con los labios las palabras Profundamente dormida. Según avanzaba el embarazo de Yoko y el hecho de que iba a ser padre empezó a calarle, le había preocupado que el bebé tuviera dificultad para dormir. Kawashima había padecido insomnio desde que estaba en primaria y, al fin y al cabo, su sangre correría por las venas del bebé. Había oído que era normal que un recién nacido durmiera prácticamente todo el día; de hecho, creía recordar a algún experto en niños describiendo el sueño como el «trabajo» de un bebé. Entonces, ¿podía haber algo más trágico que un bebé con insomnio?

Se giró delicadamente para mirar a Yoko, que estaba en la cama de matrimonio detrás de él. Respiraba con regularidad, por lo que se convenció de que seguía durmiendo.

Últimamente, Kawashima había estado haciendo esto todas las noches: estar ahí, de pie, mirando al bebé mientras su mujer dormía. Diez noches seguidas, para ser exactos. Eran más de las doce y como Yoko se levantaba temprano todas las mañanas para preparase para el trabajo, no era probable que se despertara. Veintinueve años, experta en cocina, sana y fuerte, Yoko desconocía lo que era tener insomnio. Cuando se casaron había dejado el trabajo en una importante empresa de productos cocidos y había empezado a dar clases a la gente del barrio aquí mismo, en su apartamento de una habitación. Las clases de panadería y pastelería de Yoko resultaron ser un éxito y ahora tenía docenas de estudiantes, desde amas de casa y chicas de instituto a viudas mayores, incluso hombres de mediana edad. Daba clases casi todos los días y sólo cogía dos días libres fijos al mes. Todo el apartamento, incluida esta habitación, estaba impregnado de un olor a mantequilla que para Kawashima se había convertido en símbolo de felicidad. La pequeña Rie (la madre de Yoko había sugerido el nombre) ya tenía cuatro meses y Yoko se las apañaba para cuidarla y seguir con las clases a jornada completa. Por supuesto, era una ventaja que la mayoría de los estudiantes fueran mujeres, siempre dispuestas a ayudar con el bebé.

Apagó la lamparilla un momento y estudió el pálido rayo de luna que penetraba a través de una abertura en las cortinas. La estrecha franja de luz llegaba hasta mitad de la cuna, rasgando la manta rosa de la niña y el bolsillo del pijama de pana de Kawashima. Cuando era pequeño, muchas veces se sentaba en su habitación con la luna como única fuente de luz, y dibujaba carreteras largas y estrechas que se perdían en la distancia. Recordando aquellos tiempos, y con cuidado de no pincharse el dedo, sacó el punzón para hielo del bolsillo. Cerró la mano derecha alrededor del mango y con la izquierda retiró cuidadosamente la manta del bebé. Quedó a la vista su cuello y la parte superior del pecho, más blanco y más suave que el pan que hacía Yoko. Volvió a encender la lamparilla y la dirigió a las mejillas y el cuello de la niña. Le pareció que la fragancia de pan recién horneado se hacía de repente más intensa, mezclada con otro olor que no reconoció. No se percató de las gotas de sudor que tenía en la frente y en las sienes hasta que una cayó sobre la manta del bebé. El radiador que estaba contra la pared había subido la temperatura de la habitación, pero no hacía calor. El extremo del punzón temblaba ligeramente. Otra gota se deslizó de la ceja saturada de Kawashima al rabillo del ojo.

Esto da asco, pensó, y cerró los ojos con fuerza. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba sudando. Como si el sudor no cayera de mí, sino de una figura de cera o de algún extraño que fuera igual a mí. Maldita sea.

Al abrir los ojos se encontró con que sus sentidos de la vista, el oído y el olfato se estaban mezclando, y le vino una sensación brusca y crepitante de algo orgánico ardiendo. Hilo o uñas, algo así.

Se quejó entre dientes: Otra vez no.

Siempre empezaba con el sudor, después venía este olor a tejido chamuscado. A continuación, una repentina sensación de agotamiento total y, por último, ese dolor indescriptible. Era como si las partículas del aire se convirtieran en agujas y lo pincharan por todos lados. Un dolor punzante que se extendía como la carne de gallina por toda su piel hasta darle ganas de gritar. A veces, una neblina blanca le nublaba la vista y realmente veía las partículas de aire convirtiéndose en agujas.

Cálmate, se dijo. Relájate, estás bien; ya has decidido que jamás vas a apuñalarla. Todo va a ir bien.

Cogiendo el punzón ligeramente para temblar lo menos posible, colocó la punta junto a la mejilla de la niña. Cada vez que estudiaba este instrumento, con su fina y reluciente varilla de acero que se adelgazaba hasta ese filo, similar a una aguja, se preguntaba por qué era necesario tener cosas así en el mundo. Si en realidad sólo era para picar hielo, cabría pensar que un diseño totalmente diferente serviría. Los que producen y venden estas cosas no entienden, pensó. No entienden que a algunos nos entra un sudor frío con sólo ver ese extremo reluciente y puntiagudo.

Los labios del bebé se movieron apenas. Unos labios tan pequeños que ni siquiera parecían labios. Más bien larvas o una crisálida que pudiera convertirse en un insecto con bellas alas. Diminutas células sanguíneas coloreaban la piel de sus mejillas por debajo de la pelusa. Kawashima acarició la superficie de esa delicada capa de vello, primero con la punta de un dedo y después con la punta del instrumento.

De verdad que no va a pasar nada, no voy a apuñalar a la niña.

Justo cuando pensaba esto, la voz suave de Yoko rompió el silencio.

—¿Qué haces?

Todo su cuerpo se tensó y la punta del punzón rozó la mejilla del bebé. Apagó la lamparilla y soltó un lento suspiro. Al girarse hacia su mujer, palmeó el punzón y lo dejó caer en el bolsillo, primero el mango. Ella estaba medio incorporada en la cama, descansando sobre un hombro.

—¿Te he despertado? Lo siento.

Se acercó a ella de puntillas y se inclinó para besarle la mejilla.

—¿Qué hora es? —preguntó ella.

—Un poco más de la una.

—¿Estabas mirando a Rie?

—Sí. No quería despertarte. Estás cansada. Duérmete otra vez.

—¿Todavía estás trabajando?

—Casi toda la composición está terminada. Sólo me queda elegir las diapositivas. Hará que la presentación sea mucho más fácil.

Yoko se acostó de nuevo y se quedó dormida antes de que él hubiera terminado de susurrarle esto. Menos mal. No le habría hecho gracia si hubiera encendido la luz para ir al baño o a beber agua. Habría visto que sudaba, y podría haberse dado cuenta de que el extremo del punzón le abultaba en el bolsillo.