Capítulo XI: LAS EXEQUIAS
LA nave apresada ostentaba en
su cúpula la enseña de Djinn: una horrenda máscara cuyo significado
ningún hombre descubrió jamás. Esto dio una leve esperanza de éxito
al doctor Muir.
—¿Cómo estamos de armamento? —preguntó al
hombre que hacía las veces de su segundo.
—Además del gran proyector paralizador de su
navecilla, que hemos conseguido traer a bordo, tenemos catorce
proyectores individuales y otras tantas armas atómicas del mismo
tipo.
—Montad inmediatamente el gran paralizador
—ordenó el doctor Muir—. Voy a dirigirme al encuentro de esas
naves.
El gran proyector de rayos paralizadores
podía atravesar los blindajes más gruesos. El doctor Muir confiaba
en poder realizar un ataque de flanco, que pillase de refilón a las
seis naves djinni, cuyos tripulantes
resultarían paralizados uno tras otro.
Del mismo modo como ellos habían detectado
la presencia de las seis naves, éstas habían observado la
proximidad de la suya. En la pantalla de la televisión de las seis,
aparecía la nave pilotada por el doctor Muir mostrando claramente
la enseña imperial de Djinn. Docenas de diabólicos ojillos
prismáticos contemplaban perplejos aquella aparición de una de sus
naves, que parecía salir a darles la bienvenida. De pronto la nave
se desplazó vertiginosamente a un lado, como si quisiera apartarse
del camino que iba a recorrer la formación en V de los seis
discos.
Pero a los pocos instantes la nave del
doctor Muir se abatía como un rayo sobre las naves djinni, enfilándolas una tras otra con los rayos
invisibles de su paralizador. La flotilla continuó su curso, como
si aparentemente nada hubiese sucedido, pero en su interior los
monstruosos arácnidos yacían inertes, con el furor y la sorpresa
hirviendo en sus impotentes cerebros. Con una hábil maniobra, el
doctor Muir se colocó en el centro mismo de la formación djinn. Utilizando sus armas atómicas de pequeño
calibre a modo de reactores individuales, seis de sus hombres se
desplazaron por el espacio para dirigirse a las astronaves
reducidas a la impotencia. Cada uno de ellos llevaba el
instrumental adecuado para forzar la escotilla de entrada. La
operación fue relativamente breve. Uno de los hombres comunicó
excitadamente por radio que había descubierto al profesor Semenov.
Inmediatamente, el doctor Muir le envió a otro hombre provisto de
un videoscafo de repuesto y un completo traje negro para el
espacio.
A los diez minutos los dos hombres
regresaban, sosteniendo entre ambos un inerte muñeco con la cabeza
encerrada en la esfera transparente de un videoscafo. Johnny se
quedó horrorizado al ver los ojos hundidos y las demacradas
facciones del profesor, que al parecer se hallaba inconsciente. El
doctor Muir ya había enviado a otros dos hombres para apoderarse
del equipo generador de oxígeno que había mantenido vivo hasta
entonces al profesor, y que se proponía instalar en su propia
nave.
A la media hora escasa, ésta se alejaba
definitivamente de Titán, a tiempo que el generador de oxígeno
empezaba a funcionar y la ponzoñosa atmósfera de metano iba siendo
sustituida poco a poco por aire respirable. Transcurrida media hora
más, los hombres pudieron despojarse ya de sus videoscafos. Johnny
y el médico de la expedición, que por fortuna había resultado
ileso, se inclinaron ansiosamente sobre el exánime profesor
Semenov, que entonces empezaba a abrir los ojos. El médico no
ocultaba su pesimismo.
_ —Este hombre tiene vida para muy poco
tiempo; unas horas quizás. Más que su cuerpo, es su alma la que ha
sido destrozada. El sondeo telepático de su mente me ha mostrado
abismos de horror, que el espíritu humano puede difícilmente
concebir.
E1 profesor paseaba de unos a otros su
mirada extraviada.
—Dónde... dónde estoy... sois hombres... no
es posible... Esto es un sueño...
Jadeaba entrecortadamente y su rostro se
hallaba cubierto de sudor. Su frente ardía a consecuencia de una
fiebre elevadísima.
—Este desgraciado ha permanecido casi un año
en poder de los odiosos djinni. Desde
luego, hay para volverse loco —murmuró el doctor Muir.
—Le encontré encerrado en una cámara dotada
de una atmósfera de aire —observó el hombre que lo había
rescatado—. Uno de los lados de esta cámara era transparente, para
que los djinni pudiesen observarle. El
profesor yacía inconsciente en el centro de la cámara, en medio de
su propia inmundicia.
—Es espantoso —susurró Johnny—. ¿Y cómo
consiguió sacarlo usted de allí sin que sucumbiese bajo los efectos
de la atmósfera de metano?
—La cámara tenía una compuerta neumática de
tipo corriente. Fue muy sencillo entrar y ponerle el
videoscafo.
Se hallaban todos en el corredor toroidal,
datado ya de gravitación artificial gracias a la fuerza centrífuga.
Uno de los hombres descendió por la escalerilla del techo, que
conducía a la cabina de mando.
—Nuestra pantalla acaba de señalar seis
naves más, doctor Muir —dijo sin poder ocultar su excitación.
Los ojos del doctor Muir brillaron,
—Que intenten comunicar con ellas en seguida
—dijo.
—¿Cree usted que...?
—Tienen que ser ellas. Las que seguían a las
astronaves djinni desde más allá de la
órbita de la Luna.
En efecto, se trataba de aquellas naves. A
los pocos instantes, las siete se dirigían en formación hacia el
cinturón de asteroides, abandonando las desoladas y tenebrosas
regiones de los Mundos Exteriores.
Durante el larguísimo viaje de regreso, el
estado del profesor Semenov no hizo más que empeorar. Pese a todos
los cuidados que se le prodigaron, murió a los dos meses de
travesía, sin haber recobrado ni un solo instante el conocimiento
ni haber salido de su febril delirio. Cuando la astronave llegó por
fin a Marte, el que en vida fuera el ilustre profesor Semenov,
gloria de la ciencia terrestre, no era más que una pobre momia
reseca que apenas pesaría una docena de kilos. Marte conocía ya al
detalle toda aquella odisea desde hacía muchos meses, pues las
comunicaciones por radio con el planeta habían podido restablecerse
a poco de abandonar Titán. Una numerosísima flotilla de pequeñas
naves exploradoras esperaba a las siete grandes astronaves, cuando
éstas se colocaron en su órbita prevista alrededor del planeta
rojo. En una de aquellas navecillas fueron bajados a tierra los
restos del profesor Semenov. En otra descendieron el doctor Muir y
Johnny, el cual no tardaba en pisar los verdes prados de Ulmia...
donde ya le esperaba Chantal. Los dos jóvenes se fundieron en
estrecho abrazo.
—¡Ya no creía volver a verte más, Johnny!
—exclamó la llorosa Chantal, riendo a pesar de sus lágrimas.
—Hacen falta muchos djinni para acabar conmigo, Chantal —repuso
Johnny, que se sentía todo un héroe—. ¡Lástima que haya muerto él
profesor Semenov!
—Ha muerto por vosotros, muchachos —dijo el
doctor Muir, que se había acercado a tiempo de oír estas últimas
palabras—. Ha muerto por todos los terrestres, por defender una
causa noble y grande. Mañana Marte entero le rendirá un postrer
tributo.
En el centro de la gran explanada central de
Ulmia, frente al edificio que albergaba el convertidor de
espaciotiempo, se alzaba el catafalco mortuorio del profesor Alexis
Semenov: Una gran pirámide truncada, con sus lados orientados hacia
los cuatro puntos cardinales. Tendido en un féretro de cristal y
rodeado de flores terrestres y marcianas, el profesor Semenov
parecía contemplar con sus muertos ojos la inmensa bóveda azul del
cielo. A los pies de la pirámide se alzaba un estrado, en el que se
sentaban el doctor Bion, el doctor Muir, Johnny, Chantal y los
veinticuatro sabios de Ulmia. Era una mañana radiante; una fresca
mañana marciana, llena del aroma de los abetos. Unas cuantas
nubéculas blancas cruzaban el cielo. De los cuatro puntos
cardinales fueron afluyendo gentes, en ordenada procesión: del
Norte descendieron los verdes murki,
hieráticos y altivos, cubiertos con sus largas hopalandas y con sus
peladas cabezas inclinadas tristemente; del Sur subieron los
pequeños pueblos de la estepa, hombrecillos peludos y de cortos
brazos, que avanzaban dando saltitos y contemplándolo todo con sus
grandes ojos admirados de niños. Del Este y del Oeste llegaron
caravanas de hombres y mujeres vestidos con túnicas de colores;
Johnny observó rubias doncellas junto a esbeltos jóvenes morenos de
gran estatura. Todos acudieron con sus ofrendas a los pies de la
pirámide: los murki amontonaron en el
suelo las doradas mieses que habían recolectado en sus campos,
junto con grandes ánforas repletas del ambarino shanti; los pigmeos del Sur dejaron docenas de
tarpoil gruñidores que llevaban al
hombro, con sus seis patas atadas; los hombres y mujeres del Este y
del Oeste ofrecieron al muerto cestas repletas de frutos de la
Tierra, desde doradas naranjas hasta fragantes manzanas.
Cuando aquella ceremonia tocó a su fin y las
gentes venidas de los cuatro puntos cardinales se retiraron a
respetuosa distancia de la pirámide, para encerrar a ésta en un
inmenso cuadrilátero vivo, el doctor Bion se levantó para hablar.
Su voz, transportada en alas del viento por docenas de
amplificadores, resonó poderosa en medio del silencio total:
—[Hombres de la Tierra y de Marte, pueblos
murki del Norte y vosotros, laboriosos
pueblos del Sur! Con vuestras ofrendas diversas de flores y frutos,
habéis honrado la memoria del que fue gran amigo de todos, sin
distinción de razas, credos ni colores: de Alexis Semenov, hijo de
la Tierra, pero que en su generoso corazón abrazaba a todos
aquellos que pertenecen a la estirpe del Hombre. Al vivir muy por
encima de su época, ésta le condenó al ostracismo espiritual y a la
incomprensión de que son víctimas todos los grandes precursores. El
fue el primero que creyó firmemente en nuestra existencia y en
nuestros amistosos propósitos hacia el género humano. Él fue el
primer espíritu clarividente que, por el hecho de ser grande, supo
también ser humilde e inclinarse ante poderes más altos. La Ciencia
oficial de su tiempo, roída por el pecado de la soberbia, lo tachó
de impostor, pues la aceptación de sus revelaciones hubiera
significado un duro golpe para el orgullo de los engreídos y
petulantes que, espiritualmente, siguen viviendo en tiempos de
Tolomeo y haciendo de la Tierra el centro de todo el Universo...
sin comprender, los muy necios, que sólo en la humildad están la
sabiduría y la grandeza. Grande fue aquel sabio terrestre que
reconoció que «sólo sabía que no sabía nada». Grandes han sido
todos aquéllos que, desde Copérnico a Semenov, se han inclinado
ante la realidad inevitable de los hechos, y no han tratado de
deformarlos para satisfacer su egocentrismo. Ulmia, centro
espiritual e intelectual de Marte, capital de la Confederación
Central de pueblos libres de Aulia, rinde el postrer tributo de
admiración a este hombre ejemplar y modesto, que fue el primero en
tener la valentía de decir públicamente yo
creo, jugándose al hacer esta afirmación todo su inmenso
prestigio científico, ganado en una vida de trabajo duro y
agotador. Pero la semilla ha fructificado: docenas de terrestres
están hoy a nuestro lado, como estos dos jóvenes —y al decir esto
se volvió hacia Johnny y Chantal —que hoy nos acompañan. Poco a
poco, la Gran Idea se irá abriendo paso, y aquellos versos
clarividentes de Virgilio se harán realidad: «Ya una nueva progenie
desciende del cielo...». «Ya se acerca la última Edad profetizada
por la Sibila». En todas las épocas, la Humanidad ha tenido voces
aisladas que han predicho este encuentro, que no es más que un
regreso... Grandes misterios se encierran en los arcanos del
Tiempo. Lo que ayer fue mito, mañana será realidad, y viceversa.
Toca a su fin una Era para la Humanidad, y nosotros somos los
heraldos de la nueva. Entre tanto hay que preparar a los pocos
elegidos, a los escasos grupos de iniciados esparcidos por todo el
planeta. Éstos prepararán el advenimiento de la Sexta Era, tras las
cinco que hasta ahora ha conocido la Humanidad terrestre. Estamos
sólo en los comienzos de su Sexto Avatar; conviene ir preparando a
los hombres para el gran acontecimiento, convenciéndoles ante todo
de nuestras pacíficas intenciones. Sólo su bien deseamos; somos el
hermano mayor y con más experiencia, que quiere únicamente el bien
del hermano menor, díscolo y turbulento. Pero las locuras de
juventud tocarán a su fin, y una nueva Era de paz y serenidad, una
nueva Edad de Oro reinará otra vez sobre la Tierra. Así sea.
Erais Bion tomó asiento, recogiendo los
majestuosos pliegues de su toga, mientras de millares de gargantas
se elevaba el armonioso himno a las Esferas de la Creación.