Quinta Noche
11 DE JULIO DE 1700
Tenía una cuenta pendiente con el abate Melani. ¿Quién era la condesa de S., la misteriosa envenenadora de quien la condestablesa hablaba con un tono tan reticente en su carta? ¿Tenía algo que ver con la condesa de Soissons, nombrada por Atto, que había sembrado cizaña entre Maria y el joven rey, y cuya identidad yo también desconocía? Cautivado por su propio relato, el abate no había dado respuesta a mis preguntas.
Mientras Atto disfrutaba de la cena en compañía de los otros huéspedes ilustres de la villa, una vez más introduje las manos en la ropa blanca y enganché con los dedos la cinta que envolvía la correspondencia secreta con la condestablesa. Esta vez, sin embargo, no encontré la misiva de Maria Mancini ni la respuesta que el abate había escrito hacía poco rato y que, por lo que acababa de oír, aún no había despachado. ¿Dónde podían estar esas cartas?
Entonces me fijé en el legajo de los informes, que me recordó lo que había leído en la última ocasión sobre el desdichado rey Carlos II de España. Tal vez, si contenían más datos sobre la condesa de S., podrían ayudarme a comprender su relación con los asuntos del abate Melani.
Abrí el informe de la condestablesa que Atto había marcado en una esquina con el número dos:
Observaciones
para servir a las cosas de España
Dado el penoso estado en que se encuentra el Rey Católico y la falta de un heredero, en Madrid no ha quedado más remedio que buscar una explicación: el sortilegio.
Desde hace mucho tiempo se hablaba del tema. Por fin, hace dos años, el rey en persona se dirigió al poderoso inquisidor general, Tomás Rocaberti.
El inquisidor, tras consultar con el confesor de Su Majestad, el dominico Froilán Díaz, expuso el asunto a otro dominico, Antonio Álvarez de Argüelles, modesto director espiritual de un convento perdido de Asturias, pero excelente exorcista.
Cuentan que, cuando recibió la carta de Rocaberti, Argüelles casi se desvaneció. En su misiva, el inquisidor general le explicaba la situación con pelos y señales y le pedía que implorase al diablo que le revelase el maleficio que habían lanzado al soberano.
Argüelles no se lo pensó dos veces. Convocó en una capilla a una monjita a la que en cierta ocasión había liberado de una posesión diabólica. Le hizo poner la mano en el altar y pronunció las fórmulas correspondientes.
Se oyó así hablar al maligno por la boca de la monjita. La voz reveló que el rey Carlos había sido víctima de un sortilegio a la edad de catorce años, por medio de una bebida embruja da. Su finalidad era ad destruendam materiam generationis in Rege et ad eum incapacem ponendum ad regnum admninistrandum; es decir, volverlo estéril e incapaz de reinar.
Argüelles preguntó entonces quién había realizado el maleficio. El diablo, a través de la monjita, respondió que había preparado la bebida una mujer llamada Casilda, quien había extraído el líquido maléfico de los huesos del cadáver de un condenado a muerte. El jugo había sido luego suministrado al rey mezclado en una taza de chocolate.
Ahora bien, existía una forma de curar la afección diabólica: el rey debía beber en ayunas, una vez al día, medio cuarto de aceite bendito.
Enseguida se pasó a la acción. Sin embargo, la primera vez que Carlos tomó un poco de aceite, lo acometieron unas arcadas tan atroces que los religiosos, exorcistas y médicos se temieron lo peor. Hubo, pues, que limitarse a usar el aceite externamente, ungiéndole la cabeza, el pecho, los hombros y las piernas; después se recitaban las fórmulas, las letanías y los conjuros procedentes.
Pero hace apenas un año Rocaberti murió de repente. Todos, como es lógico, temieron que se tratase de una venganza de Satanás. Froilán Díaz, el confesor del rey, tiene que seguir solo. Pero hete aquí que llega una ayuda inesperada: desde Viena, el emperador Leopoldo muestra interés por el asunto. Resulta que en la capital del Imperio ha ocurrido algo inaudito: en la iglesia de Santa Sofía, un joven, poseído por espíritus malignos y sometido a exorcismos, ha revelado que el Rey Católico de España es víctima de brujería. El chico (o los espíritus que hablaban por su boca) explicó incluso que los instrumentos de la magia se ocultaban en un lugar determinado del palacio real español.
En Madrid se desata una caza frenética: en los aposentos regios, cuadrillas de sabuesos arrancan tablas, taladran molduras, derriban tabiques, levantan losas de mármol. Al final se encuentra algo: una muñeca y un montón de rollos de papel.
No hay duda: la muñeca es un fetiche que sirve para hacer maleficios. En cambio, nadie sabe qué hay escrito en los rollos. El emperador envía entonces a Madrid a un padre capuchino, célebre y temido exorcista, para que erradique la influencia del mal de las habitaciones del rey. Pero entretanto las cosas se complican. No pasa un día sin que corra el rumor de que se ha descubierto otro maleficio, de que se ha encargado a un sacerdote que lo combata, y así sucesivamente. La situación empieza a ser incontrolable. Una mujer, una demente, se presenta en el palacio dando voces sin que nadie, contagiados todos de la atmósfera lúgubre e inquietante que impera esos días, se atreva a detenerla, por temor a que sea una mensajera de fuerzas sobrenaturales.
La loca consigue franquear la barrera de guardias y llega hasta los aposentos regios, donde grita que el monarca es víctima de la magia negra, que le han echado el sortilegio con una tabaquera y que la autora del hechizo es su esposa.
Se da mucho crédito a la revelación porque la segunda esposa del rey, Mariana de Neoburgo, tiene tan pésimo carácter que a veces se comporta como una auténtica posesa.
Cuando Carlos le niega un regalito, la loca le revela que el favor pedido está en realidad destinado a alguien capaz de eliminar el mal de ojo (que tiene aterrorizado al rey). Si no lo concede, el misterioso brujo se vengará, pero no condenando a Carlos a la muerte ni a la enfermedad, sino haciendo que se evapore en la nada, como una flor seca. El Rey Católico, temblando de miedo, termina por ceder.
Al difundirse los rumores sobre las brujerías y los exorcismos, la reina decidió actuar contra el responsable de todo aquel desbarajuste, que según ella no era otro que el pobre Froilán Díaz. Lo arrestaron sin dilación, pero huyó y llegó a Roma, donde sin embargo fue detenido y devuelto a España. Ahora, en el año del jubileo en que nos encontramos, cada día aparecen en Madrid orates, brujas y posesos que, desquiciados por sus pesadillas, a gritos, mesándose los cabellos o revolcándose en el suelo, proclaman en las plazas, ante la mirada consternada del pueblo, las intrigas maléficas de la familia real. Nada parece capaz de defender al Rey Católico y a su esposa, y sobre todo el honor del reino, de los ataques infamantes de los endemoniados.
Extenuado y confundido por esta girándula infernal, el rey se debate entre el sentimiento de culpa, la vergüenza y una profunda tristeza. Acude con creciente frecuencia a la cripta de El Escorial, manda abrir los féretros de sus antepasados para verles el rostro, con lo que condena a esos despojos regios a la inmediata desintegración. Cuando destaparon el ataúd de su primera esposa, María Luisa de Orleáns, no pudo contener su desesperación: abrazó el cadáver y quería llevárselo, sin reparar en que se deshacía entre sus manos. Tuvieron que sacarlo a la fuerza de la cripta, mientras invocaba entre lágrimas el nombre de María Luisa y gritaba que no tardaría en alcanzarla en el cielo.
En esto, el rey es un auténtico Habsburgo, epígono de Juana la Loca, que no se separaba nunca del féretro de su marido Felipe el Hermoso, y de Carlos V, que, retirado en un convento tras su abdicación, se metía en un ataúd, desnudo y envuelto en un sudario, para escuchar su propia misa fúnebre. Felipe II dormía al lado de su ataúd, con una calavera sobre la corona de España. Por último, Felipe IV iba, como su hijo, a la cripta de El Escorial, donde cada noche dormía en un nicho distinto.
También la reina está desesperada. Ella, sin embargo, podría remediar todos sus males quedándose embarazada. Si la monarquía pudiese contar con un heredero, por fin se abriría una rendija en las turbias perspectivas de su futuro. Hace dos años la soberana se sometió a los cuidados especiales de un monje jerosolimitano, que tenía permiso para acceder libremente a sus aposentos.
Lo cierto es que nunca se ha tenido un conocimiento certero de la forma en que se efectuaban dichos ejercicios contra la esterilidad. Se sabe, con todo, que un día el monje, en el fervor extático de la oración, pegó un gran salto y la reina, que yacía entre las mantas, se asustó tanto que cayó del lecho. El oscuro suceso sembró en la corte tamaño desconcierto que hubo que alejar enseguida al jerosolimitano. Son muchos los que insinúan que la soberana ha podido, en la búsqueda frenética de un embarazo, imponer a su propio cuerpo actos dignos de la lujuria más desenfrenada.
Por desgracia, todo es posible. La reina lleva sobre sus espaldas demasiadas amarguras. Su alma, ya oprimida por años de desengaños conyugales, está exasperada por la atmósfera siniestra e inquietante que impera en la corte. Mariana busca comprensión; se sabe que envía a sus corresponsales alemanes cartas atormentadas, en las que intenta explicar y justificar la locura en que ha caído el que fuera el mayor y más temido reino del mundo, hoy objeto de compasión y mofa por parte de todos.
Pero escribe en vano. El sufrimiento envenena sus pensamientos y los hace enemigos de la palabra escrita. Dicen que se confía a menudo por carta al landgrave de Hesse, pero éste vacila en responderle; según se cuenta, las misivas de la soberana son un puro galimatías, fruto inequívoco de una mente turbada, donde verbos y sujetos deambulan sin sentido, como los orates y los endemoniados que yerran chillando en la negra noche de Madrid.
Aquí terminaba el informe de la condestablesa, que completaba y ampliaba la desoladora descripción del infeliz Rey Católico.
Busqué de nuevo las dos últimas cartas, que evidentemente el abate había guardado en otro sitio. ¿Por qué lo había hecho?, me preguntaba. ¿Acaso empezaba a tener algún barrunto de mis intrusiones?
Hurgué un poco entre los papeles de Buvat, pero no encontré nada. Luego miré entre sus ropas. Descubrí un curioso montón de hojas mal dobladas dentro de los bolsillos de sus pantalones. Estaban llenas de distintas letras: en una sólo figuraba la e, en otra la o, en otra la Y, en otra la l y en otra la R. Perplejo, les di una y otra vez la vuelta; recordaban los ejercicios que se hacen cuando se aprende a escribir. Sin embargo, la caligrafía no era buena: tenía un trazo débil e inseguro. Sonreí; aquello aparentaba ser una práctica peculiar a la que se dedicaba el secretario de Melani para eliminar los vapores del vino antes de volver a sus obligaciones. No obstante, no había que sorprenderse del estado en que solía encontrarse Buvat; en efecto, en aquellos días de fiesta no cometían excesos solamente los nobles invitados, sino también sus acompañantes.
Poco después encontré en una casaca las dos misivas que buscaba. Me tranquilicé; quizá el abate Melani sencillamente se las había entregado a Buvat para que éste se acordase de archivar una copia de la respuesta a la condestablesa antes de despacharla. Me dispuse a leerlas.
Sin embargo, la carta de la condestablesa, en vez de aclararme las ideas, me confundió más.
Mi muy dilecto amigo:
Mi fiebre no tiene visos de bajar y estoy muy enojada por tener que retrasar aún más mi llegada a la villa Spada. Con todo, el médico me asegura que dentro de dos días podré por fin reanudar el viaje.
Mientras tanto, aquí sigo recibiendo noticias. Parece que Carlos II ha empleado tonos muy tristes para rogar la mediación del Papa. El pobre Rey Católico está atenazado; como ya os conté, ha pedido a su primo Leopoldo I que le envíe desde Viena a su hijo segundón, el archiduque Carlos, un chico de quince años. El rey lo quiere en Madrid. Había hecho incluso armar un escuadrón naval en el puerto de Cádiz, listo para zarpar e ir a recoger al archiduque. Es evidente que lo va a nombrar su heredero. Sin embargo, como sabéis perfectamente, se interpone el Rey Cristianísimo, quien, no bien conoció el asunto, mandó decir al rey, por medio del embajador Harcourt, que estimará tal decisión como una ruptura formal de la paz; para confirmar sus palabras, hizo preparar una flota en Tolón, mucho más sólida que la española, pronta para levar anclas e ir a bombardear los buques del segundón. Leopoldo no se atreve a exponer tanto a su hijo. Así pues, el rey le ha propuesto que lo mande a los territorios españoles de Italia. Leopoldo, empero, vacila: el Imperio, tras años de lucha en el este contra el turco, ya no quiere desangrar a sus súbditos para defenderse. Y el rey de Francia lo sabe.
Más aún, el Rey Cristianísimo ha comprendido que ha llegado el momento de asestar el golpe decisivo. Como sabéis, para asustar más a los españoles, hace un mes hizo público el pacto secreto de partición de España que suscribió dos años atrás con Holanda e Inglaterra. Al conocer la noticia, la pareja real, abatida, abandonó precipitadamente El Escorial hacia Madrid. La reina tuvo un ataque de cólera y rompió todo cuanto había en su habitación. Ni yo misma conseguí aplacarla. En la corte cunde el desasosiego; el Consejo de los Grandes teme a Francia y está dispuesto a aceptar a un sobrino del Rey Cristianísimo como heredero con tal de evitar una invasión francesa.
Por su parte, el rey ha escrito inmediatamente a su primo Leopoldo, a Viena, para darle las gracias por no haberse sumado al pacto de partición y para rogarle que no lo haga en el futuro.
Perdonad que os haya contado hechos que ya conocéis, pero os debo recalcar que la situación es asaz grave. Si Su Beatitud Inocencio XII no consigue que el Rey Cristianísimo entre en razón, será el fin de todos.
Pero ¿estará el Santo Padre en condiciones de cumplir una tarea tan delicada y pesada? Todos sabemos que se encuentra muy enfermo y que el cónclave puede estar a las puertas. Hasta he oído que no querría ocuparse del asunto. ¿Qué sabéis vos? Asimismo, parece que ha perdido facultades y que, cada vez que se le pregunta algo, dice: «¿Y qué podemos hacer?». También se cuenta que en los momentos de mayor lucidez le gusta repetir: «Se nos priva de la dignidad que pertenece al vicario de Cristo y se nos abandona».
Sería inaudito que alguien se atreviese a forzar la mano de Su Beatitud aprovechándose de su enfermedad.
Alabo, Silvio, que se venere a los dioses; mas importunar a los que son sus ministros, yo lo censuro.
Y tú, amable Silvio, que por tu voluntad de ser esclavo de Dorinda, siendo tú su señor, a sus pies estás postrado, levántate cuando te lo pida.
Afluían a mi mente mil conjeturas. Procuré ir por orden. Ante todo, la condestablesa volvía a hablar de una mediación. Según ella, el rey de España había pedido ayuda al Papa para nombrar su heredero al archiduque Carlos y llevarlo de Viena a Madrid sin desencadenar una guerra. Sin embargo, el Rey Cristianísimo amenazaba con hundir los barcos del archiduque.
Ahora bien, yo recordaba que en su primera carta el abate Melani había claramente escrito que el Pontífice tendría que haber proporcionado al rey de España un parecer sobre la elección del heredero: el duque de Anjou, nieto del Rey Cristianísimo de Francia, o el archiduque Carlos, hijo segundón del emperador de Austria. Algo bien distinto, pues, de la mediación que mencionaba la condestablesa, quien, por otra parte, en la conclusión parecía hacer un velado reproche al abate —o a Silvio, como lo llamaba siempre— por la presión a que se veía sometido el Pontífice.
Pero ¿por qué la condestablesa dirigía sus protestas a Atto? ¿Es que el viejo castrado seguía siendo tan influyente en la corte pontificia?
Por último, la condestablesa respondía a la anterior carta de Melani, en la que éste le recordaba, entre mil reverencias, su amor sempiterno y platónico. Y aquí estaba el nuevo misterio. Maria se ocultaba a sí misma bajo un nombre falso: Dorinda.
Dorinda… ¿dónde había oído ese nombre? A diferencia de Silvio, Dorinda no era nada común. No obstante, tenía la impresión de haberlo ya oído, o quizá leído. Pero ¿cuándo?
Se me habían acumulado demasiados interrogantes. Subido en la biga ligera y veloz de la curiosidad, me apresuré a leer la respuesta del abate Melani.
Empero, tuve que soportar la farragosa lectura de un planto interminable y lleno de frases ampulosas por el retraso de la condestablesa, que había puesto en peligro la propia vida del abate, amén de la detallada descripción de la boda de Maria Pulcheria Rocci y Clemente Spada, donde el abate no prescindía de los comentarios más irreverentes sobre el rostro de lenguado de la novia.
Por fin llegué a lo que buscaba:
Procurad reponeros pronto. ¡Os lo ruego! No os afanéis con preocupaciones inútiles. Su Majestad el rey de España Carlos II de Habsburgo ha tomado una decisión muy ponderada al ponerse en manos del Santo Padre. Es indudable que elegir a quién confiar el futuro de su magnífico reino, que reúne no menos de veinte coronas, exige el consejo divino.
No temáis, Inocencio XII es un Pignatelli, familia de fieles súbditos del reino de Nápoles y, por consiguiente, de España. No va a negarse a la petición del Rey Católico, podéis estar segura. Aunque tarde en tomar una decisión, será meditada y dictada por el amor que tiene a la corona española.
Aquí todos estamos convencidos de que lo que resuelva Su Beatitud será cosa sagrada para el rey de España. Y de que nadie en Europa se atreverá a oponerse a la opinión del Papa.
Nada pueden contra los rayos del cielo los poderosos de la tierra. La mano del Omnipotente, que se tiende protectora sobre los sucesores de Pedro, según las palabras qui vos spernit, me spernit, concederá al verbo de Su Santidad el triunfo que se merece.
Ya no entendía nada: era como si el abate Melani y la condestablesa conversasen en dos lenguas distintas, sin que les importase no entenderse. En definitiva, ¿el Rey Católico había optado por el archiduque, como decía la condestablesa, e imploraba el apoyo del Papa, o no sabía qué heredero elegir y sometía la decisión al parecer papal?
La carta de Melani concluía así:
Y vos, clementísima, no os preocupéis por la salud del Pontífice. Está rodeado de espíritus excelentes, que lo cuidan y se ocupan de sus obligaciones, mas sin atreverse a tocar el báculo pastoral que Su Santidad empuña por derecho divino. Destaca entre todos el cardenal secretario de Estado Fabrizio Spada, a quien vos también tenéis en alta estima y que os espera con impaciencia en su maravillosa finca de la villa Spada, en el Janículo.
Amiga mía, desde esta colina se domina toda la ciudad de Roma, y quizá incluso la vista alcance hasta más allá de sus limites. No os demoréis más.
¿Nos veremos dentro de dos días?
Y al final de la carta:
Así castigas, Dorinda. ¿Y tú, Silvio, qué más puedes esperar de ella? ¿Pretendes acaso recibir más de lo que ya te da? Y tú, Dorinda, diosa del cielo, eterna, haz que Silvio conozca no tu cólera, sino tu piedad.
Atto aceptaba la invitación que le hacía la condestablesa de no inclinarse más ante ella, aunque de manera simbólica; en efecto, se decía a sí mismo: ¿qué más puedo exigir? Su amor por ella no tenía esperanza. Con todo, el abate Melani respondía con un dulce ruego a las recriminaciones que le dirigía la condestablesa cada vez que lo llamaba Silvio: le pedía que aplacara su cólera y tuviera piedad de él.
Hube de reconocer que el abate Melani poseía un buen talento poético para el amor.
Le di más vueltas al nombre de Dorinda, pero no conseguí acordarme de dónde lo había visto u oído.
Además, mis pensamientos pronto pasaron a asuntos más serios. Pese a que Atto seguía sin decirme nada sobre la sucesión de España, en sus misivas a la condestablesa sólo hablaba de eso (y también de amor). Me había percatado de esa circunstancia ya el día de su llegada a la villa Spada. Sin embargo, no había sacado nada en limpio. Ni siquiera había conseguido averiguar más sobre la condesa de Soissons, ni si ésta y la enigmática envenenadora, la condesa S., eran la misma persona.
Estaba desconsolado. No había visos de que el misterio despejase sus nubes.
Una cosa era segura: el cardenal Spada, mi amo, estaba implicado de algún modo en el asunto. En efecto, tanto la condestablesa como Melani referían que el secretario de Estado había visitado al embajador español por la petición del rey de España a Inocencio XII y que, debido al pésimo estado de salud en que éste se hallaba, se ocupaba personalmente de las obligaciones del Pontífice. Tenía, pues, que aclararme más las ideas acerca de esa serie de misterios. Así pues, decidí que al día siguiente preguntaría a Atto al menos por la identidad de la condesa de Soissons.
Las indicaciones del Pelirrojo eran bastante precisas. El lugar no resultaba nada atractivo pero, según las instrucciones que habíamos recibido, era necesario acudir de noche para que nadie nos viera. La precaución era indispensable, pues debíamos pillar por sorpresa al escurridizo Tudesco.
En verdad, yo había imaginado un sitio en las afueras, a trasmano, en medio de los huertos y los bosques, al abrigo de los hombres y del paso de mercancías. En cambio, el Pelirrojo nos había mandado al corazón mismo de la Ciudad Santa. «¡Yo nunca he estado allí! —había advertido—. Pero por otros de mi cofradía sé que vive en ese lugar».
El camino no era largo. Desde la villa Spada llegamos a la piazza di Monte Cavallo y nos encontramos frente a los sagrados e imponentes muros del palacio apostólico. Doblamos a continuación a la derecha para dirigirnos hacia la calle de San Vitale. A la izquierda, detrás de los altos muros que flanquean el camino, descollaba el campanario de los jesuitas de San Vitale alla Valle Quirinale. Su bella y esbelta silueta me trajo a la memoria la pequeña iglesia que a veces se vislumbra en lontananza, en los días más claros, desde nuestro campito, y rogué a Dios que nos conservase la salud a mí y a mi dulce Cloridia, a quien imploré mentalmente, dadas las numerosas imprudencias que había cometido en esos días y las que a buen seguro iba a seguir cometiendo, que rezase no sólo por el bien de mi alma, sino también por el de mi carne.
Llegados por fin a la strada Felice, que une la mole severa de Santa María Mayor con las dulces alturas del monte Pincio en una sucesión armoniosa de subidas y bajadas, torcimos a la derecha dejando atrás las Quattro Fontane. Poco antes de las iglesias de los monjes de Pablo I el Ermitaño y de San Norberto de los Padres Premonstratenses, a escasos pasos de Santa María de la Salud de’Benfratelli, se abría a la derecha una callejuela sin nombre. Al entrar en ella vimos un edificio pequeño a un lado, y enfrente, una casa aislada. Pasadas esas viviendas, la callejuela doblaba hacia la izquierda y se tornaba sendero en medio de prados yermos.
Justo allí, siguiendo las instrucciones del Pelirrojo, dejamos el camino para dirigirnos hacia la derecha. En ese punto el terreno se empinaba en una especie de cerro, que crecía y se prolongaba casi como si fuese la espalda de un gigante enterrado. Al bordear el oblongo montículo observamos que en la parte inferior de un costado, a la derecha, tenía un boquete que derivaba en una abertura mayor, y luego en dos grutas. Eran varias cavernas artificiales, obras de fábrica originalmente, ahora recubiertas de tierra, arbustos, trepadoras, setas, líquenes y mohos de toda especie.
Las grutas estaban dispuestas en dos filas paralelas: una más baja, a cuya altura nos encontrábamos; la otra estaba constituida por cavidades de mayor tamaño, situadas encima y detrás de las anteriores, de modo que se accedía a ellas por una especie de corredor de no pocas anas de largo. En el extremo derecho de esa serie de cuevas había un grupo de cavidades a una tercera altura, sobre la cual surgía una casita de campo provista de una torrecilla, que antecedía al convento de las monjas de San Francisco en las Termas. El nombre del convento no era casual.
—¡Quién iba a decirlo! —exclamó Atto, cuyos conocimientos de la Antigüedad yo recordaba de los días de nuestro primer encuentro—. Las termas de Agripina. Jamás habría imaginado que iba a buscar a sujetos tan fétidos como los cerretanos en un sitio tan noble.
Se movía entre los vetustos vestigios imperiales casi de puntillas, como si temiese dañar, con un simple roce, un ladrillo de varios siglos. Miraba alrededor con cautela y preocupación, y hablaba con un leve tono de melancolía. Diecisiete años atrás yo lo había visto reconocer y admirar un mitreo subterráneo, y sabía que había escrito una guía de Roma para los amantes de las bellezas antiguas. No obstante el mucho tiempo transcurrido, parecía que mantenía intactas sus viejas predilecciones.
—Hemos llegado —dijo Sfasciamonti apuntando con el índice al frente—. Éste es el lugar.
Al final de la hilera de cavidades, delante del último tramo de muro del convento, se perfilaba, impasible y oscura, una torre.
Era uno de los numerosos pináculos que antaño hacían de Roma una urbs turrita, esto es, una ciudad adornada de innumerables torreones, agujas y cimas; puestos de observación nacidos en la Edad Media, que le daban una apariencia vetusta y guerrera. No era alta; seguramente había sido truncada, como ocurría con frecuencia durante las invasiones bárbaras, o su sumidad se había derrumbado en un incendio.
«Nadie os detendrá —había añadido enigmáticamente el Pelirrojo al darnos las indicaciones para llegar a la guarida del Tudesco—. Si acaso, vosotros mismos decidiréis marcharos».
Tuvimos la primera confirmación cuando alcanzamos la torre. Recorrimos todo el exterior, deteniéndonos en cada fachada. Las ventanas estaban atrancadas. En una cabaña pegada a la torre encontramos la puerta de entrada. Era de madera, chirriante y en mal estado. La empujamos. Estaba abierta.
Nos encontramos enseguida en un gran espacio oscuro y maloliente. Ratas y animales vagabundos de toda especie habían sin duda elegido hacía tiempo aquel tugurio para sus deyecciones. La luz del candil apenas nos permitía evitar las colosales telarañas que recorrían todo el antro y las nauseabundas materias (desechos, escombros, basura) que inundaban el suelo.
De pronto mi pie tropezó con un cuerpo sólido, bien firme en el suelo. Me froté el dedo gordo dolorido. Era un escalón.
—Don Atto, un peldaño —anuncié.
Alumbré con el candil. Una rampa pegada a la pared de la derecha llevaba hacia una puerta.
Tampoco esta vez había candados ni cerraduras que nos impidieran el paso.
—El Pelirrojo tenía razón —observó Sfasciamonti—. Ningún obstáculo dificulta nuestro camino. Es evidente que quien se oculta detrás de estas puertas y rampas no teme a los intrusos. Es muy interesante.
Al otro lado de la segunda puerta nos esperaba otra subida, muy empinada. Melani se detenía con frecuencia para tomar aliento.
—¿Cuándo llegamos? —preguntó desconsolado, mientras vanamente trataba de escudriñar detrás de sí, con la ayuda del candil, el trayecto que habíamos hecho.
—Estamos ascendiendo hacia la cima de la torre —respondí.
—Eso ya lo sé —replicó con acritud—. Lo que quiero que me digas es dónde diantres está la guarida del Tudesco. ¿En el tejado quizá?
—Puede que el Tudesco sea una cigüeña —dijo Sfasciamonti conteniendo la risa.
Entretanto yo rememoraba las veces en que, años atrás, Atto y yo habíamos explorado durante noches enteras subterráneos y túneles en el vientre oscuro de la ciudad, enfrentándonos a albures de toda índole y librándonos de peligrosas emboscadas. Ahora volvíamos a encontrarnos en un sitio tenebroso, sólo que éste nos conducía hacia el cielo, no a las entrañas del subsuelo.
Avanzamos en línea recta unos minutos, alumbrados por la débil luz del candil, hasta que llegamos a un pequeño antro de forma rectangular. Una tarima de hierro cubría el suelo. Delante de nosotros, una escalera de mano llevaba a una pequeña puerta, que parecía dar acceso a un piso superior. Nos miramos los tres, recelosos.
—¡Esto no me gusta, por mil bombardas! —comentó Sfasciamonti.
—A mí tampoco —dijo Melani—. Si subimos, nos será imposible batirnos en retirada y volver rápidamente al exterior.
—Si esta torre tuviese un ventanuco, o al menos una rendija, podríamos saber cuánto hemos subido —observé.
—De eso nada, ya es noche cerrada —repuso el abate.
—¿Qué hacemos?
—Prosigamos —respondió Atto avanzando hacia el antro—. Qué raro, aquí huele como a…
Se interrumpió. Los sucesos se precipitaron en ese instante, tan rápidos que no pudimos gobernarlos. Mientras seguíamos a Melani, la tarima se puso a resonar ligeramente bajo nuestros pies y, con un movimiento discreto pero decidido, descendió medio palmo.
Esa amenaza repentina nos hizo estremecer.
—¡Atrás! Es una tram… —exclamó Sfasciamonti.
Pero ya era demasiado tarde. Una puerta de madera y hierro, maciza y muy pesada, descendió con estrépito detrás de nosotros, aislándonos de la escalera de la que veníamos, y se plantó brutalmente en el suelo como la azada de un campesino en la árida y desnuda tierra. Por suerte, el candil no se había apagado, pero lo que la luz estaba a punto de revelarnos iba a hacerme añorar la oscuridad más tenebrosa.
Delante y alrededor de nosotros bailaban gotas de fuego infernal, que proyectaban sobre nuestros rostros su infame claridad y los volvían parecidos a los de las almas condenadas. Si tocaban la piel, sólo podían infligir indecibles sufrimientos.
—¡Dios omnipotente, ayúdanos! Hemos acabado en los Infiernos —proferí vencido por el pánico.
Atto no hablaba; trataba de apartar de su cara aquellas luciérnagas demoníacas, espantándolas como se hace con las moscas, pero con ardor y desesperación tres veces mayores.
—¡Mis pies, maldición! —exclamó Sfasciamonti.
En ese momento lo sentí yo también: un calor insoportable se me metía hasta dentro de los zapatos. Tuve que levantar un pie, luego el otro, y de nuevo el primero, porque no podía mantenerlos en el suelo. Atto y el esbirro saltaban también como dos locos, al tiempo que apartaban de sí las gotas de fuego, intentando inútilmente pisar lo menos posible.
—¡Larguémonos de aquí, maldita sea! —vociferó Atto, y se precipitó con Sfasciamonti hacia la escalera de mano y la pequeña puerta que antes no habíamos querido franquear y que ahora se había convertido en nuestra única escapatoria.
Nos encontramos ante una fila de travesaños de hierro herrumbroso. El esbirro empezó a subir primero. Avanzamos angustiados, pegados uno a otro, con los pies aún medio abrasados, mientras unas malignas gotas de fuego invadían guasonamente el antro. Felizmente la puerta, como las anteriores, estaba abierta. La abertura era tan estrecha que había que agacharse casi hasta tocar las rodillas con la nariz. Así, me encontré apretujado entre la poderosa mole de Sfasciamonti y la silueta exangüe y descarnada de Atto, temblando como un junco e implorando a nuestro Señor que se apiadase de mi alma.
—¡Nooo!
Justo cuando Sfasciamonti lanzaba ese grito desesperado, lo vi desaparecer, devorado por un abismo, y sentí que, asiéndose a mi brazo derecho, me arrastraba al precipicio con una fuerza prodigiosa.
La máquina invisible y natural que rige las acciones humanas en tales calamidades puso en marcha sus ruedas y me empujó, sin que yo me diese cuenta, a agarrarme a mi vez a Atto, que se precipitó conmigo. Enlazados los tres, como una miserable caravana de carne y huesos, fuimos arrastrados por una fuerza invencible en una caída vertiginosa y sin fin.
«… Et libera nos a malo», tuve la fuerza de recitar con el pensamiento, mientras el abismo hostil me dejaba casi sin respiración.
Me pareció que la caída había durado una eternidad. Estábamos en el suelo, uno encima del otro, como si la horca de Lucifer nos hubiese amontonado entre las mieses de los condenados y arrojado ante los jueces infernales.
El peso de Atto y el mío, amén del terror, tenía paralizado y agarrotado a Sfasciamonti. Melani gimoteaba dolorido y aturdido, y apenas se movía. Con gran esfuerzo salí de aquella doble alfombra humana, y agradecí al Señor que pudiese sentarme en el suelo, pues ya no quemaba. Un olor penetrante y familiar, pero inquietante en aquellas trágicas circunstancias, me había impregnado la ropa y la piel. Pasé revista al lugar en que nos hallábamos, y la angustia se apoderó de mi alma.
Naturalmente, el candil estaba medio roto. Sin embargo, se vislumbraba por doquier una misteriosa claridad, una mezcla de niebla y de fulgores azulinos, como la que las luciérnagas irradian en los jardines después del ocaso, que sutilmente lo envolvía todo.
¿Estaba entero? Me miré las manos y temblé. Emitían luz; mejor dicho, estaban hechas de luz.
Ya no era un hombre. Un resplandor opalescente emanaba de todo mi cuerpo, como observé al examinarme las piernas y el vientre. Mis restos mortales estaban en otro lugar. Una pobre alma perdida, miserable efigie que deambulaba en el más allá, sustancia traslúcida e inmaterial, los había reemplazado.
En ese instante Sfasciamonti se levantó y me vio.
—¡Tú… tú estás muerto! —farfulló horrorizado mirando de hito en hito lo que quedaba de mi persona.
Miró en derredor con los ojos como platos y enseguida posó la vista sobre sus manos y brazos. Él también irradiaba la luz azul que estaba por todas partes, dentro y fuera de nosotros.
—Entonces, yo también… todos nosotros… Ay, Dios mío —sollozó.
En eso nos sorprendió la aparición. Un ser de las tinieblas, envuelto en un hábito negro, con el rostro tapado por una gran capucha mística, nos observaba inmóvil desde un nicho horadado en la pared y cerrado con una reja de hierro.
También Atto se puso en pie y lo vio. Durante largos e interminables instantes los tres estuvimos en vilo entre la respiración y el ahogo la desesperación y la esperanza, la vida y la muerte. Otros seres encapuchados surgieron detrás del que estaba en el nicho, que, como podía deducirse, era en realidad un túnel. Estábamos ante malignos emisarios del Averno. A buen seguro se echarían sobre nosotros para devorarnos.
La reja se levantó. Ya no nos separaba nada de los demonios. Su jefe, el que había aparecido primero, dio un paso al frente. El instinto nos hizo retroceder. Hasta Sfasciamonti, o mejor dicho el enorme fantasma azulino que había ocupado su lugar, temblaba como una hoja de otoño.
Todo ocurrió en un santiamén. El ser satánico extrajo de los recovecos de su hábito un largo objeto de color naranja. Era una daga incandescente, forjada en el calor blanco de las llamas del Hades, que apuntó contra nosotros a manera de anatema. Dentro de poco, me dije, saldría la lengua de fuego que disgrega todos los restos de átomos mortales y nos convertiría (si nuestros envoltorios luminosos seguían siendo materia) en pobres espectros errantes.
Dirigió la daga centelleante hacia mí, en señal de condena. ¿Qué había hecho yo, me pregunté lloriqueando, para no merecer al menos el Purgatorio, en lugar de este Infierno sin apelación? Cuatro diablos se me acercaron, me inmovilizaron y, con sus brazos como garfios y sin piedad, me tumbaron en el suelo. No grité; tanto me amordazaba el miedo que no podía. Además, me dije en un arrebato de humor desesperado, ¿quién puede oír el lamento de los condenados?
Vino hasta mí su jefe. Lo único que se le veía, pues seguía manteniendo oculto el rostro, era la mano macabra y ganchuda con que empuñaba la daga de fuego. Yo ignoraba qué estaba pasando con Atto y Sfasciamonti, pero el sordo alboroto que oía me hacía suponer que también los estaban maltratando.
El ángel del mal se inclinó y se colocó sobre mí. Apuntó la daga sobre mi frente, por encima de los ojos, justo en el centro. Penetraría el envoltorio óseo (o su apariencia) con la fuerza irresistible del fuego. Luego, como un perno, la hoja candente giraría en la caja craneal para remover y freír bien mi materia gris.
—No —imploré, no sé si con el pensamiento o con el hilo de voz que se me había permitido conservar después de la vida terrena.
En el abismo sin luz que era la capucha de mi verdugo creí ver (poder del mal y de sus adlátares) una sonrisa maligna, que saboreaba mi terror y mi próximo fin. El calor de la hoja me secaba las pupilas (¿las tenía aún?), que sólo el ansia animal de vivir mantenía abiertas.
La punta de la hoja incandescente estaba a menos de un pelo de mi frente. Iba a hundirse. Ahora, dentro de menos de un segundo. Sí, Cloridia, amor mío, mis dulces niñas…
Entonces, como un dulce preludio de la muerte, perdí el conocimiento. Antes de desmayarme, el corazón y el alma latieron juntos unos segundos, los suficientes para oír:
—Un momentucho: vislumbramiento arriesgadizo.
—¿Qué? ¡Maldito idiota! ¡Os voy a hacer trizas!
Siguieron ruidos violentos, los típicos de una pelea, y luego sonó el disparo.
—Ánimo, héroe, levántate.
Una bofetada. Rápida, violenta y traicionera como un cubo de agua. Me había despertado y trataba de librarme del torpor del desvanecimiento. Ahora oía la voz de Atto, que me hablaba.
—Yo… yo no… —balbucí, todavía tumbado, con la sensación de que la cabeza me iba a estallar. Tosí varias veces. Apestaba a quemado y había humo por todas partes.
—Regresa entre los vivos —me instó Melani—. Tenemos que salir de aquí antes de que nos asfixiemos. Pero primero quiero presentarte a Belcebú. Te sorprenderás, creo, cuando veas que ya lo conocías.
Aún tembloroso, me senté. La luz azulina ya no inundaba el antro infernal. Ahora todo era amarillo, rojo y naranja; una antorcha iluminaba el espacio. Me miré las manos. Había dejado de emanar aquella misteriosa claridad fosforescente.
—La he recargado —oí decir a Sfasciamonti.
—Bien —repuso Atto.
Observé que la escena de antes, en la cual creí que decía adiós a la vida, se había transformado por completo.
Sfasciamonti blandía en la mano derecha la daga con que habían estado a punto de ejecutarme. Apuntaba con ella al grupito de demonios encapuchados, que, muy juntos y quietos, estaban arrimados a la pared, sin aparentar la menor intención de rebelarse. Tanta disciplina respondía a algo: en la mano izquierda el esbirro tenía lista su pistola reglamentaria. Atto, por su parte, empuñaba una antorcha improvisada: un cono de hojas de papel que debía de haber prendido con la daga incandescente y que ahora, además de alumbrar el estrecho espacio en que nos hallábamos, esparcía vapores irrespirables.
—Ea, miserable, sácanos de aquí —dijo Atto al jefe de los demonios, al tiempo que se tapaba la nariz con un pañuelo para no aspirar demasiado humo.
Fue entonces cuando reconocí al cabecilla de la infernal banda. Aquel hábito mugriento y demasiado grande, el olor a suciedad que despedía, sus manos como zarpas…
La capucha se abrió un poco. Entonces vi aquel rostro apergaminado, miserable mosaico de piel ajada que se mantenía unida sólo por cansancio, la nariz tumescente y pustulosa, como una zanahoria en mohecida, los ojos mendaces, desconfiados e inyectados de sangre, sus cuatro dientes podridos y marrones, las arrugas profundas como surcos de arado, el cráneo esquelético y la mollera amarillenta, de la que pendían resignados ralos mechones de pelo de color ferrugiento.
—¡Ugonio! —exclamé.
Es menester que ahora explique la naturaleza y el pasado del mencionado personaje y de sus compañeros, con quienes muchos años atrás el destino me había hecho compartir no pocos avatares.
Ugonio era un saqueador de tumbas, es decir, uno de los extraños individuos que pasan todo su tiempo en las entrañas de Roma buscando reliquias de los santos y de los primeros mártires de la fe cristiana. Los saqueadores de tumbas, por decirlo con más claridad, eran auténticos seres de las tinieblas, que cavaban en el subsuelo con, las manos, separando el fango de los cascajos, la tierra de las piedras, las astillas del moho, y que se entusiasmaban con sólo obtener al final de esa labor porfiada y meticulosa de criba un trocito de ánfora romana, una monedita de la época imperial o un fragmento de hueso.
Tenían la costumbre de revender a elevado precio lo que encontraban en el subsuelo aprovechándose de la buena fe o, mejor dicho, de la imperdonable ingenuidad de los compradores. Hacían pasar el pedacito de ánfora por un fragmento de la jarra con que había apagado su sed nuestro Señor en la última cena; la monedita se convertía en una de las monedas por las que el Iscariote traicionó al Hijo de Dios, y el fragmento de hueso, en un trozo de la clavícula de san Juan. De todas las viles sustancias que los saqueadores de tumbas rescataban bajo tierra no, se tiraba nada: una astilla de madera medio podrida se vendía muy cara como si hubiese pertenecido a la Santa Cruz, la pluma de un ave muerta se subastaba como una genuina pluma del ala de un ángel. El mero hecho de que estuvieran siempre excavando, amontonando y ordenando aquella materia inmunda les había dado fama de infalibles cazadores de objetos sagrados y garantizado numerosos clientes a los que engatusar. Con el tiempo, y gracias a una astuta obra de corrupción, se habían hecho con copias de las llaves de las bodegas y los almacenes de media ciudad, lo que les permitía acceder a los lugares más secretos de la urbe subterránea.
Por último, los saqueadores de tumbas aunaban a sus prácticas execrables una religiosidad genuina, intensa y casi fanática, que sacaban a relucir en los momentos más inesperados. Si no recordaba mal, habían solicitado a varios Pontífices permiso para poder formar una cofradía, pero su petición nunca había obtenido respuesta.
Así pues, Ugonio era uno de ellos. Nacido en Viena, la cadencia y el acento con que hablaba mi lengua impedían a veces discernir un sentido cabal en sus palabras. Por eso le habían dado el nombre de Tudesco.
—El Tudesco… —exclamé estupefacto dirigiéndome a Ugonio—. ¡De modo que eres tú!
—Niego mi fe a este nombrezuelo abochornoso, que impugneo con mi integrada personificación —protestó—. En Vindobona me parturieron, pero domeñizo el sermón itálico como mi lengua materniz.
—Calla, animal —le ordenó Atto, que, muchos años antes, ya lo había oído presumir de su disparatado lenguaje—. Oírte me da náuseas. ¿Conque te has enriquecido con el jubileo, robando a los romeros o timándolos con tus supuestas reliquias, vendiéndoles a alto precio un hueso de jamón como si fuese la tibia de san Calixto? Me han contado que te has convertido en un pez gordo. Y ahora te has vendido a Von Lamberg, ¿verdad? Pero ¡qué digo! Eres vienés, de modo que te has comportado como un auténtico patriota manteniéndote fiel a Su Majestad Imperial Leopoldo I, igual que aquel maldito embajador. Bah, ¿quién iba a decirme que tendría que aguantar de nuevo tu repugnante presencia? —concluyó Melani con desprecio, escupiendo al suelo.
Yo, mientras tanto, miraba a Ugonio, y mil recuerdos bullían en mi mente. En verdad, las sospechas del abate parecían confirmarse: si el tristemente célebre Tudesco, cómplice de los cerretanos, era vienés, todos sin duda habían conspirado contra nosotros pagados por el Imperio de Viena. No obstante ello, me alegraba ver al viejo saqueador de tumbas, compañero de tantas aventuras, e intuía que al abate tampoco le desagradaba, a pesar de su indignada reacción.
—¿Qué me dices de la puñalada que me dio en el brazo el cerretano, tu compinche? ¿Estaba destinada a mi pecho? ¡Habla! —lo apremió Atto.
—Niego, reniego y abjuro de las absurdozas acusicaziones de vuesas mercedes. Y mi testuz desposee conocimiento verídico de que os hubiesen desgañatizado un miembro con un arma blanquecina.
—Entiendo, no quieres colaborar. Te arrepentirás. Y ahora sácanos de aquí —continuó Atto—. Enséñanos el camino de salida. Sfasciamonti, dame la pistola y mantén a Ugonio al alcance de la daga. El que haga un movimiento falso acabará con un agujero en la tripa.
Los encapuchados, a los que el terror me había hecho tomar por diablos, se encaminaron hacia el nicho por el que habían aparecido. Los seguimos, amenazándolos con la pistola y la daga, así como con la masa muscular de Sfasciamonti. Entramos, pues, en un túnel fétido y angosto, que conducía fuera del círculo infernal, de nuevo hacia lo desconocido.
—¡Pero… estamos bajo tierra! —exclamé de pronto al notar una extraña humedad y reconocer la opus reticulatum, la estructura de ladrillos típica de los antiguos muros romanos.
—Sí —asintió Sfasciamonti—. ¿Qué ha sido de la torre?
—Estamos en algún pasadizo secundario de las termas de Agripina —respondió el abate Melani—. Puede que antaño esto fuera un pasillo que llevaba al segundo piso, con ventanas y balcones, donde se respiraba aire limpio. Más tarde os explicaré el resto.
Un hecho habrá quedado meridianamente claro: las ambiguas artes de los saqueadores de tumbas los unían de facto a otro grupo de individuos execrables, los cerretanos. No era casual, pues, que hubiésemos topado con ellos buscando al famoso Tudesco.
Mientras recorríamos el túnel a la débil luz de la antorcha de Atto, cuya combustión renovaba añadiendo pequeños trozos de tela que encontraba en el suelo, Sfasciamonti empezó a interrogar a Ugonio.
—¿Por qué te llaman Tudesco? ¿Y por qué ordenaste el robo del manuscrito y de las reliquias del abate Melani?
—Es un embustorio porquerizo y de fe mala. Soy de hito en hito inocencio, lo perjurizo desde hoy hasta siempre, o casi nunca, por descontado.
Sfasciamonti calló un instante, pasmado por el idioma descocado y desquiciado del saqueador de tumbas.
—Ha dicho que no es verdad. Sea como fuere, lo llaman Tudesco porque ha nacido en Viena y el alemán es su lengua materna —aclaré.
Habíamos salido del túnel y llegado a unos escalones. Yo seguía bajo el efecto de la reciente experiencia. Me turbaba la sensación de haber pasado de la vida a la muerte (eso era al menos lo que me había parecido), y luego de nuevo a la vida. Las patadas, los empujones y los golpes me habían dejado derrengado y dolorido. La ropa me apestaba a mil olores extraños y tenía la inexplicable impresión de que mi espalda estaba cubierta de una capa de manteca de cerdo. Por último, me daba una vergüenza atroz ser el único que se había desmayado de miedo, y además justo cuando Atto y Sfasciamonti acababan de hacerse con la situación.
La antorcha de Atto terminó su breve vida. Así pues, de improviso tuvimos que avanzar en la más profunda oscuridad, palpando el suelo con los pies y las paredes con las manos. Temblé ante la idea de que una nueva batalla pudiera estallar en aquella asfixiante escalera, una batalla de resultados imprevisibles y casi seguramente sangrientos. Sin embargo, la tropa de encapuchados prosiguió ordenadamente el ascenso; Atto y Sfasciamonti no tuvieron que sofocar ninguna insurrección. Los saqueadores de tumbas eran así: astutos y estafadores, dispuestos a hacer timos y artificios de toda especie, pero incapaces de lastimar por medios violentos; a menos, claro está, que tuviesen que socorrer (como había ocurrido diecisiete años atrás) a un eclesiástico de alto rango, tarea a la cual su celo cristiano se aplicaba con un valor y una audacia dignos de héroes de la fe.
—Malditos harapientos —imprecó Atto—. Primero esa broma del Infierno, y ahora este paseíto.
—Don Atto, antes nos envolvió una extraña luz azul. ¿Cómo hicieron para que pareciésemos semejantes a espectros? —encontré el valor para preguntar.
—Es un viejo truco. O dos, si no recuerdo mal. En el suelo del antro, donde creímos que nos caía encima una lluvia de lascas inflamadas, había una tarima de hierro, que tenía debajo brasas de carbón. La tarima estaba hirviendo, pero sólo lo notamos cuando se nos calentaron bien los zapatos. Debajo de la tarima, en las brasas, habían colocado un recipiente, probablemente de cerámica barnizada, lleno de espíritu de vino y, en medio, un trozo de alcanfor, que inundó el pequeño espacio con sus exhalaciones.
—¡Ya entiendo! Por eso huelo así. Ya me parecía que se trataba…
—Es justamente lo que creías: alcanfor —me cortó Atto—, lo que se usa contra las polillas. Pero déjame seguir. La tarima era móvil y, al pisarla nosotros, puso en marcha un mecanismo. A su vez, éste hizo descender bruscamente una puerta de cierre vertical, que armó un ruido tremendo. Mientras, la llama de nuestro candil penetraba en el antro impregnado de los vapores de espíritu de vino y de alcanfor, que enseguida se prendieron. La sorpresa y el terrible ardor que sufrían nuestros pies surtieron efecto; con todo aquel fuego danzante y el calor que llegaba de abajo, creímos que estábamos en el Infierno. Entonces huimos por la escalera de mano y la portezuela, la única escapatoria, que nos aspiró hacia abajo con más fuerza que Escila y Caribdis.
—Pero ¿cómo diantres pudo pasar eso?
—Sfasciamonti y yo lo entendimos mientras tú echabas una cabezadita. Al final de la escalera había una rampa de metal, lisa y bien untada con manteca de cerdo.
Me toqué las posaderas. Sí, reconocí la manteca de cerdo que, cuando era mozo de posada, usaba para engrasar cacerolas y sartenes antes de preparar un pollo en salsa de vino y nueces o un ave guisada.
La manteca de cerdo, prosiguió Atto, lanzándonos a toda velocidad por la rampa, nos había hecho recorrer en sentido inverso la torre en toda su altura.
—¿En toda su altura? ¿Qué queréis decir? —intervino Sfasciamonti, que escuchaba la explicación de Atto con la boca abierta.
—La torre no es tan baja como pensábamos. Es muy alta, aunque se ha enterrado parcialmente en el transcurso de los siglos. Nosotros entramos por una casita construida en época más reciente, que no nos ha conducido a la planta baja de la torre, sino más o menos a la mitad de su altura original. La rampa, en cambio, nos ha hecho bajar hasta su antigua y auténtica base, que hoy, sin embargo, se halla en el subsuelo, a bastantes metros de profundidad.
—En el subsuelo, la torre está comunicada con toda una red de túneles —concluí orgulloso de mis viejos conocimientos sobre los subterráneos romanos, todos ellos indefectiblemente unidos entre sí.
—En efecto, y ahí nos esperaba el segundo truco. Al ver que habíamos llegado a las termas de Agripina, y encima de noche, lo que delataba nuestra intención de penetrar en los túneles, quemaron en el segundo espacio un vaso de aguardiente o de algún licor semejante. Si recuerdo bien la receta, en el aguardiente se disuelve un poco de sal común.
—Un momento —lo interrumpí—. ¿Cómo sabéis todos estos particulares?
—Son juegos de niños. En Francia los conoce todo el mundo. Basta comprar un libro adecuado, como los del abate de Vallemont, de quien me parece que ya te he hablado.
—¿Aquel que me mencionasteis en el Navío? —pregunté un tanto inquieto.
—El mismo.
El artificio siguiente, terminó de explicar el abate Melani, no precisaba la presencia de fuego, sino de una vela que se encendía y luego se apagaba. Y nuestro candil, como habían previsto los maquinadores de todo aquello, había llegado encendido hasta el final de la rampa, para romperse justo en el suelo. Si el lugar estaba bien impregnado de los vapores de la mezcla de aguardiente y sal, los rostros que se vieran en esa atmósfera adoptarían el semblante pálido y mortuorio de los cuerpos exhumados o de las almas errantes. Y así había ocurrido.
—Perdonad —dije entonces, mientras me percataba de que nuestra subida en la oscuridad estaba a punto de concluir y de que pronto volveríamos a caminar por terreno llano—, ¿por qué no os disteis cuenta enseguida de que se trataba de una farsa?
—La sorpresa. Lo organizaron todo a la perfección: primero el fuego danzante, luego nuestros rostros transformados en espectros, por último, el ejército de diablos, la daga flamígera, en realidad calentada en una estúpida chimenea… Lamentablemente, yo también me asusté, y por eso capté tarde el olor a alcanfor. Si no, os habría avisado a tiempo.
—¿Cómo descubristeis, entonces, lo que estaba pasando?
—En cuanto el idiota de Ugonio, alias el Tudesco, abrió la boca. Era imposible no reconocerlo, pese a los años que han pasado. Él también te reconoció. Dijo: «Vislumbramiento arriesgadizo»; esto es, se dio cuenta de que estaba a punto de cometer un peligroso error. Diría que te ha ganado en vista y en memoria, ja, ja. —Atto rió socarronamente.
—¿Por eso no me hirió?
—Yo no lliero nunca —intervino con tono ofendido Ugonio, desde el extremo opuesto de la fila.
—¿Nunca? —pregunté no sin una punta de cólera en la voz, pues recordaba los momentos de pánico que había pasado por culpa de la daga incandescente.
—Todos los intrusionistas llegan un algo meaduchos —refunfuñó Ugonio reprimiendo a duras penas una risa alborozada y maligna.
Tenía razón. Antes de desmayarme, yo no había podido contener una involuntaria, infantil y aterrorizada micción.
El propósito de ese teatro infernal era evidente. La guarida del Tudesco se hallaba entre los túneles que confluían en las termas de Agripina. Nadie podía entrar si no era invitado; los pocos que se atrevían debían pasar por aquel tiovivo de terror y salir pitando, expulsados como perros, con los calzones empapados de pis.
Después de diecisiete años era la primera vez que me aventuraba de nuevo en los subterráneos de Roma, donde casualmente volvía a encontrar a Ugonio, justo como la última vez que había salido de allí. ¿Qué me había conducido hasta aquel lugar? Las pesquisas relacionadas con el robo que había sufrido el abate Melani. Un botín compuesto por papeles, un catalejo y las reliquias de la Virgen del Carmen con mis tres viejas perlitas. Sí, las reliquias; casi las había olvidado. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?, me dije con una sonrisita; reliquias y subterráneos… el pan cotidiano de los saqueadores de tumbas. No quedaba sino encontrar los objetos robados.
Habíamos llegado al final de la escalera que nos había sacado del segundo antro infernal. Aquí nos esperaba una sorpresa.
Estábamos en un amplio depósito, de al menos treinta anas de largo y otras tantas de ancho, con el suelo bien allanado, las paredes reforzadas con pequeños ladrillos, provisto de puertas (que debían de dar a otros túneles) y de una escalera de mano que llevaba a una trampilla en el techo. Reinaba un desorden indescriptible: rimeros y más rimeros de objetos de las formas más variopintas convertían el espacio en una disparatada babel de dijes, reliquias, vestigios, baratijas, quincalla, trastos, trebejos, recuerdos, bagatelas, juguetes, escombros, muebles, astillas, antiguallas, cascotes, desechos, residuos y muchas más materias viles regurgitadas de los robos y los atracos perpetrados en las más sórdidas calles de la urbe.
Vi así montículos de monedas corroídas por el tiempo, pilas desmesuradas de papeluchos prensados y atados con cuerda, cestos de ropa sucia y ajada, columnas que llegaban hasta el techo de muebles medio carcomidos, decenas o, mejor dicho, centenares de pares de zapatos de toda clase, desde botas de campo hasta finísimos chapines de cortesana, fajas y cinturones, libros y cuadernos, plumas y calamos, ollas y pucheros, retortas y alambiques, águilas y zorros disecados, trampas para ratas, pieles de oso, crucifijos, misales, paramentos sagrados, mesillas y mesas grandes, martillos, serruchos y cinceles, colecciones enteras de clavos de todas las medidas, además de filas de tablas de madera, grandes largueros de hierro, escobas y cepillos, trapos y andrajos, huesos, calaveras y costillas, tinajas de aceite, bálsamos, ungüentos y muchas más asquerosidades.
Por si fuese poco, junto a todo eso había jarrones llenos de anillos, brazaletes y pendientes de oro, cajones de medallas y monedas romanas, marcos y adornos de maderas muy preciadas, objetos de plata, servicios de porcelana de mesa y de café, cofres de cristal, garrafas, copas y vasos de exquisita manufactura bohemia, manteles de Flandes, terciopelos y pasamanerías, arcabuces, espadas y puñales, valiosos cuadros de paisajes, retratos de damas y de Papas, Natividades, Anunciaciones, todos brutalmente amontonados unos encima de otros, a merced del polvo.
—Dios santo —dejó escapar Sfasciamonti—. Esto casi parece…
—Lo has adivinado —lo interrumpió Atto—. El botín de los últimos trescientos mil robos cometidos en Roma durante el jubileo.
—Me dan ganas de vomitar —dijo el esbirro.
—Conque era verdad lo que decían de ti —continuó Melani dirigiéndose con desprecio a Ugonio—. Tus negocios prosperan durante el año santo. Supongo que has hecho un voto especial a la Santísima Virgen.
El saqueador de tumbas no dijo nada ante el comentario irónico. Mientras tanto, yo caminaba prudentemente en medio de aquel descomunal desbarajuste, con cuidado de no tocar ningún objeto. Había que avanzar por estrechos pasillos entre los montones sin rozar nada para no romper un florero o una taza, o para que no te cayese encima una rima de libros o una pirámide de ánforas, mal apoyadas contra un viejo armario tambaleante. En un rincón oscuro, un objeto medio oculto entre un cúmulo de sábanas viejas y una preciosa píxide de oro atrajo mi atención. Era una extraña maraña de chatarra, como un seto de trozos curvos de latón y hierro. Se la mostré a Atto, que se estaba acercando. Cuando el abate la recibió de mis manos, la contempló con atención.
—Eran dos esferas armilares. O quizá tres, no lo sé. Estas bestias las han hecho papilla.
En efecto, eran dos o tres de aquellos artefactos especiales en forma de globo, constituidos por varios círculos concéntricos de hierro que giran alrededor de un eje y que están fijados a un pedestal, de los que se valen los científicos para calcular el movimiento de los astros.
—La requisación se complejizó por un improvisto —se justificó Ugonio—. Desdichosamente, las cosuchas se enrederizaron.
—Claro, se enrederizaron —lo remedó enfadado Atto, que tras arrojar la maraña metálica empezó a moverse entre los montones de fruslerías—. No me cuesta imaginar el motivo. Después del robo iríais a emborracharos a algún sitio. Seguro que aquí está también… Sí, en efecto.
Unos objetos cilíndricos, colocados verticalmente, estaban alineados en el suelo. Atto cogió uno, que parecía menos sucio y dañado que los otros.
—Muy bien —añadió limpiando el cilindro con el antebrazo—. Dichosos los ojos.
A continuación me lo tendió con una sonrisita triunfal.
—¡Vuestro catalejo! —exclamé—. ¡Es verdad, entonces, que lo robó el Tudesco!
—Desde luego. Como los otros de esta colección.
En el suelo había un pequeño bosque de catalejos de distintas formas y dimensiones, algunos nuevos, otros mugrientos y medio rotos. Sfasciamonti también se acercó y empezó a hurgar cerca de donde estaban los catalejos. Por fin cogió del suelo un gran instrumento de aspecto conocido y me lo enseñó.
MACROSCOPIUM HOC
JOHANNES VANDEHARIUS
FECIT
AMSTELODAMII MDCLXXXIII
—Es el otro microscopio que robaron al docto holandés, del que me hablaron unos colegas esbirros, ¿te acuerdas? Es el gemelo del que tú y yo le quitamos la otra noche al cerretano.
La tropa de los encapuchados asistía impotente y molesta al descubrimiento de sus tráficos.
Todos miramos a Ugonio.
—¿Has robado también mi tratado manuscrito? —inquirió Melani con rabia.
La joroba del saqueador de tumbas se había contraído, como empequeñeciéndose y encorvándose más manifestase su deseo de evitar las consecuencias de sus fechorías.
Sfasciamonti blandió la daga y agarró a Ugonio por el cuello de su desastrado gabán.
—¡Ay! —gritó, y soltó enseguida a su presa.
El esbirro se había pinchado un dedo. Volvió del revés el cuello de Ugonio y apareció un broche. Al punto lo reconocí: era el escapulario de la Virgen del Carmen, el exvoto que habían robado al abate Melani
Y cosidas a él seguían mis tres perlitas venecianas, que Atto había conservado amorosamente durante todos esos años.
El esbirro arrancó la reliquia del pecho de Ugonio y se la tendió a Atto. Éste la cogió con dos dedos.
—Ejem, creo que debes quedártela tú —me dijo con una pizca de empacho, al tiempo que me la daba sin mirarme.
Me puse contento. Esta vez guardaría celosamente mis perlitas, en recuerdo del abate Melani, que de vez en cuando era capaz de un gesto de afecto. Apreté la reliquia, aunque no sin una mueca de asco por la peste que emanaba tras su larga estancia a bordo del saqueador de tumbas.
Sfasciamonti, de nuevo en acción, apuntaba la daga hacia la mejilla de Ugonio.
—Y ahora, el tratado del abate Melani.
Atto empuñó la pistola. El saqueador de tumbas no se hizo de rogar demasiado.
—No he latrozinado nada de nadísima; me encomisionaron un alzamiento —susurró.
—¡Ah, un robo por encargo! —tradujo Atto volviéndose hacia nosotros—. Justo lo que siempre he sospechado. ¿Quién te lo hizo? ¿Acaso el embajador imperial, tu malvado compatriota, el conde Von Lamberg? Dime, ¿te mandan también apuñalar a la gente? —preguntó mostrando a Ugonio el brazo que le había herido el cerretano en fuga.
El saqueador de tumbas vaciló un instante. Miró alrededor evaluando las posibles consecuencias de su silencio: por un lado, la pistola de Atto, la daga y la corpulencia de Sfasciamonti; por otro, sus amigos, numerosos pero todos tullidos…
—Me encomisionizaron los de la junta de archimandritas.
—¿Quiénes son ésos? —preguntamos al unísono.
La explicación de Ugonio fue larga y enrevesada, pero merced a nuestra paciencia, y a que aún conservábamos fresco en la memoria su verbo fantasioso, conseguimos entender, si no todos los detalles, al menos las principales afirmaciones.
El asunto era simple. Los cerretanos elegían regularmente a un representante, una especie de rey de los desarrapados. Se llamaba archimandrita mayor y era coronado en una gran asamblea de todas las sectas de cerretanos. Daba la casualidad de que el último acababa de pasar a mejor vida.
—¿Y eso qué tiene que ver con el robo que te encargaron?
—Se me escabulle, dígolo con el respeto meritorio de vuestro soberanísimo mandamiento. Nunca se eyacula el quid de un alzamiento. ¡Es un problema secretor!
—¿No hablas porque tienes que guardarle el secreto a tu cliente? ¿Y pretendes librarte así? —masculló Atto.
El depósito polvoriento y asfixiante en que nos encontrábamos estaba alumbrado por unas antorchas colgadas en la pared; el humo que soltaban salía por unos canales cavados hacia arriba, cuya boca estaba colocada encima de la llama de cada hachón. De pronto Atto cogió una y la acercó a un montón de papeles. Si mis ojos no me engañaban, eran actas legales y notariales, robadas por los saqueadores de tumbas Dios sabía cómo.
—Si no me dices a quién has entregado mi tratado manuscrito, como que hay Dios, te juro que prendo fuego a todo lo que hay aquí.
Hablaba en serio. Ugonio se sobresaltó. Comprendiendo que su patrimonio de vestigios estaba en peligro, empalideció, al menos hasta donde se lo permitía su piel de cartón piedra. Primero trató de ablandar a Melani y luego intentó hacerle ver que se estaba metiendo en una empresa arriesgada: los propios cerretanos habían sufrido un grave robo y por eso el momento era especialmente inquietante.
—¿Un grave robo? Nadie roba a los ladrones —replicó Atto con tono burlón—. ¿Qué han robado a los cerretanos?
—La lenguoria nuevoria.
—¿La nueva lengua? Las lenguas no se roban, porque no se poseen; se hablan y punto. Invéntate otra cosa, idiota.
A la postre, Ugonio cedió. Explicó al abate su propuesta.
—De acuerdo —dijo Atto al fin—. Si mantienes tu promesa, no mandaré destruir este sitio. Sabes perfectamente que puedo hacerlo —añadió antes de pedirle que nos acompañara a la salida—. Esbirro, ¿tienes algo más que preguntar a estos animales?
—Por ahora, no. Quiero saber si mañana sabrán mantener su palabra. Marchémonos ya. No puedo estar tanto tiempo fuera de la villa Spada.
Mientras nos alejábamos de las termas de Agripina, seguíamos meditando sobre los formidables hechos que acabábamos de vivir.
—Ugonio me reconoció en cuanto me vio de cerca. ¿Cómo podía ignorar a quién le estaba robando el tratado y el catalejo? —pregunté a Melani.
—No lo ignoraba. Los de su calaña siempre saben lo que se llevan.
—Sin embargo, le dio igual.
Así es. A todas luces, se sentía muy presionado por quien le encargó el trabajo. Le habían ofrecido mucho dinero, o quizá temía fracasar.
—¡Ahora lo entiendo! Por eso siempre tenía la sensación de que alguien me observaba en la villa Spada —solté sin darme cuenta.
—¿Cómo dices? —preguntó Atto estupefacto.
—Jamás os lo he contado, porque no estaba seguro de lo que veía. Con la de cosas extrañas que hemos presenciado… —agregué aludiendo a las apariciones del Navío—. No quería que pensarais que me había vuelto un visionario. El caso es que en los días pasados varias veces me pareció que me espiaban. Era como si… vaya, como si me vigilasen desde detrás de los setos.
—¡Claro! Hasta un niño lo comprendería; debían de ser Ugonio y los otros saqueadores de tumbas —concluyó Atto, nervioso por mi lentitud de razonamiento.
—Puede que también nos siguieran la noche en que nos narcotizaron —reflexioné en voz alta—. En la taberna adonde fuimos entraron unos tipos raros, mendigos bastante pendencieros. Provocaron una gresca que nos obligó a abandonar la mesa. Poco les faltó para volcar la jarra de vino.
—¿La jarra de vino? —preguntó Atto con los ojos como platos.
Le narré entonces la trifulca que había tenido lugar en la taberna. Le expliqué además que Buvat y yo habíamos perdido de vista nuestra mesa durante un momento. Atto estalló.
—¿Y ahora me lo cuentas? —exclamó con impaciencia—. Santo Dios, ¿no comprendes que os durmieron echando un poco de somnífero en vuestro vino?
Humillado, guardé silencio. Sí, así debía de haber ocurrido todo. Los mendigos (en realidad, un grupo de cerretanos) habían organizado una falsa riña para crear confusión en el local. De ese modo nos habían hecho dejar nuestra mesa y, sin que los viéramos, habían vertido el narcótico en el vino. Por último, se habían marchado como si tal cosa.
—Ugonio y sus secuaces esperaron a que os quedaseis dormidos para introducirse en tu casa y en el cuarto de Buvat —concluyó Atto ya un poco más calmado—. Luego, en cuanto pudieron, lo intentaron conmigo.
—Es un milagro que consiguiesen pasar la muralla de la villa y salir con el botín sin que nadie los viese —comenté.
—Desde luego —convino Atto lanzando una mirada hostil a Sfasciamonti—, es un milagro.
El esbirro, avergonzado, bajó la vista. Si yo había quedado como un pelele, él corría el riesgo de que se le tachara de incapaz. En cambio Atto, al descubrir a Ugonio, había averiguado no sólo quién, con el somnífero, nos había dejado fuera de combate a Buvat y a mí, sino también la identidad del ladrón de su tratado sobre los secretos del cónclave, de las reliquias y del catalejo, que ahora estrechaba en su mano reventando por igual de rabia y de guerrera satisfacción.
Tan pronto como cruzamos el Tíber, Sfasciamonti anunció que se adelantaba porque debía regresar lo antes posible a la villa. De ese modo nosotros podríamos disfrutar del privilegio de un paso más cómodo y moderado.
—Os precederé. ¡Se ha hecho muy tarde, por mil espiches! Mis ausencias no pueden durar demasiado. No quiero que el cardenal Spada crea que me sustraigo a mi deber —explicó.
—Mucho mejor, mucho mejor —comentó Atto en cuanto estuvimos solos.
—¿Por qué?
—Cuando lleguemos, tendremos cosas que hacer.
—¿A estas horas de la noche? —exclamé.
—Buvat debería haber terminado el trabajo que le encargué.
—¿La búsqueda de la flor en los escudos nobiliarios?
—No sólo ése —respondió lacónico el abate.
Claro, Buvat. La noche de la víspera se había dejado ver después de mucho tiempo, y Melani, tras encargarle que rastrease la presencia del Tetráchion en los escudos familiares, le había pedido que se ocupase de algo que llamó simplemente «otro asunto». ¿En qué andaba metido? En los primeros días su presencia había sido constante y asidua. Últimamente, en cambio, aparecía breves instantes, para después ausentarse de nuevo, y por largo tiempo. Ahora yo sabía que Melani le había confiado una tarea, que evidentemente el escribano realizaba fuera de la villa. Comprendí que el abate no quería revelarme de momento ese misterio.
Cuando llegamos a la villa Spada, el secretario de Atto aún no había regresado.
—¡Bien! Se ve que la pista que le he dado es fructuosa. Puede que sólo le falten los últimos pormenores.
—¿Pormenores? ¿De qué? —inquirí.
—De las acusaciones con que entramparemos a Von Lamberg.