Séptima Noche
13 DE JULIO DE 1700
Encontré a Atto en sus aposentos. No había participado en la alegre cacería, ya que, según sus propias palabras, había tenido bastante con la de César Augusto. Lo cierto es que durante ese tiempo se había dedicado a responder a la carta de la condestablesa. Ahora, una vez escrita la misiva, se aprestaba a bajar con Buvat para cenar en los jardines de la villa Spada. Le referí todo cuanto don Tibaldutio me había contado: los cerretanos tenían un amigo en San Pedro, cuyo nombre el capellán no me había revelado.
—¿No me digas? Bien, bien —comentó—. Pediré enseguida a Sfasciamonti que se informe.
Al cabo de media hora, tras asegurarme de que el abate y su secretario se dirigían hacia la mesa, introduje de nuevo las manos en la ropa interior sucia y extraje el pequeño legajo de su correspondencia secreta.
Saqué del bolsillo el librito titulado El pastor Fido que había tomado prestado de la biblioteca del Navío; estaba listo para leer las cartas de Maria a la luz de aquellos versos. Como en la ocasión previa, no encontré en el legajo la misiva de la condestablesa ni la respuesta que el abate acababa de escribirle. Busqué entre los efectos de Buvat con la esperanza de descubrir algún papel interesante, como en mi inspección anterior, mas esta vez no encontré nada.
Busqué por todas partes, en vano. Me inquieté. Tal vez Melani empezaba a percibir indicios de mis incursiones. Ay, debía de haberse llevado las cartas.
Sólo me quedaba proceder a la lectura del tercer y último informe de Maria Mancini sobre la corte de España, el único que aún no había revisado.
Ahora que había descubierto la verdad sobre la correspondencia entre Atto y Maria, me decía, ahora que había captado el alma verdadera, que no era la política ni el espionaje, sino el amor, quizá en esas notas podría hallar alusiones y citas que en un primer momento se me habían escapado. Eché una ojeada por la ventana para asegurarme de que Atto estaba lejos y ocupado, y abrí el sobre.
Acompañaba el informe una carta escrita por Maria y enviada desde Madrid dos meses antes, en respuesta a una misiva de Atto. En ella la condestablesa confirmaba que viajaría a Roma para asistir a la boda de Clemente Spada y Maria Pulcheria Rocci.
Amigo mío, comprendo vuestro punto de vista y el de Lidio, pero os repito lo que pienso: todo es inútil. Además, lo que hoy parece un bien mañana se convierte en desdicha.
De todos modos iré. Acataré los deseos de Lidio. Nos veremos, pues, en la villa Spada. Os lo prometo.
Ahí estaba de nuevo la referencia herodotea a Lidio, o Creso, el rey de Lidia, bajo cuyo nombre, como había descubierto la víspera, Atto y Maria señalaban al Rey Cristianísimo.
Puse en orden mis ideas. ¡Lidio, el Rey Cristianísimo en persona, había rogado a Maria que aceptase la invitación del cardenal Spada! Pero ¿por qué?
Leí una y otra vez ambos párrafos, hasta que tuve una intuición: el soberano quería convencer a Maria de que regresase a Francia. Tal era la misión del abate Melani, y debía cumplirla en los esponsales de la villa Spada.
El rey de Francia echaba de menos a la condestablesa. ¿No me lo había insinuado el propio Atto el día anterior, durante nuestra última visita al Navío? Incluso me había revelado que madame de Maintenon quería que el rey viese a una Maria vieja, con la esperanza de macular de forma indeleble el recuerdo que él conservaba de los años de su juventud.
Supuse que el soberano intrigaba por medio de Atto para convencer a Maria de que fuese a verlo, quizá aceptando la invitación oficial a la corte por la que tanto abogaba madame de Maintenon, o bien en un encuentro secreto, lejos de miradas inquisitivas.
Ahora bien, la condestablesa, a juzgar por la carta que había empezado a leer, no tenía la menor intención de aceptar. Consideraba que «todo es inútil»; más aún, «lo que hoy parece un bien mañana se con vierte en desdicha». Probablemente se refería a un posible encuentro con el Rey Cristianísimo. Tras la dicha de los abrazos se impondría la amarga realidad: los cuerpos marchitos, las facciones ajadas, la belleza perdida.
Claro, reflexioné, la condestablesa jamás se presentaría entrada en años ante el amor de su vida.
Firmemente aferrado a esas certezas, proseguí la lectura. Fruncí el entrecejo al ver que la condestablesa parecía cambiar bruscamente de tema. Ahora hablaba de los asuntos de España:
¿Sabéis qué dicho circula en Madrid? Carlos V fue emperador; Felipe II, rey; Felipe IV, sólo hombre, y Carlos II ni siquiera eso.
¿Cómo, amigo mío, se ha llegado a tal decadencia? Mil termitas corroen el viejo tronco de la monarquía, pero no os confundáis: muchas, demasiadas vienen de allende los Pirineos. ¿Quién ha inoculado en los cansados miembros de España la ponzoña de los espías, de los intrigantes, del terror artificial, de la falsa información, de la corrupción? ¿Quién quiere que España se vacíe desde dentro, se contamine, se embriague y se pudra como el cadáver viviente de su rey?
Yo soy italiana de nacimiento, me he criado en Francia y he elegido España como mi nueva patria. Sé distinguir cuándo las sombras de los Grandes Chacales se extienden sobre Madrid.
Interrumpí la lectura. ¿Quiénes eran los Grandes Chacales? Tal vez los otros reinos europeos. El informe continuaba con la lista de las derrotas del último medio siglo. Desde la sangrienta batalla de Rocroi, donde las fuerzas españolas, preparadas para el triunfo, acabaron masacradas por los franceses. Francisco de Melo, jefe de las fuerzas españolas, que malogró toda posibilidad de victoria, recibió como premio doce mil ducados en vez de un castigo. ¿Cabía concebir algo más adecuado, se preguntaba la condestablesa, para conseguir el derrumbamiento y la subversión de todos los valores?
A partir de entonces todo había ido de mal en peor: las humillaciones en Flandes, las derrotas de Balaguer, Elvas y Estremoz, la desbandada de Lens y la vergonzosa retirada de Castel Rodrigo, la pérdida de Portugal tras veinticuatro años de guerra y la sublevación de Nápoles (que había incluso proclamado la república), domada con enormes esfuerzos. Pero ¿cómo sorprenderse de los continuos reveses militares, si para remediar la carencia de medios los ejércitos españoles habían tenido que dotarse (como en la expedición contra Fuenterrabía) de viejas armas de colección que el duque de Albuquerque cedió al rogárselo personalmente el rey en el último instante? ¿Cómo sorprenderse, si el padre de Carlos, Felipe IV, había tenido como consejero de mayor confianza a una monja, desconocedora de cuanto acontece en el mundo? La situación empeoraba cuando se pasaba al terreno de la diplomacia: la Paz de Westfalia había humillado a España, la de los Pirineos la había dejado en ridículo ante toda Europa.
Mientras tanto, los miembros de la dinastía habían caído como moscas: la primera esposa de Felipe IV, Isabel, fallecida cuando apenas contaba cuarenta y un años; dos años después la siguió su primogénito, Baltasar Carlos; el principito Felipe Próspero, muerto antes de cumplir un lustro; la primera esposa de Carlos II, desaparecida cuando aún no tenía treinta por un probable envenenamiento.
Ahora, en la cúspide de este largo calvario, en la capital todos estamos a la deriva. Agentes secretos de todos los bandos, pagados o chantajeados, hacen correr rumores de derrota, fomentan revueltas, malquistan a los súbditos con cualquier gobierno que se forme.
¿Creéis, amigo mío, que no lo he entendido? La orden es tajante: que el ministro sea corrupto, que el magistrado sea arbitrario y que el sacerdote cometa pecado.
Se ha enfrentado a los Grandes del Reino entre sí para que no sea factible ninguna acción común. Los gobiernos deben durar poco para aumentar la incertidumbre. A los ministros que roban se les sanciona con clemencia, o no se les impone el menor castigo, para convencer así a los ciudadanos honrados de que el mal es provechoso. Los gobernantes se demoran en ceremonias y fiestas, sin importarles que la patria se caiga a trozos. Hay que perder la esperanza en el mañana, en la justicia, en la humanidad.
Sólo entonces, bajo el poderoso impulso del mal ejemplo, se cumplirá el plan de los Grandes Chacales: el esbirro robará, el mercader timará, el soldado desertará, la madre honesta se volverá puta. Los hijos habrán de crecer sin amor ni ilusión, para sembrar el desorden y la infelicidad entre las generaciones futuras. Que se repita la prueba de Herodes, que mueran todas las semillas de amor, que cunda la locura.
Hay que acabar con la pretensión de cada súbdito español de gozar de derechos, de respeto, de dignidad. Que se convenza de que su destino no le importa a nadie y, por tanto, no puede esperar ayuda. Debe sentirse traicionado por todo y por todos, y odiar.
Ante su consternación, su hambre, su miedo, el protocolo de palacio debe conservar todo su boato y los ricos han de mantener sus desmedidos privilegios. Cada día debe tener para el súbdito español el color del desengaño, el olor de la traición, el amargo sabor de la rabia. Hasta que una mañana se levante maldiciendo a sus gobernantes, pero con resignación; ese día los tiempos estarán maduros.
En efecto, la ruina o la fortuna de los reinos no pasan por las finanzas ni por los ejércitos, sino por el ánimo del pueblo. A la larga ni el tirano más sanguinario puede hacer nada contra la hostilidad y la desconfianza de sus conciudadanos. Éstas son más potentes que los cañones, más rápidas que la caballería, más indispensables que el dinero, pues el verdadero poder (como sabe todo ministro) emana del espíritu, no de la carne.
El desprecio del pueblo es un viento caliente que ningún muro puede detener. Al final acaba con la piedra más dura, con el bastión más sólido, con la espada más afilada.
Por ello los tiranos de todas las épocas quieren aplastar al pueblo, mas no sin antes haber obtenido su permiso. Para alcanzar tal propósito es esencial la mentira, madre y hermana de todos los déspotas. Así pues, invocan peligros que ellos mismo han creado secretamente, y que las gacetas exageran, afirmando que poseen su solución. Para lograrla, pedirán y obtendrán plenos poderes, con los que finalmente llevarán al pueblo a la desesperación.
¿Qué ocurrirá entonces? Los Grandes Chacales se regocijarán. ¡Ay, necios! Ése será también su fin: estallará la guerra de todos contra todos para repartirse los despojos de la muerta España. Una gran lucha fratricida, una nueva guerra del Peloponeso, de la cual no podrá surgir la paz, sino otras guerras, hijas de la primera.
Como ignoraba los asuntos políticos de España, no podía entender bien las alusiones de la condestablesa. Pasé directamente, pues, a leer el informe y así supe la causa de tanto desconsuelo:
Observaciones
para servir a las cosas de España
A la muerte del rey Felipe IV, Carlos II es aún un niño. Por lo tanto, la regencia le corresponde a su madre, María Ana. Incapaz de dirigir sola el destino del reino, la viuda de Felipe IV deja el gobierno en manos de un jesuita, el padre Nithard, su confesor. Sin embargo, muy pronto es expulsado por una conjura de don Juan el Bastardo. Pasados unos años, ocupa su puesto Valenzuela, un aventurero sin escrúpulos al que el rey Carlos, ahora adolescente, ha nombrado Grande de España para que le perdone un accidente de caza (durante una batida, le disparó un tiro en la nalga). Pero el Bastardo urde una segunda conspiración, exilia a la reina y manda encarcelar a Valenzuela. La mujer de éste es arrestada, encerrada y violada; acaba sus días pidiendo limosna y muere loca. Más tarde también fallece el Bastardo, la reina madre regresa y nombra un nuevo primer ministro, el conde de Medinaceli.
Medinaceli trabaja todo el día, aparentemente se esmera, pero en realidad no saca nada adelante. No obstante, presenta la dimisión aduciendo agotamiento. Transcurren tres años antes de encontrar un sucesor. Por fin toma las riendas el conde de Oropesa. Hombre de salud frágil, aquejado de ataques crónicos de erisipela, pasa casi más tiempo en la cama que levantado. Al cabo de apenas tres años, por una conjura de palacio se le destituye y manda al exilio con una simple nota. El rey Carlos nombra entonces un nuevo gabinete sin primer ministro, que no tardará en ser conocido como el «gobierno de los estafadores». Se reparte el poder entre tres nobles y un cardenal, pero, ante su incapacidad manifiesta, se produce un nuevo cambio. Llega al gobierno el duque de Montalto, al que se jubila rápidamente. El rey llama entonces de nuevo a Oropesa, por quien siente especial simpatía. Sin embargo, una revuelta popular desbarata los designios del soberano: Oropesa huye milagrosamente de los rebeldes con su esposa y sus hijos, disfrazado de monje.
Las cuentas públicas están en una situación tan calamitosa y embrollada que nadie es capaz de reconstruir las finanzas del Estado. Los funcionarios públicos mantienen altos los impuestos para poder lucrarse; sustraen a escondidas los ingresos al erario o se dejan corromper. La economía real se halla en tan mal estado que hasta el personal del Alcázar se queda sin sueldo. Pese a ello, al tiempo se elevan durante tres semanas los gravámenes sobre la carne y el aceite a fin de pagar a los actores contratados para celebrar el cumpleaños del rey.
Los franceses irrumpen en Cataluña, derrotan al ejército español en el río Ter y ocupan Palamós y Gerona.
El rey, que ve las actividades de gobierno como el diablo el agua bendita, pasa los días en el jardín del Buen Retiro recogiendo cestos de fresas.
En las calles el ejército de miserables, mendigos, ladronzuelos y desertores ha crecido de forma desmesurada. El pueblo está postrado. Los alimentos más cotidianos se pagan a precio de oro. Los robos, los homicidios y los atracos están a la orden del día. Suben los impuestos sobre los productos de horno, los panaderos se niegan a trabajar. Madrid, ya hambrienta, se queda sin pan. No se encuentra harina. Para conseguir un poco el embajador inglés en Madrid debe mandar una escuadra armada hasta los dientes a fin de que no asalten a sus criados. Los panaderos corren a diario el riesgo de que los roben y maten.
La única respuesta que el pueblo hambriento recibe es un anuncio: la reina está embarazada, España tendrá un heredero al trono. Sin embargo, ya nadie da crédito a las mentiras del palacio real.
Hace un año se vivió el día más sombrío. Era el 28 de abril de 1699, la multitud enfurecida se presentó en el Alcázar, bajo las ventanas regias. El soberano en persona tuvo que salir al balcón y sólo de milagro consiguió calmar a los insurgentes. En la corte se respira la catástrofe.
El rey está paralizado por el miedo, dispuesto a hacer cualquier cosa que se le diga, pero nadie quiere ni puede aconsejarle. Los bandos en que se divide la corte son avisperos donde todos, hasta los buenos amigos, esperan la ruina del otro. Francia y Austria, atizando secretamente el fuego de la cólera, encienden ambiciones y envidias.
Interrumpí la lectura al oír en el pasillo ruido de pasos que parecían aproximarse. En un verbo lo puse todo en su sitio y fui hacia la puerta, dispuesto a salir, mas, ay, era demasiado tarde; Atto Melani volvía a sus aposentos. La suerte quiso que estuviese solo.
Me refugié en el cuartito de Buvat, rezando para que éste tardase en venir, y desde allí observé al abate a través de la puerta entornada. Se despojó primero de la pesada peluca color pajizo, lo cual —debido al escaso frescor reinante, pese a lo avanzado de la hora— le arrancó un gruñido de satisfacción. La colocó en una fraustina, que enseguida trasladó a la cómoda situada al lado de su cama. A continuación, gimiendo por el cansancio, se desnudó rápidamente. La intensidad del día había minado sus fuerzas. Se había retirado a sus aposentos antes de que acabase la cena y ahora no llamaba siquiera a un ayuda de cámara para que lo descalzase.
Oculto en el cuartito, hube de presenciar a mi pesar cómo Atto se desnudaba. Cuando se hubo quitado la ropa, descubrí con sorpresa un cuerpo de extrema madurez, como no podía ser menos, pero en excelente forma.
La piel era fláccida y estaba arrugada en diversos puntos; sin embargo, los hombros se mantenían bien erguidos, las piernas tensas y esbeltas, y aparentaban veinte años menos. Los miembros inferiores no tenían una sola de las manchas azuladas que inevitablemente acarrea la vejez. Claro, si no hubiese sido así, me dije, el abate Melani jamás habría podido aguantar el trajín de esos días.
«El abate tiene miedo de morir olvidado, pero, si sigue así, aún puede vivir muchos años, e intensamente. A buen seguro le sobra tiempo para pasar a la historia», concluí riendo para mis adentros.
Atto apagó la luz y, únicamente bañado por la claridad de la luna, se tumbó en la cama sin siquiera quitarse de la cara el albayalde, los lunares postizos y el carmín de las mejillas. Muy pronto empezó a roncar profundamente.
Me aprestaba a irme, cuando me acordé de que todavía no había conseguido encontrar lo más importante: las dos últimas cartas de Atto y Maria. El abate debía habérselas llevado consigo. Era la mejor ocasión para dar con ellas.
Rebusqué en su ropa y calzado, tacones incluidos, pero no hallé nada. Ahora bien, las enseñanzas de Melani, así como las numerosas y singulares experiencias que había vivido a su lado, me habían aguzado los sentidos y el entendimiento. Una mirada atenta alrededor, pues, me hizo reparar en un detalle curioso. Atto no había dejado la vistosa peluca en el tocador, como hubiese sido normal, sino en la cómoda, es decir, al lado de su lecho. Como si tuviese que vigilarla incluso mientras dormía…
Tras denodados esfuerzos para no hacer el menor ruido, que me costaron sudar lo que no está escrito, mi empresa resultó fructífera: las misivas estaban en un bolsillo secreto de la peluca, dentro de la tela almidonada a la que estaban pegadas las mechas rizadas de la cabellera postiza. La elección de semejante escondite no dejaba resquicios para la duda: el abate tenía serios temores de que pudiesen robárselas. Motivos no le faltaban, me dije, después de todos los percances con los cerretanos. Con todo, tanta precaución también podía significar que su contenido era mucho más delicado y complejo que el de las anteriores. Para mi sorpresa, no había sólo dos cartas, sino cinco. Con la lentitud de un caracol, maldiciendo los crujidos del suelo de madera, me alejé por fin de la cama donde descansaba el abate Melani.
Tres de ellas parecían bastante antiguas. Intrigado, abrí una. Encontré la parte final de una misiva en español, escrita por una mano muy insegura. Cuál no sería mi estupor cuando leí la firma: «Yo, el rey».
Era una carta del rey de España, el pobre Carlos II. Estaba fechada en 1685, es decir, quince años antes. A pesar de la gran semejanza entre la lengua española y la italiana, la caligrafía tortuosa y atormentada del soberano no me permitió comprender nada de su contenido. Desdoblé otras dos hojas en busca del principio de la carta para averiguar al menos a quién estaba dirigida. Mas, para mi asombro, descubrí que en cada una figuraba tan sólo la parte final de una misiva de muchos años atrás. Ambas estaban firmadas por el rey de España, y tampoco en este caso logré entender el contenido.
¿Qué significaban esas páginas truncadas? ¿Y por qué las tenía el abate Melani? Si las guardaba en la peluca, seguramente eran muy importantes.
Ay, tenía muy poco tiempo para reflexionar y me apremiaba hacer otra cosa: leer las epístolas de Atto y Maria y dejarlas en su sitio antes de que llegase Buvat.
Mis ojos acababan de recorrer las primeras líneas, cuando tuve un sobresalto.
Mi muy querido amigo:
A mis oídos ha llegado una noticia sorprendente, que a buen seguro os pasmará e interesará tanto como a mí. Su Beatitud Inocencio XII ha creado una comisión especial de consulta sobre la cuestión española. Según parece, después de mucho vacilar, ayer, 12 de julio, cediendo a los ruegos del embajador español Uzeda, el Pontífice aceptó pronunciarse sobre la petición del rey y encargó al cardenal secretario de Estado, nuestro benévolo Fabrizio Spada, al secretario de los Breves, cardenal Albani, y al camarlengo, cardenal Spinola de San Cesareo, que estudien la situación para preparar la respuesta papal.
El corazón me latió con fuerza. Spada, Albani y Spinola, las tres eminencias que desde hacía días se reunían secretamente en el Navío y cuyo rastro Atto y yo intentábamos seguir en vano. ¡La sucesión de España era, pues, el auténtico motivo de sus encuentros, no el cónclave!
Levanté la vista de la carta y fruncí pensativo el ceño. ¿Por qué Atto no se había apresurado a contarme la novedad que le transmitía Maria en su misiva?
Ojeé febrilmente la carta. Me detuve más adelante:
Así pues, Su Santidad ha cedido a espíritus más tenaces que el suyo. ¿Tendrá la entereza suficiente para apoyar eficazmente al rey? Os confieso, querido amigo, mis dudas al respecto. ¿Qué querría decir el Santo Padre con esas palabras quejumbrosas que os reproduje en otra carta: «Se nos priva de la dignidad que pertenece al vicario de Cristo y se nos abandona»?
Pasé rápidamente a la respuesta de Atto, que aún me dio más que pensar:
Clementísima madame:
Desde hace tiempo estoy al corriente de la existencia de la comisión de los tres cardenales encargados de emitir un dictamen sobre la cuestión española. El asunto se conoce bien aquí, en Roma, al menos en los círculos mejor informados. Si estuvieseis entre nosotros, en la fiesta, ya lo habríais notado…
Dudé de esas palabras. ¿No pretendería Atto hacer creer a Maria que estaba al tanto de todo para no quedar mal? La carta de Melani proseguía así:
En realidad, Su Beatitud había elegido inicialmente al cardenal Panciatici en vez de a Spinola, lo que habría sido mejor para Francia, dado que este último apoya claramente al Imperio; pero el primero tuvo que renunciar por problemas de salud, cuya gravedad le ha impedido acudir incluso a los deliciosos himeneos de la villa Spada.
Sea como fuere, os han informado con suma prontitud, pues el Papa no encomendará oficialmente el encargo hasta mañana, 14 de julio.
No, Atto no fingía con la condestablesa. Le decía la verdad; a mí, en cambio, me había mentido. A juzgar por los pormenores sobre los que se explayaba con tanta seguridad, conocía desde hacía tiempo las gestiones diplomáticas que habían hecho los tres cardenales en relación con la ayuda solicitada por Carlos de España al Papa. Y me lo había ocultado a sabiendas.
De pronto hice memoria. ¿Qué había oído decir la noche de la víspera, mientras esperaba el comienzo de la comedia, a aquellos tres espectadores? El embajador de España, el duque de Uzeda, con la ayuda de otros, habría logrado por fin convencer al papa Inocencio XII. Sin embargo, no habían dicho de qué lo habían convencido, ni mencionado el nombre de las personas que con su influencia sobre Su Beatitud habían secundado a Uzeda. Sólo habían hablado de «cuatro zorros».
Ahora la carta de la condestablesa lo aclaraba todo. Inocencio XII, evidentemente, no quería inmiscuirse en el asunto de la sucesión española, pero al cabo había cedido a las presiones del embajador de Madrid. ¿Y quiénes eran los otros «zorros», sino Albani, Spada y Spinola? Por eso uno de los tres invitados a los que había oído la noche anterior hizo callar a los otros con las palabras «lupus in fabula» en cuanto vio que se acercaba el cardenal Spada.
En definitiva, las tres eminencias habían intrigado de todas las maneras imaginables para que el moribundo Pontífice les asignase el encargo de dictaminar sobre la sucesión de España. Ahora bien, lo más grave era que, cuando la víspera, el 12, el papa Pignatelli se dejó persuadir de que debía instituir la comisión, los tres cardenales llevaban una semana reuniéndose secretamente en el Navío. Tal vez en cada encuentro decidieran la táctica que les convenía seguir con el Santo Padre.
¿Podía haber mejor tapadera para sus conciliábulos que los himeneos de la villa? Nadie sospecharía nada si los veía juntos, ya que Spada era el dueño de casa y tanto Albani como Spinola se contaban entre los invitados. Por no mentar lo sigilosas que eran sus reuniones en el Navío, como bien sabíamos el abate y yo, pues siempre se nos habían escabullido.
En fin, daba la impresión de que el pobre y viejo Papa ya no pintaba nada, como habían comentado los tres invitados la noche de la víspera. Experimenté amargura. Ay, eso significaba que Spada, en calidad de secretario de Estado, era con toda probabilidad (junto con el secretario de los Breves, Albani, y el camarlengo, Spinola de San Cesareo) uno de los causantes de que el Pontífice profiriera aquel lamento: «Se nos priva de la dignidad que pertenece al vicario de Cristo y se nos abandona», como la condestablesa había referido a Atto dos veces en sus cartas.
¿Qué papel desempeñaba el abate en todo eso? Ahora no cabía duda: Melani quería espiar a los tres purpurados, pero no por el cónclave, sino a fin de averiguar si sus decisiones acerca de la sucesión de España eran favorables o desfavorables a Francia y, llegado el caso, estar preparado para intervenir por su rey. De no haber leído su correspondencia con Maria, yo habría estado ayuno de todo.
Desalentado y humillado, continué la lectura:
… y de todos modos no debéis pensar que Su Santidad se halla en malas manos. Por lo que he podido saber, lo asisten, de forma perfecta y desinteresada, el secretario de Estado y el secretario de los Breves, así como el camarlengo, que se ocupan de los asuntos del Estado con atención y diligencia sumas. Como ya os escribí, no han despojado del báculo pastoral a Su Santidad, sino que están cumpliendo fielmente el difícil encargo que el Pontífice ha querido asignarles, un peso que han aceptado humildemente y con alegría. No temáis.
Los nervios me hicieron estrujar la carta, con el riesgo de dejar rastros de mi lectura clandestina. ¡Qué descaro! Atto sabía perfectamente lo que los tres cardenales hacían durante sus reuniones secretas en el Navío (aunque no había conseguido sorprenderlos) y, sin embargo hablaba de ellos con tono dócil y amable. Y esto a pesar de que uno de los tres era nada menos que Albani, quien se contaba entre sus más acérrimos enemigos, cómplice de Von Lamberg, como habíamos descubierto la noche anterior gracias a las informaciones de Ugonio. La cosa era francamente extraña; ¿qué me ocultaba el abate Melani?
Al seguir la lectura advertí que el tema cambiaba bruscamente:
Pero dejemos esta palabrería fútil. Sabéis con cuánta facilidad me dejo arrastrar a las vanidades del mundo y de la política cuando me habla (o me escribe) la más dulce, noble y encantadora de las princesas. Aun cuando tuvieseis que entretenerme con la más trillada de las estratagemas, conseguiríais sin esfuerzo cautivarme, por cuanto todo lo que sale de vuestra boca, como de vuestra pluma, es sublimidad, maravilla y cosa digna de amor.
Pero ha llegado el momento de pasar a los asuntos serios. Clementísima y queridísima madame, ¿cuánto tiempo más vais a renunciar a los placeres de la villa Spada? Sólo faltan dos días para la conclusión de los festejos y aún no he tenido la gracia de postrarme a vuestros pies. Tampoco me decís si os habéis repuesto ni cuándo llegaréis. ¿Es que queréis que muera?
Si conservas la piedad y la virtud
contigo nacidas,
alma cruel mas hermosa,
apiádate de mí y dame ahora
un solo suspiro tuyo.
¿Qué dios envidioso os hace dar la espalda a Lidio y desdeñar sus ruegos? Vos lo sabéis: estoy aquí solamente porque prometisteis a Lidio que vendríais.
He aquí la verdad. ¿Cómo había podido albergar dudas? Melani la amaba, y su amor se confundía con el del rey, de quien no era más que su antiguo mensajero. Cada vez que tocaba el tema erótico, Atto revelaba que todo lo demás no era sino mero pretexto para explayarse, aunque sólo fuera sobre el papel, con el objeto de sus sentimientos.
No había más misterio que el viejo amor de tres augustos ancianos. El abate, bien es verdad, había mantenido la mayor reserva conmigo en lo referente a la sucesión de España haciéndome creer que los tres cardenales se reunían por el cónclave. Sin embargo, no era menos cierto que había preferido que yo no supiese nada del asunto debido a su gravedad. Me acordaba bien, desde la época en que nos conocimos en la Posada del Donzello, de su propensión a hacer revelaciones sorprendentes acerca de sucesos lejanos en el tiempo, mientras me ocultaba cuidadosamente la verdad sobre sus maniobras y planes del momento. Por último, ¿qué podía yo esperar de un espía tan versado como él? Tenía que rendirme: el abate Melani siempre me ocultaría algo, aunque sólo fuese por su natural desconfiado y retorcido.
Así pues, con mirada nueva reflexioné sobre la carta de Melani que acababa de leer y ya no me pareció tan sospechosa. ¿El tono obsequioso con que Atto hablaba de Albani, por poner un ejemplo, no podía ser producto del miedo a que alguien leyera la misiva y se descubriese que estaba espiando a los tres cardenales en nombre del Rey Cristianísimo?
Tenía que marcharme de allí. Dejé la última misiva donde la había encontrado, en la peluca del abate. Sin embargo, los versos de amor, por su naturaleza rebelde a la humana voluntad, siguieron conmigo perpetuando la inmóvil danza de las rimas en el trecho que me separaba de mi cama. Allí saqué por última vez el librito de El pastor Fido, del caballero Guarini, y busqué aquellas rimas. Las encontré en los labios de Silvio y Dorinda, y la confirmación de la verdad, por una vez mejor que mis temores, me hizo sonreír. Atto, Atto alma cruel mas hermosa, me repetí, en la meditación confusa que precede al sueño, en el misterio de las horas nocturnas, cuando el alma se alimenta de sombras e imágenes vanas y le complace descubrirse inmortal.