Capítulo 9
Llamada de un fantasma
—¡Propongo que nos olvidemos del Ojo de Fuego! —dijo Pete—. Según la leyenda ha matado a quince hombres, y no me gustaría que a su cuenta añadiese a cuatro chicos.
—Me parece razonable la propuesta de Pete —exclamó Gus—. Además, no estoy seguro de querer el Ojo de Fuego, aun cuando lo encuentre. Su posesión entraña riesgo.
—¡Ya sabéis lo sucedido a Bigote Negro! —reforzó Pete—. Lo consiguió hace menos de una hora, y… ¡se lo cargaron!
Bob se limitaba a observar el rostro sombrío de Júpiter.
—Aún no hemos encontrado el Ojo de Fuego —dijo éste—. Luego no estamos en peligro. Al menos, no de momento.
—Sometámoslo a votación —sugirió Pete—. Votó porque abandonemos el caso ahora. Los que están conmigo, dirán sí.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
La sílaba fue repetida varias veces por «Barbanegra», un pájaro mina cuya jaula colgaba en el puesto de mando.
Nadie más concedió su voto a Pete. Gus permaneció silencioso porque se consideró sin derecho a decidir la conducta que debía adoptarse. Bob, simplemente, confiaba en su jefe. Además, éste sabía cuan poco efectiva era una votación adversa para Júpiter.
—¡Los muertos no cuentan historias! —gritó «Barbanegra», que se rió.
—¡Calla tú! —gritó Pete—. ¿Quién te ha dado vela en este entierro? —Se volvió a Júpiter—. Muy bien, dime, ¿qué hacemos ahora? ¿Avisamos a la Policía para que sepan lo sucedido a Bigote Negro?
—Carecemos de pruebas —respondió el interpelado—. Y sin evidencia, no nos creerán. Naturalmente, lo diremos si Bigote Negro no aparece.
»De momento sólo se me ocurre una idea: localizar el busto de Octavio. Y el único modo de hacerlo es recurrir a la mayoría de nuestros amigos, que estarán en sus casas. Propongo poner en marcha la transmisión.
Las palabras de Júpiter sellaron toda discusión. Inmediatamente llamó a cinco de sus amigos, y les rogó que telefoneasen a las diez de la mañana del día siguiente, si averiguaban el paradero de Octavio. Bob telefoneó a otro grupo de amigos, y Pete hizo lo mismo. Terminada la operación, los Tres Investigadores estuvieron seguros de que el mensaje sería recibido por cientos, incluso miles, de muchachos residentes en Rocky Beach, Hollywood y Los Ángeles.
Los Tres Investigadores habían usado ya la Transmisión de Fantasma a Fantasma, y cuantos recibieron la llamada, conocían el procedimiento y gozaron ayudando a la misteriosa investigación, aun cuando no conocieran personalmente a Júpiter, Pete o Bob.
Cuando acabaron de telefonear, Júpiter invitó a Gus a pasar la noche con él en vez de regresar a su habitación en el hotel de Hollywood. Gus aceptó, Pete y Bob se marcharon juntos hacia sus respectivos hogares.
—¿Hallaremos el busto de Octavio? —preguntó Pete.
—En otro caso, alguien tendrá una gran sorpresa algún día —contestó Bob—. Imagínate que instalan el busto en el jardín, y las inclemencias del tiempo lo desmoronan. Una mañana hallarían un rubí de valor incalculable en el césped.
—Y si lo conservan en la casa, un día puede caerse y el rubí ir a parar al cubo de la basura —objetó Pete.
Se dijeron adiós, y Bob pedaleó más fuerte hasta llegar a su casa, donde halló que su padre miraba molesto al teléfono.
—Intento hablar con el periódico —se quejó el señor Andrews—, pero todas las líneas de Rocky Beach están ocupadas desde hace media hora. Parece increíble, pero es cierto.
Bob conocía la causa de aquel fenómeno, si bien prefirió no mencionar la Transmisión de Fantasma a Fantasma. Siempre que habían recurrido a semejante truco informativo, los teléfonos se convertían en algo imposible.
Se fue a su habitación, pero transcurrió bastante rato antes de que pudiera dormirse. Sin embargo, el cansancio le venció y sus párpados se cerraron pesadamente. Indios salvajes a caballo armados de bastones-estoque galopaban por su mente, con el tremendo realismo de los sueños.
Al abrir los ojos, el sol estaba alto. Su olfato percibió el tocino que su madre freía en la cocina. Se vistió raudo, y bajó los escalones de dos en dos.
—¡Hola, mamá! ¿Algún mensaje de Júpiter?
—Bueno, déjame pensar… —ella se apoyó un dedo en la barbilla y fingió profunda meditación—. Hubo uno. Algo así como: «La vaca saltó encima de la luna y el plato huyó con la cuchara».
Bob frunció el ceño. El mensaje no se parecía en nada a la clave usada siempre por Júpiter. Entonces vio que su madre se reía y comprendió que bromeaba.
—¡Oh, mamá! —exclamó—. ¿En verdad te dijo eso?
—Deja que piense un poco más —respondió ella—. ¡Ah, si! «Zarabanda y tremolina. Se precisa que alguien vigile el almacén». Caramba, Robert. ¿No podríais comunicaros en idioma normal? —Luego añadió—: No, creo que resulta más divertido así. Está bien, no te preguntaré qué significa, pero sospecho que trabajáis en otro caso.
—Sí, mamá —contestó Bob, distraído, sentado a la mesa de la cocina.
«Zarabanda y tremolina» significa ir a Patio Salvaje lo antes posible, pero sin máxima urgencia. «Se precisa que alguien vigile el almacén», suponía que el tercer investigador se quedase en el puesto de mando, junto al teléfono, porque los otros se habrían ido a alguna parte. ¿Dónde los habría llevado Jupe aquella mañana?, se preguntó Bob.
—¿Es todo lo que piensas decirme? —preguntó su madre, sirviéndose un plato de tocino, huevos y tostadas—. ¿Sólo «sí, mamá»?
—Oh, perdóname —se disculpó el muchacho interrumpiendo sus pensamientos—. Adivinaste que investigamos un nuevo caso. Buscamos el busto de un emperador romano, llamado Octavio, que se vendió por error. Pertenece a un chico inglés, y tratamos de localizarlo.
—Me parece muy bien —dijo ella—. Ahora, cómete los huevos; un busto no huirá. Lo bueno de estas figuras es que se están quietas.
Bob prefirió no decir que este busto se diferenciaba de los demás en que era muy esquivo. Luego de acabarse su desayuno, se fue tan aprisa como pudo a la chatarrería. Encontró a tía Mathilda en la oficina, y a Hans y Konrad ocupados en el patio.
—Buenos días, Bob —saludó la señora Jones—. Júpiter, Pete y el chico inglés se fueron en bicicleta hace media hora. Júpiter dejó un mensaje donde tiene su maquinaria.
Bob se apresuró a ir al taller, donde halló una nota sobre la imprentilla: «Bob, maneja las campanas. Realizamos una descubierta de exploración. Primer Investigador. J. Jones».
«Maneja las campanas» quería decir que estuviera junto al teléfono por si los «fantasmas» hacían alguna llamada. Empero, lo que más le hubiera gustado leer e interpretar era la causa que había motivado la salida, y dónde.
Resignado, se deslizó por el Túnel Dos hasta la oficina del puesto de mando.
No tardó mucho en sonar el teléfono. Eran las diez menos cinco minutos. Debía de ser un «fantasma». Bob cogió el auricular.
—Tres Investigadores, Bob Andrews al habla —dijo.
—Hola —contestó un chico—. Soy Tommy Farrell y quizá tenga información para ti. Mi hermana compró un busto en el Patio Salvaje de los Jones, y lo instaló en nuestro jardín.
—¿Cómo se llama? —preguntó Bob, ansioso—. ¿Octavio?
—¡Atiza!, pues no lo recuerdo. Espera un momento, que voy a comprobarlo.
Bob esperó con el corazón latiéndole aceleradamente. ¿Habría tenido éxito tan pronto la Transmisión de Fantasma a Fantasma? Si la hermana de Tommy Farrell tenía a Octavio…
De nuevo llegó la voz del chico.
—No es Octavio. Se trata de Bismarck. ¿Ayuda eso?
—Muchas gracias, Tommy —respondió Bob, decepcionado—. El que necesitamos es Octavio. De todos modos, gracias por la llamada.
Bob dejó el auricular en su cuna, y a falta de otra cosa que hacer, sentóse a la máquina de escribir, para mecanografiar sus notas sobre el caso. La carencia de otras llamadas patentizaban por esta vez el fracaso de la Transmisión de Fantasma a Fantasma.
—¡Bob! ¡Bob Andrews! —La voz potente de Mathilda Jones llegó a través del abierto tragaluz del puesto de mando—. Júpiter no ha regresado y la comida está a punto. ¿Tampoco tú quieres comer?
—Ahora voy —dijo Bob por el micrófono.
Al abrir la trampilla del Túnel Dos, oyó el teléfono. Raudo, la dejó caer, y ansioso atendió la llamada.
—Hola. Aquí Tres Investigadores. Bob Andrews al habla.
—Querías saber dónde está el busto de Octavio —respondió una voz de niña—. Mi madre lo tiene. Pero resulta que ahora le desagrada y piensa regalárselo a una vecina.
—¡Por favor, no le dejes que haga eso! —gritó Bob—. Nuestro lema es que todo cliente se vaya satisfecho. Iremos a tu casa en cuanto podamos y le devolveremos su dinero. Llevaremos otro busto por si prefiere el cambio.
Tomó nota del nombre y dirección, que era en Hollywood. Luego colgó el auricular y miró angustiado el reloj.