Capítulo 4

¡Auxilio!

—¡Auxilio! —continuó la voz ahogada—. ¡Que me ahogo!

—¡Allí! —Pete señaló la puerta de un armario en la pared, entre los estantes. Tenía una cerradura de muelles exterior, de las que se cierran solas. Pete abrió de golpe.

Hallaron a un hombre sentado en el suelo del armario, falto de aire para respirar. Sus gafas con montura de oro le colgaban de una oreja: tenía torcida la corbata y el pelo canoso despeinado.

—Gracias por haber llegado —murmuró—. Ayúdenme, por favor.

Pete y Bob lo pusieron en pie, y Júpiter enderezó la silla caída. Al ponerla en su sitio, una expresión de sorpresa cruzó su semblante.

—Muy raro —dijo en voz baja.

Los otros ayudaron al señor Dwiggins a sentarse en su silla, donde respiró profundamente. Sus manos temblorosas enderezaron la corbata y se ajustó las gafas.

—Llegaron en el momento preciso —dijo—. Un poco más y me ahogo allí dentro.

Luego miró a sus visitantes y parpadeó sorprendido.

—¿Quiénes sois? —preguntó—. ¡Pero si sois unos críos!

—Me llamo Augusto Agosto, señor —dijo el inglés—. Me citó para hoy.

—¡Ah, si! —asintió el señor Dwiggins—. ¿Son amigos tuyos?

—Esto le ayudará a conocernos, señor —contestó Júpiter, mostrándole una tarjeta, que decía:

—¿Sois investigadores? —El abogado pareció sorprendido.

—Ellos me ayudarán a resolver el misterioso mensaje que mi tío abuelo Horacio me mandó, señor —explicó Gus.

—¡Ahí!

El señor Dwiggins parpadeó de nuevo, al leer la cartulina.

—Es una tarjeta impresionante, joven. ¿Puedo preguntar qué significan los interrogantes?

—Los signos, conocidos como interrogantes —explicó Júpiter—, significan cosas desconocidas, preguntas incontestadas, misterios y acertijos no resueltos. Nuestra especialidad es contestar preguntas, interpretar acertijos y resolver los misterios que nos encomiendan. De ahí que el interrogante sea el símbolo de los Tres Investigadores.

—Comprendo —murmuró el abogado—. Es un programa bastante ambicioso. Me agrada que la Juventud se sienta segura de sí… Pero ¡pardiez! Me olvidé de mi atacante.

Se puso en pie de un salto y examinó cuanto lo rodeaba.

—¡Mi archivo! ¡El bribón ha registrado mi archivo! ¿Qué se habrá llevado? ¿Y qué hace esta carpeta en mi mesa?

La cogió y empezó a hojear los muchos papeles de su interior.

—¡Es el expediente de tu tío abuelo! —dijo a Gus—. Fui su abogado durante veinte años, y guardaba en esta carpeta todos los documentos relativos a él. Pero ¿qué podía interesar al…? ¡El mensaje! ¡Se lo ha llevado!

Consternado miró a Gus.

—El sujeto que me atacó se llevó la copia que hice del mensaje de tu tío abuelo. Bueno, yo lo consideraba sin ningún sentido, empero tu tío abuelo le concedió mucha importancia. Por eso hice una copia, para el caso de que se extraviase el original. Naturalmente, lo creí seguro en mi archivador confidencial. ¡Y me lo han robado!

—Díganos qué sucedió, señor —dijo Júpiter—. Esta implicación puede ser muy significativa.

El abogado volvió la carpeta al archivador y cerró el cajón con llave. Luego se acomodó en su silla y contó lo que sabía.

Se hallaba sentado frente a su escritorio, trabajando en varios documentos, cuando alguien abrió la puerta. Alzó la vista y vio a un hombre de mediana estatura, bigote negro y gruesos lentes. El abogado se disponía a interrogarlo, cuando el desconocido casi le quitó las gafas. Antes de que pudiera defenderse, lo levantó de su silla, lo arrastró por la habitación, y lo encerró en el armario.

Al principio, el señor Dwiggins golpeó la puerta cerrada pidiendo ayuda. Pero vivía solo, y nadie, excepto el hombre que lo había encerrado, podía oírlo. Tan pronto se percató de eso, cesó y escuchó atentamente los ruidos.

Minutos después oyó que la puerta exterior se abría y cerraba. Su atacante se había marchado. De nuevo golpeó la puerta y gritó. Empero comprendió que estaba derrochando un oxígeno precioso, y volvió a guardar silencio.

—Entonces me senté en el suelo y esperé ayuda —acabó el señor Dwiggins—. Sabía que el aire del armario duraría unas horas. Por suerte, llegasteis vosotros.

—¿A qué hora sucedió esto, señor? —preguntó Júpiter.

—No estoy seguro. Veamos, ahora son… —consultó su reloj.

Las manecillas se habían detenido a las 9.17, hacía hora y media.

—¡Oh, mi reloj! Debió de romperse cuando aquel bribón me encerró.

—En tal caso, el agresor se fue hace un par de horas —dijo Júpiter—. Ha tenido tiempo sobrado para alejarse de aquí. ¿Observó algo especial en él, señor Dwiggins? ¿Algo que pudiera facilitar su identificación?

—Lo siento. Quedé tan sorprendido, que apenas me fijé sólo en su bigote y gafas, y en cómo brillaban sus ojos detrás de los cristales.

—No es gran cosa —se lamentó Pete.

—Por supuesto que no —convino Júpiter—. ¿Observa usted algo más que haya sido alterado, señor Dwiggins?

El abogado miró a su alrededor.

—Aparentemente sólo le interesó el archivo —afirmó convencido—. Y después de hallar lo que deseaba, se marchó.

—¡Uum! —murmuró Júpiter—. Eso demuestra que sabía exactamente lo que buscaba. Hallarlo no debió ofrecerle ninguna dificultad, puesto que las carpetas están dispuestas en orden alfabético. Pero ¿cómo sabía él lo del mensaje?

El señor Dwiggins parpadeó.

—Pues… lo ignoro.

—¿Había presente alguien más cuando el señor Agosto escribió el mensaje?

El abogado asintió.

—Sí. El matrimonio que cuidaba de él. Un par de viejos que estaban a su servicio hacía varios años. Ella se cuidaba de la casa y él del jardín. Me refiero a los Jackson. Pero cuando el señor Agosto murió se fueron a San Francisco. Claro que entraban y salían de la habitación. Cualquiera de ellos pudo oír al señor Agosto que el mensaje era de vital importancia y que debía hacerlo llegar a su sobrino nieto en cuanto él muriese.

—Quizás ellos se lo dijeron luego a otra persona —sugirió Pete—. Y ésta debió adivinar que el señor Dwiggins haría una copia, y vino a comprobarlo.

—Se suponía que el señor Agosto guardaba mucho dinero en alguna parte —dijo el abogado—. Cualquiera que se enterase de su mensaje secreto sacaría la conclusión de que encerraba la clave para hallar el dinero. Sin embargo, el señor Agosto murió en circunstancias más bien pobres.

Tenía la casa hipotecada, y su acreedor ha tomado posesión de ella. Por otra parte ha vendido sus muebles y pagado las facturas que adeudaba.

—Empero, el mensaje habla de algo valioso que yo debo encontrar —razonó Gus—. Tampoco hay duda en cuanto a que mi tío sentía cierto temor hacia ese algo.

—Sí, es cierto —el señor Dwiggins se quitó las gafas y se las limpió—. Pero nunca me habló de eso. En cambio sí me dijo en varias ocasiones «Henry, hay cosas en mi vida que prefiero ignore. Una de ellas, mi nombre. Yo no me llamo Harry Weston. Otra… bien, eso no importa. No obstante, si en alguna ocasión ve a un hombre moreno con tres puntos tatuados en la frente, que merodea por aquí, piense en que la tormenta se avecina».

»El señor Weston, bueno, el señor Agosto, era sin duda, un ser muy extraño. Naturalmente, nunca intenté saber cuál era su secreto.

—Excúseme, señor —intervino Júpiter—. ¿Debo entender que el señor Horacio Agosto era en realidad el señor Harry Weston?

—Mientras vivió en Hollywood se hizo llamar Harry Weston. Sólo al hallarse muy grave, y decirme el nombre y dirección de su sobrino, me reveló su nombre verdadero.

Júpiter recordó la carpeta abierta que hallaran al entrar en la oficina. En ella constaban las letras A-C.

—Perdone, señor Dwiggins —dijo—, pero creo haber visto en la carpeta que guardó hace un momento la letra A, de Agosto. Supongo que al enterarse de su verdadero nombre cambió Weston por Agosto.

—Por supuesto. Soy meticuloso por naturaleza.

—Sin embargo, su atacante sabía perfectamente lo que le interesaba. De otro modo, ¿por qué no buscó Weston?

—Ah, no lo sé —confesó perplejo el señor Dwiggins—. A menos que los Jackson oyeran cómo me decía su verdadero nombre… ¡Oh, claro! Un momento, hay algo que deseo mostraros.

Fue al archivador de la letra A y sacó un recorte de periódico.

—Esto pertenece a un diario de Los Ángeles —explicó el abogado—. Un periodista se enteró de que había algo misterioso en la vida del señor Weston. Me importunó tanto, que, después de muerto el señor Agosto, consideré que podía notificarle el verdadero nombre y lo poco más que sabía acerca de mi cliente. Y todo aparece escrito aquí; luego, todo el mundo pudo leerlo y enterarse.

Los muchachos rodearon a Júpiter para ver el recorte, que decía: «Un hombre misterioso muere recluido en la soledad de su hogar en el Cañón Esfera».

Júpiter leyó el artículo de prisa. Por él supo que el señor Horacio Agosto, conocido también por Harry Weston, había llegado a Hollywood unos veinte años atrás, después de vivir largo tiempo en las Indias Orientales. Aparentemente poseía muchísimo dinero, ganado en los mares del sur y oriente.

El señor Agosto, o Weston, compró una gran casa en el Cañón Esfera, de las colinas del norte de Hollywood, donde vivió apaciblemente con sólo dos criados. Nunca hizo amistades, y se dedicó a coleccionar relojes viejos y libros, especialmente los antiguos autores latinos. También había coleccionado las ediciones que publicaban los trabajos de Sir Arthur Conan Doyle. Desde su niñez, cuando vivía en Inglaterra, conocía al famoso autor, y admiraba a su célebre detective, Sherlock Holmes.

Vivió bajo nombre supuesto. Su muerte sobrevino después de breve enfermedad, sin que aceptase ir a ningún hospital. A este respecto se excusó diciendo que deseaba morir tranquilo en su propio lecho.

Hombre alto, de alborotado pelo blanco, nunca permitió que lo fotografiasen. Sus únicos parientes conocidos vivían en Inglaterra. Después de su muerte, el médico que certificó su defunción halló en su cuerpo muchas cicatrices de viejas heridas, a causa de arma blanca, tal vez recibidas en su aventurera juventud.

—¡Caracoles! —exclamó Pete—: Sin duda fue un misterioso aventurero.

—¡Cicatrices de arma blanca! —repitió Gus—. Desde luego, debió llevar una vida muy… singular. ¿Y si fue contrabandista?

—Su obsesión era ocultarse de alguien —intervino Bob—. Eso está bien claro. Primero se refugiaría en las Indias Orientales; luego, temeroso de haber sido localizado, vino a esconderse en el Cañón Esfera. Pensaría que en Los Ángeles y Hollywood, entre tanta gente extraña, no sería fácil hallarlo.

—De todos modos —habló Júpiter—, murió pacíficamente en su casa. No obstante, si éste era su deseo, no cabe duda de que temía a un enemigo violento, quizás un enemigo de tez morena con tres puntos tatuados en su frente.

—¡Un momento! —gritó Gus—. Ahora recuerdo que sucedió algo hará diez años, cuando yo era muy niño —frunció el ceño, esforzándose en recordar—. Una noche, después de acostarme, oí que mi padre hablaba con alguien. En un momento en que alzó la voz, gritó: «¡Le digo que no sé dónde está mi tío! Que yo sepa, murió hace tiempo. Si vive, no puedo informarle de dónde está, aunque me diera un millón de libras».

»Entonces salté de la cama y salí al rellano superior de las escaleras. Mi padre y un desconocido estaban en pie en el centro de la sala. El forastero dijo algo que no pude oír, y mi padre contestó: “Me trae sin cuidado lo importante que sea para usted. Nunca oí hablar del Ojo de Fuego. Mi tío jamás me habló de él. Y ahora, ¡váyase! ¡Déjeme tranquilo!”.

»Después de esto, el visitante hizo una inclinación y se volvió en busca del sombrero. Entonces me vio, pero se comportó como si yo no estuviera allí. Cogió su sombrero, hizo una reverencia, y se fue. Papá nunca mencionó el incidente, y yo no le pregunté, por temor a que se enfadase. A él no le hubiera gustado saber que escuchaba cuando debía hallarme acostado. Pero —Gus bajó la voz—, el forastero tenía la piel oscura, y mostraba tres puntos negros en la frente. No di mayor importancia a eso. Empero supongo que serían pequeñas marcas del tatuaje.

—¡Repámpanos! —dijo Bob—. Tres Puntos intentaba localizar a tu tío abuelo a través de tu padre.

—Y eso explica por qué tío Horacio jamás se puso en contacto con nosotros —afirmó Gus—. ¡No quería ser localizado!

—El Ojo de Fuego —murmuró Júpiter—. Señor Dwiggins, ¿mencionó; alguna vez el señor Agosto el Ojo de Fuego?

—No, muchacho. Lo traté durante veinte años y jamás lo mencionó. Sólo sé de él cuanto publica este artículo de periódico. Lamento haber dado esta información al periodista, pero entonces no pareció tener importancia. Ahora recuerdo que el señor Agosto se volvió muy reservado los últimos años de su vida. Se creía rodeado de espías y enemigos, e incluso, no confiaba en mí. Eso me hace sospechar que ocultaba algo valioso, y que temía ser descubierto por sus enemigos. Tal vez por eso mandó a Gus el mensaje, en la creencia de que sabría interpretarlo.

—Bien —dijo Júpiter—. Venimos a pedirle informes del señor Agosto, y creo que ya nos ha dicho cuanto sabía. Ahora tenemos que visitar la casa en el Cañón Esfera, por si allí logramos descubrir algo más.

—En Cañón Esfera no hay nada ahora, excepto una casa vacía —dijo el señor Dwiggins—. Como administrador del señor Agosto, vendí todos los libros y muebles para cancelar sus deudas. Dentro de unos días, el nuevo propietario demolerá la casa para hacer otra más moderna.

»Empero si queréis visitar la casa, os daré una llave. Claro que allí no encontraréis nada, puesto que está vacía. Ayer debieron de llevar todos los libros, y unas estatuas; mejor dicho, bustos de escayola de hombres famosos. En realidad carecían de valor y se los vendí a un chatarrero por unos cuantos dólares.

—¡Caramba! —gritó Júpiter, que saltó como picado por una abeja.

¿Serían los que su tío había traído a Patio Salvaje el día anterior? ¿Aquellos que representaban a César, Washington, Lincoln, etcétera?

—Señor Dwiggins —decidió rápidamente Júpiter—. Tenemos que Irnos. Muchísimas gracias por sus informes. Creo que descifraré el misterio del mensaje secreto. Ahora tenemos que apresurarnos.

Salió precipitadamente de la oficina. Perplejos, Bob, Pete y Gus lo siguieron. El «Rolls-Royce» aguardaba. Worthington bruñía su resplandeciente joya con amorosa dedicación.

—¡Worthington! —ordenó Júpiter—. ¡Raudos a casa! ¡Tengo prisa!

—En seguida, master Jones.

El «Rolls» se puso en marcha y no tardó en alcanzar la máxima velocidad permitida en el código de circulación, camino de Rocky Beach.

—¡Canastos, Jupe! ¿Por qué tanta prisa? —preguntó Pete—. Actúas como si fueras a apagar un incendio.

—Un incendio no —respondió Júpiter—, pero sí un Ojo de Fuego.

Pete dio un respingo.

—No te comprendo —dijo.

Bob creyó entenderlo.

—Jupe —preguntó—, ¿has descubierto el secreto del mensaje?

El primer investigador asintió, intentando ocultar la satisfacción que se reflejaba en sus pupilas.

Gus lo miró atento, y preguntó a su vez:

—¿Lo dices en serlo?

—Creo que sí —replicó Júpiter—. El secreto está en la admiración de tu tío abuelo hacia las historias de Sherlock Holmes, y en los bustos de escayola que mencionó el señor Dwiggins.

—No lo comprendo —gimió Pete—. ¡Sherlock Holmes, bustos de escayola…! ¿Qué relación guarda eso con el mensaje?

—Os lo explicaré con más detalle luego. Ahora, pensad en aquella parte del mensaje que dice: «Augusto es tu nombre, Augusto tu fama, y Augusto tu fortuna».

—¿Y bien? —Pete no acaba de entenderlo.

Para Gus, la cosa tampoco estaba clara. Bob fue el único que intuyó los pensamientos de Júpiter.

—¡Aquellos bustos de gente famosa! —dijo—. Washington, Lincoln… Uno pertenece a Augusto de Polonia.

—Y, ¡«Augusto tu fortuna»! —gritó Gus excitado—. ¡Augusto! ¿Quieres decir que la cosa está oculta en el busto de yeso de Augusto?

—Estoy seguro de ello —replicó Júpiter—. Todo encaja perfectamente. El señor Agosto leía historias de Sherlock Holmes. Entre ellas está «La Aventura de los Seis Napoleones», en que un valioso objeto aparece en un busto de Napoleón. Eso debió inspirar al señor Agosto la idea de ocultar su Ojo de Fuego donde nadie sospechase… ¡En un busto de escayola! Eligió a Augusto porque se confunde fácilmente con su apellido, y porque así se llama su sobrino. Confió siempre en que éste o su padre lo adivinarían.

»Lo sabremos dentro de poco. Naturalmente, habrá que pagar a tía Mathilda cinco dólares antes de romper el busto. Por suerte, nos debe la reparación de la lavadora y la cortadora de césped que tío Titus compró la semana pasada.

Los otros animaron la conversación, hasta que Worthington paró el coche en Patio Salvaje.

Los muchachos se encaminaron a la oficina. Pero antes de llegar a la puerta, Júpiter se detuvo tan de repente, que los otros chocaron contra él, y los cuatro cayeron al suelo, formando una maraña de brazos y piernas. Bob, Pete y Gus, vieron desde el suelo la causa de tan aparatosa caída: sobre la mesa del jardín había sólo cinco bustos, y no trece, como habían anteriormente.

Eran los de Washington, Franklin, Francis Bacon, Dante y Homero.

¡El busto de Augusto de Polonia había desaparecido!