Otoño de 1700

Había pasado casi un mes y medio desde que Atto Melani y su secretario me habían abandonado. Tras su marcha siguieron días ininterrumpidos de odio, ira e impotencia. Todas mis noches, todos mis suspiros estaban pautados por el reloj candente de la humillación, el honor herido y la frustración. No debía de ser casual que hubiese tenido la horrible fiebre terciana, que no sufría desde hacía años. La llegada a la villa Spada, hacía aproximadamente un mes, de un notario que buscaba a Atto apenas me había consolado; dijo que el abate le había encargado redactar una escritura de donación, pero que luego no se había presentado a la cita para firmarla. Ahora tenía la confirmación: Melani no había decidido con premeditación faltar a su palabra, sino que, in extremis, había sido más fuerte el instinto de fuga.

Cloridia me compadecía. No obstante la cólera y la afrenta que sentía como madre por lo que había hecho el abate, muy pronto supo tomarse el asunto con humor. Decía que Atto sencillamente había desempeñado su oficio de espía y traidor.

Naturalmente, no había empezado las memorias por las que el abate me había pagado. A él no le interesaban lo más mínimo. Había decidido, por eso mismo, que el dinero que me había dado sería parte de la dote que no había entregado a mis hijas. Sin embargo, el 27 de septiembre de 1700, cogí la pluma debido a un suceso cuya gravedad sobrepasaba con creces mis egoístas sufrimientos y llevé un diario, que reproduzco a continuación.

27 de septiembre

Ha llegado el triste día: Inocencio XII nos ha dejado.

En la última noche de agosto había sufrido una recaída alarmante, tanto es así que el consistorio previsto para el día siguiente hubo de aplazarse. El 4 de septiembre (como supe por las hojas volantes que el gentilhombre de la casa leyó a los criados), experimentó una mejoría, lo que reavivó las esperanzas de su recuperación. Sin embargo, al cabo de tres días empeoró nuevamente, y de forma muy grave. Con todo, era de naturaleza tan fuerte que la enfermedad se prolongó aún más. En la noche del 22 al 23 pidió que le administraran la eucaristía; el 28 ordenó que lo llevaran a la habitación en que había expirado el papa Inocencio XI, a quien veneraba mucho.

El médico Luca Corsi, no menos diestro que su ilustre predecesor, Malpighi, hizo todo cuanto pudo, pero la ayuda humana ya era inútil. La del espíritu se la proporcionó un fraile capuchino, con el que el Papa se confesó.

«Ingredimur via universae carnis». «Seguimos el destino de todos los mortales», dijo, conmoviendo hasta las lágrimas a todos cuantos lo asistían en sus últimos tormentos.

Anoche su sufrimiento se agravó sobremanera a causa de intensos dolores en un costado. Lograron reconfortarlo con unos sorbos de caldo, pero hacia las cuatro de la madrugada entregó su alma al Creador.

Sus restos se trasladarán del Quirinal a San Pedro, en un sencillo sarcófago elegido por él mismo. Deja tras de sí una fama ejemplar de padre de los pobres, de administrador desinteresado de los bienes de la Iglesia, de sacerdote pío y justo.

Ahora se inician realmente los juegos para la elección del próximo Papa. Ya pueden hacerse en voz alta los pronósticos por tal o cual cardenal sin ofender al honor del Santo Padre ni a su pobre cuerpo enfermo.

El abate Melani habría entrado en este momento en acción: habría movilizado a sus conocidos, trabado amistad con los conclavistas, sonsacado indiscreciones, propuesto estrategias, propalado noticias falsas para desequilibrar al frente adverso.

Pero nada de eso va a ocurrir. No tendré a mi lado a ningún hábil intérprete de las maniobras políticas, a ningún mago de las alquimias vaticanas. Veré el cónclave desde fuera, con los ojos atónitos y el alma en vilo como el resto de la plebe.

8 de octubre

Los cardenales se reúnen mañana en cónclave. Las facciones libran una lucha sin cuartel, toda Roma vive en una situación de permanente zozobra. La ciudad está llena de gacetas y hojas volantes con la composición de los partidos que se enfrentarán. Por todas partes llueven sátiras, comedias y sonetos; Pasquino[11] está desatado.

Sin temor de Dios, circulan comedias que se mofan de todo el Sagrado Colegio, pero todavía con mayor saña del cardenal Ottoboni y sus inclinaciones particulares: en La Babilonia le asignan el papel de la doncella Nina; en La posada es Petrina; en la Babilonia creciente, madame Fulvia; en la Babilonia transformada, en fin, una tal Angeletta, veneciana. Todo el mundo ríe a mandíbula batiente.

El otro día cayó en mi mano un soneto en el que el pobre papa Inocencio Duodécimo se convierte en Inocencio Duodeno; por pudor, no lo transcribo.

Además de las groserías, circulan también informaciones serias. Los cardenales imperiales y españoles, al menos sobre el papel, son nueve. Otros tantos son los franceses. El partido de los Cardenales Celosos es el más nutrido: cuenta con diecinueve cabezas. A algunos (Moriggia, Carlo Barberini, Colloredo) los he visto muy de cerca en la villa Spada. El grupo de los Viriles lo conforman diez (entre ellos figura el camarlengo Spinola di San Cesareo), lo mismo que el de los Errantes. Los Ottobonianos y los Altieristas (llamados así por el nombre de los Papas que los invistieron cardenales) son doce. Entre ellos, amén de mi amo, el cardenal Spada, se cuentan Albani, Marescotti y, por supuesto, Ottoboni. Luego están las menudencias, como se dice en Roma: los de Odescalchi, los de Pignatelli, los de Barberini…

Sin embargo, según las gacetas, las divisiones entre los cardenales, lejos de limitarse a los partidos, son infinitas. Hay quien vislumbra rivalidades y alianzas por edades, talentos, aspiraciones, caprichos y hasta por sabores o gustos: están los purpurados agrios, es decir, de humor difícil (Panciatici, Buonvisi, Acciaioli, Marescotti); los dulces y sencillos (Moriggia, Radolovich, Barberini, Spinola di Santa Cecilia); los de sabor intermedio (Carpegna, Noris, Durazzo, Dal Verme), y por último, los acerbos, porque tienen menos de setenta años y son demasiado jóvenes para ser elegidos (Spada, Albani, Orsini, Spinola di San Cesareo, Mellini y Rubini).

Negroni tiene setenta y un años, pero ya ha anunciado que no quiere ser elegido; votará por quien se lo merezca, así lo ha jurado, y en contra de los indignos. Estos últimos —todos están convencidos— son la mayoría aplastante.

El camino de las almas probas, empero, no va a ser fácil: no se perdona nada a nadie, ni a quien cumple todos los requisitos. Carlo Barberini, por ejemplo, que tiene la edad apropiada, debe pagar el odio de los romanos contra sus parientes (que perdura desde hace ochenta años), la hostilidad de Spinola di San Cesareo y, massime, su propia estupidez. Acciaioli tiene en contra a Toscana y a Francia. Marescotti sólo es odiado por Francia en el extranjero, pero en Roma se ha granjeado la antipatía de los Bichi (a quienes, por otra parte, él corresponde con inmenso placer). Durazzo es envidiado por su parentesco con la reina de España. Moriggia tiene una relación demasiado estrecha con Toscana, y Radolovich con España. Carpegna es malquisto casi por todas las coronas de Europa, a Colloredo lo detestan los franceses y lo desprecia Ottoboni. Costaguti es notoriamente un incapaz. Noris no gusta a nadie porque es fraile. Panciatici sencillamente no gusta a nadie.

Muchos cardenales extranjeros no vendrán (como el austriaco Kollonitz, los franceses Sousa y Bonsi, el español Portocarrero), pues en sus países han de ocuparse de asuntos muy apremiantes. Pero la lucha será durísima, hasta el punto de que las eminencias podrían optar por encontrar una solución rápida para evitar el derramamiento de sangre. Algunos dicen que tal vez haya fumata bianca dentro de dos semanas, o quizá antes.

18 de noviembre