Novena Jornada
15 DE JULIO DE 1700
Como una señal del destino, el rayo cayó de lleno Sobre el librito de Atto, que refractó su flujo luminoso en cien mil riachuelos blanquecinos.
Indiferente a aquel curioso hecho, Sfasciamonti apuntó la pistola hacia abajo.
—¡Quietos o disparo! ¡Soy un esbirro del gobernador! —exclamó.
Luego (eso me pareció) tropezó con el escabel, que cayó en el hueco de la esfera con gran y universal estruendo. Puede que también cayera el esbirro. Y puede que, en su intento por no caer, me arrastrase consigo.
El tiempo se esfumó. La luz se convirtió en tinieblas, el mundo y la esfera dieron juntos una revolución desquiciada, y me hallé en un subitáneo más allá.
Mientras me llevaban, saco de miembros vacíos y dormidos, mis ojos trataban de captar un último jirón de aquellas agujas sagradas, de aquel nido de águilas consagrado al Señor.
Estaba boca abajo. No obstante, merced a una de esas extrañas facultades de la conciencia que permiten leer perfectamente de derecha a izquierda, o hacer anagramas de forma improvisada se me apareció antes de perder el conocimiento y lo reconocí.
Altivo y enigmático, anclado en las alturas del Janículo, el Navío nos observaba.
—Detrás de toda muerte extraña o inexplicable hay una conspiración del Estado, esto es, de sus fuerzas secretas —sentencio el abate Melani.
Me dolía la cabeza. También me dolía el cuello. En verdad, me dolía todo.
—También los casos de personas desaparecidas, raptadas o víctimas de accidentes increíbles, que luego reaparecen milagrosamente de la nada y sanas como manzanas, constituyen claros indicios de tramas subversivas. Para librarse de la muerte es imprescindible la ayuda de quienes la practican con asiduidad.
La voz de Atto flotaba en un vacío desnudo y cristalino. Yo seguía con los ojos cerrados, y abrirlos no me parecía urgente.
Rememoré algo: la sensación de mi cuerpo pesadamente colocado y transportado en una carretilla; el frío del amanecer; la entrada en un lugar templado y familiar.
Al cabo de unas horas (¿o fueron minutos?) el chirrido de la puerta al abrirse y cerrarse y el ruido de pasos en el pasillo acabaron por despertarme. Mis párpados decidieron que ya era hora de levantarse.
Estaba tendido en la cama del abate Melani, en la villa Spada, completamente vestido. Atto estaba sentado en un sillón, a mi lado, con la mirada perdida, sumido en Dios sabía qué reflexiones. No se había dado cuenta de que me había despertado. Minutos después, apartó la vista del punto imaginario donde la había fijado y la posó en mí.
—Bienvenido entre los vivos —dijo con una sonrisa entre satisfecha e irónica—. Tu esposa estaba muy preocupada, se ha pasado toda la noche en vela. Ya le he hecho saber que has vuelto sano y salvo.
—¿Dónde está Sfasciamonti? —pregunté angustiado.
—Duerme.
—¿Y Buvat?
—En su cuartito. Él también ronca.
—No lo entiendo —dije incorporándome—. ¿Por qué no nos han arrestado?
—Por lo que me ha contado nuestro amigo el esbirro, habéis tenido mucha suerte. Sfasciamonti se precipitó, arrastrándote consigo, y cayó sobre el sampietrino que estaba a punto de daros alcance en la esfera. Después lo desarmó y lo dejó fuera de combate a base de patadas y puñetazos. Por último, te cargó a hombros y así desanduvo el camino, sin demasiado esfuerzo, dada su corpulencia. Cuando llegó abajo, nadie lo vio. Era el alba y por las inmediaciones no había un alma. Lo más probable es que todos los guardias de servicio estuviesen siguiendo los pasos de Buvat.
—¿De Buvat?
—Pues sí. Echó a correr en cuanto empezaron a perseguiros, en la terraza.
—¿Cómo? —exclamé pasmado—. Yo creía que había subido con nosotros hasta…
—A su pesar, estuvo genial. En vez de seguirte mientras huías por la escalera que conduce hacia la cúpula, dio marcha atrás y bajó por la que habíais salido. Uno de los dos sampietrini que os habían dado el alto, uno pequeñito (oh, pardon), fue en pos de él —explicó el abate excusándose por la mención de la estatura—. Sin embargo, Buvat tiene piernas largas y le hizo morder el polvo. Salió de San Pedro a la velocidad del rayo, sin que nadie le viese siquiera la cara. Despistó a todos los guardias. Eso sí, como era previsible, después se perdió en el camino de San Pedro hacia aquí y llegó poco antes que vosotros.
Yo estaba consternado. Había creído contar con dos aliados en la peligrosa subida a la esfera de San Pedro. En cambio, uno había vergonzosamente desertado y el otro había caído sobre mí en el momento crucial.
—Sé que te has portado muy bien. Lo habías conseguido.
—Vuestro manuscrito, el tratado sobre los secretos del cónclave —exclamé—. ¿Os lo ha dado Sfasciamonti?
Atto esbozó una expresión de dulce desconsuelo.
—No ha sido posible. Mientras te transportaba, el volumen se cayó de tus pantalones. Si he entendido bien, acabó en la terraza, en un rincón tan alejado que comportaba excesivo riesgo ir por él. Tenía que elegir entre la salvación y mi tratado. No podía hacer otra cosa, supongo.
—No lo entiendo… Todo había salido bien, y luego… Es absurdo —comenté aturdido—. Además, ¿por qué me ha traído aquí en lugar de llevarme a mi casa?
—Por un motivo muy simple: no sabe dónde vives.
Todavía un poco atontado, para recuperar del todo las fuerzas tuve que esperar a que la cortina del estupor y el desengaño bajase hasta el fondo de mi alma. Los peligros que habíamos corrido, el esfuerzo, el miedo… todo había sido en vano. Habíamos perdido el librito de Atto. Entonces me vino un vago recuerdo.
—Don Atto, mientras dormía os he oído hablar.
—Puede que estuviera meditando en voz alta.
—Decíais algo sobre las muertes inexplicables, las conspiraciones de Estado… o algo así.
—¿En serio? No me acuerdo. Pero ahora, chico, descansa un poco más si lo deseas —dijo, y se levantó para dirigirse hacia la puerta.
—¿Vais a la ciudad para visitar la villa Spada con los otros invitados?
—No.
—¿De verdad que no iréis? —pregunté imaginando que temía toparse con Albani. En efecto, a esa hora ya debía de haber encontrado su libro algún sampietrino a las órdenes del Zabaglia, que lo entregaría a los cerretanos, quienes se lo darían al gran legator, es decir, Von Lamberg, y éste al secretario de los Breves.
—No es el momento —respondió Atto—. Con gusto admiraría las maravillas del palacio Spada a la luz del día, pero otras cosas nos apremian mucho más.
El cielo empezaba a nublarse. Una ráfaga de viento caliente azotó nuestros rostros cuando desde la escalera de caracol entramos en la terraza del Navío.
Los preparativos para la expedición habían sido largos. Al final optamos por llevar lo esencial: la pistola del abate, un puñal largo, que escondí dentro de mis pantalones, y una de las redes que se habían utilizado en la cacería jocosa celebrada dos días antes. Así podríamos mantener a la criatura a distancia, herirla en un posible (y horrible) cuerpo a cuerpo o actuar como hábiles reciarios envolviéndola en una maraña de robustos hilos.
Nos apostamos ante la puerta del pabellón, con las piernas casi paralizadas por la tensión.
Nos cruzamos una mirada de ánimo. Atto se acercó al pabellón, asió la manija de la pequeña puerta y empujó. Dentro todo era penumbra y silencio.
Esperamos casi un minuto, sin movernos ni decir nada.
—Voy a entrar —dijo al fin Melani, que empuñó la pistola y se cercioró de que estaba lista para disparar.
Le respondí blandiendo el puñal y, tras desplegar ligeramente la red sobre mi hombro izquierdo, me preparé para arrojarla cuando se terciase.
Atto entró.
Franqueó el umbral y al punto se colocó de espaldas contra la jamba de la izquierda, con el propósito de reducir el número de flancos desde los que podían atacarlo. Con un brazo me hizo una seña para que avanzase. Obedecí.
Así me encontré de nuevo en la guarida del monstruo, arrimado al busto acezante de Atto, que, no obstante su edad avanzada, sus movimientos ya no felinos y su vista sin duda cansada, conservaba un valor leonino y se comportaba (y sentía), como el primero de los mosqueteros del Rey Cristianísimo.
La luz, que los cristales opacos atenuaban, era aún más débil que la vez anterior debido a las nubes. Como recordaba, en el centro del pabellón había dos columnitas.
Si estaba allí, debía de estar bien escondido.
Di un respingo al sentir una punzada. Para llamar mi atención Atto me había clavado un codo en el costado.
Entonces lo vi.
Algo se había movido en el rincón opuesto del pabellón, detrás de las dos columnitas y cerca de la ventana de la derecha. Un brazo, atrozmente deforme, cubierto de una especie de piel escamosa y serpentina, pegado a la pared, había reaccionado a la patada que Atto había dado al suelo. La bestia estaba allí.
Las dos columnitas no me dejaban ver bien; teníamos que acercarnos para averiguar qué parte del monstruo se había movido y, sobre todo, cómo diablos conseguía estar tan pegado a la pared.
—Quieto. No hagas nada —me indicó el abate Melani con un susurro casi inaudible.
Todo permaneció inmóvil durante un par de minutos. El brazo del Tetráchion y su mano monstruosa volvían a estar quietos. La puerta estaba abierta. Tanto el abate y yo como el ser habríamos podido abandonar el lugar y huir, mas, ya fuera por valentía o por miedo, ni él ni nosotros optamos por esa salida. El aire del pabellón, saturado por las filtraciones de agua del techo y por las capas de salitre incrustadas en buena parte del pequeño espacio, estaba aún más cargado por nuestra respiración, el silencio marmóreo que lo impregnaba todo, el miedo sólido y carnoso.
Mientras ocurría todo eso (en realidad nada, salvo la tempestad de nuestros corazones), yo combatía otra batalla: un reto contra mí mismo. Hacía todo cuanto podía pero, pese a la gravedad del momento, sabía que tarde o temprano terminaría cediendo. Me resistía con todas mis fuerzas, pero ya no aguantaba más. Al final capitulé. Tenía que rascarme la nariz para evitar lo peor (un estornudo). Y lo hice.
Jamás habrá expresión de idioma humano capaz de explicar el sentimiento de estupor desesperado que experimenté al ver que el monstruo me imitaba con perfecta sincronía levantando la mano hacia su horrible cara, oculta detrás de las columnitas. Una duda feroz me asaltó.
—¿Habéis visto? —murmuré a Atto.
—Se ha movido —respondió alarmado.
Quise hacer una prueba. Estiré la mano y empecé a hacer figuras con los dedos. Luego moví rítmicamente una pierna de un lado a otro. Por último, bajo la mirada estupefacta de Atto, me aparté de donde estaba y me dirigí hacia las dos columnitas para echar una mirada, libre de obstáculos tanto materiales como del alma, al misterio que tan cruelmente nos había tenido aherrojados.
—¡Qué locura! Chico, te prohíbo que cuentes esta historia a nadie —dijo Atto con la vista clavada en el espejo—. Al menos hasta que aclaremos todo lo que permanece oscuro —se corrigió prudentemente para ocultar el motivo (la vergüenza) de su orden tajante.
Volvió a tocar la superficie ondulada del espejo deformante y contempló con admiración cómo se hinchaban, hundían, curvaban o enderezaban sus dedos, sus nudillos, su palma o su muñeca.
—Había visto algo parecido en Fráncfort hace mucho tiempo, una vez que el cardenal Mazzarino me invitó para una negociación secreta. Pero no tenía un efecto tan… tremendo como éste.
Todo apuntaba a que no habíamos visto al Tetráchion. El agudo Benedetti, genial creador del Navío, para mayor diversión de sus huéspedes había puesto en las paredes del pabellón espejos deformantes, que, gracias además al ambiente oscuro y lóbrego del pequeño espacio y al hecho de que se reflejaban entre sí, convertían la imagen del visitante en la de un ser monstruoso.
Mientras me rascaba la nariz, había notado que el supuesto Tetráchion imitaba mi gesto con insólita presteza. Asimismo, el monstruo había remedado con increíble exactitud todos mis otros movimientos; sólo podía ser, pues, mi imagen reflejada en una superficie deformante.
La primera vez que entramos en el pabellón, la imagen que teníamos del plato de Capitor, la voz de Albicastro, que llegaba hasta allí desde algún lugar ignoto, y los relatos del propio Atto sobre Capitor nos habían llevado a identificar al Tetráchion en la figura absurda y contrahecha de un ser con cuatro piernas y dos cabezas (en realidad, éramos Atto y yo, el uno pegado al otro). En cambio, estábamos rodeados de espejos curvos. Oí a Atto repetir:
El espejo de los locos
a esto denomino,
donde, a fe mía, cada loco se ve
e identifica rostros
idénticos al suyo.
—Son los versos que recitó la voz de Albicastro —dije.
—Exacto. Él sabía que aquí hay espejos deformantes y nos tomó el pelo —explicó Melani, y siguió recitando:
Quien bien se mira pronto aprende
—y su mente al punto colige—
que no ha de tenerse por lo que no es
ni por sabio tomarse.
—Pero ¿de dónde procedía su voz? —pregunté con recelo.
En lugar de responder, Atto comenzó a palpar las paredes en los puntos en que no había espejos.
—¿Qué buscáis?
—Tendría que estar aquí… o un poco más allá… ¡Ya lo he encontrado!
Con el rostro más animado por la sagacidad recobrada, me enseñó un tubo de latón que bajaba por la pared y terminaba curvándose hacia nosotros en una especie de trompeta.
—Vaya idiotas, ¿cómo no se nos ha ocurrido antes? —exclamó dándose una palmada en la frente—. La voz de Albicastro que oímos la otra vez y que parecía la de un fantasma venía de aquí, del viejo tubo que se utiliza para dar órdenes a la servidumbre que se encuentra en los otros pisos y que ya te había mostrado en la planta baja. Ese loco holandés seguramente estaba en las plantas inferiores, cerca de una de las boquillas del tubo. No bien supo que habíamos entrado en este sitio lleno de espejos deformantes, empezó a canturrear los versos del maldito Sebastián Brant y de su Nave de los necios, helándonos la sangre en las venas —explicó Atto, que reveló así el miedo que había experimentado y que hábilmente había disimulado.
Las conclusiones de Atto eran incontrovertibles. El «espejo de los locos» que había citado el extraño Albicastro se compadecía muy bien con el juego perverso mediante el cual el Tetráchion, que la loca Capitor había invocado, revivía en los espejos del Navío. Además, ¿acaso la cancioncilla del holandés no advertía que no hay que estimar siempre fidedigno lo que aparece en un espejo? En ese preciso instante, Atto recitó:
El puré de los locos nunca olvidé,
pues me gustaba el espejo:
el Orejas de Burro es mi hermano.
—¿Entiendes ahora estos versos? —me preguntó—. Albicastro nos ha tomado el pelo, y con gran placer. Quiero encontrarme con ese holandés insolente cara a cara y obligarlo a que nos presente sus excusas —añadió con tono guerrero, y con una señal me indicó que lo siguiera a las plantas de abajo.
Armados hasta los dientes, habíamos sido derrotados por un espejo y por nuestra imaginación. Ahora el abate Melani quería descargar su rabia y su humillación contra el único ocupante del Navío. Por lo menos, el único ocupante de carne y hueso.
Naturalmente, no lo encontramos. Albicastro pertenecía a esa rara especie de personas que aparecen por sorpresa («para calentarle a uno los cascos», agregó Atto), sin que uno las busque.
El abate se empeñó en hurgar en los cuartos de baño, en los tabucos y en los desvanes, pero muy pronto comprobamos que en todo el Navío no había rastro del holandés.
—Nos asusta lo que no entendemos —dije recordando al abate su propio aserto de la antevíspera, después de que yo tomara un perrito por un coloso en la galería de perspectivas falsas de Borromini.
—Calla y regresemos a la villa Spada —gruñó con el rostro sombrío.
Recorrimos el corto trayecto sin cruzarnos palabra. Yo reflexionaba. Habíamos elucidado todos los misterios con que habíamos topado y por cuya causa el abate Melani o yo (o los dos) nos habíamos estremecido: el holandés volante caminaba en realidad por una cornisa oculta a nuestra vista; las flores de los míticos jardines de Adonis eran vulgares plantas como el ajo o la que quita los callos; la galería del Navío, que parecía extenderse hasta la colina del Vaticano, no era sino un hábil juego de espejos; las llamas infernales y los rostros de almas de difuntos que habíamos visto en la guarida de Ugonio, en las termas de Agripina, y que me habían convencido de que estaba muerto, sólo eran producto de exhalaciones de alcanfor; el coloso descomunal que yo había temido que me devorara no era sino un perrito, cuyas dimensiones me habían parecido gigantescas a causa de la falsa perspectiva de la galería de Borromini; por último, acabábamos de tomar por el monstruo Tetráchion nuestras propias imágenes reflejadas en espejos deformantes. Sólo había algo a lo que aún no habíamos encontrado explicación: las apariciones de Maria, Luis y Fouquet en los jardines del Navío. El abate había postulado la teoría de los corpúsculos y hablado de exhalaciones alucinógenas, pero nada más; al revés que en todos los otros casos, en éste distábamos de haber dado con una solución concreta.
Mientras así reflexionaba, el abate Melani permanecía en silencio. Tal vez se estaba planteando las mismas preguntas, me dije mirándolo de reojo.
Interrumpí bruscamente mis meditaciones al ver que el abate Melani se había puesto pálido, más blanco que al albayalde que cubría su rostro. Habíamos llegado a la verja de la villa Spada y Atto miraba algo en la lejanía.
Entre los perfumados arriates del paseo de entrada bullían lacayos, porteadores y secretarios, baúles listos para ser subidos a los carruajes, cestos de viaje con viandas, además de cardenales y caballeros que se despedían con amabilidad del dueño de casa y de los otros invitados y se citaban para una ceremonia de graduación en la Universidad de la Sapienza, en un consistorio o en una misa de sufragio.
Me preguntaba qué podía haber alterado el humor del abate Melani, cuando vi que uno de los esbirros de Sfasciamonti señalaba nuestra presencia a un desconocido. Tuve un tremendo sobresalto. Ya me veía denunciado por el párroco de San Pedro por haber entrado sin permiso en la basílica, identificado por los hombres del alguacil, juzgado y encerrado en chirona durante veinte años. Miré alrededor, aterrorizado. No intenté siquiera huir; en la villa Spada todo el mundo sabía dónde vivía. El desconocido tenía la cara crispada, cansada, trémula. Enseguida se acercó a nosotros.
—Un mensaje urgente para el abate Melani.
—Lo tenéis delante, hablad —dije con alivio, dado que Atto callaba; tenía la mirada fija y el rostro contraído, como si conociese (o temiese) el mensaje que el hombre estaba a punto de transmitirle.
—La condestablesa, madame la condestablesa Colonna. Su carruaje está a muy pocas calles de aquí. Os ruega que no os alejéis. Os encontraréis dentro de una hora.
Con las piernas paralizadas, esperé una reacción de Atto, una libre manifestación del alma, una genuina expresión del corazón, pero el viejo abate no abrió la boca. Tampoco apretó el paso; es más, me pareció que su caminar se volvía más lento e inseguro.
Llegamos a sus aposentos sin pronunciar palabra. Se quitó la peluca, se acarició lentamente la frente y se sentó, de repente muy cansado, frente al tocador.
Empezó a silbar un aria desconocida. Una tonada incierta y desafinada que se le quebraba en la garganta, mientras miraba con tristeza su cabeza desnuda, canosa y casi calva reflejada en el espejo.
—Es un motivo del Ballet des plaisirs, del maestro Lully —dijo sin dejar de explorarse el rostro. Luego se levantó y se puso la bata.
Yo estaba atónito. ¿El mensajero acababa de anunciarnos la inminente llegada de la condestablesa y Atto no se preparaba? ¿Acaso ya no creía que fuese a venir? Motivos no le faltaban; demasiadas veces la había esperado en vano. Sin embargo, ahora no parecía que hubiera que albergar dudas: Maria estaba casi en las puertas de la villa Spada, ya no había ningún impedimento. Lo raro, eso sí, era que se presentase en ese momento, cuando la fiesta había terminado. Tal vez venía a presentar sus tardíos respetos, y sus excusas, al cardenal Spada.
—Hace unos meses, todos en la corte se asombraron cuando de improviso oyeron cantar a Su Majestad esta aria. Un aria que Maria y él habían cantado juntos durante una estación entera en sus paseos de amor de hace cuarenta años. Todos se maravillaron, menos yo.
Entendí. De hecho sabía perfectamente para qué venía Maria Mancini: obedecía el deseo del Rey Cristianísimo, como ella misma había escrito a Atto, y se disponía a escuchar por boca del abate las súplicas regias y la propuesta de que regresara a Francia. Para que lo escuchara, para conmoverla y persuadirla, Atto tenía que recurrir a su memoria: debía acordarse de las miradas, los momentos, las palabras del rey que Maria no había podido conocer y esforzarse para que todo aquello reviviera ante sus ojos y su corazón.
—Después del asunto de los venenos, cuando creía que el mundo se le caía encima, Su Majestad hizo requerir mis servicios a sus ministros con creciente frecuencia —contó Melani—. En aquellas misivas, en apariencia formales, el rey terminaba de un modo u otro nombrando a madame la condestablesa Colonna, preguntando: ¿cómo se encuentra?, ¿qué hace?, y así sucesivamente.
Maria, continuó con tono amargo, se había refugiado hacía tiempo en España, perseguida por su marido, el condestable Colonna, al que había abandonado huyendo de Roma. La pobre no hacía más que entrar y salir de conventos y prisiones.
—Lo cierto es que durante todos esos años nunca dejó de hacer llegar sus noticias al Rey Cristianísimo.
Contuve la respiración. Por fin Melani empezaba a confesar que era el intermediario entre el rey y la condestablesa. Quizá no tardaría en decirme toda la verdad, que yo ya conocía secretamente.
—Hasta que un día —siguió Atto—, después de que el rey, vencido y desengañado, tuviera que enterrar el asunto de los venenos, vi de nuevo en su rostro, y aún más intenso, el viejo y secreto estremecimiento que se apoderaba de él cuando oía el nombre Colonna.
Colonna… Este apellido, reveló el abate, soliviantaba a Luis XIV más que el simple nombre de María, que había sido suyo. Cada vez que oía «Colonna», en sus carnes regias se grababa con fuego el abismo que los separaba para siempre, porque Maria pertenecía a otro hombre, al gran condestable Lorenzo Onofrio Colonna, con quien había tenido tres hijos.
—El castigo más cruel era saber que Maria nunca lo había olvidado, que por él había huido del yugo del marido, al que sin embargo había estado unida por una fuerte pasión de los sentidos, como yo no había dejado de informar al rey —concluyó Atto con el sinsabor de quienes se ven forzados a vivir esos amores como espectadores, con la nariz aplastada contra la reja que separa a los de su desdichada especie de los hombres y las mujeres.
—Don Atto, no me habéis contado nada del príncipe Colonna, el único marido de Maria.
—Hay poco que contar —zanjó el abate, molesto.
También Atto, pensé con una risita, detestaba hablar del hombre que había fecundado y hecho estremecer, si no el corazón, al menos las bellas carnes de su Maria. Sea como fuere, yo estaba al corriente de la fama decenal del borrascoso y fallido matrimonio del condestable Colonna y su indómita esposa.
—¿No temíais provocar la cólera del rey al comunicarle noticias que podían herirlo?
—Ya te he contado con pelos y señales cómo vivió Luis en los veinte años que siguieron a su boda con María Teresa. Su pecho estaba sumido en un sueño profundo y turbio. Yo no hacía más que lanzar ágiles pedrezuelas de luz, brillantes trozos de cristal que, hendiendo aquel sopor con el estilete de los celos, fulminaban por un breve instante el corazón y las venas del rey con el deslumbrante recuerdo de Maria, más cegador que todos los brocados y las joyas con que cubría a sus amantes, que todas las máquinas de maravilla que llenaban sus fiestas, sus comedias y sus ballets, que todas las orquestas con que se trastornaba. Sueños, momentos, pronto desbaratados por la magnífica algazara de la corte, demasiado breves para que él tuviese tiempo de reparar en ellos realmente; sin embargo, permanecían allí, acurrucados en un rincón de su alma, susurrándole, quizá en alguna noche de duermevela, que ella existía.
Me conmovió la fidelidad con que el abate Melani había sabido suplir humildemente su amor imposible por Maria Mancini. Durante veinte años, solo y en secreto, se había cuidado de que no se rompiese el delgado hilo de plata que aún unía a esos dos corazones desventurados, sin que éstos siquiera se enterasen.
Se me ocurrió pensar que el abate iba a revelarme en ese momento su presente oficio de mensajero entre el rey y Maria, pero, abrumado por los recuerdos, se había quedado en silencio.
Luego sacó de su bolsillo una cajita de oro y plata ricamente historiada que tenía forma de concha. La abrió y extrajo unas pastillas de cidra, que echó en la jarra de agua para hacer una bebida refrescante. Cuando se hubieron disuelto, bebió una buena cantidad.
—Esta cidra es francamente deliciosa —comentó con un suspiro enjugándose los labios—. El marqués Salviati me la regala con regularidad. Bonita mi concha, ¿verdad? —añadió refiriéndose al estuche de las pastillas, que yo, en efecto, estaba admirando—. Viene de las Indias, y es hermosa y galante en grado sumo, ¿no te parece? Es un obsequio de Maria… me la mandó hace unos años. —La voz del abate se había alterado por la emoción.
Llamaron a la puerta. Un lacayo preguntó a Atto si deseaba algo.
—Sí, gracias —respondió él tras aclararse la voz—. Tráeme algo de comer. ¿Y tú, chico?
Acepté de buen grado. Hacía mucho que había pasado la hora del almuerzo y mi estómago gruñía del hambre.
—Imagínate lo distinta que habría sido Francia, y toda Europa —comentó Atto—, si al lado de Luis hubiese reinado feliz Maria Mancini. Las invasiones de Flandes y de los principados alemanes, la feroz destrucción del Palatinado, el hambre y la pobreza dentro de las fronteras francesas para financiar todas esas guerras, y a saber cuántas cosas más, no las habríamos conocido.
—Sin embargo, si las cosas hubiesen ocurrido como vos desearíais, Francia no podría reclamar nada en la sucesión de España —no pude dejar de señalar.
El abate se sintió herido en lo más hondo.
—No es en absoluto una contradicción —repuso enfadado—. El pasado es el pasado, y no se puede cambiar su curso sino en nuestra imaginación, como nos ocurrió en el Navío. Lo único que está en nuestras manos es conseguir que los sucesos de antaño no hayan tenido lugar en balde.
—¿Qué queréis decir?
—Si la sangre de los Borbones obtiene hoy el trono de España merced a la separación de Su Majestad de Maria Mancini —exclamó pomposamente Atto, con el índice alzado—, su sufrimiento, que vivieron como una vana y ciega tortura hace cuarenta años, se sublimaría en un supremo sacrificio por la salud de la casa real de Francia y, obviamente, por la gloria de Dios Nuestro Señor, de quien siempre procede la investidura del monarca.
Me costó captar el busilis de su enrevesada explicación. Con todo, una cosa me quedó clara: era la primera vez, desde su llegada a la villa Spada, que Atto abordaba conmigo el tema de la sucesión al trono de España.
—Sólo si eso ocurre no se habrán separado en vano —añadió.
Así, prosiguió Melani, el Rey Cristianísimo había podido emprender la guerra en Flandes sólo como marido de María Teresa, dado que en dicho conflicto reclamaba a los españoles la dote de su esposa.
—En definitiva, hoy como entonces el Rey Cristianísimo está decidido a sacar el mayor provecho de la violencia que sufriera un día, incluso por la fuerza. Esos daños que padeció y luego infligió, sobre los cuales te hablé un día, ¿te acuerdas? —agregó Atto.
—Sí. Lo que me habéis referido hasta ahora me hace pensar que los blancos preferidos de su deseo de venganza son siempre las mujeres y la guerra.
—Reinas y razón de Estado, eso es precisamente lo que un día lo separó para siempre de Maria.
Por ello, continuó Atto con voz áspera, Luis XIV nunca renunciaba a hacer sufrir a las mujeres, y mejor si podía mezclar la política, como ocurrió con la princesa Palatina y con la gran delfina.
—El rey las admiraba mucho. No eran mujeres ñoñas ni frágiles como Louise de La Valliére, ni ambiciosas como Athénaïs de Montespan. Peor aún, eran espíritus independientes, que luchaban con todas sus fuerzas por sus ideales, exactamente como antes había tratado de hacer el propio Luis contra su madre y su padrino.
Luis se reconocía en aquellas dos jóvenes masculinas e idealistas, pero, como antaño había perdido la batalla, ahora no podía tolerar que ellas triunfasen. El rey es infeliz; pues que en la corte nadie se permita el lujo de ser feliz, ni siquiera sereno. El rey es bajo; pues que en la corte nadie se atreva a llevar tacones con los que lo sobrepase en altura, ni pelucas imponentes.
—¿El rey es bajo? Pero si me dijisteis que era alto, apuesto y…
—Eso no tiene nada que ver. Te dije lo que todo el mundo dice y siempre dirá, y lo que se pinta y siempre se pintará en los retratos de corte. Además, con esos tacones rojos y esas pelucas enormes, te aseguro que no puede haber en toda Europa un monarca más alto que él, pero también te aseguro que es imposible encontrar a un solo pintor con suficientes agallas para reproducir esos tacones como son en realidad. El Rey Cristianísimo, chico (y esto es una verdadera confidencia), de noche, cuando se descalza y se quita la falsa cabellera, no es mucho más alto que tú.
Nos trajeron una bandeja con dos parejas de francolines asados, con guarnición de judías verdes, alcachofas y agraz, además de vino y panecillos de sésamo. Atto comenzó por las verduras, mientras yo me apresuraba a hincar los dientes en las pechugas de los francolines.
Así, ay de aquellos a quienes el rey encontraba largo tiempo tranquilos, aunque fuese por resignación. Y la princesa Palatina (llamada así porque procedía del Palatinado) lo estaba. Joven, consciente de su fealdad, la cuñada alemana del rey era la segunda esposa de Monsieur, o sea, el hermano segundón Felipe, y había encontrado, a diferencia de la inquieta e infortunada Enriqueta de Inglaterra, que la había precedido en el lecho, un modus vivendi pacífico con su extraño marido. A éste no le gustaban las mujeres pero, como ella era bastante masculina, tampoco le repugnaba. Además, se contaba que con la milagrosa ayuda de una imagen sagrada, frotada en el momento y en el sitio debidos, él había conseguido dejarla embarazada y asegurar así a la descendencia aquel varón que su difunta primera esposa no había sido capaz de darle. Tras lo cual, de común acuerdo y con mutua satisfacción, la pareja separó las camas, para vivir sólo unidos por el amor a los hijos. Sin embargo, la serena resignación de la princesa Palatina duraría poco.
—La mala pasada que le jugaron hace poco más de diez años constituye uno de los crímenes más horrendos de la historia militar francesa —sentenció Atto sin medias tintas, ya arrastrado por el hilo de su relato—. El saqueo metódico y feroz de su tierra, el Palatinado, y de su castillo natal, perpetrado en su nombre pero sin su consentimiento. Fue una obra maestra de luciferina perfidia.
Luis, como había hecho antes con María Teresa y su supuesto derecho a recibir en dote el Flandes español, reclama el Palatinado en nombre de su cuñada y contra su voluntad. Ella le pide desesperadamente audiencia, pero él no la recibe. Entretanto Luis ordena a las tropas francesas devastarlo todo, pero en las ciudades, no en el campo, como hasta entonces había sido la costumbre militar. Así, no arrasan cabañas aisladas de campesinos, sino ciudades enteras: Mannheim y, massime, Heidelberg, donde el magnífico palacio de piedra arenisca rosa acaba hundido en las aguas del Neckar.
—Han pasado años, pero aquello fue tan inaudito que los oficiales franceses que participaron todavía se avergüenzan. Sólo gracias a la espontánea piedad del mariscal Tessé se salvó, en el último momento y bajo el resplandor de los incendios, la galería de los retratos de familia de la princesa, para entregársela e intentar aplacar la desesperación que se apoderaría de ella cuando oyese la triste relación del desastre.
El confesor de Luis trata en vano de musitarle al oído, en la sombra de la confesión, expresiones como «amor al prójimo». El rey se levanta irritado mascullando «¡Quimeras!» y encogiéndose de hombros, antes de darle bruscamente la espalda sin siquiera despedirse.
El soberano prosigue impertérrito su camino. Inflige las mismas torturas a la otra alemana de la familia: la gran delfina, su nuera.
—Ella sí tenía madera para convertirse un día en reina, la verdadera reina que falta en Francia desde hace mucho tiempo. Poseía las virtudes y las dotes necesarias para soportar el peso del gobierno. Me acuerdo de las miradas de secreta admiración que le dirigía el rey cuando ella conversaba.
Hasta que un día, inopinadamente, Luis XIV le hizo saber que ya no podría estar al corriente de los asuntos del gobierno. Poco después no tuvo el menor reparo en entrar en guerra con Baviera, la tierra natal de la gran delfina, rechazando con sutil placer todo intento de mediación de la joven. Para ella fue el golpe de gracia. El mal de melancolía minó su alma e invadió su cuerpo; se hinchó de la cintura hasta los pies y falleció entre convulsiones al cabo de pocos días.
—Fue un castigo para el reino —gimió el abate Melani—. Con la muerte de la gran delfina, Francia se quedó sin la figura de una soberana: no había reina madre ni reina reinante, y tampoco delfina. En efecto, al casarse con madame de Maintenon Luis no sólo privó al reino de toda esperanza de ver a una nueva soberana en el trono, sino que además indujo a su hijo, el gran delfín, también viudo, a contraer la misma clase de enlace con una vieja amante, una actriz —explicó Atto, mientras tomaba con desgana del plato un pequeño trozo de alcachofa.
—En suma, la reina está… abolida —dije tras dejar en la bandeja los huesos bien mondados del francolín y coger el otro.
—Sólo el viejo que tienes delante conoce el origen de esos excesos, que está en los remotos y aciagos días de hace cuarenta años. Hay que situarse en aquel amanecer en Brouage, cuando el supremo dolor del adiós a Maria chocó de pronto con el imperativo de la dureza de corazón, una máscara que el Rey Cristianísimo se impuso entonces y no ha abandonado jamás. Sólo desde hace unos años, con la proximidad de la vejez, Su majestad ya no puede celar plenamente los signos de aquel dolor antiguo y nunca calmado. El confesor de madame de Maintenon, con quien ésta se lamenta cada mañana, sabe algo al respecto.
—¿Y vos qué sabéis?
—El confesor me transmite sus quejas a mí —respondió el abate con una risa sarcástica—. Todos ven que el rey visita a madame de Maintenon tres veces al día: antes de la misa, después de la comida y a la vuelta de la caza. Lo que muy pocos saben, en cambio, es que al final del día, cuando va a dar las buenas noches a su esposa, suele sufrir misteriosas crisis de llanto: se pone triste, se ruboriza y empieza a llorar sin freno. A veces incluso se marea. Y todo ello sin que los dos se crucen ni media palabra.
—¡Madame de Maintenon debe de haber adivinado qué lo angustia tanto!
—Sin embargo, eso es precisamente lo que la atormenta. «¡No consigo que hable!», repite cuando ya no puede más. Para ella el rey es una esfinge.
Por eso, continuó el abate Melani, las enigmáticas buenas noches que el rey daba a su esposa todos los días se habían convertido para ésta en un motivo de cólera e incluso de repugnancia. En efecto, a Luis le gustaba terminar sus gimoteos sentimentales y lacrimosos con breves desahogos de una especie bastante más vulgar que, dada su edad, a ella le asqueaban. «¡Momentos penosos!», confía madame de Maintenon a su confesor. Sólo una vez satisfecho físicamente, el rey se marcha, con las mejillas aún bañadas en lágrimas, evidentemente sin pronunciar una sílaba.
—A la mañana siguiente, sin embargo, vuelve a ser el tirano de siempre. Es más, con la edad su tiranía se ha tornado más áspera, y vivir en Versalles, especialmente para las mujeres de su familia, constituye una auténtica tortura. En efecto, Su Majestad exige que en todos los viajes, aunque sólo vaya a Fontainebleau, sus hijas y nietas lo acompañen en su carruaje, como antaño llevaba consigo a la cuadrilla de sus amantes. Las trata con la misma dureza, sordo a sus quejas, ciego a su cansancio; han de acatar su voluntad en todo, para comer, para platicar, para mostrarse alegres. Los embarazos no las dispensan de esos viajes, y tanto peor si una resulta «herida». Nadie se atreve a llevar la triste cuenta de las preñeces malogradas debido a los crueles viajes en carruaje.
Me estremecí.
—¿Y qué decir —prosiguió el abate con una sonrisita— de las torturas a que ha sometido a madame de Maintenon? La ha hecho viajar en condiciones impropias incluso de una criada. Me acuerdo de una vez que fuimos a Fontainebleau y temimos que muriese por el camino. ¿Que madame de Maintenon tiene fiebre o jaqueca? Pues él la invita muy afectuosamente al teatro, donde las corrientes de aire y el destello de mil velas la quebrantan del todo. ¿Que está postrada en la cama, enferma, arropada para protegerse del frío? Pues él la visita y manda abrir de par en par todas las ventanas, aunque fuera esté helando.
—Nadie diría que desde hace cuarenta años es el más grande rey del mundo —comenté perplejo tras un breve silencio.
—El Rey Cristianísimo sigue luchando contra la vieja derrota que le infligió su madre, la reina Ana. Torturando a todas las mujeres de su familia, todavía es a ella a quien pretende vencer. Mas la del rey es una batalla perdida. Los muertos, chico, tienen esto de invencible: no permiten réplicas.
El río en crecida que había sido el relato de Atto se detuvo. Había empezado a contar para revivir (y así referir luego a Maria) el amor que Luis XIV aún sentía por ella. Sin embargo, no había tardado mucho en hablar de las fechorías cometidas por el viejo soberano. Aun así, la esencia no cambiaba; mujeres, amantes, rencores y venganzas, todo en el Rey Cristianísimo tendía hacia ella: Maria. Ese nombre contenía cuarenta años de la historia europea. Por esa mujer, vana y tardíamente invocada, le plus grand roi du monde había dominado a hierro y fuego a Europa, como una punta de frío diamante que no calienta ni el borboteo de la sangre inocente. Un corazón desgarrado se había saciado con los corazones de pueblos enteros, y también con los de sus propios parientes. Y ahora ella, la inocente causa de todo aquello, estaba a punto de aparecer.
Llamaron a la puerta. Era Buvat. La condestablesa había llegado.
—Está paseando por el jardín —explicó el secretario con turbación mal disimulada.
—Ah, bien —dijo Atto, y despidió al secretario sin pedirle más detalles, como si acabase de anunciarle la llegada de un simple visitante. Pero no podía fingir. Hablaba con voz quebrada, como cuando se quiere ocultar una conmoción del alma y se intenta por todos los medios mostrar indiferencia.
—Hace bochorno —comentó tan pronto como la puerta se hubo cerrado—. En verano, en Roma hace demasiado calor. Además, hay demasiada humedad. En los primeros años de mi estancia aquí, recuerdo que lo pasaba muy mal. ¿Tú no tienes calor?
—¿Yo…? Sí, también tengo calor —respondí mecánicamente.
Se asomó a la ventana y miró a lo lejos, como para reflexionar. Me sentía desconcertado. Maria estaba fuera, Atto podía salir a encontrarse con ella en cualquier momento. Pues era indudable que le correspondía a él buscar a su amiga. Sin embargo, no lo hacía. Después de todos los relatos que le había oído, después de recorrer conmigo todas las etapas del amor de Maria y el Rey Cristianísimo, así como de su propio amor cojo de castrado por esa misma mujer, después de esperarla durante días y días, después de aquellas cartas henchidas de pasión, después de treinta años de separación… Después de todo eso, Atto no daba un paso. Miraba por la ventana, todavía en bata, y no decía ni una palabra. Miré su plato. La apetitosa carne de los francolines seguía intacta; sólo había comido un poco de verdura. Su estómago debía de ser presa de otros fermentos.
Me levanté y me coloqué a su lado. Era como la había imaginado. No podía confundirme de persona, porque todos los invitados a la fiesta ya se habían marchado.
La acompañaban un lacayo y una damisela. Caminaba con donaire por el jardín, mirando con divertido estupor los parterres de Tranquillo Romaúli, acariciando de vez en cuando una plantita, observando con satisfacción el esplendor y el refinamiento de la villa Spada, y eso a pesar de que la fiesta había terminado y todo estaba en desorden. No parecía molestarle el ir y venir de los criados y porteadores que desmontaban tarimas o transportaban bolsas de desechos. Seguramente estaba muy cansada por el viaje, pero no lo demostraba.
—Sólo a juzgar por toda la gente que está trabajando ahora, esta fiesta tiene que haberle costado un ojo de la cara a tu amo el cardenal —dijo Atto con una pizca de ironía.
—Quizá deberíamos… mejor dicho, quizá deberíais… —balbucí.
El abate se hizo el desentendido. Se dirigió cansinamente hacia el armario y empezó a repasar con desgana sus ricos atuendos. Acto seguido abrió una caja de remedios y escudriñó, con un aire escéptico que jamás le había visto, una serie de bálsamos, albayaldes y estuches para guardar lunares. Luego se volvió de nuevo hacia el armario y de su oscuridad, con un movimiento displicente del pie, sacó a la luz del mediodía unos pares de zapatos, ornados de lazos o de hebillas, que rodaron por el suelo. Atto los miró con impotencia, como si supiera que de ninguna manera podrían satisfacer sus deseos. Por último comenzó a sacar de mala gana la ropa.
—Con los muertos ya no queda tiempo para gritarles: «¡Os equivocasteis!» —dijo de improviso.
Mientras contemplaba las hermosas telas, Atto tenía aún los ojos de la mente en los fantasmas del pasado. Maria lo esperaba en los jardines, pero él seguía anclado en sus recuerdos, como una concha se aferra al escollo (la imagen era suya) del que no quiere soltarse.
—La reina madre se equivocó en sus previsiones, pero fue Mazzarino quien cometió el mayor error —añadió, al tiempo que acariciaba distraídamente una camisa de tabí colgada en el armario—. Si el cardenal no se hubiera entrometido, Luis habría sin duda conseguido vencer la oposición de su madre y casarse con Maria, y el collar de la reina de Inglaterra habría sido el regalo de compromiso, no el de despedida.
—¿El mayor error, decís?
—Sí. Un error que el cardenal pagó con la vida.
—¿A qué os referís?
—¿Te acuerdas de lo que te conté sobre Capitor y sus enigmáticas advertencias a Su Eminencia? —preguntó, mientras una chorrera rameada de punto de Venecia despertaba su interés.
—Sí. Si no recuerdo mal, Capitor dijo: «Virgen que se casa con la corona trae la muerte».
—Olvidas algo. La loca añadió que la muerte se cumpliría «cuando las Lunas alcanzaran los Soles del himeneo» —explicó, mientras pasaba los dedos por greguescos, puños, justillos, cuellos y jubones.
—Sí, pero a decir verdad nunca me habéis aclarado este último enigma.
—No se comprendió en el acto, de modo que tampoco se le prestó gran atención. Todos estaban concentrados en la «virgen» María y en la «corona» de Luis, que probablemente ocasionaría la muerte al destinatario del vaticinio de Capitor, esto es, a Mazzarino. Nos preguntábamos cómo reaccionaría a ese funesto presagio.
—Fue lo que llevó a Mazzarino a separar a Maria del Rey Cristianísimo —recordé.
—Así es. Luis se casó con la infanta de España, María Teresa, el nueve de junio. Repentinamente, nueve meses después, el nueve de marzo, Mazzarino muere. La profecía de Capitor se había cumplido.
—No lo entiendo.
—Chico, con la edad te has vuelto más duro de mollera —me zahirió Atto, que estaba recuperando el buen humor con su preciada indumentaria—. Nueve, nueve, nueve.
Lo miré perplejo.
—¿Sigues sin entender? —preguntó con impaciencia Melani—. El número de las Lunas, es decir, de los meses, había igualado el de los Soles, es decir, de los días del himeneo. El número de los Soles de los esponsales es el nueve; de hecho, la boda de Su Majestad y María Teresa se celebró el nueve de junio. Después de nueve Lunas, esto es, después de nueve meses, el cardenal murió, exactamente el nueve de marzo, justo el día en que caía la novena Luna.
Mientras en mi rostro se pintaba el desconcierto, el abate miraba cómo conjuntaban un fajín perlino y unas calzas carmesíes.
—Sin embargo, la profecía de Capitor no se cumplió —objeté—. La loca dijo que Mazzarino moriría si «la virgen» se casaba con «la corona», y eso no ocurrió.
—Sí ocurrió —rebatió Atto—. La virgen no era Maria, sino el rey, ¿y sabes por qué?
—¿La virgen… el rey?
—Dime, ¿qué día nació Su Majestad?
—En septiembre, si no recuerdo mal. Me dijisteis que había hecho arrestar a Fouquet el día de su propio cumpleaños… Veamos, sí, el cinco de septiembre.
—¿Y a qué signo del zodíaco pertenece el cinco de septiembre?
—A virgo.
—Muy bien, ya estás encaminado. El rey es virgo. Por otro lado, la «corona» es la de España, que la infanta María Teresa aportó en dote y que ahora permite a Francia reclamar el trono de España.
—¿Cómo lo dedujisteis?
—No lo deduje solamente yo —contestó Melani, mientras se probaba una casaca de alamares morados, una golilla nacarada y un ferreruelo gris castor, los cuales, como se detenía largo rato a contemplarse ante el espejo, estaban matándolo de calor—. Lo peor es que también el cardenal comprendió que separando a Maria y a Luis, y forzando la boda con la infanta, había firmado su condena a muerte. Ya era demasiado tarde, empero; estaba en el lecho de muerte. Con las pocas fuerzas que le quedaban gritó y se agitó, mientras la revelación lo asfixiaba, e intentó despojarse de la ropa sudada, como si así pudiera desbaratar el matrimonio fatal por el que tanto había intrigado. Con mis propios ojos lo vi desesperarse. De pronto sus pupilas, ya opacas, se clavaron en mí intensamente y leí en su mirada aterrorizada el recuerdo de todo cuanto él y yo habíamos hecho, lado a lado, durante las negociaciones en la Isla de los Faisanes para arrancar la mano de María Teresa a las pretensiones del emperador Leopoldo. No aguantó este último destello de la memoria; su pobre cuerpo se vio sacudido como por un rayo y el cardenal Giulio Mazzarino, italiano de nacimiento, siciliano de sangre y francés de adopción, entregó su alma a Dios.
—Por lo que manifestáis, colijo que dais el mayor crédito a las palabras de Capitor —observé con una punta de sarcasmo. El horror que me había suscitado aquella historia se mezclaba con la ironía que me inspiraba el abate, tan escéptico frente a las apariciones del Navío como convencido de las virtudes proféticas de la loca española.
—Aguarda, aguarda —se apresuró a decir, al tiempo que trataba vanamente de calzarse un par de zapatos de tacón alto en los que no cabían sus pies hinchados—. Nunca he dicho que creyese en la magia de Capitor.
—Pero si ahora mismo…
—No —me interrumpió con gesto altivo—. Préstame atención. ¿Sabes por qué Mazzarino murió exactamente el nueve de marzo? Porque se había dado cuenta de que en ese día caía la novena Luna contando desde el nueve de junio, día de la boda del Rey Cristianísimo.
—No lo entiendo.
—Es verdad que estaba ya muy enfermo, pero el descubrimiento, llegado el día fatídico, le provocó un cólico renal que acabó con él en las primeras horas. En definitiva, la profecía de Capitor fue la causa de la muerte del cardenal, pero por la superstición de éste, no por el poder de aquélla —sentenció el abate Melani con una enorme peluca rubia colocada de través en la cabeza y otra, de color castaño, en la mano, sin saber cuál elegir—. Sufrimos los efectos, ya sean buenos o malos, sólo de aquello en lo que creemos, chico.
Atto pensaba que me había convencido con su explicación. Quería evitar a toda costa la peligrosa proximidad de los fenómenos ocultos que tanto lo habían irritado y confundido en nuestras visitas al Navío.
En realidad no era así, pues yo recordaba perfectamente con cuánto interés me había descrito, en su primer relato sobre Capitor, las virtudes proféticas de la loca española, llegada de visita a la corte francesa en el séquito de don Juan el Bastardo. Sin embargo, me contuve y preferí no hacérselo notar.
—Aun así, he de confesar que —admitió tras un minuto de silencio, aunque sin interrumpir el minué de sus pruebas de peinado— en las palabras de Capitor hubo algo más que resultó muy semejante a una profecía.
Se trataba, explicó Atto, del soneto sobre el globo como una rueda de la fortuna, que también habíamos leído en una de las puertas del Navío. Recitó las dos últimas estrofas:
Mira, que aquél ya está en la cumbre,
et alter est expositus ruinae;
el tercero, en el fondo, de todo bien privado.
Quartus ascendet iam, nec quisquam sine
razón de aquel que obrando ha merecido,
secundum legis ordinem divinae.
—Ocurrió después de la muerte del cardenal —añadió Atto cogiendo un perfume para peluca y echando un rápido vistazo a un cinturón y a dos esferas de reloj—. El ascenso de Colbert no podía sino recordar el verso «aquél ya está en la cumbre», mientras el atisbo de tormenta que precede a la caída en desgracia del superintendente Fouquet parecía precisamente el cumplimiento del verso «et alter est expositus ruinae», es decir, «el otro está expuesto a la ruina». En el cuarto, en fin, se prefiguraba el advenimiento del Rey Cristianísimo como persona que «ascendet iam», «ya ascendente». En efecto, el joven monarca, inmediatamente después del fallecimiento de Su Eminencia, se resolvió a tomar las riendas del gobierno del Estado, como dice el soneto, «nec quisquam sine», «razón de aquel que obrando ha merecido», o sea, gracias a su trabajo, pero también «secundum legis ordinem divinae», vale decir, «según el orden de la ley divina», que inviste precisamente al rey del poder.
—Sin embargo, en vuestra interpretación del soneto falta el tercer personaje, aquel que está, como dice el verso, «en el fondo, de todo bien privado».
—Te felicito. Me agrada comprobar que la lentitud de tu inteligencia no afecta a tu capacidad de observación. El tercero es Mazzarino.
—¿Acaso murió pobre? Cuando nos conocimos me dijisteis, si no recuerdo mal, que había dejado una herencia fabulosa.
—Recuerdas perfectamente. El caso es que eligió mal el heredero. Armand de La Meilleraye, marido de Ortensia Mancini, estaba loco —afirmó. Entretanto, se ponía capas grandes y pequeñas de las formas y los colores más variados, de ormesí jaldado, de saetín, de doblete escarlata, de tejidos rizados y de rasos tornasolados, con lo que daba la impresión de que él también había perdido el juicio.
Armand de La Meilleraye. Casi indiferente al espectáculo dudoso que el abate, ya medio desnudo, ofrecía de sí mismo, yo reflexionaba. Por Buvat había sabido que Atto, al marcharse Maria de París, se había puesto a perseguir a Ortensia, lo cual desató las iras del marido loco, quien lo mandó apresar para apalearlo y luego lo obligó a dejar Francia. Melani aprovechó entonces para ir a Roma y, con la complacencia y la ayuda económica del rey, encontrarse con Maria, que acababa de casarse con el condestable Colonna.
—Parece una broma —proseguía entretanto el abate, perdido en el baile de la prueba de atuendos, su gracioso minué convertido en una disparatada sarabanda—. Mazzarino había buscado durante largo tiempo el mejor partido para la más hermosa y deseada de sus sobrinas, a quien había decidido nombrar su heredera universal. Su elección recayó en un sobrino de Richelieu, el duque de La Meilleraye, precisamente, que así se hizo dueño de la infinita y fraudulenta fortuna del cardenal. Se casaron apenas diez días antes de la muerte de Mazzarino, quien desapareció, pues, sin conocer nada del triste individuo en cuyas manos había dejado sus riquezas.
Armand de La Meilleraye, contó Atto prodigando toda su acritud contra su antiguo enemigo, era un loco de atar. Se avergonzaba de ser heredero de Mazzarino, a quien juzgaba un alma ladrona, destinada al infierno. Aceptó con gusto la herencia con el único fin de destruirla y disiparla. Buscaba a las víctimas de los robos del cardenal y les rogaba que demandasen a su heredero, esto es, a él mismo. De esa manera sumó más de trescientos juicios, y hacía todo lo posible por perderlos a fin de devolver lo usurpado. Para ello escuchaba la opinión de los abogados mejores y más caros, y luego hacía exactamente lo contrario. Una mañana, además, entregó a unos criados pintura y martillos, tras lo cual los llevó a la galería donde Su Eminencia había reunido amorosamente extraordinarias obras maestras de arte. Una vez allí, se puso a aporrear con fuerza las estatuas griegas y romanas porque estaban desnudas y ordenó a sus sirvientes, deshechos en lágrimas por tamaño destrozo, que cubriesen con pintura negra los cuadros de desnudos, los de Tiziano, Correggio y muchos más. Cuando el ministro Colbert, consternado, llegó para salvar aquellas obras maestras, encontró al demente, exhausto y ya tranquilo, en medio del desaguisado. El reloj acababa de dar las doce de la noche, era domingo, día consagrado al descanso. La destrucción se detuvo, pero casi nada había sobrevivido.
—Resulta que justo en los últimos días de su vida Mazzarino fue visto en dicha galería acariciando precisamente esas estatuas y esas pinturas maravillosas, mientras entre sollozos repetía sin cesar: «¡Tendré que dejar todo esto! ¡Tendré que dejar todo esto!».
—Se diría que fue víctima de una maldición —observé.
—Es ridículo a lo que llegan los grandes hombres para perpetuar su memoria y pasar a la posteridad como mejores de lo que en realidad han sido —sentenció Atto.
Guardó silencio. De pronto se dio cuenta de que con esa frase no hacía más que tirar piedras sobre su propio tejado.
—Ridículo… —repitió mecánicamente, mientras sus labios se torcían a su pesar en una mueca de máscara trágica.
El viejo castrado bajó la mirada sobre el pecho. Observó los greguescos, el fajín, los borceguíes, la chorrera de punto de Venecia y todo cuanto se había puesto como si fuese el maniquí de un sastre. Se dirigió lentamente hacia la ventana y echó un vistazo a los jardines, donde, supuse, la condestablesa seguía esperando.
Fue entonces cuando vi volar capas, fajín, chorrera, golilla, puños, ferreruelo y calzas. La preciadísima seda, el brillante damasco, el carnelote, las telas rizadas, los rasos tornasolados, la seda de Milán y el satén de Génova planeaban en el aire, lanzados por Atto. Cual ejército hechizado de armaduras vacías, los tabíes, las popelinas, los organdíes, las sargas, los saetines y los dobletes desfilaban amenazadores y henchidos de aire. Mis ojos vagaban perdidos entre el color perlino, fueguino, de musgo, de rosas secas, de grana, escarlata, morado, níveo, jaldado, celedón, nacarado, castaño, lechoso, el gris castor, al tiempo que me cegaban las labores de oro y plata sin realce, o en forma de rectángulos o círculos, que Atto arrojaba al suelo con una vehemencia muda y desesperada.
Presencié pasmado la saña con que trataba sus maravillosas prendas, máxime cuando muchos años antes lo había visto proferir improperios en los túneles del subsuelo romano cada vez que un poquito de barro ensuciaba ligeramente sus encajes o sus adoradas calzas rojas de abate.
Segundos después, empero, el singular ejército de ropa quedó de nuevo exánime y todo el contenido del armario, desperdigado por doquier. El viejo cuerpo de Atto, como sátiro medio desnudo, yacía en la meridiana, al pie de la cama. Entonces, venciendo el hielo que me atenazaba los miembros, fui a acercarme a él, pero el abate alzó repentinamente el rostro de las manos, entre las que lo había hundido, se levantó y se puso de nuevo la bata.
—¿Entiendes ahora el verso del soneto sobre la fortuna que recitó Capitor? —me preguntó como si no hubiera pasado nada.
Se dirigió hacia la cómoda y sirvió dos copas de vino tinto azucarado. Me tendió una.
—«El tercero, en el fondo, de todo bien privado» —dijo, pues yo no era capaz de pronunciar palabra—. Al morir el cardenal Mazzarino perdió todo aquello por lo que había intrigado.
—Sí —fue lo único que conseguí decir.
Apuré la copa de un trago. Me temblaban las manos. Atto me la llenó de nuevo. Evitaba mi mirada. Por suerte, los humos del alcohol disiparon prontamente los de la emoción y recobré la serenidad.
—Ésa sí era una auténtica profecía —exclamé, cuando hube digerido las revelaciones del abate sobre las palabras de Capitor.
—O una diabólica coincidencia —repuso.
Sonreí. El viejo castrado era inflexible. Se negaba a aceptar el carácter inexplicable de ciertos fenómenos. Por mi parte, no pensaba hacer nada para privarlo de esa pequeña satisfacción.
—En todo caso, lo cierto es que una de las supuestas «profecías» de Capitor no se ha cumplido —insistió el abate volviendo sobre sus certezas—. La que la loca pronunció ante el plato con el Tetráchion: «Aquel que prive a la corona de España de sus hijos, la corona de España lo privará de sus hijos». ¿Qué quiere decir? ¿Quién ha quitado sus herederos a España? El rey Carlos II no ha tenido hijos, nadie se los ha quitado. Capitor hablaba sin ton ni son, ésa es la verdad.
—Sin embargo, si la memoria no me falla —observé—, Capitor, al presentar el plato, primero dijo: «Dos en uno». Y al mismo tiempo señaló la pareja formada por Neptuno y Anfítrite y el cetro en forma de tridente, ¿no es así?
—¿Y bien? —Melani resopló, como si quisiese dar por concluido el tema.
—¿No os parece que eso casa de una forma muy curiosa con el monstruo Tetráchion del que nos habló Cloridia?
—No veo cómo —contestó el abate con sequedad.
—Puede que el Tetráchion sean dos gemelos unidos por un costado, como las dos divinidades marinas del plato y como la imagen que vimos reflejada en los espejos —expliqué, yo mismo sorprendido por la idea que acababa de ocurrírseme—. De hecho, Capitor dijo: «Dos en uno».
—Sí, pero sólo se refería a las figuras del plato. Ése es el único Tetráchion de esta historia, chico, dado que todo lo que hemos creído ver en la torrecilla del Navío era una ilusión óptica. ¿O lo has olvidado?
Me dio la espalda para indicarme que la conversación había terminado y se acercó de nuevo a la ventana.
—¿Sigue ahí? —pregunté.
—Sí. Siempre le han encantado los jardines, la mano del hombre que somete y rebasa la belleza de la naturaleza —dijo, y la voz le tembló.
—Tal vez sea hora de que bajéis…
—No; ahora no —dijo al instante, revelando qué pensamientos habían al fin triunfado en la batalla íntima y cruel que se había librado ante mis ojos—. La veré mañana.
—Pero tal vez podríais…
—Tal es mi decisión. Ahora déjame solo, ten la bondad. He de despachar un montón de asuntos.