Capítulo 8

Bob provoca una sorpresa

Bigote Negro insistió en quitárselo. Júpiter tiró a su vez, y ambos forcejearon. Al fin, el hombre gritó enfadado.

—¡Suelta, te digo! ¡Este busto es mío! ¡Pagué cinco dólares por él!

—Dáselo, Júpiter —intervino tía Mathilda.

—¡Oh, no, tía Mathilda! —protestó Jupe, abrazándolo fuertemente—. Prometí a mi amigo Gus que sería para él.

—Lo siento mucho, pero no puede ser —respondió ella—. Lo he vendido a este caballero.

—¡Es de vital importancia para Gus! —jadeó Júpiter—. Se trata de un asunto de vida o muerte.

—¡Puaf! ¿De vida o muerte una vieja estatua de yeso? —se burló su tía—. Chicos, vuestras ideas son exageradas. ¡Entrega el busto al caballero, Júpiter! El Patio Salvaje jamás se retractó de un pacto.

—¡Dámelo! —rugió Bigote Negro, y tiró más bruscamente que antes, en el preciso momento en que Júpiter obedecía a su tía. El hombre retrocedió, perdió el equilibrio y se cayó al suelo.

El busto se partió en mil pedazos.

Los chicos miraron los trozos, abiertas las bocas.

La señora Jones se hallaba algo separada y no vio nada, pero Júpiter, Gus, Pete y Bob sí lo vieron muy claro. ¡Una piedra roja del tamaño de un huevo de paloma brillaba en el centro de la cabeza rota de yeso!

Durante un instante, ninguno se movió. Fue Bigote Negro quien se puso en pie, cogió la roja piedra y se la guardó en el bolsillo.

Se volvió a la señora Jones.

—La culpa es mía —dijo—. Acepto la responsabilidad. Ahora, si me excusa, debo irme. Ya no quiero más bustos.

Saltó a su coche y condujo Veloz fuera del Patio Salvaje. Los chicos lo contemplaron desesperados.

—¡Lo ha conseguido! —gimió Pete—. ¡Se ha llevado el Ojo de Fuego! —Entonces recordó lo que antes dijeran, y añadió—: Quedamos en que no había hombre con bigote negro, que el señor Dwiggins se lo había inventado.

—Evidentemente nos equivocamos —contestó Júpiter, muy deprimido.

—Bigote Negro visitó la Biblioteca —intervino Bob—. Se estuvo documentando sobre el Ojo de Fuego.

—Bien, hemos sufrido una serle de fracasos decepcionantes —se lamentó Júpiter—. Y el peor de todos: encontramos el Ojo de Fuego y lo perdimos. ¡Lo lamento, Gus!

—No fue culpa tuya —respondió vacilante el muchacho inglés—. No te aflijas.

—Estaba seguro de que Bigote Negro no existía —dijo Pete.

La señora Jones les interrumpió.

—Bueno, Júpiter, celebro que él aceptase su culpa —hizo un gesto con la cabeza hacia los trozos de yeso que antes fueran Augusto de Polonia—. En realidad la tuvo, pues se cayó con la estatua. Claro que la gente no es siempre razonable. Por fortuna no se hizo daño. Recoge estos trozos y échalos a la basura.

—Sí, tía Mathilda —dijo Júpiter.

La señora Jones consultó el reloj sobre la puerta de su oficina.

—Hora de cerrar —dijo—. A menos que vosotros queráis permanecer aquí un rato más.

—Tenemos que hablar —respondió Júpiter—. Nos quedaremos.

—Entonces dejaré la verja abierta —dijo la señora Jones—. Así no se perderá algún posible cliente. Estad atentos por si viene alguien.

Júpiter accedió con un golpe de cabeza y su tía se marchó a la pequeña casa de dos pisos que servía de vivienda.

Los cuatro muchachos se quedaron solos. Recogieron los restos de Augusto y los llevaron a una vieja mesa. Júpiter los examinó.

—¿Veis? —dijo, señalando una cavidad en forma de huevo—. Aquí es donde estaba el Ojo de Fuego.

—¡Y ahora lo tiene Bigote Negro! —gimió Bob—. Jamás lo recuperaremos.

—Parece poco probable —concedió Júpiter, si bien era muy raro que admitiera una derrota—. Empero, examinemos las posibilidades. Vayámonos a mi taller y que Bob nos cuente qué averiguó.

Sentados junto a la imprentilla, escucharon a Bob que leyó sus notas sobre la historia maléfica del Ojo de Fuego, y de la gente de Pleshiwar.

—¡Caramba! —exclamó Pete—. No me gusta nada de eso. Si el Ojo de Fuego es un rubí que trae mala suerte, propongo dejarlo tranquilo. ¡Que fastidie a otro!

—Empero la leyenda dice que si el Ojo de Fuego permanece sin ser visto ni tocado durante cincuenta años, perderá su maleficio —señaló. Bob.

—Desde luego —aceptó Pete—. Y también dijiste que los coleccionistas no se arriesgarían a comprarlo ni siquiera después de cincuenta años.

—Empiezo a comprender por qué mi tío actuó como lo hizo —dijo Gus, con los ojos brillantes de excitación—. Ocultó el Ojo de Fuego dispuesto a conservarlo así durante cincuenta años. Entonces, una vez inofensivo, lo vendería. Pero al término de ese tiempo sintióse morir, y me nombró su heredero. Y, siendo así, el rubí es ya inofensivo.

—Puede que lo sea —aceptó Júpiter—, pero lo tiene Bigote Negro. Y de momento, ignoro cómo vamos a recuperarlo.

—¡La Transmisión de Fantasma a Fantasma! —exclamó Bob—. Movilizaremos a miles de chicos en busca de Bigote Negro. Cuando lo encontremos le… le… —enmudeció al comprender que ignoraba lo que haría.

—¡Excelente idea! —Aplaudió Júpiter—. Entonces podremos quitárselo. Pero ¿habéis pensado en cuántos hombres de esta ciudad responden a la descripción de Bigote Negro? ¡Cientos! Además, sospecho que Bigote Negro es un personaje disfrazado.

—Entonces no hay esperanza —dijo Gus, luego del largo silencio que siguió a la observación de Júpiter.

—¡La campana! —exclamó Bob—. Algún cliente, Jupe.

—Iré a ver qué quiere —Júpiter se puso en pie, y caminó hacia la oficina, seguido de sus amigos.

Desde el centro del patio vieron al cliente junto a un extraordinario coche negro, que apoyado en un bastón, miraba a su alrededor.

—¡Oh! ¡Oh! —susurró Pete—. ¡Es Tres Puntos!

—¡Mala cosa! —comentó Bob.

Júpiter avanzaba hacia el hombre. Ellos lo siguieron a desgana, percatados de que el primer investigador caminaba con los hombros caídos, adoptando una expresión estúpida.

—Buenas tardes, muchachos —dijo Tres Puntos, que se sonrió, si bien no agradablemente—. Acabo de ver eso.

Señaló con su bastón los pedazos rotos de Augusto de Polonia.

—Parecen los restos de Augusto, cuya posesión tanto me interesaba. Si mal no recuerdo te pedí que me telefonearas si era devuelto.

—Sí, señor —respondió Júpiter—, pero se rompió.

—¿Y cómo se rompió? —La sonrisa de Tres Puntos parecía la de un tigre a punto de comerse un lindo y rollizo niño—. He observado con especial interés la diminuta cavidad entre los trozos. Algo había oculto en este busto.

—Sí, señor —aceptó apagadamente Júpiter—. El cliente que lo rompió cogió algo. Empero no vimos bien qué era.

Decía la verdad. Con absoluta claridad no lo vieron. Sólo podían afirmar que el objeto fue recogido por Bigote Negro.

—Este cliente —preguntó Tres Puntos—, ¿no sería un hombre con grandes gafas y un bigote negro?

Júpiter asintió. Pete, Bob y Gus intercambiaron miradas de alarma.

—Y —continuó el indio—, ¿no recogería por casualidad un objeto parecido a éste?

Con brusco movimiento sacó algo de su bolsillo y lo tiró sobre la mesa junto al busto roto. Aquello tenía forma de ojo y resplandecía rosado.

—¡El Ojo de Fuego! —dijo el forastero.

Júpiter tragó saliva al contestar.

—Sí, señor; se parecía a eso.

—¡Hum! —El hombre se apoyó sobre su bastón y los miró—. Todos habéis oído hablar del Ojo de Fuego, imagino, y también del destino fatal que espera a quien lo posee.

Ninguno tuvo una respuesta adecuada, y permanecieron silenciosos. Se preguntaron, no obstante, cómo era posible que Tres Puntos tuviese el Ojo de Fuego cuando Bigote Negro se lo había llevado una hora antes.

—Quiero enseñaros algo.

Tres Puntos alzó el bastón, torció el puño y la hoja del estoque salió disparada.

—Soy un descuidado —dijo—. Ni siquiera la limpié.

Sacó de su bolsillo un pañuelo de papel y limpió la hoja del estoque. Algo rojo y pegajoso tiñó el pañuelo.

—La sangre es muy mala para el acero fino —aseveró mientras escalofríos sacudían a los cuatro amigos—. No obstante…

Alargó el arma que dio con fuerza con el rubí. Luego lo empujó hacia Júpiter.

—Examínalo —invitó—. Dime qué es.

Júpiter sujetó la piedra para verla mejor. Los otros se apiñaron a su lado. Al principio no vieron nada especial. Fue Júpiter quien advirtió primero que el estoque había hecho un fino corte a la piedra.

—¡El rubí está rayado! —dijo—. No lo entiendo. Los rubíes son más duros que el acero.

—¡Ah! —Tres Puntos pareció complacido—. Indudablemente no eres tan estúpido como fingías. Claro que tampoco me engañaste. Estaba seguro de que eres un joven muy astuto —Júpiter se mordía el labio, molesto consigo mismo por haberse delatado. El indio añadió—: Ahora, saca las naturales consecuencias de este fenómeno.

Júpiter, silencioso, estudiaba la piedra.

—Consiguió rayarla porque no es el rubí auténtico —dijo al fin—. Es una imitación, hecha de pasta.

—¡Exacto! —La voz de Tres Puntos sonó áspera—. Esta imitación se la quité al caballero del bigote negro. El verdadero Ojo de Fuego aún tiene que aparecer. Empero, sé que está oculto en un busto de Augusto, en un segundo Augusto, que también se ha vendido. Sólo tú puedes encontrármelo.

El indio observó el rostro de los cuatro muchachos antes de añadir:

—¡Os ordeno que me encontréis al otro Augusto! ¡Si no lo hacéis…!

No concluyó su amenaza. Después dijo:

—Creo que me entendéis. Telefoneadme en cuanto lo hayáis localizado.

Tres Puntos se subió al coche que aguardaba y desapareció, dejando a los chicos estupefactos.

—El misterio se complica —habló Júpiter—. ¿Por qué pondría un rubí falso dentro del busto de Augusto de Polonia el tío Gus? ¿Vivió engañado en cuanto al rubí verdadero? ¿Lo hizo para confundir a los extraños? En tal caso, el rubí verdadero está en otro busto. Nosotros sabemos que no hay otro Augusto y…

—¡Eso es! —Saltó Bob—. ¡Eso es!

Júpiter parpadeó.

—Acabo de recordarlo —dijo Bob—. Papá me lo dijo antes. Se trata de Octavio, un emperador romano que se llamaba Augusto. Cuando el tío abuelo de Gus escribió: «Augusto es tu fortuna», se refería al busto de Octavio.