Constanza, 14 de febrero de 2041
A Su Exc.ª Mons.
Alessio Tanari
Secretario de la Congregación para las Causas de los Santos
Ciudad del Vaticano
Mi muy querido Alessio:
Ya ha pasado un año desde la última vez que os escribí. Nunca me habéis respondido.
Hace unos meses me trasladaron repentinamente (lo que tal vez ya sabéis) a Rumania. Soy uno de los contados sacerdotes que hay en Constanza, pequeña ciudad a orillas del mar Negro.
El significado de la palabra «pobreza» es aquí tan cruel y contundente como el que antes tenía en nuestros pagos. Casas lúgubres y derruidas, niños desarrapados que juegan en las calles sucias, sin letreros, mujeres demacradas que desde las ventanas de edificios horrendos miran con desconfianza todos los destartalados vestigios del socialismo real, la monotonía y la miseria que reinan por doquier.
Ésta es la ciudad, ésta es la tierra a la que fui destinado hace unos meses. Aquí es donde me han pedido que cumpla mi misión pastoral y no voy a faltar a mis obligaciones. No van a impedírmelo ni la miseria de este país ni la tristeza que todo lo invade.
Como sabéis, el rincón de tierra del que procedo es bien distinto. Hasta hace pocos meses fui obispo de Como, la risueña ciudad lacustre que inspiró a Manzoni prosas inmortales: la antigua perla de la opulenta Lombardía, preñada de nobles memorias, en cuyo característico centro histórico residen hoy hombres de negocios, empresarios de la moda, futbolistas, acaudalados industriales de la seda.
Pero este cambio brusco e inesperado no debía alterar mi misión. Me dijeron que precisaban de mí en Constanza, que una vocación como la mía era la que mejor podía responder a las necesidades espirituales de esta tierra, que el traslado de Italia (que se me notificó con sólo dos semanas de antelación) no debía tomarlo como una postergación, ni mucho menos como un castigo.
No bien se me expuso la novedad, manifesté bastantes dudas (y también una enorme sorpresa), ya que nunca antes había desarrollado mi labor pastoral fuera de Italia, salvo unos meses de formación en Francia, durante los ya remotos años de mi juventud.
Aunque juzgaba que el grado de obispo era la mejor culminación posible de mi carrera, y no obstante mi edad avanzada, habría aceptado de buen grado un nuevo destino: en Francia, en España (país cuyo idioma no ignoro) o incluso en América Latina.
Lo cual, de todos modos, hubiese sido completamente irregular, pues muy rara vez se procede al traslado de un obispo a países lejanos de un día para otro, salvo que tenga graves manchas en su carrera. Y ése, como desde luego sabéis, no es mi caso, lo que no ha impedido —precisamente por la forma abrupta e inaudita del traslado— que algún fiel de Como se haya sentido autorizado, no sin motivo, a sospechar.
Con todo, yo hubiera aceptado una decisión así como se acepta la voluntad de Dios, sin reservas ni quejas. Sólo que decidieron enviarme aquí, a Rumania, un país del que lo ignoro todo: su lengua, sus tradiciones, su historia y sus necesidades actuales. Así pues, lo que ahora hago es castigar mi fatigado cuerpo jugando al balón en el oratorio con los chicos del lugar, cuya veloz habla trato inútilmente de entender.
He de confesaros (perdonad la sinceridad) que vivo sumido en una tribulación perenne, no por mi nuevo destino (que he aceptado con gratitud y serenidad, porque ha sido la voluntad del Señor), sino por las misteriosas circunstancias que han concurrido para enviarme aquí. Lo que ahora me apremia es aclarar dichas circunstancias con vos.
En mi última misiva de hace un año abordaba un tema sobremanera delicado. Se hallaba a la sazón muy avanzado el proceso para la canonización del beato Inocencio XI Odescalchi, de cuyo pontificado entre los años 1676 y 1689 se guarda gloriosa memoria, promotor y financiero de la batalla de los ejércitos cristianos contra los turcos en Viena en 1683, que expulsó para siempre de Europa a los seguidores de Mahoma. Siendo aquel Papa originario de Como, a mí me correspondió el honor de instruir el proceso, por el que el Santo Padre sentía un enorme interés, ya que la apabullante e histórica derrota del Islam se había producido al amanecer del 12 de septiembre de 1683, esto es, cuando en Nueva York, habida cuenta de la diferencia horaria, aún era el día 11… Pues bien, pasados cuarenta años del trágico ataque islámico contra las Torres Gemelas de Nueva York del 11 de septiembre, a nuestro bien amado Pontífice no se le escapó la coincidencia entre las dos fechas, por lo que se fijó el propósito de proclamar santo a Inocencio XI —el Papa enemigo del Islam— el día en que se celebrasen ambos aniversarios, como gesto de reafirmación de los valores cristianos y del abismo que separa a Europa y a todo Occidente del Corán.
Cuando concluí el sumario os envié aquel inédito. ¿Os acordáis? Me refiero al texto mecanografiado de dos viejos amigos míos, Rita y Francesco, cuyo rastro había perdido hacía años. En el texto cuentan una larga serie de infamias del beato Inocencio, dictadas por los intereses personales a los que habría servido durante todo su pontificado. Por otra parte, si Inocencio XI fue sin duda instrumento del Señor cuando incitó a los príncipes cristianos a armarse contra el turco, en otros momentos causó gravísimas ofensas a la moral cristiana por su codicia de dinero, así como daños irreparables a la religión católica en Europa.
Entonces os pedí, como recordaréis, que sometieseis el asunto a la opinión de Su Santidad, con el fin de que él pudiese decidir la conveniencia de dejar las cosas como estaban o —como yo confiaba— conceder el imprimatur, ordenando la publicación para que todo el mundo pudiese conocer la verdad.
Esperaba, os lo digo con el corazón en la mano, al menos un acuse de recibo. Creía que, más allá de los graves hechos que me habían impulsado a escribiros, os habría agradado tener noticias de quien, a fin de cuentas, fue vuestro docente en el seminario. Sabía perfectamente que la respuesta a mis interrogantes tardaría mucho, incluso muchísimo tiempo en llegar, dada la gravedad de las revelaciones que daba a conocer a Su Santidad. No obstante, suponía que entretanto, como ocurre en casos así, daríais señales de vida enviándome al menos una nota.
Y, sin embargo, nada. Pasaban los meses sin que me llegase ninguna comunicación escrita ni telefónica, y eso que de la respuesta que esperaba dependía el resultado del proceso. Supuse que Su Santidad precisaba reflexionar, evaluar, sopesar. O que había encargado la opinión de expertos, de forma confidencial. Así pues, me resigné pacientemente a la espera. Además, no podía hacer otra cosa, ya que, obligado como estoy al secreto y a velar por la fama del beato, a nadie más que a vos y al Santo Padre podía contar lo que había descubierto.
Hasta que un día, en una librería de Milán vi, entre otros mil, el libro de mis dos amigos.
Salí de dudas en cuanto lo abrí. Sí, era aquel libro. ¿Cómo era posible? ¿Quién lo había hecho imprimir? No tardé en responderme: nuestro Pontífice era el único que podía haber ordenado su publicación. El Papa debía de haber otorgado el imprimatur que yo esperaba, autorizando la impresión del escrito de Rita y Francesco.
Era patente que el proceso de canonización del papa Inocencio XI quedaba interrumpido para siempre. Pero ¿por qué no se me había informado? ¿Por qué nadie, y sobre todo vos, Alessio, me había dado una pista de lo que estaba pasando?
Pensaba escribiros de nuevo cuando un día, a primera hora de la mañana, recibí una nota.
Me acuerdo de aquel día con absoluta claridad, como si fuese hoy. Justo cuando me disponía a entrar en mi despacho, mi secretario me entregó un sobre. Lo abrí en la penumbra del pasillo, distinguiendo con dificultad las llaves papales que tenía impresas, y extraje una tarjeta.
Me convocaban a una entrevista. Me llamó la atención el apremio con que se me requería —dos días después, y encima un domingo—, pero aún más la hora (las seis de la mañana) y la identidad de la persona que quería hablar conmigo: monseñor Jaime Rubellas, secretario de Estado del Vaticano.
El encuentro con el cardenal Rubellas fue de lo más cordial. Se interesó primero por mi salud, por las necesidades de mi diócesis, por el estado de las vocaciones. Luego me interrogó discretamente sobre la marcha del proceso de canonización de Inocencio XI. Asombrado, le pregunté si no estaba al corriente de la publicación del libro. No respondió, pero me miró como si le hubiese lanzado un reto.
En ese instante me informó de cuánto me necesitaban en Constanza, de las nuevas fronteras de la Iglesia de hoy, de la falta de sacerdotes en Rumania.
Fue tal la sencillez con que el secretario de Estado me explicó mi traslado que en ese momento me olvidé de que seguía ignorando por qué me había convocado para comunicármelo en persona y de una forma tan inusual, como a escondidas de ojos indiscretos, y tampoco le pregunté cuánto iba a durar mi ausencia de Italia.
Al despedirnos, monseñor Rubellas me pidió inopinadamente que guardase en secreto nuestra conversación y el tema que habíamos tratado.
Aquí, en Constanza, querido Alessio, cada noche me hago con insistencia las preguntas que no llegué a formular aquella mañana en Roma, mientras en mi cuartito practico pacientemente el rumano, curiosa lengua en la que los sustantivos se anteponen a los artículos.
No bien llegué a la ciudad supe que Constanza, en el Imperio romano, al que durante no poco tiempo estuvo sometida, se llamaba Tomi. Luego, repasando un mapa de la región, descubrí que en las cercanías hay una localidad de nombre singular: Ovidiu.
Empecé a temerme lo peor. Tras revisar rápidamente el manual de literatura latina comprobé que mi memoria no me había traicionado. Cuando Constanza se llamaba Tomi, el emperador César Augusto desterró aquí al célebre poeta Ovidio, con la justificación oficial de que había escrito poemas licenciosos, cuando lo cierto es que sospechaba que conocía demasiados secretos de la casa imperial. Durante dos lustros Augusto rechazó los ruegos de Ovidio, hasta que éste murió, sin haber vuelto nunca a Roma.
Ahora sé, querido Alessio, cómo habéis correspondido a la confianza que hace un año deposité en vos. Mi destierro aquí, en Tomi, el lugar del exilio por «culpas literarias», me lo ha revelado. La publicación del escrito de mis dos amigos no sólo no fue obra de la Santa Sede, sino que os ha caído encima como un jarro de agua fría. Y pensasteis que yo estaba detrás, que fui yo quien lo hizo imprimir. Por ese motivo me desterrasteis aquí.
Pero os equivocáis. Al igual que vosotros, no tengo la más remota idea de cómo ha llegado a publicarse él libro: el Señor, quem nullum latet secretum, que conoce todos los secretos —como se dice en las iglesias ortodoxas de estos lares—, se vale para sus fines también de quien actúa contra Él.
Si habéis echado una ojeada al paquete que os envío con ésta, ya sabréis qué contiene: otro texto dactilografiado de Rita y Francesco. Tal vez se trate, como el anterior, de un documento histórico o de una novela; quién sabe. Está en vuestra mano descubrirlo cotejando las pruebas documentales que me han enviado en anexo y que también os remito.
Seguramente os preguntaréis cuándo recibí el texto, desde dónde me lo enviaron y si he vuelto a ver a mis dos viejos amigos, pero esta vez todo eso he de guardarlo en secreto. Sé muy bien que sabréis entenderme.
Por último, supongo que os preguntaréis por qué os lo envío. Ya imagino vuestro asombro y vuestras dudas acerca de si el que suscribe peca de ingenuo, está loco o sigue una lógica que no entendéis. Yo sólo puedo deciros que una de las tres opciones es la válida.
Que una vez más Dios os inspire en la lectura que os disponéis a hacer. Y que de nuevo os haga instrumento de Su voluntad.
Lorenzo dell’Agio,
pulvis et cinis