Capítulo III: REVELACIONES
—ESTAMOS en una base espacial
—dijo el profesor Semenov dejando la taza de café sobre la mesa—.
O, si lo prefieres, en un satélite artificial de la Tierra.
—¿Un satélite artificial de la Tierra?
—repitió Johnny.
—Eso mismo, hijo. Exactamente, a 36.000
kilómetros sobre su superficie. En esta órbita, tarda veinticuatro
horas en dar la vuelta completa al planeta.
—¿Un satélite artificial? ¿Pero, de
quién?
—De «ellos», Johnny.
—¿Y quiénes son «ellos»?
El profesor suspiró
—Hace exactamente siete años que trato de
averiguarlo. Y no creas que aquí he sabido más. Algo más he sabido,
desde luego, pero no mucho.
—¿Y qué hace usted aquí?
—Me trajeron «ellos». Fíjate que no he dicho
«me raptaron». Estoy en calidad de invitado voluntario. Sucedió un
poco como en las películas de gangsters.
Yo era el hombre que «sabía demasiado», pero, en vez de eliminarme,
me trajeron aquí con ocultas finalidades; desde luego, no para
hacerme el menor daño. «Ellos» son unos verdaderos
caballeros.
Johnny se rascó el cogote y luego miró
perplejo a su alrededor. Se encontraban en una estancia de
proporciones más reducidas que la anterior y el «quirófano», como
había bautizado Johnny a la primera estancia. Por todo mobiliario,
había varios escabeles bajos recubiertos de la materia parecida a
cuero, dos butacas, que ahora ocupaban ellos, y una mesita donde
les aguardaba un servicio de café completo. A diferencia de las
estancias anteriores, en ésta había una verdadera puerta de tipo
moderno en uno de los lados. Sin embargo, los ángulos rectos
seguían brillando por su ausencia, la iluminación era
misteriosamente indirecta y el piso y las paredes de la sustancia
gris elástica.
—Pero vamos a ver, profesor —dijo el
muchacho, dejando también su taza de café a medio apurar—¿qué sabe
usted en concreto de «ellos», y qué pretenden?
—Me has hecho dos preguntas, hijo, y trataré
de responderte por el mismo orden en que las has formulado.
Semenov se retrepó en su butaca, y del
bolsillo superior de la chaqueta sacó un habano, cuyo extremo
mordió antes de encenderlo. Mientras daba las primeras chupadas,
dijo:
—Mi interés por este tema, tan viejo como la
Humanidad —no pongas esa cara, Johnny: tan viejo como la Humanidad
—se despertó a raíz de la lectura del libro del Mayor Donald
Keyhoe.
—Sí, ya sé de qué libro se trata —le atajó
Johnny—. Mi padre lo compró y yo leí algunas páginas.
—Tanto mejor. En ese libro, Johnny, el Mayor
Keyhoe afirmaba que lo que se conoce vulgarmente por «platillos
volantes» proviene del espacio exterior de nuestro planeta. A
instigación de la revista True, comenzó
una encuesta sobre la cuestión, con un escepticismo total, para
terminar convencido de su existencia a causa de los descubrimientos
sensacionales que realizó en el curso de su encuesta. Keyhoe tuvo
acceso a los archivos secretos de la Aviación norteamericana y del
«Air Technical Intelligence Center», organismo creado exclusivamente para investigar esta cuestión, y en
su libro publicó una cantidad de casos verdaderamente
impresionante. El A. T. I. C. por ejemplo, a fines de 1953 había
examinado nada menos que 44.000 observaciones, de las cuales se
descartó un 85 por ciento por carecer de garantías suficientes o
por tener cualquier otra explicación (espejismos, globos sonda,
ionización de las capas atmosféricas, aviones a reacción, etc.).
Quedaba, empero, un 15 por ciento irreducible a nada conocido (1),
formado por observaciones perfectamente claras, presentadas por
testigos de la máxima solvencia, muchas veces aviadores de las
propias Fuerzas Aéreas, y en ocasiones refrendadas por
impresionantes fotografías. Para estos casos, para este quince por
ciento, que representaba seis mil observaciones sobre un total de
44.000, sólo cabía la explicación extraterrestre: lo que habían
visto aquellos observadores eran aparatos que no habían sido
fabricados en nuestro planeta por manos humanas. Astronaves, en una
palabra.
Johnny tragó saliva. Luego preguntó:
—¿Y por qué las Fuerzas Aéreas o el A. T. I.
C. no previnieron al Gobierno, y éste al público?
—Aquí nos tropezamos con uno de los aspectos
más irritantes de la cuestión, hijo: el black-out oficial sobre el problema de los U. F.
O., o «Unidentified Flying Objects», que así denominó el A. T. I.
C. a las astronaves extraterrestres... a pesar de haberlas
identificado sobradamente. Temor al ridículo, al pánico colectivo
que tal declaración pudiera originar... qué sé yo... O
sencillamente, la política del avestruz, que suelen adoptar con
tanta frecuencia las culturas condenadas a la desaparición. Es más
cómodo no ver, no preocuparse, negarlo todo, principalmente aquello
que se aparta de los cánones establecidos. Esa ha sido también la
actitud de los científicos, que siempre se han distinguido por su
pereza mental. Los mismos hombres que condenaron a Galileo y se
mofaron de Schliemann, son los que ahora tratan de visionarios a
los que pretenden que astronaves de otros mundos nos visitan
asiduamente.
—Admitiendo que así sea, profesor...
—¿Aún dudas, hijo? ¿No te basta con
encontrarte donde te encuentras?
—Verá usted; es que ha sido todo tan
repentino... pero, en fin, admitiendo que sea así, ¿cuál es el
origen de estas astronaves?
El profesor Semenov clavó la mirada en el
techo, pensativo.
—Voy a hablarte ahora de mi gran
descubrimiento. En realidad, este caso podría compararse a un
rompecabezas, del que poseíamos todas las piezas pero nadie había
acertado a montarlo. Yo lo hice. Descubrí que las grandes oleadas
de discos y otros «Objetos No
Identificados» tenían un ritmo bianual, coincidiendo matemáticamente con las oposiciones de Marte. Como
tú sabrás, cada dos años y dos meses, en promedio, Marte está a la
mínima distancia de la Tierra. Pero no era eso todo. La cosa era
todavía más espeluznante.
—Pero usted, profesor... —interrumpió
Johnny
—¡Déjame hablar! Las grandes oleadas de
discos tienen lugar en los alrededores
de cada oposición. ¿No te dice nada esta coincidencia?
—Pues...
(1) 27 por ciento, si hemos de creer al
capitán Edward J. Ruppelt, jefe del Proyecto Bluebook, la famosa
«Comisión Platillo» de la U. S. Air Forcé. (N. del A.)
—¿No recuerdas los gráficos que publiqué,
basados en las más rigurosas estadísticas de las comisiones de
encuesta mundiales, y que tanta polvareda produjeron?
—Sí, creo que sí... ¿Entonces, «ellos»
vienen de Marte, son marcianos?
—Que vengan de Marte es una cosa, y que sean
marcianos es otra. También podrían venir de Venus, y sé con
seguridad que algunos de ellos viven en la Luna, en bases
acondicionadas, sin que eso quiera decir que sean selenitas.
Limítate a considerarlos, de momento, como a los Señores del
Espacio.
—¿Pero, qué pretenden, profesor? ¿A qué se
deben sus reiteradas visitas? Ha dicho usted antes que se remontan
a la más grande antigüedad.
—En efecto. Quien les dio estado oficial, por así decirlo, fue el piloto civil
norteamericano Kenneth Arnold, que en 1947 vio una formación de
nueve discos que sobrevolaba el Monte Rainier. De él es también el
desdichado nombre de «platillos volantes», flying saucers. Pero los romanos ya los conocían,
y les aplicaban el más bello nombre de clipei
ardentes, «escudos llameantes». En todas las épocas han
visitado este mundo loco. Pero nunca como ahora sus visitas habían
menudeado tanto...
—¿Y a qué se debe este hecho,
profesor?
—Posiblemente a nuestra reciente penetración
en el espacio exterior. Lo que han hecho contigo, Johnny, puede ser
un saludable aviso, un «de aquí no se pasa». Por lo menos, hasta
que la Humanidad haya llegado a su mayoría de edad... en lo cual es
posible que «ellos» nos ayuden.
—¿No traen intenciones agresivas,
pues?
—Rotundamente, no. Antes bien, cabe
considerarlos como unos guardianes benévolos, quizás como unos
educadores del género humano. Y, afortunadamente, creo que son más
fuertes que los odiosos «djinni».
El rostro del profesor se ensombreció.
—¿Es que hay otros, profesor? —preguntó Johnny.
—Sí. Estos no tienen forma humana. Son unos
repulsivos monstruos verdes, que, por el hecho de respirar una
atmósfera de metano, quizás procedan de alguno de los planetas
exteriores o de alguno de sus satélites... Por el momento, «ellos»
los mantienen a raya.
El profesor Semenov guardó silencio. Johnny
carraspeó y dijo:
—El... doctor Muir, es uno de «ellos»,
¿verdad?
—Sí. Es una de las mentes que dirigen el
satélite. Conocerás a otros. ¡Es decir! Aquí están.
La puerta se abrió y entró el doctor Muir
precediendo a otros dos hombres. Los recién llegados vestían todos
el ajustado maillot negro, y de momento a Johnny le pareció que los
tres eran hermanos. Los tres eran altos, de rostro alargado, frente
elevadísima, tez pálida y miembros esbeltos. Johnny se dijo para
sus adentros que este efecto era natural, pues se hallaba en
presencia de tres miembros de una raza extraterrestre. Dentro de la
misma Tierra, las características raciales ya borraban en
apariencia los rasgos individuales. Sólo después de un trato
continuado se diferenciaba a un chino de otro, a un negro de otro
negro. ¡Cómo no había de ocurrir esto aún más con aquellos hombres,
que ni siquiera habían nacido en la Tierra!
—Buenas noches, profesor; buenas noches,
Johnny —dijo afablemente el doctor Muir—. Johnny, te presento a los
doctores Katos y Olkios.
Johnny se levantó para estrechar las manos
de los recién llegados. «Esos nombres parecen griegos»,
pensó.
—Te preguntarás por qué te retenemos aquí
—prosiguió el doctor Muir—. Supongo que el profesor Semenov ya te
habrá dicho algo acerca de nosotros.
El profesor Semenov asintió.
—Ahora, somos nosotros los que debemos
ofrecerte una explicación. En primer lugar, no tenemos nada contra
ti, puedes estar seguro de ello, pero la... seguridad general exige
que, de momento, permanezcas con nosotros—. Atajó la réplica de
Johnny con un gesto cortés—. No te faltará nada, te lo aseguro.
Además, te darás frecuentes paseos en nuestra compañía, si lo
deseas. Serás uno de los primeros humanos que viaja en un «platillo
volante»—. Sonrió irónicamente al decir esto—. Por otra parte, tu
internamiento, por decirlo así, no durará siempre. De momento, tu
presencia aquí conviene a nuestros planes, pero más adelante no
habrá el menor inconveniente en que regreses con los tuyos.
—¿Y el satélite en que yo viajaba? —preguntó
Johnny—. ¿Qué ha sido de él?
Fue el doctor Olkios quien contestó:
—Precisamente traemos noticias frescas de
él. Aquí tienes, Johnny. Y éste es para usted, profesor.
Y, al tiempo que pronunciaba estas palabras,
tendió sendos periódicos doblados a los dos terrestres. Johnny tomó
el que le ofrecían, asombrado, y lo desdobló. Era un ejemplar
impreso en papel Biblia del New York Herald
Tribune. Su presencia allí, desde luego, resultaba un poco
incongruente. Johnny miró la fecha: 15 de agosto de 1960.
—¡Caramba! —no pudo por menos de exclamar—.
¡Están ustedes completamente al día!
—Nuestra «quinta columna» —intervino el
doctor Katos, risueño —es bastante eficiente. ¿La llaman quinta
columna, verdad, Muir?—preguntó, volviéndose hacia su
compañero.
—Sí, muy bien, Katos —asintió el
interpelado—. El doctor Katos sólo lleva una semana en la base, y
aún no domina del todo su idioma —dijo a guisa de explicación. En
efecto, el doctor Katos tenía un marcado acento extranjero.
—Lee, hombre —dijo el profesor a Johnny—. Yo
ya lo sabía, pero es verdad que tú aún no te habías enterado.
Can grandes titulares, en la primera plana
del periódico Johnny leyó:
INEXPLICABLE DESAPARICIÓN DEL SOLDADO JOHNNY
O. BROWN. EN SU LUGAR, LA PERRA «TROIKA» OCUPABA EL SATÉLITE
NORTEAMERICANO.
—¡La perra Troika...! —exclamó Johnny. Y se puso a leer,
mejor a devorar, lo que ya conoce el lector.
Los tres hombres vestidos de negro le
contemplaban sonrientes, con los brazos cruzados. El profesor
Semenov, en su butaca, leía el periódico lanzando grandes bocanadas
de humo de su cigarro. El doctor Muir suspiró e indicó al
profesor:
—No le hemos podido hacer renunciar a esa
costumbre. Afortunadamente, la base tiene un buen sistema de
purificación del aire.
Se abrió de pronto la puerta, que los tres
hombres habían vuelto a cerrar, y un cuarto individuo enfundado en
un maillot negro entró corriendo en la estancia. Sin saludar, se
acercó al doctor Muir y le susurró algo en una lengua
incomprensible para Johnny. El semblante de Muir asumió una
expresión grave. Cambió una mirada de inteligencia con sus
compañeros, y se volvió luego hacia Johnny.
—Sentimos tener que dejarles. Cuando desees
retirarte a descansar, Johnny, puedes hacerlo. Tu dormitorio está
allí. —Y señaló a la pared opuesta a aquella donde había la puerta.
—Es una puerta de las que tú ya conoces. Buenas noches,
señores.
Los tres hombres se retiraron. Johnny se
volvió hacia el profesor.
—¿Qué les habrá dicho ese hombre,
profesor?
—Algo que ocurre con cierta frecuencia. Los
djinni han vuelto.