8
Ese mes con Elaina fue la época más feliz de mi vida, hasta dónde me alcanza la memoria. Lo cierto es que no tengo demasiados recuerdos en los que fuera realmente feliz. Vivía día a día y lo pasaba lo mejor que podía. Esa ha sido siempre mi meta, pero aquellos días con ella hicieron que el resto de mi vida pareciera falso.
De haberlo sabido, la hubiera anhelado. ¡Joder! ¿A quién quiero engañar? Había anhelado a Elaina desde siempre, por lo que mi existencia no hubiera sido muy diferente. Tuve que esperarla durante un tiempo, pero luego, cuando llegó nuestro momento, me sentí el hombre más afortunado de la tierra. Por fin tuve la oportunidad de decirle lo que significaba para mí. Había conseguido a mi chica y ella también me quería. Estábamos juntos y siempre lo estaríamos. Nos quedaban muchas cosas por aprender el uno del otro, por supuesto. A pesar de que entre nosotros existía la complicidad que se tiene con una persona a la que conoces desde hace siglos, todavía teníamos muchas incógnitas que resolver. Podría pasarme el resto de mi vida descubriendo a Elaina y jamás me cansaría. Lo tenía asumido.
La primera persona a la que le dijimos que estábamos juntos fue a la madre de Elaina. «Bueno, por fin habéis llegado a la situación que preveíamos desde el principio todos los que os conocemos», fue lo primero que comento, después de lanzar un gritito y darnos un abrazo. Sí, sin duda resultaba maravilloso tener una familia que te quería. Ian, el hermano de Elaina, fue el siguiente en compartir nuestra noticia. Se sintió feliz por nosotros y mostró una reacción similar a la de su madre, pero sus palabras fueron muy distintas. «¿Así que ahora vas a tirarte a mi hermanita?». Lo dijo con cierto aire de desafío y le respondí lo mejor que pude que… er, bueno… sería mucho mejor que cambiáramos de tema. Todavía no habíamos hecho nada, pero eso cambiaría pronto. No podíamos mantener las manos alejadas el uno del otro y ninguno de los dos dudaba que tarde o temprano llegaríamos a ese punto.
El problema principal era que no me quedaban demasiados días de permiso y pronto volvería a marcharme. Teníamos mucho terreno que cubrir en esas semanas, y quería que todo fuera perfecto cuando estuviéramos juntos por primera vez.
Finalmente, me llevé a Elaina a la costa de Somerset durante el fin de semana, concretamente a Kilve, donde la hermana de un oficial del SAS del que me había hecho muy amigo poseía un Bed & Breakfast. Mi amigo me había mencionado el lugar en más de una ocasión y tuve la inmensa suerte de que Hannah Greymont me confirmó cuando la llamé que podía reservar una habitación en Hallborough Park.
Mis planes iban viento en popa, estaba seguro de que todo formaba parte de mi destino…
—¿Cómo conociste este lugar? —me preguntó Elaina con expresión de asombro cuando pisamos el camino de grava.
—Uno de mis compañeros en las Fuerzas Especiales me habló de él. Se llama Blackstone. Los propietarios son su cuñado y su hermana. Es increíble, ¿verdad? —Y sin duda lo era. La casa de piedra gótica que teníamos delante era una propiedad campestre capaz de rivalizar con cualquiera de las que veíamos en la BBC.
—Es un lugar precioso —confirmó en voz baja—. El sitio perfecto para nosotros.
La miré; me pareció más guapa que nunca. Elegante y graciosa con aquel vestido azul, con sus largas piernas dobladas en el asiento de mi coche. Sin embargo, había captado algunas vibraciones. Mi chica se sentía tímida y yo sabía muy bien por qué. Me encargaría de aquel pequeño problema en cuanto estuviéramos solos en nuestra habitación; lo haría despacio y con cuidado. «¡Tranquilo, muchacho! Céntrate en el objetivo final, en tu propósito». Y eso no consistía tan solo en llevármela a la cama y alcanzar otro nivel en nuestra relación, aunque estoy seguro de que era lo que parecía. Si me ponía en su lugar estaba claro que no había otra conclusión.
—Tú sí que eres preciosa —le dije—, y te amo todavía más por haber venido aquí conmigo este fin de semana.
—¿Solo por eso? —Me miró de soslayo.
«¡Idiota! ¡Estúpido! ¡Tonto, más que tonto!».
—No, no es solo por eso. Te adoro a todas horas. —Me incliné hacia ella y la atraje hacia mí buscando sus ojos—. ¿Te arrepientes?
Ella sacudió la cabeza con los ojos brillantes.
—No. Nunca. —Llevó la mano a mi cara y la mantuvo allí, ahuecada—. Iría a cualquier sitio si tú me lo pidieras, Neil. Te amo, ¿no lo recuerdas?
—No olvidaré jamás estas palabras. —Y no lo haría. Eran preciosas para mí.
—Bien. Será mejor que no las olvides.
La apreté contra mí y la besé a conciencia, hasta que la sentí maleable en mis brazos y solo pude pensar en camas donde tenerla desnuda. Y esas ideas eran las menos apropiadas en ese momento.
—Por lo tanto, tengo un plan —le confesé al oído.
—Mmm… —ronroneó—, estaba segura. ¿Qué plan es ese?
Me aparté un poco para que pudiera verme.
—La primera parte de mi plan es conseguir que nos instalemos en nuestra habitación. —Ladeé la cabeza y vi que arqueaba la ceja; estuve seguro de que estaba pensando que mis motivos eran un poco guarros. Lo cierto es que casi todos lo eran, pero ella no necesitaba saberlo y los oculté lo mejor que pude—. Y luego… ¿qué le parecería a mi preciosa chica que la llevara a cenar a un restaurante donde pueda sentarme frente a ella y recrearme en su exquisita belleza? ¿Qué me dices?
Ella se rio.
—Me parece bien. Una buena idea.
—¿Está riéndose de mí, señorita Morrison?
—Creo que sí, capitán McManus. —Asintió con la cabeza sin dejar de reírse y luego me besó con dulzura en los labios—. Mucho me temo que tienes algo de poeta. Será mejor que no se enteren tus hombres.
—Y yo pensando que me había expresado bien —protesté.
—Oh, puedes hablarme con tono de poeta cada vez que quieras, cariño. —Me lanzó un beso sin dejar de sonreír.
Sacudí la cabeza antes de dirigirnos a la recepción. Llevaba a Elaina del brazo, sí, éramos felices, pero tendría que marcharme unas semanas después… Y todavía no sabía cómo iba a ser capaz de hacerlo.
La hermana de Blackstone —que enseguida nos invitó a llamarla Hannah— nos instaló en una preciosa habitación que ocupaba una esquina de la casa, decorada en un tono tan azul como el mar que podíamos ver a través de sus ventanas. La vista de la costa y de los campos llenos de lavanda era magnífica, pero mi mente calenturienta no la apreció en todo su esplendor. Sí, la única vista que quería contemplar era Elaina. Elaina desnuda. Esa era la visión que anhelaba. La única que me importaba. Mientras miraba a través del cristal, me di cuenta de que lo tenía un tanto crudo. Elaina estaba en el cuarto de baño colocando sus artículos de aseo mientras yo me recreaba en la sensación de anticipación ante lo que iba a ser, por fin, una realidad mucho tiempo deseada. Tenía mis reservas sobre lo que íbamos a hacer allí, en aquella hermosa edificación victoriana de la pintoresca costa de Somerset. Elaina era una mujer adulta, pero también bastante más joven que yo. A veces me sentía culpable por ello; quizá debería haber elegido a una más cercana a mi edad, pero había aprendido hacía ya mucho tiempo que no se pude elegir de quién te enamoras. Eligen por ti.
Para mí habían elegido a una hermosa muchacha con el pelo rojo como las cerezas y los ojos azul oscuro, y solo ella poseía la llave de mi corazón. Aquellos pensamientos estimularon mi erección hasta el punto de que tuve que acomodarme la polla con discreción. Bueno, dada la coyuntura, quizá podríamos llegar a utilizar todos los preservativos que contenía la caja que había guardado en mi maleta…
—Oh, cielo, deberías ver la vista que hay desde aquí —me dijo desde el cuarto de baño, interrumpiendo mis prácticos pensamientos sobre logística folladora. ¡Gracias a Dios! Según me acercaba a ella, me reprendí a mí mismo por la ansiedad que necesitaba ocultar, e intenté olvidarme de aquellas ideas sobre lo que haría con ella, y las posibilidades que nos dejaba el tiempo limitado que nos quedaba.
Los hechos eran los hechos, Elaina me deseaba tanto como yo a ella. Ninguno éramos menores de edad ni tampoco vírgenes. Ese detalle me molestaba un poco, pero también me hacía sentir aliviado. No sería el primer hombre que estuviera dentro de ella, pero tampoco tendría que preocuparme por desflorar a una inocente, algo que no había hecho nunca y que no tenía el menor deseo de experimentar. No, tenía a mi chica y ella era todo lo que yo quería. Elaina era una adulta; su familia nos había dado su bendición y ella había dormido en mi casa ya un par de veces. Debían tener sus sospechas, así que, ¿por qué me sentía como un adolescente poseído por las hormonas a punto de echar un polvo?
—Ven corriendo, anda —insistió ella.
«Ay, sí, nena, me correré y tú también».
Entré en el cuarto de baño y la encontré junto a una ventana desde la que se podía admirar casi la misma vista que yo estaba contemplando, pero la que miraba Elaina estaba sobre una bañera gigante, que esperaba que pudiéramos disfrutar juntos en algún momento. Me situé detrás de ella, la rodeé con los brazos y apoyé la barbilla en su coronilla.
—Es preciosa —confirmé, inhalando su aroma, que se había convertido ya en una adicción.
—Lo sé, es una maravilla —repitió ella, al tiempo que ponía las manos sobre el punto donde mis brazos se cruzaban.
Me encantaba que Elaina me tocara. Me recreaba en cada contacto que me ofrecía, sin importarme lo pequeño o fugaz que fuera. La sensación de sus manos era única, porque siempre tenía un significado. Saber que era algo que me entregaba libremente me satisfacía, y me gustaba atesorar esos recuerdos para esos tiempos en los que estaríamos separados. Serían mis talismanes para los momentos difíciles; mi esperanza. Tuve un destello de pánico ante la idea de dejarla atrás, en Inglaterra, una vez que mi permiso terminara… «¡No pienses en eso!».
La giré con mis brazos y encerré su rostro entre mis manos. La abracé con fuerza, buscando su mirada al tiempo que trazaba sus hermosos rasgos, memorizando cada pequeño detalle que la convertía en la mujer más hermosa del mundo para mí.
—No estaba hablando de la vista —confesé antes de apoderarme de su boca.
La besé durante un buen rato delante de aquella ventana. Me recreé en mi chica hasta que me sentí bien, satisfecho; hasta que la saboreé lo suficiente como para dejarla ir y poder cumplir mi promesa de mirarla durante la cena. Ya seguiríamos hasta el final un poco más tarde.
El rubor de Elaina en el comedor cuando el maître se acercó para acompañarnos a nuestra mesa y las miradas de los demás huéspedes, que debían hacer cábalas sobre la razón que había provocado que llegáramos tarde a la cena, estimularon en mí un intenso sentido protector. Con solo mirarla, cualquiera podía darse cuenta de su piel enrojecida y sus labios hinchados por los besos, y hacerse una buena idea sobre lo que habíamos estado haciendo. Deslicé la mano de manera posesiva sobre la parte baja de su espalda y la conduje hasta su silla.
La ayudé a sentarse como me había enseñado mi abuela, pero lo que quería era que toda esa gente supiera que era mía. Si hubiera podido hacerlo sin que todos creyeran que estaba completamente loco, hubiera anunciado a los cuatro vientos, «esta hermosa chica es mía, gente. Y me ama».
De todas maneras, estaba seguro de que chalado o no, fui yo quien salí ganando. Todavía podía verla al otro lado de la mesa durante la cena.