10
—Soy Aya —dijo la chica cuando Kawashima abrió la puerta. Se fijó que ella había girado la cabeza para mirar al pasillo antes de entrar.
—Hola. —Cerró la puerta y le puso la cadenilla usando el pañuelo. Ya había colgado el cartel de NO MOLESTEN en el pomo exterior. La chica se disculpó por llegar tarde y preguntó de corrido si podía usar el teléfono.
Chiaki le echó un vistazo a la habitación mientras llamaba a la oficina para comunicar su llegada. Era una doble, y sorprendentemente amplia. Usar un traje barato como ése y quedarse en una habitación cara como ésta, pensó, raro. Pero su cara no estaba mal; la verdad es que más o menos era su tipo. No era gordo ni dejado. ¿Pero por qué llevaba ese estúpido pañuelo en la mano?
—¿Puedo tomar algo? —dijo después de colgar.
A Kawashima le incomodaba que la chica mirara todo el rato hacia la puerta. Con la cabeza llena de ideas angustiosas, usó el pañuelo para abrir el minibar y sacar una delgada lata de cola. ¿Y si alguien estuviera esperándola fuera? ¿Y si un guardia de seguridad la había parado y le había hecho todo tipo de preguntas?
Al darle la espalda señaló con la cabeza hacia la puerta y dijo: ¿Pasa algo?
—¿Si pasa algo? —dijo Chiaki pensando: ¿Por qué no se mete en sus asuntos, señor? Dio un sorbo largo, vaciando media lata.
—Pareces estar vigilando la puerta —dijo él—. ¿Te ha pasado algo ahí fuera?
Desde luego que era bastante menuda y la piel no podía ser más blanca.
—No. Sólo… —Chiaki no quería arriesgarse a recordar al hombre del abrigo así que decidió inventarse algo—. Fui a los aseos. En la planta baja. Había dos señoras hablando en lenguaje de signos y siempre he pensado que es muy bonito ver el lenguaje de signos, así que me puse a mirarlas y después subimos juntas en el ascensor y seguían hablando, es decir, haciéndose señas. Impresiona mucho, ¿no crees?, cuando ves gente hablando sin la voz. Así que no sé, supongo que seguía pensando en ellas ahí fuera, charlando sin decir nada.
Se sentía orgullosa de sí misma por salir con esta mentira sobre la marcha. Estaba basada en un incidente real. Dieciocho días atrás, había estado mirando a dos mujeres comunicándose en lenguaje de signos en el supermercado de su barrio y de verdad le había impresionado. El supermercado estaba lleno de gente y de ruido, pero una pacífica pompa de silencio parecía rodear a las dos mujeres. Una mentira hermosa, pensó, tal vez incluso demasiado buena para un hombre que lleva un traje barato y zapatos a juego.
—Lenguaje de signos, ¿eh? —murmuró Kawashima. Miró a la chica y se preguntó por qué inventaría una historia tan ridícula.
Al menos estaba bien arreglada, tenía un pelo bonito y buen gusto vistiendo. Menuda pero bien proporcionada. Cara pequeña, facciones simétricas. De voz suave y educada. Pero tenía los ojos inquietos y un poco vidriosos. ¿Miope, tal vez? No es que ella evitara su mirada, pero sus ojos no parecían enfocarse en nada en particular. Como si estuvieran desconectados de su conciencia. Podría estar perfectamente en una habitación ella sola hablando con una silla.
Tiene miedo, decidió Kawashima de pronto. Pero, ¿de qué tiene miedo? ¿Y por qué tuvo que mentir? En cualquier caso lo mejor será inmovilizarla lo antes posible.
—Nunca he probado el sado —dijo—, así que no tengo claro qué es exactamente lo que tengo que hacer, pero… puedo pedirte que te desnudes y que me dejes atarte, ¿verdad?
Chiaki estaba aliviada porque su cara no estaba mal pero ahora se puso en guardia. Por lo que ella sabía, podía resultar ser de la peor clase de tipos posible. ¿Y si en lugar de estimularle la libido terminaba por despertar esos recuerdos, como el hombre del abrigo? La idea la asustó. ¿Y por qué ese pañuelo? Quitando eso, parecía masculino pero ¿por qué llevaba un pañuelo en la mano como una vieja en un funeral?
—Es buena idea que nos sentemos y hablemos un poco antes —dijo ella. ¿Para romper el hielo?—. Y enterarnos, sabes, de qué nos gusta a cada uno y todo eso.
—Bien. ¿De qué hablamos?
Kawashima miró su reloj con impaciencia. Eran casi las siete. Teniendo en cuenta todas las cosas que habría que hacer cuando acabara el ritual, estaba ansioso por poner las cosas en marcha cuanto antes. Pero tenía que evitar hacerla sentir incómoda o levantar sus sospechas.
—De cualquier cosa, la verdad. Dime qué es lo que te gusta. O por ejemplo, ¿qué es la peor cosa que has hecho?
Tendría que enseñarle al hombre del traje barato cómo ponerla caliente y lo excitante que sería para los dos si usaran un elástico allí abajo que sólo dejara su clítoris por fuera para que él pudiera mirarlo, lamerlo y acariciarlo.
La peor cosa que has hecho. Kawashima se sintió mal sólo de oír las palabras, que inmediatamente evocaron la imagen de la mujer a la que le había clavado el punzón. Darse de hostias hasta la extenuación para después llorar y suplicar el perdón del otro, acariciándose y besándose los arañazos, chichones y golpes mientras se quitaban la ropa el uno al otro; así le gustaba a ella. A veces, cuando ella le daba un buen puñetazo, él pensaba: en un momento estará lamiendo justo este sitio. Miró las manos suaves y sin arrugas de la chica. Estaba ansioso por cortarle el tendón de Aquiles.
—¿Has mirado alguna vez a una mujer masturbándose?
Chiaki sonrió al decir esto y después se pasó la lengua por los labios. Se imaginaba que el traje barato nunca había hecho nada malo aparte de ir a un club de striptease o al barrio rojo o algo así. Lo primero que tenía que hacer era ponerlo a tono. Mirándole fijo a la cara, se movió en el sofá y se levantó la falda de Junko Shimada, colgando una pierna por encima del reposabrazos del sillón y enseñándole las bragas violetas que llevaba debajo de las medias negras. Se llevó un dedo a la lengua, como para lubricarlo con saliva, y después se acarició suavemente la parte interior de los muslos. Lo más probable es que nunca haya visto algo así, pensó. Te voy a calentar tanto, señor, que el jugo se te va a salir por la pollita y va a manchar tus calzoncillos baratos. Después, nos daremos una ducha juntos y te enseñaré lo del elástico del gorro de ducha.
Zapatos extraños, pensó Kawashima. Botines con cordones que le cubren el hueso del tobillo. Negros con tacón de aguja. Antes de atar a la chica, le diré que vuelva a ponérselos. Tirar de los tacones para que se le estire el tendón de Aquiles y después presionar fuerte la hoja del cuchillo y rebanar despacio. Se preguntó qué le pasaría a los zapatos. ¿Caerían hacia delante o el repliegue de los tendones los lanzaría por los aires?
La chica cerró los ojos y empezó a gemir. Con esas medias negras, las piernas le lucían increíblemente delicadas y delgadas. No había mucha carne en sus muslos ni en el culo, notó él. Cuando ella acabó, él le pidió en un tono muy amable y paciente que se desvistiera. Pero qué actuación más lamentable, pensó, y se rio para sí. Alguien debe de haberle dicho que los fulanos se calientan al ver cosas así.
Chiaki se estaba pasando el dedo por la arruga de las bragas cuando oyó al hombre reírse. Abrió los ojos y allí estaba él, sentado con su traje barato, con el pañuelo en la boca y riéndose.
—Ya está bien —dijo él.
Humillada, inmediatamente bajó la pierna del reposabrazos y al hacerlo, el tacón golpeó la mesa de centro y tiró la lata de cola. En un acto reflejo, Kawashima cogió la lata con su mano izquierda descubierta.
—¡Idiota! —gritó, mirando con los ojos fuera de las órbitas la lata que tenía en la mano y sintiendo que las sienes le ardían—. ¡Mira lo que haces!
El corazón de Chiaki golpeó fuerte y empezó a palpitar. Una pálida nube emborronaba su campo de visión. Había estado intentando excitarlo pero sólo había conseguido enfadarlo. Todo era culpa de ella y fue incapaz de luchar contra el pánico que se arremolinaba. Como las luces que se apagan una a una, las palabras se alejaban en torbellino, apartándose de su alcance, EXCITAR, MASTURBAR, SEXO y después TRAJE BARATO, HUMILLADA, LENGUAJE DE SIGNOS, ASEOS… Era como si unas señales de neón con la forma de estas palabras estuvieran deslizándose hacia la oscuridad y los recuerdos se elevaran para sustituirlas. Ésta era la parte que más miedo daba, la súbita anticipación de la Pesadilla que se avecinaba. Una vez que empezaba la Pesadilla, claro, ni siquiera había algo que uno reconociera como miedo.
Mi maquillaje, pensó. Tengo que arreglarme el maquillaje.
Kawashima no sabía qué le pasaba a la chica, pero algo era, y le desconcertaba verlo. ¿La había hecho enfadar al reírse de su actuación masturbatoria y gritarle después? Su cara era una máscara en blanco y sus ojos parecían sacudirse libremente en las cuencas, sin fijarse en nada. Estaba a punto de decirle algo cuando de repente ella cogió el bolso que estaba a sus pies, se lo puso sobre las piernas, rebuscó en su interior y sacó una barra de labios. Después, procedió a aplicársela tranquilamente sobre los labios, mirando a un espejito que sostenía con la mano izquierda. Así que no está enfadada, pensó él, sintiendo cierto alivio. No se fijó en que la punta de la barra de labios temblaba y que la línea resultante estaba levemente torcida.
Volvió a meter en el bolso la barra de labios y el espejito y se puso de pie.
—Voy a ducharme —dijo.
Ahora también había algo diferente en su voz.
—¿Me dejarás atarte después?
—¡Lo que quieras! —dijo ella y soltó una risita. Poniéndose el bolso bajo el brazo, se dirigió al baño, entró y cerró la puerta.
¿Qué estaba haciendo ahí dentro? Habían pasado treinta minutos desde que la chica se había pintado los labios de rojo y metido en el baño. Kawashima había limpiado la lata de cola cuidadosamente y en repetidas ocasiones para eliminar cualquier huella dactilar, y todos los instrumentos necesarios para el ritual estaban en su sitio. Ya se había puesto un nuevo par de guantes de piel y había desenvuelto el cuchillo y el punzón, imaginándose las piernas delgadas de la chica al hacerlo. Su cintura también sería delgada y tendría un vientre plano. Había comprado el punzón más largo que encontró —la parte metálica medía unos quince o dieciséis centímetros— y pudiera ser que la perforara de parte a parte. Había tenido la intención de atarla al sofá, pero eso tenía que pensarlo mejor, porque así no podría ver la punta del punzón saliéndole por la espalda. Suspenderla del techo, de forma que sólo tocara el suelo con la punta de los pies, eso sería ideal, pero en esta habitación era imposible. No había dónde sujetar la cuerda.
Se le aceleraba el pulso con estas ideas pasándole por la cabeza. Ahora estaba apoyado en la pared de la entrada por fuera del baño, quitándose y poniéndose los guantes y agitándose cada vez más. ¿Qué diablos estaba haciendo ahí dentro? ¿Poniéndose champú, tal vez?
Lo que más le preocupaba era la mirada perdida que había visto en los ojos de la chica. Esos ojos inquietos, desconectados y extrañamente vidriosos. A Kawashima le parecía que había conocido a otra mujer con esos ojos anteriormente, pero no intentó recordar quién. Sólo tenía recuerdos desagradables de todas las mujeres del pasado, con la única excepción de Yoko.
—¿Estás bien? —dijo, tocando en la puerta del baño.
—¡Estupendamente! —oyó como respuesta—. ¡Sólo tardo un poco más! —La voz era aguda y la entonación extrañamente deformada, como una cinta de casete que se desenrolla. Seguía oyéndose la ducha.
Mi pintura de labios está torcida, había pensado Chiaki cuando se miró al espejo del baño. Tienes que tener especial cuidado con la pintura de labios. Se frotó el error violentamente con papel, presionando con tanta fuerza como para lastimarse los labios, pero estos ya habían perdido la capacidad de sentir algo. Se quitó el vestido, lo dobló, lo sacudió y lo volvió a doblar varias veces antes de colocarlo en la encimera junto al lavabo, después siguió la misma rutina con la combinación. Abrió la ducha y lentamente giró el mando de F a C hasta que el aire se llenó de vapor, después comprobó el agua con la mano y soltó un gritito. Estaba hirviendo. Volvió a girar el mando lentamente hacia F y comprobó la temperatura otra vez, formando un cuenco con la otra mano debajo del agua. Fue de C a F otra docena de veces, alternando las manos, y después volvió al espejo, dejando que el agua corriera y el vapor llenara la habitación.
Cuando se estaba quitando el sujetador, recordó que estaba en secundaria la primera vez que le pasó la Pesadilla. Sólo en este tipo de momentos, cuando empezaba otra vez, podía realmente recordar cómo era.
Su segundo año en el instituto. Ella y algunos compañeros de clase se habían reunido en la casa de uno cuyos padres no estaban, y habían terminado viendo una película pornográfica. No habían rebobinado la cinta y empezó por una escena de sexo duro. No sabía cuánto tiempo estuvo viéndola, pero recordaba que en un momento dado le había empezado a doler el estómago y, de repente, un terror indecible la consumió. Era como si alguien estuviera dirigiendo una luz estroboscópica a su cara y una escena totalmente diferente se desarrollara ante sus ojos.
Ése fue el primer episodio, pero desde entonces la Pesadilla la había visitado hasta siete veces. Siempre empezaba con que perdía el deseo sexual. Sabía que tenía problemas cuando era capaz de mirar a un tío bueno sin pensar dónde le gustaría lamerlo, o dónde le gustaría sentir su lengua. Los capilares, o los nervios, o lo que fuera, se cerraban, y toda el ansia hambrienta que ya no podía llegar a la superficie o conectar con su libido, empezaba a acumularse en su interior, aunque era incapaz de decir dónde, exactamente. Y esta condición se prolongaba un largo periodo. Una vez había durado novecientos treinta y ocho días. Para poder soportar la ansiedad, a veces intentaba acostarse con alguien —cualquiera— pero siempre le parecía que el pene del hombre no estaba dentro de su vagina o de su ano, sino en un tipo de agujero totalmente diferente. No llegaba al orgasmo ni por asomo y había veces en las que incluso terminaba por no saber dónde estaba o qué estaba haciendo. O, peor aún, tenía la sensación espeluznante de que Como-se-llame estaba en el techo, mirando.
Claro que, pensó Chiaki mientras se bajaba las bragas, sé perfectamente quién es Como-se-llame. Como-se-llame soy yo misma, mirándome follar. Al principio le pedía que no me mirara pero lo único que ella hacía era reírse con disimulo, así que dejé de pedírselo. Además, temía que si hablaba demasiado con ella pudiera dividirme en dos personas.
Pensó en el hombre vestido con el traje barato y se preguntó si era un maniático de la limpieza. Nunca soltaba aquel pañuelo, pensó, ni siquiera un momento. Los hombres así son unos enfermos. Lo que realmente les gusta son las guarradas y hacer cosas asquerosas. Tú-sabes-quién también era así. ¿Tú-sabes-quién? Un momento. ¿En quién estoy pensando? Siempre vestía una camisa blanca limpia y almidonada y la raya del pantalón perfecta y, fuera donde fuera, llevaba su pañuelo blanco. Una vez le tomaron el pelo por eso, le dijeron que parecía una vieja en un funeral, pero él dijo que una camisa blanca almidonada y un pañuelo blanco, siempre le hacían sentir que hasta su corazón era tan puro y limpio como la nieve recién caída.
Era mi padre. Le gustaba hacer cosas asquerosas. Cuando yo iba a primaria llegó a decirme que no me bañara. Te quiero de verdad, Chiaki. Así que quiero lamerte yo mismo toda la suciedad. A lo mejor te gusta mucho y no hay nada que temer. No le cuentes nada a nadie sobre esto. Es nuestro secreto. Ni siquiera a Mamá. Si alguien se entera, te alejarán de Mamá y de mí, así que nunca, nunca, lo digas, ¿vale?
Pero al final lo conté. En la escuela se lo conté a mi amiga y después se lo dije a mamá. Mamá habló con él y él estaba allí de pie, retorciendo su pañuelo blanco y escuchando todo lo que ella decía cuando de repente empezó a gritarme. ¡Cómo te atreves a inventar una mentira tan asquerosa! Ésa fue la primera vez que le oí levantar la voz, pero desde luego no fue la última. Después de eso se convirtió en otra persona, en alguien que gritaba por absolutamente todo. Mi corazón es tan puro y limpio como la nieve recién caída. Puro y limpio como la nieve recién caída. Puro y limpio como la nieve recién caída. No me hagas reír.
—Se acabaron las palabras —murmuró Chiaki para sí, y justo entonces le habló una voz desde el otro lado de la puerta.
—¿Estás bien?
—Muy bien —dijo ella—. Estoy bien. ¡Sólo tardo un poquito más!
Sólo un poquito más y todas las palabras habrán desaparecido. Sólo cuando de verdad veías las palabras desaparecer, te dabas cuenta de lo secas y muertas que estaban, como hojas marchitas o dinero viejo y desechado. Podías pasar horas aplanando todas las arrugas y pliegues, pero cuando intentabas comprar algo con esos billetes, nadie los aceptaba. Ni siquiera te tomaban en serio. Cerrabas el puño con rabia y los billetes crujían y se deshacían en la mano.
Justo antes de desaparecer, las palabras adquieren un olor nauseabundo y pulposo, como manojos de hierba muerta que el viento arremolina, formando pequeñas esferas secas, y se derraman del cerebro y de las cuerdas vocales, bajando por las células sanguíneas y los nervios hasta los rincones más remotos del cuerpo. Palabras del tamaño de bolas de Pachinko o de Tic-Tac, desapareciendo mientras ruedan hasta las grietas ocultas, donde chocan con estas otras cosas y las despiertan. Estos recuerdos.
Los recuerdos no son como las palabras; son suaves y viscosos. Están cubiertos de un limo pegajoso, igual que un pene tras el acto sexual, o la vagina durante la menstruación, y tienen la forma de renacuajos o culebrillas de agua. Cuando estos recuerdos durmientes despiertan, empiezan por retorcerse, después nadan, primero despacio, poco a poco más rápido, hasta la superficie. Y una vez que llegan ahí, tus sentidos se cierran. La primera oleada te da en los labios, después en la palma de las manos, en los dedos del pie, en las axilas. Algunos recuerdos se escapan por los poros de la piel y merodean por tu cuerpo como una niebla, esperando a que lleguen los demás y se les unan. Cuando ya están todos ahí, se juntan para formar una imagen, y es como si se encendiera una pantalla de televisor ante tus ojos.
Su cara mientras me lame allá abajo. Su cara. Una cara como un manojo de verduras podridas envueltas en un saco viejo. Te quiero, susurra. Susurra esto todo el tiempo mientras lame y lame y lame. Te quiero. Te quiero. Te quiero, te quiero. Te quiero. Te quiero. Te quiero. Te quiero. Después otra voz, que se mezcla con la suya. La voz de una niña. Mi voz.
Chiaki tiró del aro en el pezón. No sintió nada, ningún dolor en absoluto. Tiró más fuerte, hasta que el pecho se irguió como un pequeño tipi y un poco de sangre empezó a manar del agujero que perforaba horizontalmente el pezón.
El sonido de la ducha era como el que hace el siseo estático de una radio. Kawashima empezaba a pasar de la irritación a la ansiedad. Se paró delante de la puerta del baño y miró su reloj: ya llevaba ahí dentro más de cincuenta minutos. La había llamado varias veces en los últimos minutos, pero ella no había respondido. Incapaz de seguir ignorando la sensación de que algo iba muy mal, tocó el tirador de la puerta con una mano enguantada y le sorprendió comprobar que no estaba cerrada. Abrió la puerta un poco. Por la abertura salió vapor y el ruido de la ducha se oyó mucho más fuerte.
—¡Oye! ¿Qué pasa aquí? ¡Estoy abriendo la puerta!
No hubo respuesta. Abrió la puerta del todo y entró en el baño. Como el vapor empezaba a desaparecer, vio a la chica sentada en el borde de la bañera. Estaba allí completamente desnuda, clavándose las tijeras de la navaja suiza en el muslo derecho. Cuando vio a Kawashima le dirigió una débil sonrisa y extendió las piernas como si quisiera mostrarle los trozos de carne ensangrentada que se le habían trabado en el vello púbico. Las heridas no eran muy profundas, pero se había sacado bastante carne del muslo y había un charco de sangre en las baldosas del suelo a sus pies.
Instintivamente, él se movió para detenerla pero al dar el primer paso, la chica abrió la boca, cogió aire y soltó un grito que hizo vibrar el espejo y a él lo escalofrió hasta la médula. Después de un grito como ése, seguro que alguien empezaría a tocar a la puerta en cualquier momento. Tenía que demostrarle a la chica que no pensaba acercarse más. Volvió a la puerta y ella inmediatamente recuperó su sonrisita vacía.
Si alguien le registrara la bolsa, encontraría el cuchillo y el punzón. Tal vez debiera llamar a la oficina de la chica. Había un teléfono en la pared justo al lado de él, pero sólo era para llamadas entrantes. Él dio otro paso atrás y la expresión en la cara de ella cambió de inmediato. Había terror en sus ojos y cejas, abrió mucho la boca y volvió a tomar aire. Iba a gritar otra vez.
—¡No me voy a ningún sitio! —dijo rápidamente Kawashima—. ¿Vale? —Se apoyó en el marco de la puerta—. ¿Lo entiendes?
Ella asintió con la cabeza muy despacio y de forma apenas perceptible.
Maldita sea, pensó él. Está muerta de miedo. Igual que los niños del Hogar. Quiere que me quede aquí pero que no me acerque demasiado. Le entra el pánico si me acerco y también si intento irme. Se hiere de esa manera porque no conoce otra forma de pedir ayuda.
La chica había bajado la navaja y la sostenía a un lado desde que él apareció, pero ahora la había levantado y volvía a hundir las tijeras en la carne del muslo, cubierta de sangre oscura. Sonaba como cuando se pisa el barro: splat. Ella no miraba ni a las tijeras ni a la herida, sino que tenía la vista puesta sobre Kawashima. Y justo entonces sonó el teléfono, haciendo que él se sobresaltara de tal forma que su hombro perdió el apoyo del marco de la puerta y a punto estuvo de caerse. La chica arrugó la cara y soltó una risa húmeda y gutural.
—¿Señor Yokoyama? ¿Va todo bien, señor?
Llamaban de recepción. Sin duda, alguien de las habitaciones vecinas, o tal vez un guardia de seguridad, había avisado del grito. Todo bien, dijo Kawashima por encima de su corazón palpitante, intentando desesperadamente parecer tranquilo.
—Tal vez sepa, señor, que todas nuestras habitaciones están ocupadas y algunos de los huéspedes ya están durmiendo, por lo que le rogamos encarecidamente que mantenga el volumen de la televisión o de la música lo más bajo posible.
El hombre a continuación le agradeció su cooperación y le deseó buenas noches de manera formal y cortés.
Qué manera más indirecta de quejarse, pensó Kawashima. En algún sitio a algún niño le estaban haciendo la cabeza papilla porque se había hecho pis en la cama; en algún sitio, una mujer que se había saltado alguna norma arbitraria era llevada a una habitación donde le harían cosas horribles a resguardo de ojos fisgones; y mientras tanto: ¿va todo bien, señor? Muchas gracias por su cooperación, señor. Una queja que más bien parecía una disculpa.
—¿Quién eres tú? —rugió la chica con su voz húmeda. Él se apoyó contra el marco de la puerta y no contestó—. ¡Quién eres!
No debo decir nada. Diga lo que diga, ella simplemente gritará y se negará a escuchar. Era como un animal herido. Intenta acercarte y te enseñará los colmillos; intenta marcharte y gritará pidiendo ayuda.
Kawashima se puso el dedo índice sobre los labios haciendo un Shhh silencioso. Recordaba cómo se había sentido la primera vez que ingresó en el Hogar, convencido de que cualquier adulto que se le acercara sonriendo y con palabras amables era el enemigo. Ahora mismo se hacen los buenos, se decía a sí mismo, pero tarde o temprano me van a golpear por motivos que ni siquiera entenderé. Cuando era niño, Kawashima jamás pudo averiguar qué era lo que él tenía que hacía que los adultos se enfadaran tanto, pero la idea de que le dejaran totalmente abandonado le daba más miedo aún que los ataques imprevistos. Lo único que había aprendido con certeza durante sus pocos años de vida era que estaba indefenso, que era incapaz de sobrevivir solo y que toda la gente con la que trataba parecía despreciarle. Sabía por experiencia propia que no debía acercarse a la chica pero que tampoco debía dejarla, y que no debía hablar directamente con ella, ni siquiera contestar a sus preguntas. Quiere que la ayuden, pensó, pero no puede bajar la guardia. Por eso me mira fijo y vigila todos mis movimientos.
Cuando se llevó el dedo a los labios, la chica estudió el gesto con curiosidad y volvió a poner la navaja a un lado. Lentamente, Kawashima se quitó los guantes y los dejó caer en la papelera que estaba junto a la puerta. Le enseñó la palma de sus manos desnudas, como si dijera: Cálmate. Cálmate. No voy a hacerte daño. Mientras hacía esto y sin girar la cabeza, echó un vistazo al bolso de ella que estaba abierto junto al lavamanos. Vio que contenía cosméticos, una libreta y un sobre pequeño como los que usan los hospitales para dispensar medicinas. Escrito a mano con tinta y debajo de la letra de estilo gótico que decía Clínica Shiroyama - Dr. Shiroyama Yasuhiro, Director venía el nombre de Sanada Chiaki.
No debía dirigirse a ella directamente, ni siquiera para contestar una pregunta, así que necesitaba una especie de intermediario. Descolgó el auricular del teléfono de pared y se lo llevó a la oreja, colocando la mano libre debajo para mantener el teléfono desconectado disimuladamente. Lo que faltaba era que se conectara a un operador de emergencias mientras que simulaba hablar por teléfono.
—¿Diga? —dijo él—. Sí, eso es. Sanada Chiaki está aquí conmigo.
Miró por encima del hombro a la chica. La mano que sostenía la navaja seguía baja y ella lo miraba atentamente, intentando entender qué sucedía. Lo primero era conseguir quitarle esa navaja.
—Todavía no confía en mí del todo. Yo estoy totalmente de su parte y nunca haría nada para hacerle daño pero aún no lo entiende.
La primera vez que el hombre entró en el baño, Chiaki había sentido que su cara se iluminaba con una sonrisa. Este debe de ser él, pensó, el que siempre me lleva al hospital. Cuando empezó a clavarse la tijera en el muslo, no tenía ni idea de quién era ella ni de dónde estaba, como de costumbre, y naturalmente no sentía ningún dolor. Recuerda que, mientras sacaba las tijeritas, quería hacer algo divertido con ellas, pero no recuerda qué. Sin embargo, ella sabía lo que iba a hacer. Era lo que siempre tenía que hacer cuando esa cara aparecía ante sus ojos, la cara de Tú-sabes-quién con su camisa blanca y resplandeciente. Ella no sabía quién era ella misma. Pero sí sabía cuál era su nombre porque Tú-sabes-quién no paraba de susurrárselo en la cara. Chiaki. Me llamo Chiaki. Soy alguien a quien llaman Chiaki. Él me llama así, me está lamiendo allí abajo así que no hay duda: Chiaki soy yo.
¿Pero quién era ella? Y ¿dónde estaba? Ésa era la cuestión, pero la respuesta no tenía importancia. Lo que importaba era que debía ser castigada. Y la que sabía que ella debía ser castigada era su verdadero yo. Chiaki sólo era un nombre. No había nada en él. Chi-a-ki, tres pequeñas sílabas vacías. Muérete, dijo una voz. Y era ella, su verdadero yo, moviendo sus labios y usando su voz para decir la palabra. Era ella la que se decía a sí misma que muriera; eso era de lo único que podía estar segura ahora mismo. Muérete, ¿por qué no te mueres? ¿Por qué no te mueres ya de una vez Chiaki?
Qué orgullosa estaría si pudiera matarla, pensó ella. Herirla en el muslo y oír cómo la piel se abre, como cuando cortas una salchicha con un cuchillo. Pero entonces las cosas se vuelven cada vez más borrosas y al final te despiertas en un hospital. Alguien siempre me lleva allí. Kazuki dijo que había sido él quien llamó a la ambulancia la última vez, pero era mentira. Es alguien que no conozco y desde luego no es Tú-sabes-quién. Lo único que Tú-sabes-quién ha hecho es lamerme allí abajo y de repente gritarle a todo el mundo. Siempre he querido conocer al que me lleva al hospital. Siempre he tenido la esperanza de ver su cara al menos una vez, pero nunca pensé que eso ocurriría. Es alguien especial, una persona muy importante. No es tan fácil conocer a gente así.
Pero puede que este hombre sea él. Eso es lo que ella pensó cuando él abrió la puerta del baño, pero claro, no había forma de estar segura. A lo mejor es alguien totalmente diferente, pensó cautelosa. Una mala persona. Alguien que me odia y quiere quitarme de en medio. Pero le había preguntado quién era y él no había respondido. Eso era una buena señal. Un hombre malo se habría inventado una mentira. Al menos sabía que él no era un mentiroso. Y ahora él decía su nombre a alguien al teléfono. ¿Con quién estaba hablando? ¿Con el hospital?
—Sí, Chiaki está aquí. Está herida. Quiero ayudarla pero aún no confía en mí. ¿Qué? ¿Ah sí? Bien, entonces la pongo al teléfono.
El hombre le tendió el auricular. ¿Quién sería? Se puso en pie vacilante y toda la sangre que se había acumulado en las heridas le corrió por la pierna.
En el momento en que la chica estaba al alcance del auricular, Kawashima entró en acción. Le agarró la muñeca derecha con una mano y le mantuvo los dedos abiertos con la otra. La navaja suiza golpeó contra el suelo. La chica se quedó mirando fijamente la mano que sujetaba su muñeca unos instantes, como si fuera incapaz de procesar lo que había ocurrido y entonces, de repente, se dobló y se puso a dar golpes y patadas. Con un movimiento del zapato, Kawashima lanzó la navaja hasta el rincón más alejado del baño. Después se puso detrás de la chica y colocó el brazo alrededor de su cuerpo mojado, apretándole los delgados brazos contra los costados. Ella lo observó por encima del hombro con los ojos muy abiertos y una mirada perdida, abrió la boca y tomó una profunda bocanada de aire.
Kawashima le puso la mano izquierda sobre la boca antes de que ella tuviera tiempo de gritar. Era tan menuda que a él le bastaba su brazo derecho para tenerla más o menos inmovilizada. Ella le daba patadas en las canillas con sus talones desnudos, pero débilmente y él apenas las sentía. El problema era la mano que tenía tapándole la boca. Levantando el labio como un perro acorralado, la chica mordió la base de su dedo corazón, donde se encontraba con la palma de la mano.
Mordía todo lo fuerte que podía, cerrando los ojos y arrugando la cara hasta que los dientes rompieron la carne y partieron un nervio. Un escalofrío nauseabundo recorrió el cuerpo de Kawashima pero luchó contra el impulso de retirar la mano y empezó a susurrarle al oído:
—Tranquila, tranquila, tranquila, nunca te haría daño, nunca te haría daño.
¡Este dolor no es mío!, gritaba para sus adentros. No te enfades. No te enfades, todo va bien. Todo bien, ¿no? Todo va bien. No tienes que tener miedo. No hay nada que temer.
La voz del hombre era profunda, suave y agradable, pero la tenía agarrada desde atrás y lo único que Chiaki pensaba era que alguien intentaba controlarla. Tenía un sabor cobrizo y la textura pegajosa de la sangre en la boca. La voz que le decía al oído «No te enfades» nunca variaba el tono ni el volumen. No te enfades, no te enfades. No tienes que tener miedo. No tienes que tener miedo. No hay nada que temer. Y lentamente, al ir repitiendo las palabras una y otra vez, empezaron a surtir efecto. Era verdad: estaba enfadada y tenía miedo de algo. Nunca nadie se lo había dicho antes. Decidió que podía bajar la guardia y enseguida se abandonó en los brazos del hombre.
Kawashima llevó a la chica al sofá y colocó su cuerpo lánguido sobre él. Tenía los ojos medio cerrados y legañosos, la boca abierta, los labios y los dientes manchados de sangre y la respiración tenue y lenta. La secó con una toalla del baño y le miró las heridas de la tijera. La piel del muslo tenía heridas en más de diez lugares diferentes pero los cortes no eran profundos y algunos ya no sangraban. No es demasiado tarde para matarla, pensó. Ella estaba tendida ante él, totalmente inmóvil y el cuchillo y el punzón estaban ahí mismo, debajo de la sudadera en la bolsa abierta. Tocó ligeramente una de las heridas, pero ella no reaccionó en absoluto. Está como anestesiada, pensó. Apuñalar a alguien en este estado es como apuñalar un maniquí. Probablemente ni siquiera intente gritar si le corto el tendón de Aquiles; lo más probable es que salude a la muerte con esta misma expresión ausente en la cara. Y además, rumió, haciendo una bola de papel con la mano izquierda para detener su propia sangre…
Ella es uno de los nuestros. Un espíritu afín. ¿Vas a apuñalar a una mujer que se ha hecho papilla su propia pierna y que está ahí echada como una muerta? Lo mejor es olvidarse por completo de la idea. Todo el plan se había torcido. Tenía el traje mojado y había sangre en el vuelto de su pantalón. Se había quitado los guantes, sus huellas dactilares estaban por todos lados, y tenía la mano izquierda perforada y sangrando. Sería imposible ocultar la herida y debía de haber trozos de su carne pegados en los dientes de ella. No, tenía que abortar el plan y empezar todo desde cero.
Se quitó la camisa y usó el cuchillo para cortar un trozo largo de tela. Dobló una toalla de tocador limpia y la colocó sobre las heridas en el muslo de la chica cubriéndola a continuación con el trozo de tela de su camisa. Estaba bastante seguro de que esto detendría la sangre. Mientras se cambiaba y se ponía los tejanos y la sudadera, agitó la cabeza lamentándose: había comprado un cuchillo de combate con una hoja tan larga como su antebrazo y terminó usándolo para cortar una camisa barata en lugar de un par de tendones de Aquiles. La chica ahora tenía los ojos cerrados, y su pecho desnudo se elevaba lentamente con su respiración, pero él no sabría decir si dormía o no. Sacó una manta del armario y la cubrió con ella.
Tras procurarse un vendaje más pequeño para su mano izquierda, Kawashima envolvió de nuevo el cuchillo y el punzón. Los bultos ocupaban bastante espacio debido a todas las capas de cartón y papel y la cinta americana, y resultaban sorprendentemente pesados. Tenía que deshacerse de ellos en algún sitio, cuanto más lejos mejor, pero éstas no eran las circunstancias idóneas. Tal vez pudiera tirarlos en algún contenedor de basura cerca del ascensor, aunque en otro piso, claro. Después, llamaría al club de sado y les haría venir a buscar a la chica. Lo más probable es que no informaran al hotel ni a la policía. Pero como no había manera de estar seguro de ello o de qué clase de tipos podrían enviar para recogerla, sería una estupidez tener armas en la habitación. Pero no quería tirar las notas. Le habían costado mucho tiempo y esfuerzo y la idea de empezar todo otra vez le abrumaba. De todos modos, no era un delito tener notas. Estaría a salvo siempre y cuando no encontraran el cuchillo y el punzón en la habitación.
Comprobó que la chica seguía con los ojos cerrados, cogió la bolsa de vinilo que contenía los dos bultos, deslizó la llave de la habitación en su bolsillo y salió al pasillo. Cerró la puerta tras de sí y se quedó quieto un momento, para orientarse. La habitación 2902 estaba en un extremo del piso veintinueve. El largo pasillo tenía un cierto aire surrealista y le llevó un tiempo darse cuenta de que el ligero zumbido en los oídos era en realidad el sonido de un televisor que estaba en algún sitio. Pero el mero hecho de salir de la habitación, alejándose de la chica, le había ayudado a disipar algo de tensión, lo cual tal vez explicara por qué volvía a dolerle tanto el dedo. La herida era profunda y el papel y la camisa no eran de gran ayuda para restañar la sangre.
Iba caminando despacio por el pasillo cuando se abrió una puerta un poco más adelante y salió una pareja mayor. Hablaban en inglés y vestían como si acabaran de volver de jugar al golf. Kawashima estaba pasando a su lado con la cabeza baja cuando la mujer le asustó con una amplia sonrisa diciendo «¡Disculpe, señor!».
Le pareció que tanto ella como el hombre miraban la bolsa de vinilo y el vendaje de la mano, pero por lo visto ella le preguntaba por los restaurantes. Kawashima, como mucho, chapurreaba inglés, pero ella parecía decirle que los restaurantes de los hoteles de Tokio eran tremendamente caros. ¿Podría él recomendar algún sitio cercano, agradable, a ser posible un italiano o un continental? El marido se quejó diciendo que ella debería preguntar en recepción, que era de mala educación molestar a un extraño con algo así y le hizo un gesto a Kawashima para que siguiera adelante y no le hiciera caso, sonriendo también de oreja a oreja. A Kawashima le recordaron a esas parejas mayores que salen en películas americanas antiguas. Se excusó, bajando la cabeza a modo de disculpa y siguió caminando hacia el ascensor, pero claro, la pareja mayor iba en la misma dirección y caminaba detrás de él hablando en voz baja. No es buena idea meterme en el ascensor con estos dos, pensó. Les parecería raro que me bajara en cualquier piso que no sea el vestíbulo o los restaurantes y podrían incluso recordar en qué piso me había bajado. Si llamar al club de sado diera pie a alguna complicación, no podía arriesgarse a que se descubriera el cuchillo y el punzón y los vincularan con él.
Se detuvo e hizo como si buscara algo en los bolsillos que hubiera olvidado. Cuando la pareja pasó, les deseó buenas noches y se dio la vuelta para dirigirse a su habitación. Y apenas había girado sobre sus talones, vio que la puerta de la habitación 2902 se abría y Sanada Chiaki salía a trompicones al pasillo, totalmente desnuda. Kawashima se quedó de piedra y la bolsa de vinilo casi se le cae de la mano. Si empezaba a correr, la pareja mayor podría oír sus pasos y volverse para mirar. Y lo que verían era como una escena de pesadilla: una chica japonesa delgada, desnuda y cubierta de sangre con un rudo vendaje alrededor del muslo, dando traspiés por el pasillo de su hotel. Miró hacia ellos, y vio que no se habían dado cuenta de nada todavía y estaban a punto de doblar la esquina hacia los ascensores. La chica estaba apoyada contra la pared, mirando a su alrededor con asombro, como si estuviera preguntándose dónde estaba y hacia dónde debía correr.
Cuando la pareja desapareció tras doblar la esquina, Kawashima empezó a correr. Rezaba para que ninguna otra puerta se abriera antes de que llegara a la chica.
Cuando vio al hombre que corría hacia ella, Chiaki dio un pequeño grito. Se volvió para salir huyendo pero se dio contra la pared, arañándose la rodilla con el yeso y cayendo sobre sus posaderas. Cuando Kawashima llegó a su altura, ella intentaba escapar a cuatro patas. Él se agachó para cogerla por las axilas y la arrastró a la habitación, pero no era nada fácil mover a una mujer que se resistía —menuda o no— aunque fuese unos metros. Sujetándola con el brazo izquierdo, con la bolsa de vinilo aún colgando de esa mano, buscó la llave en su bolsillo derecho. Como la chica no paraba de moverse, el tambaleo de la bolsa le zafó el vendaje, y la herida en la base del dedo empezó a sangrar otra vez. De alguna forma, consiguió introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta y justo cuando entraba a trompicones con la chica, soltándola sobre la alfombra como si la derribara, oyó que una puerta se cerraba en algún lugar del pasillo. El dolor de la mano izquierda era intenso, y el corazón parecía que iba a explotarle.
¿Les había visto alguien? En cualquier caso, ya no podía llamar al club de sado. Ni siquiera se había deshecho de las armas. La chica estaba tendida en la entrada, quejándose.
—¡Aaay! ¡Me duele!
Unos minutos antes, al despertarse de una siesta muy corta, Chiaki había recobrado sus cinco sentidos, y el dolor había sido insoportable. Tenía el muslo torpemente envuelto con un vendaje chapucero y cuando se levantó, un riachuelo de sangre le corrió pierna abajo hasta la parte superior del pie. Estaba asustada. Tendría que ir al hospital otra vez. El hombre que siempre la llevaba había estado a su lado hacía un momento, aún podía sentir la calidez de sus brazos rodeándola. Tenía los dientes cubiertos de una sustancia pegajosa y, con la lengua, descubrió algo parecido a un trozo de goma pegado en la encía superior. Se lo sacó y lo miró. Tenía unas pequeñas hendiduras y cuando cayó en la cuenta de que era un trozo de piel humana, recordó haber mordido el dedo del hombre. Aún podía oír la manera en la que él le susurraba al oído: Todo va bien, no te enfades, no hay nada que temer. Y pensar que mientras él le susurraba esas cosas al oído, ella le arrancaba la piel con los dientes… Fue cojeando hasta el baño, aullando a cada paso, pero el hombre tampoco estaba allí. Cogió el traje azul marino que él llevaba puesto y lo agitó, ondeándolo en el aire y gritando «¿Dónde estás?». Al ver su bolsa junto al escritorio, la agarró y la lanzó contra la pared y después cojeó hacia la puerta. Sólo cuando ya estaba en el pasillo, cayó en la cuenta de que no llevaba ropa. La puerta se cerró despacio detrás de ella, y acababa de darse cuenta de que no podía entrar otra vez cuando vio al hombre que corría hacia ella desde el otro extremo del pasillo. Pero espera. Éste no podía ser el mismo hombre, llevaba puesta otra ropa. Horrorizada ante esta evidencia, había intentado escapar, pero el hombre la había cogido y arrastrado de vuelta a la habitación. Una vez dentro, había visto la herida que tenía en la mano y pensó: después de todo, es él.
—¡Escúchame! —dijo Kawashima, intentando recuperar la respiración—. ¿Entiendes lo que te digo?
Chiaki asintió con la cabeza, mirándole fijamente a la cara e intentando grabarla en su memoria. Claro que entiendo lo que dices, pensó. Quieres llevarme al hospital, ¿no?
—Antes que nada, ¿puedes, por favor, ponerte la ropa?
Tenía que salir de este hotel cuanto antes. Alguien podría verles ahora y él aún tenía el cuchillo y el punzón en su poder. Debería llevarla a un hospital. Acompañarla a urgencias, que le dieran un tratamiento y el club de sado no tendría ningún motivo de queja. Después de todo, era él el que sufría los inconvenientes. Seguramente se quedarían satisfechos si explicaba bien las cosas y pagaba seis horas de servicio.
—Por favor. Por favor, vístete.
Metería todo en la bolsa y saldría del hotel inmediatamente. El hecho de que lo acompañara una mujer tendría su efecto sobre el recepcionista, pero ahora no era el momento de preocuparse por eso. De todos modos, realmente no he hecho nada, se dijo a sí mismo. Cojo un taxi, la llevo al hospital más cercano y me lavo las manos de todo el asunto.
—Vamos al hospital. No puedes ir desnuda, ¿no?
Chiaki estaba maravillada. Así que era él. El que la había agarrado por detrás y susurrado en el oído, y le había hecho darse cuenta de lo furiosa y asustada que estaba, era el mismo que siempre se encargaba de que ella fuera al hospital. Es él de verdad, pensó. Por fin he conocido al hombre misterioso.
—De acuerdo —dijo, mirándole a la cara y asintiendo con la cabeza—. Pero deja que llame primero a mi oficina, ¿vale?
Fue cojeando hasta el teléfono que estaba sobre la mesa y Kawashima entró en el baño para recoger las cosas de ella. La navaja suiza estaba en el suelo. Usó un pañuelo de papel para recogerla, limpió la sangre de las tijeras, las metió en el mango y dejó caer la navaja en el bolso de ella. Había dejado la puerta abierta así que podía oírla hablando por teléfono.
—Eso es. No me encuentro bien, así que voy a terminar ya, pero no importa si no paso por la oficina, ¿verdad? Son, a ver, las diez pasadas, así que… cuatro horas, ¿vale? No te preocupes, iré al hospital si me siento peor.
Kawashima la oyó colgar y abrió la ducha para lavar los restos de sangre de la bañera y el suelo. Incluso la sangre que ya estaba seca salía sin dificultad con la ayuda de una toalla húmeda. No me encuentro bien y puede que tenga que ir al hospital, yo mismo no me habría inventado una historia mejor, pensó con alivio. Llevó el bolso de la chica y su ropa interior y vestido a la habitación. Ella estaba sentada en el sofá, sin nada encima a excepción del aro plateado en el pezón.
—¿Me ayudas con las bragas? —Levantó las piernas de forma que los dedos de los pies apuntaban hacia él—. Me da miedo hacerme daño en la pierna.
Se arrodilló delante de ella sosteniendo las bragas enrolladas con las dos manos, las deslizó por los pies y las subió hasta las rodillas, después paró y le dijo que se pusiera de pie. Ella se apoyó con una mano sobre el hombro de él y se puso en pie insegura, el fino vello púbico casi rozando la cara de él. Estirando el elástico todo lo posible, él consiguió subir las bragas sin tocar el vendaje y después desenrolló la tela violeta y traslúcida para que cubriera la entrepierna y las nalgas de la chica.
—No hace falta que me ponga las medias, ¿verdad? Me las van a hacer quitar, ¿no?
Kawashima asintió con un gruñido y se levantó. Fue en ese momento que se dio cuenta de que su bolsa estaba ladeada contra la pared de enfrente, y la libreta abierta estaba junto a ella. Se le heló la sangre. Ella debe de haber leído las notas, pensó, y un escalofrío que salió del dedo mordido le recorrió cada célula del cuerpo. Sintió un amago de náusea y miró a la chica, que le había dado la espalda y se estaba poniendo la combinación. Ahora no tengo otra salida, pensó, y el escalofrío y la náusea se mezclaron con una excitación peculiar y rebosante. No me queda más remedio que matarla. Si ha leído las notas y la dejo vivir, no puede haber una próxima vez. Seguro que le diría a alguien: una vez tuve un cliente así.
Después de todo, estaba bien no haberse desecho del punzón y el cuchillo de combate.
Tenía que caminar despacio para no adelantar a la chica, que avanzaba cojeando a su lado y cogida de su brazo. El viento silbaba entre los cañones creados por los rascacielos y en la calle vacía el frío parecía meterse en cada poro. Por un momento, hasta olvidó que le dolía el dedo.
—Qué frío —dijo la chica, subiéndose el cuello del abrigo y encorvándose mientras se aferraba aún más a su brazo.
Qué mujer tan rara, pensó él, ¿por qué estará tan contenta de ir al hospital? Bueno, al menos no le había causado ningún problema mientras firmaba la salida del hotel. Se le había agarrado al brazo de la misma manera también en el ascensor pero, cuando llegaron al vestíbulo, se soltó y se dirigió directamente a la salida sin ni siquiera mirar atrás, como si no tuvieran nada que ver el uno con el otro. Tal vez fuera de lo más natural para una chica de su profesión, pero le aliviaba que no lo hubieran visto saliendo del hotel con ella.
Chiaki no quería soltarle el brazo en el vestíbulo, pero supuso que a él no le haría gracia que estuvieran abrazados delante de un montón de gente. A nadie le gusta que le vean conmigo en público, pensó. Incluso mamá, después de que le dijera lo que hacía Tú-sabes-quién, empezó a caminar unos pasos por delante cuando salíamos juntas. Esa soy yo: la gente se avergüenza de que la vean con una mujer como yo.
Mientras esperaba en el mostrador a que le entregaran la factura, Kawashima había mirado por encima de las gafas para verla atravesar el vestíbulo. Ella avanzaba con pesadez, la cabeza gacha y los hombros caídos, con la gran bolsa de juguetes colgándole de una mano y el bolso de la otra.
—A Urgencias del hospital más cercano, por favor —dijo Kawashima, y el taxista preguntó si les convenía el Hospital Sogo en Yoyogi. Tanto a Kawashima como a la chica les daba igual a qué hospital ir. Hacía calor en el taxi pero ella se acurrucó contra él igualmente, doblando el torso para enterrar la cara en su pecho. Había habido chicas como ésta en el Hogar, recordó Kawashima. Sabía que ella no lo hacía porque él le gustase, que su actitud podía cambiar completamente en cualquier momento. Nunca se sabía qué podía hacer alguien así. Podía reírse como una histérica de puro terror para terminar sollozando y dándote puñetazos. Podía darte toda su atención en un momento dado para acto seguido comportarse como si no existieras.
En otras palabras, que se le aferrara del brazo de esta forma de ninguna manera significaba que no hubiera leído las notas. Tendría que pasar más tiempo con ella antes de saberlo a ciencia cierta.
—A Urgencias, ¿eh? —dijo el taxista mirando por el espejo retrovisor—. ¿Pasa algo?
La chica se rio con un tono raro —una voz que se parecía mucho al pitido de un cajero automático— y dijo: Voy a tener un niño.
Kawashima negó con la cabeza. Qué estupidez se le ocurre decir. El taxista la había visto en la acera y seguro que se había dado cuenta de lo delgada que era. Se le podía rodear la cintura con las dos manos.
—¿Verdad? —dijo ella, levantando la mirada hacia Kawashima.
Él no se molestó en contestar. Miró a los ojos húmedos de ella un instante sin que la expresión de su cara le dijera nada.
—Te quedan bien esas gafas —dijo ella.
Él miraba fijamente hacia adelante y pensaba: Dese prisa y llévenos al hospital.
—Tus ojos son muy bonitos a través de los cristales.
Chiaki había empezado a pensar que este hombre, su hombre misterioso, era en realidad muy rico. Era tan tranquilo y digno, y realmente atractivo visto de cerca. Y, de alguna manera, sabía que podía confiar en él totalmente. Por lo general, cuando ella decía algo que de verdad creía, algo que le salía directamente del corazón, o decía algún chiste gracioso, lo único que obtenía de la gente eran reacciones falsas. Pero este hombre ni decía nada ni reaccionaba, así que ella sabía que no era falso ni mentiroso. Primero llevaba puesto aquel traje barato y lo que llevaba ahora —el abrigo, la sudadera y los vaqueros, los zapatos, incluso las gafas— también eran baratos, pero tal vez estuviera disfrazado. A lo mejor se había disfrazado porque la idea del sado le avergonzaba. La había reservado para seis horas pero ni siquiera la había tocado de una manera sexual. Y le había pagado las seis horas a pesar de que ella le dijo que sólo le cobraría cuatro. No se parecía nada a los demás clientes. Date prisa y quítatelas; date prisa y enséñamelo; date prisa y lámelo; date prisa y chúpamela; él era diferente en todos los sentidos. Y a pesar de que le dolía mucho la pierna, se había mojado cuando él le puso las bragas. Debe de haber ido a ese hotel de incógnito para divertirse una noche, pensó, para probar algo nuevo. Apuesto a que es de Kyoto o de Kobe, o de algún sitio así. Y apuesto a que incluso tiene una habitación en otro hotel, probablemente una suite increíblemente lujosa.
—Oye —dijo con suavidad, sonriéndole—. ¿En qué hotel te estás quedando realmente?
El cuerpo de Kawashima se puso tenso.
Lo sabía, se dijo Chiaki, es un hombre rico de incógnito.
Lo que me temía, pensó Kawashima, ha leído las notas.
La mayoría de las ventanas del hospital estaban a oscuras. El taxista les dejó en la entrada lateral y los observó moverse con lentitud, del brazo, por el acceso hacia la puerta.
—Mira, te espero aquí —le dijo Kawashima a la chica—. No quiero entrar pero no me voy a mover de aquí. No me gustan los hospitales, nunca me han gustado. Bueno, la verdad es que me dan miedo. Los hospitales me asustan.
Al hablar, su aliento formaba unas nubecillas. Se encontraban delante de una señal luminosa que decía RECEPCIÓN DE PACIENTES EXTERNOS DE URGENCIAS. La sala de recepción debía de estar muy bien iluminada y él no podía arriesgarse a que lo vieran con una chica en un sitio así, especialmente los médicos y los enfermeros.
—Vale —dijo Chiaki, pensando: Así que por eso nunca está cuando me despierto, no le gustan los hospitales—. ¿Pero no deberían verte la mano?
—Estoy bien —dijo Kawashima. Sacó diez billetes de 10.000 yenes del bolsillo y se los dio a la chica—. Paga con esto.
—No hace falta —dijo la chica, negando con la cabeza—. Ya me has pagado extra y todo. —Dio un paso hacia la puerta debajo de la señal, se detuvo y miró atrás en dirección a él—. Estarás bien aquí, ¿no?
—Te lo prometo.
—Y vas a quedarte conmigo esta noche, ¿verdad?
—Por supuesto. No voy a dejarte sola.
Tengo que cargármela lo antes posible y acabar con todo esto, pensó Kawashima, mientras la miraba entrar en el edificio. Cuanto más lo aplace, mayor es el riesgo de que alguien se fije en nosotros.
Chiaki negó con la cabeza cuando el enfermero le preguntó si tenía la tarjeta del seguro, y tuvo que presentar su carné de conducir y escribir su nombre y su dirección en varios impresos. Cuando entró en la consulta, le dijo al médico que se había caído de una bicicleta. Él estudió las heridas en el muslo y dijo que una de ellas era bastante profunda y habría que ponerle puntos. No cuestionó su historia ni le hizo preguntas sobre el vendaje hecho con la camisa y, aunque debió de ver las cicatrices de los incidentes anteriores, tampoco dijo nada al respecto. Le inyectó un anestésico local en tres puntos diferentes, desinfectó el arañazo de la rodilla y las heridas, y cosió el corte más profundo, cubriéndolos con un montón de gasa. Parecía tener prisa por terminar.
Había otras diez personas en la sala de espera. Un hombre con la cabeza rapada sentado en una silla de ruedas con los ojos medio cerrados y la boca abierta, y que sólo llevaba puesto una bata ligera de algodón; una mujer de mediana edad con mucho maquillaje cuyo dedo gordo del pie y el tobillo estaban grotescamente hinchados, y a la que sujetaban dos jóvenes delgados sentados a ambos lados de ella; un grupo de cuatro hombres vestidos para trabajar en la construcción que olían a sudor, sentados con las cabezas juntas y hablando de algo en voz baja; un anciano con las venas de las manos protuberantes y de color púrpura que leía un periódico; un hombre arrullando un bebé, junto a una mujer que tenía en las manos una ardilla de peluche y se llevaba un pañuelo a los ojos.
La anestesia le había hecho efecto en unos minutos, pero Chiaki seguía sintiendo un poco de dolor cuando la aguja de sutura le atravesaba la carne, y le salieron gotitas de sudor en el labio superior y en el tabique nasal. Cada vez que el brazo del médico rozaba su bragas translúcidas de color violeta, ella pensaba en el hombre de las gafas, en cómo eran sus ojos tras esos cristales.
—¿Puedo tener relaciones sexuales? —preguntó cuando salía de la sala de consulta. Sin ni siquiera levantar la vista de la tabla en la que estaba escribiendo algo, el médico murmuró:
—Con cuidado de que no se te caiga el vendaje.
Kawashima se había refugiado en la acera frente a la entrada, en una parada de autobús con marquesina que lo protegía del viento helado. Había decidido que deambular por fuera de Urgencias a las once en una noche fría como ésa, con dos bolsas grandes en las manos, no causaba muy buena impresión. Si un policía de servicio se le acercase y le interrogara y después quisiera mirar el interior de las bolsas, encontraría los juguetes sado de la chica en una de ellas, y el punzón y el cuchillo de combate en la otra. Por otro lado, en una parada de autobús no había nada sospechoso en llevar equipaje del tamaño que fuese. Desde ahí, veía claramente la puerta del hospital y si venía un autobús sólo tenía que hacer como que esperaba otro.
Su atuendo —camiseta, sudadera y tejanos bajo un abrigo ligero— no era el más apropiado para este tiempo. Por fin había dejado de sangrar, pero tenía los dedos congelados y se había abierto la herida otra vez al volver a ponerse los guantes de piel. Se preguntaba si no podría separarse del frío y del dolor usando la técnica que había desarrollado de niño. Había muchas cosas en las que meditar ahora mismo, mientras atendían a la chica, pero estas condiciones le quitaban a uno las ganas de procesar información. La técnica…
Había sido una noche fría de invierno, como ésta, cuando la descubrió. Había salido corriendo de casa dándole un golpe a la puerta corredera al cerrar. Ahora que lo pensaba, aquella noche también le dolía la palma de la mano izquierda. Su madre se la había cubierto con amoniaco industrial, del que se diluye en una proporción de diez a uno para usar como insecticida. Al poco rato, había empezado a oler fatal y le ardía la piel de la palma de la mano. Cuando había intentado lavarse la mano, ella lo apartó del fregadero de un empujón y él había salido corriendo. ¡No te molestes en volver!, gritó ella a través del cristal.
Y cerró la puerta con llave, girándola despacio, deliberadamente. Clac. Su silueta en el cristal escarchado era terrorífica, el contorno borroso y más grande que el real, y él estaba congelado y sentía tanto dolor que pensó que iba a perder la cabeza. Debo de haber usado eso, pensó, esa sensación de que me estaba volviendo loco. Algo me inundó, lo recuerdo, y algo salió de mi interior y de repente logré separarme del dolor, del frío y del miedo.
El que está aquí ahora mismo no soy yo. Este dolor no es mío. Ésa era la idea general, pero claro, no lo había verbalizado en ese momento. Todas las palabras habían desaparecido junto con los sentimientos. Había utilizado esta técnica más adelante en su vida, cuando vivía con la artista de striptease. Recuerda que cambiaba ligeramente el enfoque de los ojos, como se hace con una de esas ilustraciones en 3D, pero ahora mismo no había forma de mantener ese tipo de concentración.
Y de nada serviría intentar analizar cómo lo había logrado. Desde el momento que pones algo así en palabras, lo pierdes. Las palabras y las combinaciones de palabras: cuanto más dependieras de ellas, menor era tu poder real.
A unos doscientos metros de la parada del autobús, había una cabina telefónica. Si estuviera allí metido. Estaría totalmente protegido del viento y podría incluso llamar a Yoko y oír su voz, si quisiera. Estaba recobrando el sonido de esa voz tranquilizante que ella tiene cuando, de manera absurda, empezó a imaginar que le pedía consejo.
—Así que bueno, ha leído las notas. No me queda más remedio que matarla, ¿no? ¿Qué otra cosa puedo hacer?
—¿Dónde está la chica ahora mismo?
—Está en Urgencias de este hospital. Yo estoy esperándola fuera.
—¿No le dirá algo al médico o a uno de los enfermeros?
—No creo.
—¿Por qué no?
—Bueno, si fuera a hacer eso, podría haber hablado con cualquiera en el vestíbulo del hotel, ¿no? Con el guardia de seguridad o con quien fuera.
—Sí, eso es verdad. Pero si leyó las notas, ¿por qué no intenta escapar?
—Yo tampoco lo entiendo, pero no es que sea una mujer con control de sí misma, o que actúe de manera racional. Estoy bastante seguro de que es un alma gemela.
—¿Alma gemela?
—Creo que le pasó algo cuando era pequeña.
—¿Cómo qué?
—No lo sé y no quiero saberlo, pero se nota que tiene miedo y que tiene mucha necesidad de algo.
—Entonces, ¿qué vas a hacer ahora?
Una figura delgada salió por la puerta de Urgencias. Iba saltando sobre una pierna y mirando a su alrededor con ansiedad. Una cosa está clara, murmuró Kawashima entre dientes mientras corría hacia la chica. No puedo volver con ella al hotel de Akasaka.
Sí que me esperó, pensó Chiaki cuando vio al hombre salir corriendo hacia ella desde la gélida oscuridad. Se le ocurrió que parecía una locomotora de vapor en unos dibujos animados antiguos, arrastrando esas dos bolsas grandes y soltando nubes de humo blanco. Y la forma en la que le colgaba del codo su bolsa Lancet resultaba cómica, parecía una señora. Claro que no puede llevarla en la mano por el dedo, pensó, pero míralo, corriendo así con todas sus fuerzas. ¡Qué monada!
Sin querer esperar ni un solo segundo más para sentir su brazo rodeándole los hombros, dándole apoyo, Chiaki empezó a correr hacia el hombre, arrastrando la pierna derecha dormida por la anestesia.
—Ven a mi casa —le dijo cuando se metieron en un taxi—. Vienes y te quedas conmigo, ¿vale?
Los labios y las mejillas de Kawashima estaban congelados y apenas asintió con la cabeza, en lugar de intentar hablar. La casa de ella desde luego que le serviría. No podía llevarla al hotel de Akasaka, donde se había inscrito con su nombre real, y había estado pensando que tal vez tuviera que conformarse con un hotel de citas después de todo.
Chiaki nunca se cuestionó los motivos que tendría el hombre para acompañarla al hospital. O para esperarla fuera, en todo caso. Hacía tiempo que había olvidado el hecho de que era un cliente que había llamado a su club y pedido que le enviaran una chica a su habitación de hotel. Lo único que ella veía era los esfuerzos desinteresados que él hacía por ella que, al menos en su cabeza, estaban empezando a tomar proporciones épicas.
Se quedó allí fuera con este frío, esperándome, pensó. Su brazo parecía de hielo, no sabía que un cuerpo se pudiera enfriar tanto. Me daba miedo que realmente no me esperara, y al no verlo justo en la puerta casi me desmayo, pero entonces allí estaba, atravesando la calle a toda mecha, soltando nubes de vapor. Era como estar en una película, como ser la actriz protagonista en una gran escena romántica.
Hacía calor dentro del taxi pero el hombre seguía temblando. La cara, justo por encima de la de ella y a su derecha, estaba distorsionada, las facciones desequilibradas. Era como si sólo algunos músculos faciales se hubieran descongelado y el resto estuviera aún totalmente congelado. El pelo, que había estado expuesto todo ese tiempo al viento frío, estaba seco y despeinado, los dientes le castañeaban y tenía agüilla en la nariz. Los ojos también estaban húmedos y no paraba de pestañear. De hecho, la cara era un auténtico desastre y sin embargo era la cosa más adorable que había visto ella en su vida. Sintió un impulso repentino de golpear esa cara. No darle simplemente una cachetada, sino un golpe tan fuerte como le fuera posible, con el puño o una botella o una llave inglesa o algo, en todo el ojo. Él se pondría a sangrar y a rogarle que parara y ella sólo se reiría. Estaría aún más mono llorando y pidiéndole perdón, pensó. Y después de eso, él se quedaría con ella para siempre, pasara lo que pasara.
Chiaki quería comunicarle estos sentimientos. Qué bueno sería si pudiera decirle todo, incluso lo malo. Podía verse a sí misma tirándole de la manga y diciéndole: Oye, oye, ya sé que seguramente no te gusta oír estas cosas. Pero de verdad que odio a mi padre. Le odio. Todo el mundo piensa que es un hombre bueno, un caballero respetable y amable, y era el jefe de contabilidad de la mayor empresa de nuestra ciudad y ni siquiera tenía aficiones o hobbies aparte del trabajo, a excepción de pasar una hora al día dándole de comer a los peces, pero más o menos desde que yo empecé primaria, siempre que mi madre no estaba, o cuando ella ya se había acostado, me hacía cosas malas. Sí que las hacía. Por eso siempre he querido que se diera prisa y se muriera y él me ha dicho que me muera yo también, muchas veces. De verdad que me gustaría que se muriera, pero cuando estaba en secundaria, las amígdalas se me inflamaban continuamente y al final me dio una fiebre muy alta y decidieron extirparlas. Y vivíamos en esta ciudad pequeña en las afueras de Nagoya, que ni siquiera tenía un hospital de verdad, así que el médico local iba a operarme y a la hora de la cena sentados para comer, mi madre mostraba su preocupación, preguntándose si el médico realmente sabía lo que iba a hacer, y mi padre dijo: «Si a Chiaki le pasa algo, yo mato a ese hijo de perra» y después rompió a llorar. Quiero decir, yo estaba sorprendida. En ese momento mi familia era un desastre, porque por fin yo le había contado a mi madre lo que él me hacía y después de eso él se había vuelto mezquino y colérico y siempre estaba gritando, pero que dijera eso sobre el médico y que llorara, es lo que mejor recuerdo. No es muy habitual ver a un hombre llorar, ¿verdad? Yo también cambié mi personalidad, nada más entrar en el instituto, pero lo hice adrede, y después de eso empecé a gustar más a los chicos y ahora mismo tengo tres novios, algo así, pero no te pongas celoso, ¿vale? No hay nada de lo que tengas que estar celoso. Todos son unos fracasados, la verdad. Uno se llama Kazuki: va al instituto pero en la escuela secundaria chocó con la moto y tiene el hombro y la rodilla hechos un desastre y siempre está diciendo que quiere morirse. Me gusta mirar a los chicos mientras duermen profundamente. Así que hace cosa de seis meses, machaqué tres pastillas de Halcion y las mezclé con el Campari naranja de Kazuki, y desde entonces no quiere comer o beber nada que yo le ofrezca. Todos son así. Yoshiaki es el que se puso histérico cuando intenté apuñalarme la pierna y después, cuando le di una pequeña puntada con el cuchillo, salió huyendo. Ahora tiene veintiocho años pero sigue trabajando como empleado en una tienda de vídeos. Atsushi es joven, es de mi edad, y acaba de hacerse peluquero, y es medio blanco y miope y no tiene padres. Es huérfano. Siempre está hablando de su infancia y cuando se emborracha, lo mismo me dice que va a matarme que empieza a berrear como un bebé, y a veces me llama Mami. Atsushi es el que me enseñó lo de los piercings. Tiene cinco en la oreja, del calibre 18 al 10, pero cuando le dije que se hiciera uno como el mío en el pezón y que se hiciera un tatuaje de SailorMoon —me gusta SailorMoon— o si no, una calavera, dejó de llamarme. Yo tenía dieciocho años cuando cambié de personalidad y en los tres años que han pasado desde entonces, he tenido unos veinte novios pero todos eran más o menos así. ¡Así que comprenderás lo contenta que estoy de haber conocido a alguien como tú!
—¿Tienes hambre? —preguntó ella.
El hombre asintió sin quitar la vista de la carretera que tenía delante y sin cambiar la expresión de su cara. Por todos lados se levantaban edificios altos y las luces de las ventanas —de tantos colores y tonos distintos— parecían bailar alrededor de ellos, envolviéndoles en un cálido capullo.
No puedo comunicarle lo que siento por él, pensó ella, pero lo más probable es que tampoco lo necesite. No va a hacerme un montón de preguntas y tampoco me va a hablar de sí mismo. Se nota que no le gusta oír ni hacer confesiones. ¿Pero quién iba a decir que seguía habiendo gente así en el mundo? Todos quieren hablar de sí mismos y todos quieren conocer la historia de los demás, así que se turnan para hacer de periodista y famoso. Debe de haberte puesto muy triste que tu propio padre te violara, ¿puedes describir lo que sentiste en ese momento? Sí, no paré de llorar y me preguntaba por qué tenía que pasarme algo así a mí. Así es. Todos van por ahí comparando las heridas, como culturistas luciendo músculos. Y lo más increíble es que realmente piensan que pueden curarse las heridas así, poniéndolas al descubierto.
Este hombre era diferente. Pero ella tenía que preguntarse: ¿Era él realmente el que ella había estado esperando? Y sus varios yos, el yo cuyo padre le lame ahí abajo, el yo que le susurra Te quiero mientras él le lame sus partes íntimas, el yo que observa desde un rincón en el techo, el yo que le ordena que muera, el yo que despliega las tijeras del mango de la navaja suiza, todos le dieron la misma respuesta: ¿Quién sabe? ¿Cómo iba alguien a saber el tipo de hombre que ella realmente esperaba? Hasta ahora, se había limitado a aceptar a cualquiera que mostrara interés en ella, la aguantara, se sacrificara por ella y quisiera su cuerpo.
Bueno, da lo mismo si es o no es, pensó Chiaki, y miró al hombre, que ni siquiera se molestaba en limpiarse los cristales de las gafas, llenos de vaho. Cuando estemos en mi habitación, le haré derramar lágrimas de alegría y gratitud.
—Ya casi hemos llegado —dijo ella—. Te voy a preparar sopa caliente, o un estofado o algo, ¿vale?
—Ah —dijo Kawashima en un susurro áspero. ¿Podría llegar a su habitación sin que nadie lo viera? Lo único que sabía con seguridad era que necesitaba descansar un rato. Primero descansaría y después planearía el siguiente paso.
—Pruébate estas zapatillas; son más de verano, la verdad, pero están bien, ¿no? Son de Marruecos. También tengo muchas de otros estilos. ¿Ves éstas? Una antigüedad china, ¿verdad que la seda es preciosa? Claro que eran para pies vendados, así que sólo podemos mirarlas, no podemos usarlas. Las marroquíes son un poco ásperas si las usas sin calcetines, pero con calcetines son comodísimas, ¿no crees?
Era un estudio amplio, con moqueta gruesa en todos lados excepto en la entrada y en la cocina. Un gran sistema de control climático empotrado en una de las paredes emitía calor con un zumbido bajo, casi inaudible. Había una puerta corredera de cristal que daba a una terraza con hamacas. En la distancia se veían los rascacielos de Shinjuku oeste.
El taxi les había dejado aquí, una pequeña urbanización de apartamentos nueva, a medio camino entre los distritos residenciales y comerciales de Shin-Okubo. No había guardia de seguridad en el vestíbulo. El edificio tenía forma de U y en el centro había un estrecho jardincillo con macetas de plantas y la estatua de un ángel. Las paredes del ascensor eran de cristal, así que veías al ángel disminuir mientras te elevabas.
Se bajaron en el sexto piso. En el pasillo, se cruzaron con un señor mayor que llevaba un perrito, pero la chica no le dijo nada y el hombre apenas pareció darse cuenta de que ellos estaban allí. El pasillo era bastante oscuro, con una suave iluminación indirecta y Kawashima estaba seguro de que el anciano no había reparado en él.
La chica introdujo una llave electrónica en una ranura para abrir la puerta, después encendió un foco de luz tenue y le presentó la colección de zapatillas, que guardaba en una repisa en la entrada. Él se puso las marroquíes que ella le había dado. Eran amarillas y parecían sandalias.
—¿Quieres un expreso? —preguntó—. ¿O prefieres una cerveza o un gin-tonic o algo así?
Kawashima optó por la cafeína y la chica señaló su cafetera expreso («¡Es de Alemania!») y sacó una tacita Gironi del armario. La cafetera era un modelo profesional del tamaño de un microondas grande, su carcasa de acero inoxidable relucía de limpia. Ella la accionó y después atravesó la habitación para ir al armario junto a su cama, donde colgó el abrigo de Kawashima y empezó a desvestirse. Estaba de cara a él cuando se quitó la combinación y la dejó caer al suelo. Él la observaba, allí de pie con sus bragas violeta, y se maravillaba de qué distinta podía parecer una mujer dependiendo del entorno. Había mirado y agarrado el cuerpo desnudo de la chica en la habitación del hotel, en el baño y en el pasillo, pero ahora, de alguna manera, su piel parecía incluso más blanca, casi luminosa. Y cuando la había ayudado a ponerse las bragas, se había fijado en el vello que subía hacia su ombligo. Qué barriga tan bonita, pensó.
Ella se puso una camiseta gris y una falda amplia de terciopelo marrón para que no le apretara la herida vendada. Mientras se ponía la falda, miró a Kawashima y pronunció las palabras ¡Sólo por ahora! Queriendo decir, entendió él, que más tarde se la quitaría otra vez.
—Bonito estudio —dijo él.
Un café espeso y oscuro empezó a caer de la cafetera expreso a la tacita.
—No gasto mucho dinero en ninguna otra cosa —dijo la chica de camino a la cocina. Cogió la taza, la puso en la mesa de centro y se sentó en el sofá junto a él—. A muchas chicas les gusta salir a beber o a clubes nocturnos o lo que sea. Pero a mí no, y tampoco me compro mucha ropa. Prefiero hacerme con un vestuario poco a poco, ¿sabes lo que digo? Sólo compro las cosas que de verdad me gustan.
En la pared enfrente del sofá con forma de ele, había una repisa con CDs y DVDs y una estantería con libros. Había novelas en rústica de misterio y de terror, juegos completos de varios volúmenes de manga para chicas y una colección de fotografía titulada Cadáveres mezclados con unos cuantos libros de gran formato sobre menaje y mobiliario. Sólo tenía un conocimiento superficial de cine y música: tres películas animadas nacionales que habían sido grandes éxitos, unos cuantos CDs del tipo de «Las mejores melodías clásicas» y otros diez o doce con bandas sonoras de películas o colecciones de «lo mejor de» de estrellas del pop japonesas. La pantalla de televisión era más bien pequeña y el estéreo era la típica mini cadena.
—Después de que descansemos un ratito haré sopa —dijo Chiaki—. ¿Quieres oír música?
El hombre asintió y ella puso Clásicos vespertinos, volumen III en el reproductor de CD. Era el de los Nocturnos de Chopin, Escenas de la infancia de Schumann y Momentos musicales de Schubert. Puso el volumen bajo y se sentó más cerca del hombre, que ya se había terminado su expreso. Estaba a punto de decir ¿Verdad que el piano suena como la lluvia?, pero él habló primero.
—Antes hacía tanto frío que no se podía ni hablar —dijo Kawashima. Según se le iba calentando el cuerpo en la habitación caldeada, esa visión del vientre blanco de la chica se repetía en su cabeza y de repente volvía a estar excitado y nervioso—. Bueno, ¿cómo te fue en el hospital?
Ella levantó el borde de su falda de terciopelo y le enseñó el nuevo vendaje limpio que tenía en el muslo. Kawashima deseaba saber de qué había hablado con el médico. No había ninguna garantía de que ella no hubiese mencionado las notas. Por lo que él sabía, la policía, alertada por el médico, podría estar rodeando el edificio y apostando hombres en la puerta, listos para entrar en cuanto apareciera el punzón. Pero no había visto ningún coche siguiendo al taxi, ni nada que indicara que les estaban vigilando, ni fuera ni dentro del edificio. Bueno, ahora tenía tiempo para esperar y ver cómo iban las cosas. Desde luego que no podían detenerlo por el simple hecho de llevar un punzón, un cuchillo y unas notas sobre cómo cometer un asesinato. Y si la chica mintiera y dijera que había sido él quien le apuñaló el muslo, la policía sólo tendría que inspeccionar las heridas para ver que no se habían hecho con un punzón o con un cuchillo de combate, sino con la hoja diminuta de unas tijeras de navaja suiza. Y la profundidad y ángulo de los cortes probarían que habían sido autoinfligidas.
Seguía mirando el nuevo vendaje de la chica cuando se percató de una voz que reverberaba en su interior, y un escalofrío le sacudió desde lo más profundo. ¿A quién vas a engañar? decía la voz. Lo único que te interesa es clavarle el punzón. Era la misma voz que había oído hacía unos días, cerca de la estantería de pañales en la tienda. Sigues sin entender, ¿no? ¿No ves que no se trata de si ella vio las notas o de que tal vez se lo haya dicho a alguien? ¿Y que ni siquiera tiene nada que ver con tu miedo a apuñalar al bebé? En el fondo, a ti no te importa nada de eso. Hazte la siguiente pregunta: ¿Por qué has venido detrás de esta mujer? ¿Para acurrucarte en el sofá y beber café? No creo. Lo hiciste porque te daba miedo perderla. ¿Por qué? Sabes perfectamente bien por qué. Te quedaste mirando fijo su barriguita blanca cuando se cambió de ropa, ¿verdad? Esa bonita barriguita con esa suave pelusilla. Y pensaste cómo te gustaría abrir lentamente un agujerito en esa barriga con la punta del punzón. Eso es lo único que te importa. Está por encima de todo lo demás. Sacar el punzón y mirar cómo la sangre espesa y roja sale por el agujerito. Toda tu vida ha estado dirigida a este momento, en el que revelas al mundo el tipo de ser humano que eres. Éste es el debut de tu yo real. ¿Adivinas a quién tienes que agradecer esta oportunidad?
¿Madre? Kawashima detectó un olor a pelo o a uñas quemadas. Se le estaba calentando la zona entre las sienes. Le saltaban chispas en el lugar donde sus nervios olfativos, ópticos y auditivos se cruzaban y hacían cortocircuito y le temblaban los labios. Se tocó la nuca. Estaba mojada de sudor y sentía cómo sus cuerdas vocales, por cuenta propia, se preparaban para gritar. ¿Un grito de horror o de exaltación? No estaba seguro. Se mordió el labio, cerró los ojos, los apretó y se quitó los guantes que había llevado puestos todo este tiempo, empezando por el izquierdo. La nueva costra que se le había formado estaba pegada al forro del guante; se desprendió y sintió cómo la sangre nueva y caliente volvía a manar. Bajó la cabeza y apretó el puño en un intento de usar el dolor para controlarse.
—¡Ah, me había olvidado! —dijo la chica—. ¡Tenemos que ponerle algo a ese dedo!
Kawashima negó con la cabeza.
—¡Pero tienes que desinfectarlo! Tengo una medicina que me dio el doctor, te pongo un poco, ¿vale?
Él volvió a negar con la cabeza. Seguía con los ojos cerrados. Apenas escuchaba lo que decía la chica, pero algo en el tono de su voz estaba trayéndole a la memoria un recuerdo. Era igual a una voz que solía oír en el Hogar siempre que sufría algún ataque. Había perdido la cabeza, ya no tenía control de sí mismo, estaba aterrorizado por la sensación dominante de que algo estaba a punto de estallar o rasgarse, con el calor subiéndole entre las sienes, con chispas que volaban donde las visiones, los sonidos y los olores hacían cortocircuito, y entonces oía esa voz, una voz real que no venía de su interior, sino de algún lugar fuera de él. No era una voz que amonestaba o calmaba o tranquilizaba, era una voz neutral y real. Masayuki, oye, es la hora de la cena. Hoy tenemos el plato favorito de todo el mundo: ¡hamburguesas! Es hora de lavarse. Vamos a lavarnos las manos. Ya sé que el agua está fría, pero ¡estas manos tienen que estar limpísimas! Todo el mundo está contento porque vamos a comer hamburguesas. ¿Ves? ¿Ves lo contentos que están todos? Esa voz apagaba las chispas una a una y lentamente hacía bajar la fiebre. Saca los dedos de las orejas y abre los ojos. Mira alrededor, oye a todos los niños hablando y riéndose. Todo está igual que siempre. No ha cambiado nada y nadie va a hacerte daño.
Kawashima exhaló profundamente, relajando la mano izquierda y abriendo los ojos. Tenerlos cerrados no era mayor defensa contra las imágenes que acompañaban las chispas que taponarse los oídos contra la voz interior, la voz que oía reverberando desde las paredes interiores de su piel. Sólo las voces y las imágenes del mundo exterior eran capaces de neutralizar las del interior. Era por eso que el mayor temor de Kawashima —mucho mayor que el miedo a la muerte— era perder la vista o el oído debido a alguna enfermedad o accidente. Desconectado de visiones y sonidos reales, con el terror descontrolado creciendo en su interior, sabía que le faltaría tiempo para volverse loco. Miró a la chica con la esperanza de que siguiera hablando.
—Ah, claro —dijo ella—. Tienes hambre, ¿verdad? Hago una sopa buenísima. Bueno, es sopa instantánea, pero puede quedar muy rica si sabes qué añadirle.
Chiaki se preguntaba qué le pasaba al hombre. ¿Le había ofendido? No se le ocurría cómo. Lo único que había hecho era enseñarle el nuevo vendaje, pero de repente se había puesto todo tenso, había cerrado los ojos y se había quedado pálido. El sistema de control climático mantenía la habitación a una temperatura agradable, pero él estaba temblando. Y no parecía darse cuenta de que se había estado mordiendo el labio con tanta fuerza que se había hecho una marca e incluso sangraba un poco.
—Como esta noche, por ejemplo. Estoy pensando usar un paquete de consomé. Knorr hace uno bueno, pero en una noche helada como ésta, cuando el frío te ha calado hasta los huesos, un potaje es mejor que un consomé, ¿no crees? Necesitas algo espeso y contundente, ¿no? Así que lo que hago es que le añado un poco de curry en polvo, y leche, claro, leche normal y también condensada, porque complementa la dulzura del maíz. Y además, así es más nutritiva, ¿verdad?
Chiaki estaba encantada de ver que mientras ella parloteaba, el hombre parecía escucharla con atención, aunque había algo extrañamente vacuo en la manera en la que movía la cabeza asintiendo, fijándose ora en el muslo vendado, ora en los labios de la chica. El vendaje debe de recordarle a algo, pensó. Lo más probable es que esté pensando sobre lo que hice en el baño de su hotel.
Claro. ¿Qué otra cosa podría ser?
Ella sabía que había sido mala pero ¿qué es exactamente lo que había hecho? Chiaki nunca sentía ningún dolor cuando se estaba hiriendo a sí misma y, después, nunca recordaba gran cosa del incidente. Lo único que recordaba del incidente de esta noche eran imágenes fragmentarias, pero decidió intentar unirlas. Nunca había intentado hacer eso antes y realmente tampoco quería saberlo, pero estaba dispuesta a hacerlo por él. Recordaba el aspecto que tenía su muslo, todo cortado y cubierto de sangre. Ahora tenía que recuperar la imagen del hombre reaccionando ante eso. Se concentró en enfocar la imagen, y unos puntitos de luces de colores se separaban y arremolinaban y volvían a juntarse hasta que lentamente cuajaban, como la gelatina. La primera imagen que apareció fue la del hombre, de pie, junto a la puerta del baño.
La puerta se abre. La puerta se abre. La puerta del baño se abre y este hombre está ahí. Está ahí de pie. Simplemente ahí de pie. ¿Y su cara? En su cara hay… miedo. Parece tan sorprendido, de hecho tan aterrorizado, que apenas puedo evitar reírme. Eso es. Me pilló portándome mal en el baño y se asustó tanto que con sólo pensarlo ahora se le va la sangre de la cara.
—Tengo dos cuencos para sopa que acabo de comprar —dijo—. Son Wedgewood y ni siquiera los he estrenado. No te preocupes, no tardo nada en hacerla. O sea, tengo que hervir el agua, abrir un paquete y echarlo dentro, y después mezclar y revolver el curry y la leche.
Se asustó. Es lógico, si lo piensas un poco. Después de todo, había estado clavándose las tijeras en la pierna delante de él. ¿Pero cómo podía haberse olvidado de esa cara de terror que tenía? Debe de ser porque no salió huyendo, decidió. Yoshiaki había salido huyendo, y el chico con el que salía en el instituto, Yutaka, se fue diciendo que iba a llamar una ambulancia y nunca volvió. Hisao había intentado detenerla y se había cortado la mano y, por supuesto, también se marchó. Todos salían huyendo. Por eso siempre que se despertaba en el hospital, fantaseaba con el hombre misterioso que la había llevado allí.
Sabía que sólo era una fantasía, una invención de su mente. Ese hombre no había existido jamás, no de verdad. En su lugar, había muchos hombres diferentes, hombres vestidos de blanco, con cascos blancos que la cogían y le ponían una inyección en el brazo y después la metían en una furgoneta blanca. Ésa era la verdad. Ella sabía que el hombre misterioso no era real… pero ahora no podía evitar tener sus sospechas. Tal vez fuera él, pensó. Porque él no había salido huyendo, a pesar de estar aterrorizado. Y a pesar de que le mordí la mano, siguió susurrándome palabras amables al oído.
Nadie la había tratado así nunca.
También había otra cosa, algo importante que no recordaba bien. Otro motivo que le hacía pensar que él era el hombre misterioso. ¿Qué era? Revisó las imágenes del baño una a una: la cara aterrorizada del hombre, sus gestos, sus manos, sus brazos. ¿De qué se olvidaba? Era algo en el baño. Toallas de baño, jabón, champú, sangre en el suelo, papelera, caja de kleenex, bidet, inodoro, papel higiénico… Ya está. El teléfono.
—Añadir curry en polvo a la sopa es una idea diferente, ¿no crees? ¿Sabías que el curry y la leche van muy bien juntos? Y a veces ponen maíz al curry, ¿no? No hay que poner carne ni nada. Pero si le echas un poco de curry en polvo —sólo un poquito— acentúa la dulzura del maíz y de la leche. ¡A que no sabías eso!
Él había usado el teléfono del baño. Pero la imagen de él, ahí de pie, con los brazos cruzados, con el teléfono en la mano, no era lo importante. Lo importante era lo que decía. Y cuando recordó lo que era, sintió cómo se le ponía la carne de gallina en la parte interior de los brazos.
Dijo mi nombre. Ahora mismo estoy con Chiaki, eso es lo que había dicho, mi nombre real. Eso es lo que me hizo pensar que sabía todo de mí. Al fin y al cabo, debe de ser él. Y lo más probable es que sepa todo de mí, además. Apuesto a que me ha estado vigilando de lejos. No sabía cómo acercarse a mí, así que se hizo pasar por un cliente, y le pidió a la oficina que me enviaran y después pasó todo aquello, y él se asustó, pero así y todo no salió huyendo, sino que se quedó y me ayudó. Por eso no se puso caliente cuando me masturbé delante de él. No le gusta que yo haga esas cosas. No me hizo ninguna gracia cuando al principio me preguntó si yo me quitaría toda la ropa y dejaría que él me atara, pero no lo decía en serio, no me iba a hacer una cosa así. Si fuera otro loco del sado, no me habría llevado al hospital, ni me habría esperado por fuera con este frío.
—Di la verdad —dijo ella sonriéndole.
El pulso de Kawashima se aceleró por el repentino cambio de tono en la voz de ella.
—¿Qué? —preguntó él.
—Por qué me llamaste a mí. No era realmente para un juego sado, ¿verdad?
Él era consciente de que la cara se le estaba paralizando con una extraña expresión ladeada. Chiaki también se dio cuenta y pensó: le da vergüenza. Está tan sorprendido de que haya adivinado su secreto que no puede ni hablar.
Por qué diablos iba ella a decir una cosa así, pensaba Kawashima. ¿Por qué, después de todo ese rollo de la sopa con sabor a curry, iba ella a dejar caer de repente que ha leído las notas y lo sabe todo? ¿Le daba placer observar su reacción? ¿Cómo puedes ser capaz de disfrutar de la reacción de alguien cuando sabes que puede acabar en tu propia muerte? ¿Entonces, le había dicho todo al médico? ¿Había el médico llamado a la policía y estaba la policía vigilándoles en este mismo momento?
—Sobre el hospital… —le temblaba un poco la voz.
Chiaki pensó: le da vergüenza, así que está intentando cambiar de conversación. Qué persona tan tímida. Es callado y no le gusta hablar de sí mismo, o hacer preguntas a la gente, y es tan tímido y vergonzoso que no se atrevía a acercarse a mí, así que se hizo pasar por un cliente.
—¿El médico no dijo nada? —preguntó él.
—¿Sobre qué?
—Ya sabes, ¿cómo te hiciste la herida, o…?
—Le dije que me había caído de la bicicleta.
—¿La bicicleta?
—Ajá. Las bicicletas modernas tienen todo tipo de accesorios que sobresalen por todos lados. Que si una cosa para la botella de agua, la palanca de cambios, cosas así. Bueno, yo no soy ciclista ni nada parecido, pero lo he leído en una de esas revistas sobre deportes al aire libre. Un montón de gente se hace cortes en las piernas cuando se cae.
—Así que le dijiste que te habías caído de una bicicleta.
—No creo que me creyera, pero me da que tampoco le importaba.
—¿Qué quieres decir?
—Había un montón de pacientes esperando y parecía estar muy ocupado, así que aunque lo más seguro es que supiera que no era un accidente de bicicleta por las otras cicatrices, supongo que le daba igual.
—¿Las otras cicatrices? —dijo el hombre, y Chiaki le enseñó cuatro líneas largas en la parte interior de su muñeca izquierda.
—Tengo un montón más en la pierna, pero no las puedes ver por la venda.
Debería haberlo supuesto, pensó Kawashima. Es un caso de suicida crónico. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? Las cicatrices de la muñeca estaban justo donde se pliega la piel, y la sangre le había cubierto el muslo, pero así y todo, debería haber reconocido las señales. Un caso crónico, con una voluntad poderosa de destruirse a sí misma. A lo mejor ella quiere que yo la mate, pensó, mirando fijamente las cicatrices de la muñeca y sintiendo que se le aceleraba el pulso otra vez. Tal vez sólo esté esperando a que yo saque el cuchillo.
La chica lo cogió de la mano y se levantó. Le dio a entender con los ojos y una inclinación de la cabeza que quería que él la siguiera, y lo llevó al otro lado de la habitación, al rincón donde estaba la cama de cuerpo y medio. Le hizo sentar en el borde de la cama y se sentó junto a él, aún cogiéndole la mano. Los ojos húmedos de ella miraban las cicatrices y las comisuras de los labios se levantaban formando una sonrisa.
Debe de haber sido un shock muy grande para él, pensó Chiaki. Alargó la mano y acarició el pelo del hombre con suavidad. Todavía no lo ha superado. Y además, es súper tímido, así que tendré que empezar yo. Tengo que dejarle claro, incluso antes de hacer la sopa, que puede tocarme, besarme y acostarse conmigo si quiere.
Ella sentía que su libido despertaba a la vida en lo profundo de sus entrañas.
—¿No hay nada que quieras hacerme? —dijo ella. La pregunta hizo que Kawashima se mareara—. No tienes que tener miedo.
Así que es verdad, pensó él. Leyó las notas y decidió que había encontrado a la persona perfecta para ayudarla a morir. Por eso estaba tan pendiente de él, aferrándose a él como una chiquilla asustada y atrayéndolo a su habitación; y ahora que lo tenía allí, sólo esperaba que ocurriera. Pero a los suicidas les gusta dejar constancia de su acto. Por lo que él sabía, podría haber una cámara de vídeo escondida en algún lugar de la habitación, grabándoles. O tal vez ella se había puesto en contacto con un amigo, un cómplice, que estaba probando una lente telescópica sobre esas puertas de cristal en este mismo momento. Lo cual explicaría por qué no ha cerrado las cortinas.
—¿Te molesta que las cortinas estén abiertas? —dijo Chiaki al ver al hombre mirando fijamente las puertas de cristal—. Entiendo que quieras que las cierre, pero yo no quiero, ¿vale? Me gusta mirar los edificios altos. ¿Ves las luces rojas que parpadean en la parte alta? Es para que los aviones y eso no choquen contra ellos pero, ¿no te parece que hacen que los edificios parezcan estar vivos? Como si respiraran o algo.
Desviando la mirada del grupo de rascacielos en la distancia para dirigirla a la chica, Kawashima empezó a sentirse un poco mal del estómago. Ella sonreía y sus ojos líquidos brillaban con el reflejo de la lamparilla. Lo más probable es que se muera con esa misma sonrisa boba en la cara, pensó con asco. Se la imaginaba cubierta de sangre, gimiendo extasiada ¡Más, más! mientras él le rajaba cuello, muñecas y barriga. Él no sería más que una herramienta para ella.
Qué le pasará a este tipo, pensaba Chiaki. Estaba haciendo todo lo posible por ayudarle a relajarse y lo único que hacía era ponerse cada vez más tenso. ¿Pensaba hacerle trabajar mucho? A lo mejor nunca se había acostado con una mujer. A lo mejor, si le pongo la mano allí abajo, se emociona tanto que le sale sangre por la nariz. Tengo que tener paciencia y llevarlo con suavidad. Primero le voy a hablar sobre mi impulso sexual. A los tíos siempre parece gustarles cuando lo hago.
—Soy de ese tipo de personas que a veces pierde el impulso sexual, entonces me siento realmente insegura —dijo. Dobló la esquina del edredón y puso la mano de Kawashima sobre la sábana—. Tócalo. Sabes lo que es, ¿no? Seda. Compré estas sábanas hace dos semanas. Pásales la mano por encima. No se parece nada a la seda de Corea o Taiwán que se vende en los grandes almacenes, ¿verdad? Incluso la seda barata resulta suave al tacto, pero esto es diferente. Parece leche o algo, sólo que seca. Imagínate que me echo aquí y tú me miras y las sábanas se humedecen con, bueno, con todo tipo de cosas. Piensa cómo sería eso. Sabes, nunca he dejado a nadie ni siquiera dormir en estas sábanas.
Mientras escuchaba a la chica hablar y estudiaba su cara, Kawashima empezó a sentir un antiguo miedo muy específico. El miedo a ser manipulado por fuerzas externas. Recordó la terrorífica historia que su madre le contaba después de una paliza. No tendría más de cuatro o cinco años la primera vez, apenas lo suficientemente mayor como para entender las palabras. Pero ella le contó la historia muchas veces en los años siguientes, siempre que la paliza no producía las deseadas lágrimas.
Eres un niño raro, decía, y cuando crezcas vas a ser un loco, un chiflado. Lo sé porque tuve un compañero de clase así cuando era pequeña, y una vez lo visité en el manicomio. Estaba en una habitación pequeña y estrecha sin ventanas, y lo único que hacía en todo el día era apoyarse con la oreja pegada contra la pared, escuchando una voz que sólo él podía oír, y se reía y lloraba. Cuando estaba en mi clase, siempre que le pedías a este lunático que hiciera algo, hacía justo lo contrario. Si le decías que se callara, empezaba a farfullar sin parar; y si le decías que comiera, cerraba la boca y hacía rechinar los dientes y no la abría por nada del mundo. Obstinado y terco, exactamente como tú. Espera y verás, algún día acabarás en una celda pequeña sin ventanas, escuchando la voz de la pared igual que ese compañero mío. Doblaba el cuello a un lado para poder apretar la cabeza contra la pared, y al final se puso tan mal, que no podía enderezar el cuello y tenía que caminar con la barbilla pegada al hombro y la oreja mirando de frente.
Años después, Kawashima había leído sobre enfermedades mentales. La gente como la que su madre había descrito se llamaban esquizofrénicos. Y uno de los síntomas de una crisis esquizofrénica era la ilusión de que algo, o alguien, estaba manipulándote, obligándote a decir o a hacer cosas en contra de tu voluntad.
Yo no tenía intenciones de matarla, oficial. Se escapó de mi control. La chica empezó a apuñalarse la pierna y después me suplicó que la matara. Estaba echada desnuda sobre la cama y cuando le clavé el cuchillo, se puso muy contenta y murió sonriendo.
Imagina decir algo así, pensó Kawashima. Me meterían en el manicomio segurísimo. Si hay alguien manipulándome, no es esta chica. Ella sólo es un sirviente, una esclava. Una erotómana suicida cualquiera, que ha enviado alguien que quiere que me vuelva loco. Necesito que chille y llore y suplique por su vida, y mírala: ahí sentada con la mirada empañada, sonriendo como una máscara de comedia mientras se imagina que la apuñalo hasta matarla. Está mojada hasta la coronilla de deseo, y charlando como si éste fuera el momento más feliz de su vida.
—Piénsalo —dijo ella moviendo la mano de él—. Primero tocas las sábanas así y después de eso, me tocas la piel. —Puso la mano de él sobre su muslo izquierdo, el que tenía el vendaje—. Nadie me ha hecho esto antes.
Y eso es verdad, pensó ella. Nadie ha tocado estas sábanas, ni Yoshiaki, ni Yutaka, ni Atsushi, ni Hisao, ni Kazuki ni nadie. Poder disfrutar de su tacto y después del de mi cuerpo, eso sí es especial. Y básicamente lo que te digo, señor mío, es que puedes eyacular sobre mis sábanas nuevas.
Eyacular, pensó, y sintió cómo su sonrisa se apagaba. Qué cara pondrá cuando se corra. ¿Será diferente de los demás? ¿Cómo? Póntela en la boca. Eso es lo que Tú-sabes-quién me decía. ¿Pero por qué tendré que acordarme de él ahora? Me obligaba a metérmela en la boca. No puedes quedarte embarazada, Chiaki. Tú-sabes-quién me hacía metérmela en la boca y enseguida salía la cosa esa. Pero este hombre es distinto. ¿Verdad? Me ayudó en el baño y me esperó en la intemperie. Por eso pensé que haría lo que él quisiera, que hiciera conmigo lo que le apeteciera, incluso lamerme ahí abajo si quiere. Él me lame y después yo me la meto en la boca. Me la meto en la boca. Después sale la cosa esa. A lo mejor me estoy enamorando. Porque incluso cuando le mordí el dedo no hizo nada, siguió susurrándome al oído y porque se quedó allí fuera, esperándome en la intemperie. Me estoy enamorando. Porque no hizo nada. No hizo nada. No intentó hacer nada. Es diferente de Tú-sabes-quién, completamente diferente. Tú-sabes-quién. Póntela en la boca. Póntela en la boca, Chiaki, póntela en la boca. Póntela en la boca.
La chica seguía cogiendo la mano de Kawashima pero había dejado de pasársela por el muslo. Estaba a punto de decir algo pero apretó la mandíbula y se tragó las palabras. Mirando la mano que sujetaba la de él, destrabó los dedos y la retiró. Se llevó los dedos al labio superior, como si los oliera, y cerró los ojos. Sus labios se movieron, como si estuviera susurrándole a su propia mano. Cuando Kawashima quitó suavemente la mano del muslo de la chica, ella abrió los ojos y lo miró furiosa.
Chiaki sabía que estaba a punto de estallar otra vez. Mirando el muslo que el hombre acababa de rechazar, sintió que le crecía la rabia. Después de todo, es como los demás, se dijo. ¿Pero como ellos en qué sentido? ¿Y a quién se refería ella con «los demás»? Se le ocurrieron estas preguntas pero no tenía la energía ni la voluntad para pensar en ellas en ese momento. Era casi como si pudiera ver la rabia, la única cosa sin la cual no podría sobrevivir, sin la cual estaría desvalida. Como si pudiera ver la rabia espumosa subiéndole por el cuerpo desde los dedos de las manos y los pies hasta el corazón y la cabeza. ¿Pero por qué necesito esto?, se preguntaba, y las lágrimas se le acumulaban en los ojos. ¿Por qué necesito esta rabia estúpida? Había veces en las que, habiendo lentamente llegado al límite, saltaba como una tira de goma, y otras veces, como ahora, cuando ocurría sin previo aviso, era como si hubieran cortado algo con la hoja de un cuchillo para soltar la rabia.
Siempre pasa algo horrible cuando me pongo así, pensó. Y cuando haya acabado, me voy a sentir tan mal que tendré ganas de morirme. Lo detesto. Lo detesto pero nunca tengo el poder de detenerlo, así que debe de ser algo que realmente necesito. Esta rabia que hace que quiera destruir todo lo que veo, toda la gente y todas las cosas, y también a mí misma, quemar todo por completo. Debe de hacerme falta. ¿Pero por qué una persona iba a necesitar algo así? En la escuela primaria aquella vez, sola en la sala de equipajes con el joven profesor de gimnasia. Me levanté la falda, le cogí la mano e intenté meterla debajo de mi ropa interior. Pensaba que eso era lo que les gustaba a los hombres mayores, y quería que estuviera contento. Pero él retiró la mano. La rabia se apoderó de mí y empecé a gritar como si hubiera empezado a arder, y el profesor de gimnasia me cogió de la mano y dijo Ya veo, sólo querías que fuéramos amigos, ¿no? Y yo le mordí la mano hasta hacerla sangrar. Igual que a este hombre, pensó Chiaki, y volvió a mirarlo con rabia. Sé que me va a hacer enfadar. Tarde o temprano va a hacer o decir algo que me hará perder los nervios. Ya sea que intente besarme, salir huyendo, lamerme ahí abajo, pegarme o ponerse a cuatro patas y suplicar perdón, yo terminaré estando furiosa, como siempre ha pasado, antes o después, con todos los demás.
Lo detesto, pensó, detesto que siempre tenga que pasar eso.
Volvió a cerrar los ojos, recordando cómo caminaba del brazo con este hombre, cómo iba sentada a su lado en el taxi, rodeados por las luces de los rascacielos. Recordaba lo frío que estaba su brazo al tocarlo, y este recuerdo la animó un poco. Quiero hacer eso otra vez pensó, moviendo los labios sin emitir ningún sonido. Quiero caminar con él de la misma manera otra vez.
—Voy a preparar la sopa —anunció. Se levantó y fue cojeando hasta la cocina. Podía sentir los ojos del hombre sobre ella mientras se alejaba de la cama. Lo más probable es que esté realmente decepcionado, pensó. Después de todo, no le he dejado hacer nada, así que estará todo desanimado. ¿Qué hago si me dice que se marcha?
La idea la asustó, así que decidió añadir un poco de Halcion en la sopa.
—Puse demasiado curry, ¿no? ¡Lo siento! ¿Estaba demasiado picante?
No, estaba bien, le dijo Kawashima, limpiándose la boca con una servilleta. Había devorado dos bollitos y se había tomado hasta la última gota de la cremosa sopa amarilla. Ahora que lo pensaba, no había comido nada desde aquel sándwich en el aeropuerto de Haneda, cuando compró la bolsa de viaje. Podía sentir el cuerpo calentándose de dentro a fuera, diluyendo la tensión.
Chiaki miró satisfecha el cuenco de sopa vacío y se lo llevó al fregadero. Abrió el agua caliente, se tomó un momento para comprobar el contenido del bote de especias McCormick, que estaba en el armario. Todavía le quedaba la mitad. La etiqueta decía TOMILLO, pero en el interior del vidrio oscuro había un polvo azul pálido compuesto por pastillas de Halcion machacadas. El tratante de la estación Shibuya le había sugerido este método para esconderlas. Había metido el equivalente a dos pastillas en la sopa del hombre. El motivo por el que había añadido más curry era, claro, para que él no se diera cuenta, pero el Halcion era tan amargo que pensó que de todas formas, tal vez, lo notaría. Sin embargo, el hombre lo había engullido todo, junto con dos bollitos con mantequilla y no había sospechado nada. Tiene que haber tenido un hambre tremenda. Había comido en silencio, mientras el sudor se le acumulaba en el tabique nasal.
Ella había metido media cucharilla —unas tres pastillas— en la comida de Kazuki la otra vez, pero Kazuki era consumidor habitual de Halcion. Sin embargo, no podía imaginar que este hombre fuera consumidor habitual. Sentiría el efecto de las dos pastillas en cuestión de treinta minutos y caería como un elefante sedado, muerto para el mundo, en algo así como una hora. Una pastilla habría sido suficiente, la verdad, pero muchas veces el Halcion estimulaba el impulso sexual de un hombre antes de dejarlo fuera de juego. Se lo imaginó poniéndose todo salido y cachondo con ella y pensó: si intenta saltar encima de mí, lo único que va a pasar es que me traerá esos recuerdos horribles. Pero una vez que se durmiera, sería todo suyo. No se despertaría ni cortándole un dedo.
Kawashima estaba cansado. Mirando la espalda de la chica mientras fregaba el cuenco, se preguntó por qué había cambiado de actitud tan repentinamente. ¿Intentaría seducirlo otra vez después de fregar? ¿O la idea de que la matara a puñaladas había empezado a asustarla? Pero la verdad era que lo había mirado muy mal antes de levantarse a hacer la sopa. ¿Qué había causado eso?
Estaba cansado de devanarse los sesos y pensó con anhelo en la cama de su habitación del hotel Akasaka. Podría llamar a la masajista erótica de treinta y largos y dejar todo esto atrás. Era la una de la mañana. Según su plan, ya debería haber terminado de deshacerse de todas las pruebas y estar de vuelta en esa habitación. Se preguntaba qué sensación le habría dado y deseaba poder leer las notas. Estaban en el fondo de su bolsa.
La chica lavaba el cuenco meticulosamente, usando sólo agua muy caliente —sin jabón— para quitar la grasa y los residuos. Levantaba el cuenco hacia la luz como si lo atravesara con la mirada y cuando veía la menor mancha, empezaba todo otra vez. Cuando por fin terminó con el cuenco, se dedicó a aplicar el mismo procedimiento al caldero esmaltado de la sopa. Kawashima echó un vistazo a la habitación y se dio cuenta de que ni siquiera había un trozo de papel tirado por ahí. No había revistas o periódicos a medio leer, ni bolsas de patatas fritas abiertas o cajas de bombones, ni pañuelos de papel estrujados, ni cáscaras de fruta. Los cosméticos sobre el tocador estaban ordenados con la precisión de las piezas de un tablero de ajedrez, los frasquitos y botitos agrupados según su tamaño y forma. El sofá en forma de ele y la estantería del equipo de música eran equidistantes —al centímetro, calculó él— a la mesa de centro que los separaba, y ni la estantería del equipo de música ni la de libros, tenían nada que no estuviera relacionado con sus funciones. Las estanterías no estaban atestadas de cartas o postales o pastillas o carteras o blocs de notas o tarjetas de visita o clips o monedas. Todo ese batiburrillo estaba colocado a la entrada de la cocina, en una pila de cajas de almacenaje traslúcidas. Él estaba sentado a la mesa de comedor para dos, cuya madera clara estaba pulida al extremo de que podía verse a sí mismo en la superficie. El sitio era como el apartamento modelo de un agente de la propiedad inmobiliaria, pensó. Inmaculado y sin vida. La única excepción era la esquina de la cama sobre la que habían estado sentados. El edredón estaba plegado y dejaba ver las sábanas arrugadas, y las sombras de las arrugas formaban un dibujo irregular de líneas curvas sobre la lustrosa seda. Como colinas ondulantes de algún país desconocido, o cicatrices de violencia sobre suaves hombros o pechos. Kawashima recordó la ansiedad sofocante que había sentido cuando estaba sentado allí junto a la chica, y retiró la mirada pensando: pero debe de llevar un montón de trabajo mantener una habitación así de limpia.
Se estaba imaginando a la chica trabajando durante horas para erradicar hasta la última mota de polvo cuando, de repente, la habitación tembló con tanta fuerza que tuvo que agarrarse al borde de la mesa del comedor. Miró a su alrededor frenéticamente y se dio cuenta de que no se había caído nada y que la chica, que estaba secando el caldero de sopa en la cocina, no se había dado cuenta. Entonces no ha sido un terremoto, pensó con ansiedad, frotándose los ojos y sacudiendo la cabeza. Se quedó quieto, a la espera de que pasara algo más, pero no sucedió nada. Sólo estaba cansado, eso era todo.
Sus pensamientos volvieron a las notas. ¡Si pudiera estar echado en la cama leyéndolas! Se le ocurrió que ya había olvidado mucho de lo que había escrito, tal vez se debiera a que las cosas habían tomado un giro del todo inesperado. Sabía que había llenado siete páginas con letra pequeña y apretada pero no recordaba, por ejemplo, qué era lo primero que había escrito. Creía que tenía que ver con qué tipo de prostituta debía escoger o qué hotel, pero no estaba seguro. Había escrito dejando fluir las ideas, sin un plan ni organización. Ojalá la chica se fuera a dormir, pensó. Entonces podría leer las notas ahí mismo.
Había terminado de fregar y estaba en la cocina con los brazos cruzados, observándole. Él se dio cuenta de que ella comprobaba la hora y miró su reloj de pulsera. Habían pasado veinticinco minutos desde que se había llevado el cuenco. Observando en silencio cómo ella lo miraba desde la cocina, él se preguntaba cómo era posible que hubiese logrado adivinar su plan. ¿Qué parte de las notas había leído? Él había salido de la habitación del hotel sólo unos minutos, tal vez dos o tres. ¿Qué cantidad de su escritura apretada podría ella haber descifrado en ese tiempo? Sería imposible entender de qué iba todo aquello con sólo leer una página cualquiera. ¿Verdad? Y no es que estuviera exactamente en un estado mental lúcido. Pero de alguna manera, lo había descifrado todo. Sabe cosas que no podría saber sin haber leído las notas, pensó. El hecho de que me estaba quedando en otro hotel. El hecho de que no la había llamado para el juego sado. ¿Qué más?
Había algo más, pensaba, cuando otro temblor agitó la habitación. Una vez más, se agarró a la mesa. La chica seguía allí de pie con los brazos cruzados, observándolo. Parecía sonreír. La habitación volvió a temblar. Y otra vez. La gravedad se duplicó, o triplicó, tuvo que agarrarse a la mesa o arriesgarse a desplomarse. ¿Qué es esto?, pensaba, y le dio pánico encontrarse con que algo oscuro y enorme lo estaba succionando. Era como si una enorme puerta de hierro con forma de diafragma se estuviera cerrando ante sus ojos. Si no salgo de aquí, pensó, me quedaré atrapado. Se le apareció su madre, sonriente, en la menguante ventana de luz. ¿O era la chica suicida? Su voz sonó en sus oídos:
¡Te lo dije! Mírate. ¡Encerrado en una celda pequeña sin ventanas!
—¡Para! —gritó, e intentó levantarse, pero era como si se hubiera convertido en una piedra.
¿No te dije que ibas a terminar todo el día sentado con la oreja pegada a la pared, escuchando voces que sólo tú puedes oír? ¿Con el cuello doblado permanentemente a un lado? ¡Te dije siempre que esto te iba a pasar cuando crecieras! ¡Te dije que ibas a volverte loco!
Era Madre, claro. La abertura seguía encogiéndose. Pronto no habría luz. Alguien reía. No. No era alguien. Todos. Un inmenso mar de gente reía. O animaba. El rugir de la multitud en un gran coliseo. Debajo del coliseo, en una pequeña mazmorra sin ventana, una puerta de hierro estaba a punto de dejarlo encerrado.
Miró hacia abajo. Era como si su propio inconsciente se le hubiera hecho visible en la forma de una marea que sube. Las olas le lamían los pies, después los tobillos, las canillas, las rodillas. Una marea de agua pantanosa, pesada y lenta, llena de vómito y desechos: objetos abandonados hacía tiempo, todos rotos, en jirones, oxidados, pudriéndose, fermentando, llenos de bacterias y de cualquier horror imaginable. Ahora todo esto le llegaba a la barbilla, y el miedo se fundía con un repulsivo insecto gigantesco que emergía del pantano para arrastrársele por la cara y enredarle sus patas y antenas en el pelo. Las patas estaban llenas de espinas picudas, y las antenas terminaban en puntas afiladas que le picaban en la frente y la cabeza. Kawashima soltó la mesa y levantó los brazos para arrancarse esa cosa, después, se desplomó. Las rodillas golpearon el suelo. El pantano le pasó por encima de la cabeza y gritó el nombre de Yoko lo más alto que pudo.
Al principio Chiaki no entendía lo que el hombre estaba murmurando. Sí que habían hecho efecto esas dos pastillas, pensó, está claro que era la primera vez que tomaba Halcion. Ella había sido incapaz de contener una sonrisa cuando él intentaba seguir agarrado a la mesa, pero cuando se tiró del pelo y cayó de rodillas con una cara de total agonía, sintió algo de compasión. La primera vez que tomó Halcion, ella también había tenido una mala experiencia. Una sensación de pánico ante el ataque feroz del sueño. Atsushi o Kazuki, no recordaba cuál de ellos, estaba con ella y se había quedado dormida aferrada a su mano. ¿Pero qué es lo que masculla el hombre? A lo mejor me está llamando, pensó, escuchando con atención, pero no. Era el nombre de otra mujer. Yoko. Se le heló la sangre en las venas. Dio un pequeño resoplido de desprecio, como para deshacerse de sus propias emociones, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Y entonces, así como así, algo hizo clic y la rabia se apoderó de ella.
Chiaki fue al cajón de la cocina, tiró de él con demasiada fuerza y salió completamente. Hubo un gran estruendo cuando su contenido cayó al suelo, y otro más cuando el propio cajón cayó. Acuclillada, rebuscó entre los utensilios desperdigados hasta que encontró un abrelatas manual. Lo sopesó y cerró el puño alrededor del mango.
Fue mientras se acercaba al hombre, que luchaba con la silla volcada intentando ponerse en pie, que Chiaki recordó por qué esta rabia incontrolada le era tan necesaria. La necesitaba para enfrentarse a todos los insultos. Los insultos eran las tarjetas de visita de la hostilidad.
Y solamente la rabia violenta le daba el valor para enfrentarse a toda la hostilidad que le rodeaba. Sólo la rabia podía mostrarte el camino a la acción.
—Yoko, Yoko —balbuceaba el hombre—. Ayúdame, Yoko.
Chiaki apuntó a los ojos de párpados caídos y arrojó el abrelatas. No me llamo Yoko. Oyó cómo el acero inoxidable chocaba contra el hueso de la cuenca del ojo, un sonido parecido al de una azada rompiendo la tierra congelada. El hombre se cubrió la cabeza e intentó alejarse a rastras, pero Chiaki le siguió, gimiendo y golpeándole los hombros, los brazos, la boca, las mejillas y las orejas.
El primer golpe rescató a Kawashima del pantano de la inconsciencia. El shock y el dolor agudo que siguieron despertaron sus sentidos adormecidos y la puerta de hierro se rompió en pedazos antes de cerrarse completamente. Lo bañó una repentina luz cegadora que advertía peligro, e intentó protegerse la cara y la cabeza. Era como despertarse de un sueño largo aunque intermitente, y parecía que todas las ventanas del apartamento se hubieran hecho añicos y el viento aullara en la habitación.
Oyó la voz con toda claridad.
No digas que lo sientes, te duela lo que te duela. Si te disculpas sólo conseguirás que te golpeen más fuerte. Era la misma voz que había oído junto a la estantería de pañales desechables y cuando miró el nuevo vendaje en la pierna de la chica, pero a Kawashima le daba la impresión de que la estaba oyendo por primera vez en años. Ésta era la voz, ahora lo recordaba claramente, que siempre le había protegido cuando era un niño. No pidas perdón. El ataque acabará pronto. Cuando estés seguro de que ha acabado, mírala a los ojos. Si eres capaz de hacer eso, no será una derrota. No habrás perdido si eres capaz de mirarla directamente a los ojos.
El momento en el que Chiaki se dio cuenta de que estaba sollozando, el brazo y el hombro sucumbieron al agotamiento y se encontró buscando aire. Las lágrimas que caían por sus mejillas se escurrían de la punta de la barbilla a la alfombra. Estaba mirando una sola lágrima que descansaba sobre las lanudas hebras, como si fuera una gota de rocío, cuando toda la fuerza se le fue del cuerpo. He usado toda la rabia, pensó mientras el abrelatas caía a la alfombra, he usado toda la rabia. El hombre, ahora se daba cuenta, la miraba a través de unos dedos cubiertos de sangre. Había algo que daba miedo en su mirada. ¿Estaba enfadado? ¿Y si se levantaba y se iba? No sabía si rodearlo con los brazos, disculparse y rogarle que se quedara; pero, de todos modos no habría tenido la fuerza para hacerlo.
La chica estaba ahí de pie, con la cara contraída y los hombros y la barbilla agitándose por sus silenciosos sollozos. Mírala, dijo la voz. Está llorando. Tiene miedo. ¿Ves? Ahora puedes bajar la guardia, está llorando y ya no tiene el arma en la mano. Kawashima bajó las manos lentamente. Las mangas de su camiseta estaban empapadas de sangre y no podía ver por el ojo izquierdo debido a la sangre y la herida. El dorso de su mano izquierda también estaba cortado y sangraba, pero apenas lo sentía. ¿Por qué iba desapareciendo el dolor, si ni siquiera había usado la técnica? Debe de ser el poder de la voz, pensó. La voz que venía de algún sitio dentro de su piel y reverberaba en sus oídos. Esa voz le había enseñado tantas cosas. No la había oído mucho desde que conoció a Yoko, pero lo había ayudado durante toda su infancia. Esa voz era la única de la que se podía fiar.
Chiaki observó al hombre bajando los brazos y pensó lo ridículo que era su aspecto. Le recordaba al perezoso que había visto una vez en una película de Disney. El perezoso que se caía de un árbol. Los perezosos se pasan la vida colgados de las ramas, decía el narrador, y estar en el suelo supone una auténtica amenaza para su seguridad porque no tienen los músculos preparados para ello. El perezoso intentaba con desespero volver a subir al árbol, pero sus movimientos eran lentos, raros y cómicos: agarrado al suelo, movía torpemente un brazo o una pata cada vez y apenas avanzaba. Este hombre era exacto a aquel perezoso. Sus movimientos eran totalmente primitivos y retardados, pero Chiaki era incapaz de apreciar el lado cómico en ese momento. La parte izquierda de la cara parecía una máscara de sangre espesa y oscura, pero no era eso; era la forma en la que su ojo derecho la miraba fijamente. Nadie la había mirado de esa manera jamás. Era una mirada incitante y distraída y al mismo tiempo parpadeaba de pena, odio y desafío. Volvía a intentar ponerse en pie. Y le decía algo con una voz apenas audible.
—¿Encontraste el punzón debajo de la bañera? El punzón. ¿Estaba debajo de la bañera? Tienes que haber mirado debajo de la bañera, ¿no? ¿Cuándo te mudaste?
Ella no entendía de qué estaba hablando, pero su mirada le daba miedo y negó con la cabeza.
—Lo necesito. ¿No miraste debajo de la bañera cuando te mudaste?
Ella volvió a negar con la cabeza.
—Qué raro —murmuró Kawashima. El olor a tejido quemado no sólo estaba pegado en el fondo de sus fosas nasales, sino que se arremolinaba en cada célula de su cuerpo. Una lluvia de chispas saltaba en la intersección de sus sentidos, pero él no era consciente de ellas de un modo objetivo, ni de la fiebre que saturaba el espacio entre sus sienes. Ya era uno con el olor a proteína quemada, las chispas y la fiebre. La voz ya no reverberaba en su interior, pero no importaba. La voz me ayudó antes por primera vez en mucho tiempo, pensaba, pero a partir de ahora me encargo yo.
Y entonces recordó de quién era la voz. Es mía, pensó. Soy yo de pequeño. Es decir, la voz que creé cuando era pequeño. Sabía que mi propia voz sería demasiado débil, demasiado infantil y vulnerable, así que escogí la voz de un adulto. Una voz de adulto normal y corriente, como la de un locutor de noticias. Pero ahora he crecido. Puedo hablar por mí mismo y actuar por mí mismo. Mira a esa mujer allí de pie. Mira cómo me teme. El mundo entero aprenderá a temerme.
Recordaba haberse sentido así en una ocasión anterior. Ahora la sensación era incluso más intensa, pero la primera vez fue cuando golpeó a su madre. Al verla después de tantos años, no podía sobreponerse a lo pequeña que parecía. Como si hubiese encogido. Igual que el monstruo de juguete que vendían, se agrandaba en el agua y se encogía cuando se secaba. Ésa era ella, toda seca y encogida. Sólo con verla así había sido más que suficiente para él, pero encima tuvo que comportarse tímidamente y con miedo. «Perdonas a tu madre, ¿verdad?». Fue ahí cuando la golpeó, en el momento que vio lo asustada que estaba. Le resultaba insoportable que ella tuviera miedo y pidiera ayuda. Pedir ayuda no está bien. Porque una cosa como la ayuda no existe en este mundo.
Como la mujer que está aquí de pie, pensó, muerta de miedo y suplicándome que la ayude. Tendré que aclararle las cosas. Tengo que hacerle saber que llore lo que llore, nadie vendrá a rescatarla. Dice que no sabe dónde está el punzón. Entonces tal vez el punzón no haya estado debajo de la bañera todo este tiempo. A lo mejor la policía se lo llevó, como prueba. La policía. Espera un momento. ¿No se suponía que la poli tenía este apartamento vigilado? Ah, bueno. No importa. Sólo tengo que hacerlo allí, en el rincón, donde no pueden vernos. Pero ¿y el punzón? ¿Cómo controlo a esta mujer sin el punzón? Tengo que darme prisa. Antes de que las manos y las piernas me pesen demasiado. Ya no me duele nada. No hay dolor. No debo dormirme hasta que le haya enseñado esta lección. Es muy importante. Me pregunto si intentará correr. Tengo que demostrarle que no podrá escapar. Eso es fácil.
—Ven aquí un momento —dijo él.
Chiaki negó con la cabeza otra vez y retrocedió un poco. El hombre se lanzó hacia delante y la cogió por el brazo, apretándolo tanto que ella gritó, o intentó gritar. Lo único que salió de su garganta reseca fue un sonido rasposo y sibilante, como si fuera vapor. Respirando pesadamente, con el aliento apestándole a curry y el sudor corriéndole por la cara cubierta de sangre, el hombre la arrastró hasta la cocina, al mostrador donde estaba la cafetera expreso. Sacó de un tirón el cable de la cafetera del enchufe y lo usó para atarle las muñecas. Ella intentó escapar, pero él era demasiado fuerte y ni siquiera parecía notar que le daba patadas, a pesar de que las patadas hicieron que le volviera a doler el muslo. Le pasó el cable alrededor de las muñecas tres o cuatro veces, tirando con todas sus fuerzas, y terminó por pasarlo por el otro lado, entre sus manos y antebrazos. Lo aseguró con un nudo fuerte y la zona de la piel apretada por el cable, se puso de un blanco descolorido y fantasmal.
—Sólo di para ti misma —le dijo mientras le colocaba en la boca un paño de cocina enrollado como una pelota—: no duele. —Ahora arrastraba las palabras—. Ahí está el truco. Tienes que creer. Si piensas siquiera que te puede doler, aunque sea un poco, no te saldrá bien. No debes dudar, ni siquiera un segundo, que todo el dolor desaparecerá. Mírame. Mírame a mí.
Le dio un tirón a las muñecas atadas, acercándola tanto que sus narices casi se tocaban. La herida que tenía sobre el ojo izquierdo no se había cerrado y seguía sangrando. El Halcion debe de estar quitándole el dolor, pensó Chiaki. El ojo seguía abierto a pesar de que estaba inundado de sangre. Cubierto de una película roja, se movía de un lado a otro como si tuviera ideas propias. Buscando algo dentro de su propio mundo carmesí. Como el ojo de un androide roto, pensó ella, en una película de ciencia ficción. Le dolían las muñecas, y el paño de cocina que tenía embutido en la boca le dificultaba la respiración, pero era incapaz de dejar de mirar ese ojo.
Tengo que enseñarle que no hay necesidad de huir, pensó Kawashima. No paraba de hablar, pero tenía dificultad para articular algunas palabras. Se mordió la lengua accidentalmente dos veces, e intentó estimular la sensibilidad en la boca frotándose las encías con las uñas.
—Nunca, te mentiría, quiero que, me mires, pero, enfoca, la vista, en algún sitio, detrás de mí, como en esas, imágenes en 3D, hazlo, ése es, el secreto, mi madre, me puso, amoniaco, en la mano, y una vez, me dijo, quieres, un tatuaje, y afiló el lápiz, uno duro, 4H, o 5H, lo afiló, mucho, y me lo clavó en los brazos, las piernas, y me golpeó, con una botella de leche, y me ató las orejas, y los dedos, con una cuerda, le daba igual, me sujetaba los párpados, con los dedos, y me acercaba la punta, de un cigarro encendido, o una aguja, justo hasta el ojo, le daba lo mismo, así que, ¿entiendes el secreto?
Chiaki no tenía ni idea de lo que significaban los desvaríos del hombre, pero mientras miraba el globo ocular giratorio, sus oídos captaban las palabras amoníaco y tatuaje y botella de leche y aguja, y cuando él le preguntó si había comprendido, asintió con la cabeza. La esquina del paño de cocina que salía de la boca, se agitó arriba y abajo cuando movió la cabeza.
—Ahora te voy a cortar el tendón, el tendón de Aquiles, así que recuerda, recuerda hacer lo que te he dicho.
Era tan difícil encontrarle sentido a lo que decía, que Chiaki volvió a asentir como ausente, pero cuando vio que el hombre se acuclillaba y rebuscaba entre los tenedores, cucharas, tijeras de cocina y otros utensilios tirados por el suelo, las palabras cortarte el tendón de Aquiles se repitieron en su cabeza, y soltó un chillido sofocado e intentó escapar. El hombre tenía sujeto el cable con una mano y ella logró que lo soltara, pero al hacerlo la cafetera cayó al suelo. El impacto hizo que ella cayera hacia atrás y quedara sentada junto a la cafetera.
Dónde metí el cuchillo, mascullaba Kawashima, cuando puso la vista sobre la bolsa que había dejado junto al sofá.
—Espera, un momento, voy a coger, mi cuchillo.
Mientras él se tambaleaba hacia el sofá, Chiaki intentó soltar el cable de la cafetera, que estaba a su lado soltando un líquido marrón. Era lo único que se le ocurrió hacer, pero sólo consiguió apretar aún más el cable que le rodeaba las muñecas, que ya estaban hinchadas y poniéndose moradas. Podía ver al hombre reflejado en la superficie de acero inoxidable de la cafetera. Estaba revolviendo en su bolsa. Haciendo rechinar los dientes, empezó a arrastrar la cafetera por el suelo poco a poco, con la esperanza de llegar a la puerta de alguna manera, pero a cada tirón el cable se le hundía más. Respiraba rápidamente por los orificios nasales, y el pecho empezó a dolerle. El paño de cocina le molestaba e intentó escupirlo, pero estaba tan apretado dentro de la boca que no había forma de moverlo. Tenía que llegar de alguna manera a la puerta, y darle patadas o golpes con la esperanza de que alguien respondiera. Recordó el aspecto del hombre en el baño del hotel, mientras le susurraba al oído y ella le mordía el dedo, y se lo imaginó con esa misma expresión suave mientras le cortaba el tendón de Aquiles. Matándola con la misma cara impasible que tenía cuando la estaba esperando a la intemperie.
Nunca he conocido a otro hombre como éste, pensó. No es como Tú-sabes-quién, claro, pero tampoco es como ninguno de los otros. Cuando dice que va a hacer algo, lo hace, pase lo que pase. Y no es sólo por el parloteo del Halcion. El Halcion te confunde la mente pero no cambia tu personalidad. Ésta es una clase de hombre totalmente nueva.
Moviendo la cafetera de centímetro en centímetro, haciendo muecas por el dolor de las muñecas y del muslo, había conseguido arrastrarla fuera de la cocina hasta la alfombra cuando miró hacia arriba y se encontró con que el hombre había vuelto. Llevaba en la mano un paquete pequeño envuelto en cinta americana. Aún le quedaban unos buenos dos metros para llegar a la puerta, y cuando cayó en la cuenta de que no iba a lograr alcanzarla, la fuerza le abandonó el cuerpo una vez más. Cayó rendida sobre la alfombra y el hombre se agachó y le cogió el tobillo izquierdo.
Aprovechando que la tenía sujeta por el tobillo, Kawashima hizo rotar a la chica sobre su espalda y tiró de ella hacía sí, y después se sentó pesadamente sobre la cafetera volcada. Hizo un ruido fuerte y ella levantó la cabeza para mirar. El hombre tenía la pierna izquierda bien sujeta entre sus rodillas. Le estaba quitando la cinta americana al paquete, pero se detuvo para limpiarse el ojo sangriento con la manga de su sudadera. Chiaki apenas podía respirar. Dejó caer la cabeza otra vez sobre la alfombra. El paño de cocina estaba empapado con su saliva y la baba le caía por la comisura de los labios. Mirando al techo y oyendo el sonido que hacía la cinta, intentó recordar lo que el hombre había estado diciendo hacía un rato, El secreto. Repítete que no duele. Enfoca los ojos como en una imagen en 3D. Cree. No dudes de que eres capaz de detener el dolor. Algo así. Miraba fijamente al techo, intentando hacer lo que él había dicho; pero el techo era un campo blanco insondable y no parecía posible enfocar un punto más allá de él.
Un pensamiento irrelevante intentaba tomar forma en su cabeza —algo que ver con que el hombre no era dos personas diferentes— pero hizo un esfuerzo para bloquearlo. Tenía que concentrarse en decirse a sí misma que no iba a sentir ningún dolor.
La parte de abajo de los pies de esta mujer es bastante rara, pensó Kawashima, mientras quitaba la cinta americana del cartón. Cada pocos segundos cabeceaba, y el sueño pasaba aleteando a través de él como una brisa cálida. Ya casi hemos terminado, se dijo con severidad. Estamos a punto de oír cómo suena el tendón de Aquiles cuando se corta. Miró la figura inmóvil que estaba tendida en el suelo sobre la espalda y pensó: ¿Pero quién es esta mujer? Su falda holgada estaba levantada hasta las costillas dejando a la vista sus bragas violetas y el blanco vientre que subía y bajaba como la marea. Seguía mirando fijamente esa barriguita blanca, con su remolinillo de vello, cuando arrancó el último trozo de cinta del paquete. Metió la mano dentro del cartón doblado y éste se abrió para revelar una delgada varilla de acero de punta afilada. Después de todo no era el cuchillo.
Cuando se dio cuenta de lo que tenía en la mano, la imagen del bebé metido en su cuna le cruzó por la mente y soltó un gritito. La mujer volvió a levantar la cabeza al oírlo y cuando vio el punzón, abrió mucho los ojos por el miedo. Su grito ahogado hizo que las venas del cuello se le hincharan y agitó la cabeza con violencia. La punta del paño de cocina blanco se agitaba lánguidamente de un lado a otro con los movimientos de ella, y la baba le caía por la mandíbula hasta llegar al cuello. Kawashima miraba el punzón y el estómago de la mujer y pensaba: Parece ser que se lo voy a clavar a otra. Le soltó la pierna y se deslizó hacia delante sobre la rodilla, quedando a horcajadas. Llevó el extremo del punzón a un punto justo por debajo del ombligo de la mujer, que contuvo el aliento, parando así la cremosa marea de su estómago. Él acarició con suavidad la pelusilla con la punta del punzón, y estaba a punto de clavarlo con fuerza cuando otra brisa cálida le atravesó, y tomó conciencia de una sombra enorme que penetraba su cuerpo. Después le llegó el olor a amoníaco. Una voz alta y aguda que dice ¡No te molestes en volver! El sonido de un cerrojo que se cierra. Una silueta borrosa en el cristal escarchado. Es Madre, pensó. Está dentro de mí.
El sentimiento de unidad con su madre le daba náuseas. Era como si ella hubiera secuestrado su cuerpo y lo tuviera prisionero en un fuerte abrazo. Estaba intentando gritar ¡Te odio! cuando perdió el conocimiento.