Capítulo X: EN LOS MUNDOS EXTERIORES
EL Mando —o más exactamente lo
que un terrestre llamaría Servicios de Inteligencia marcianos
—había fijado, con un margen de error de un dos por ciento, el
punto de destino de las astronaves djinni, así como la fecha de su llegada al mismo.
El punto de destino de los djinni era
Titán, la mayor de las nueve lunas de Saturno, poseedor de una
atmósfera de metano y patria de origen de los monstruosos arácnidos
inteligentes. Titán, el mayor satélite de todo el sistema solar,
era un verdadero mundo, pues su diámetro era incluso superior al de
la Luna. En resumen, este era el plan ideado por el Mando para el
rescate del profesor Semenov: Unas horas antes de la llegada a
Titán de la astronave que transportaba al sabio terrestre, la
fuerza expedicionaria se materializaría, saliendo del hiperespacio,
en un punto situado a varios cientos de kilómetros sobre la
superficie de Titán. Su misión sería entonces interceptar a la nave
o naves raptaras, rescatar al profesor y regresar a la Tierra en
una de las naves marcianas, que seguían desde hacía meses a las
djinni. Sólo en caso de extrema
necesidad se aterrizaría en la superficie del satélite, que se
consideraría territorio hostil. Se había pensado antes en
interceptar a las naves raptoras durante su ruta por el Espacio,
pero este plan fue descartado por ofrecer un gran margen de error,
ya que el convertidor de espacio-tiempo aún no reunía las
condiciones requeridas de precisión para una operación de esta
naturaleza. Conocidas las órbitas de Saturno y sus satélites,
resultaba mucho más fácil enviar a la fuerza expedicionaria
directamente a Titán, en vez de hacerlo a un hipotético punto del
Espacio por donde debían pasar las naves djinni, que podían alterar su velocidad y su rumbo
a voluntad. Y aun así, cabía el llegar demasiado pronto o demasiado
tarde. Como margen prudente de espera, se eligieron veinticuatro
horas terrestres.
El gran anfiteatro donde se hallaban
instaladas las lentes del convertidor de espaciotiempo se había
habilitado para recibir y expedir las navecillas tripuladas. Se
construyó una gran rampa desde la puerta de entrada hasta el centro
del hemiciclo. La puerta se había ensanchado considerablemente,
para dar paso a las navecillas. Estas descenderían una a una y con
lentitud por la rampa, con la ayuda de cables y rodillos metálicos,
ya que en las cercanías del convertidor no podían utilizar su
propio campo magnético antigravitatorio. Cuando cada una de las
navecillas hubiese ocupado su lugar bajo el convertidor, montarían
en ella sus dos tripulantes, completamente armados y pertrechados,
para ser expedidos a su lejanísimo punto de destino.
Vistiendo su ajustadísimo maillot negro,
Johnny esperaba que le llegase el turno de montar en su nave, que
ocuparía con el propio doctor Muir. Pese a su flema imperturbable,
el muchacho estaba algo nervioso, aunque procuraba ocultar su
estado de ánimo a Chantal que, muy pálida y silenciosa, permanecía
a su lado contemplando el lento pero ininterrumpido descenso de
navecillas por la rampa y la brusca desaparición de las mismas y
sus tripulantes al sufrir los efectos del convertidor.
—Otra más —murmuro Chantal—. Ya van trece.
Prepárate, Johnny.
El muchacho y el doctor Muir, que había sido
nombrado jefe de la expedición, iban en la última.
Johnny oprimió fuertemente las manos de
Chantal, cubiertas de un sudor helado, y besó sus fríos
labios.
—Adiós, Chantal. No te enamores de un
murki durante mi ausencia.
—Te seré fiel, Johnny. Aún sigo prefiriendo
a los terrestres.
Chantal se esforzó por sonreír, pero sólo
hizo una lamentable mueca.
—Vamos, Johnny —dijo el doctor Muir, muy
sereno.
Haciendo un último gesto de adiós, Johnny se
dirigió con paso resuelto hacia la navecilla, la última de la
serie, colocada ya bajo las grandes lentes. El doctor Bion, de pie
ante el tablero de mandos del convertidor y con el dedo puesto
sobre el botón correspondiente del mismo, esperaba a que los dos
tripulantes de la navecilla ocupasen su lugar en ésta. Veinticuatro
rostros graves y expectantes contemplaban la escena. Johnny se
metió en la cúpula, el doctor Muir cerró el dosel transparente y el
joven miró por última vez la carita pálida y seria de Chantal, que
levantaba desmañadamente una mano, en un último gesto de
despedida.
El doctor Bion se dispuso a hacer funcionar
el convertidor.
La carita de Chantal se convirtió de pronto
en un sol minúsculo y pálido, y el hemiciclo de Ulmia en el inmenso
espacio cósmico, tachonado de miriadas de astros sobre un fondo de
un negro aterciopelado.
—Mira, Johnny —dijo quedamente el doctor
Muir, sentado de espaldas al muchacho ante los mandos de la
navecilla. Johnny se fue volviendo lentamente y vio, flotando a su
alrededor, las catorce navecillas que les habían precedido en el
prodigioso salto. Pero lo que más le sobrecogió fue la visión de un
gigantesco astro, de un tamaño aparente cuatro veces superior al de
la Luna, que gravitaba en el espacio ceñido por un colosal anillo,
que en aquel momento se les presentaba casi de canto.
—Saturno —dijo el doctor Muir—. Asómate un
poco por tu derecha, Johnny.
El joven obedeció, para hallarse
contemplando un inmenso disco azulado, en el que se veían brillar
grandes manchas blancas.
—Titán, hijo mío —dijo el doctor Muir—. Como
podrás observar, aquí hay mucha menos luz que en Marte. Nos
hallamos muy lejos del Sol, junto al segundo de los Mundos
Exteriores.
En efecto, pensó Johnny, allí había mucha
menos luz que en Marte. El negro del espacio interplanetario se
hacía allí más absoluto y amenazador. Pese a su sangre fría, no
pudo evitar un estremecimiento. La voz del doctor Muir rompió de
nuevo aquel terrible silencio:
—Nos hallamos sobre el lado de Titán que
mira hacia el Sol, o sea en el punto más indicado para interceptar
a los raptores del profesor Semenov, que forzosamente tienen que
pasar por aquí. Nuestro ultrarradar está ya funcionando, y nos
advertirá instantáneamente de su proximidad. Entre tanto, voy a
comunicar con cada una de las otras naves.
Las restantes navecillas comunicaron
hallarse sin novedad, y la reducida flotilla permaneció anclada en
el espacio, en espera de los djinni. Así
fueron transcurriendo lentamente las horas. Johnny no se cansaba de
contemplar aquel maravilloso espectáculo. Habían ingerido ya dos
veces extractos alimenticios, cuando el doctor Muir observó:
—Han transcurrido ya veinticuatro horas, y
las pantallas no acusan la presencia de naves. Seguiremos
esperando.
Fueron transcurriendo las horas, lentas,
monótonas, amedrentadoras. El silencio sólo se interrumpía por los
breves diálogos que sostenían los dos tripulantes de la navecilla.
Johnny examinaba de vez en cuando su escogido arsenal, formado por
armas de una potencia como no podría soñar ningún terrestre, y cuyo
manejo le había enseñado Muir durante las semanas de espera en
Marte. El arma más eficaz, en opinión de Johnny, era un rayo
paralizador que suspendía por un tiempo determinado las funciones
vitales, sin matar a sus víctimas. Los bondadosos marcianos
utilizaban casi exclusivamente aquella arma, de preferencia a las
que tenían efectos mortíferos, que, según órdenes de Muir, sólo
debían ser empleadas in extremis. Cada
una de las navecillas transportaba además el equipo y el
instrumental necesarios para forzar las compuertas más resistentes,
aunque el plan de Muir consistía en paralizar en primer lugar a los
ocupantes de todas las naves djinni.
—Han transcurrido ya treinta y seis horas
desde que estamos aquí, y los djinni no
vienen —murmuró el doctor Muir—. Las órdenes del mando son de
esperar hasta cuarenta y ocho horas. Después de este lapso de
tiempo, se me permite tomar, la iniciativa de las
operaciones.
Transcurrieron las cuarenta y ocho horas, y
veinticuatro más, sin que se registrase el más leve cambio en la
situación. De no haber estado aquella expedición formada por la
flor y nata de la astronáutica marciana, aquella espera se hubiera
hecho insoportable. Pese a su flema, Johnny empezaba a estar
cansado. Fue entonces cuando el doctor Muir dijo:
—Ahora ya no hay duda. Un retraso tan
considerable no puede tener más que una explicación, conocida la
velocidad y el rumbo probable de las naves.
—¿Cuál, doctor Muir?
—Que éstas han llegado ya, quizás pocos
momentos antes de que nosotros nos materializásemos.
—¿Y qué plan vamos a seguir ahora?
—Lo vas a oír inmediatamente.
El doctor Muir habló quedamente por el
micrófono que le mantenía en comunicación permanente con las
restantes navecillas:
—Atención, naves exploradoras. Os habla
Muir, desde la nave capitana. Es casi seguro que los djinni han llegado a Titán antes que nosotros. Por
lo tanto, adoptaremos este plan: nos desplegaremos en abanico y
descenderemos hacia Titán para cubrir toda la superficie del
satélite, de polo a polo del mismo. De este modo daremos una vuelta
completa a Titán, convenientemente espaciados, y aquel de nosotros
que primero descubra algo sospechoso, lo comunicará a los demás.
Propongo una altura de 200 kilómetros sobre la superficie del
astro. Enviaremos por delante y a ras de suelo, como de costumbre
en estos casos, los ojos telecaptores.
Las quince navecillas picaron hacia la
superficie de Titán en un vertiginoso descenso, mientras se
alejaban unas de otras. Pronto se colocaron en la formación
ordenada, que las mantenía separadas entre sí varios centenares de
kilómetros. Titán empezó a ser barrido metódicamente de Este a
Oeste. En la pantalla televisora de la navecilla Johnny empezó a
ver extrañas cosas: desoladoras superficies cubiertas de hielo,
rotas únicamente por las negras aristas de peñascos que parecían
monstruos deformes... paisajes de pesadilla, bañados por una luz
mortecina... imponentes cordilleras que se alzaban sobre un cielo
azul pálido... pero ni el menor rastro de vida ni de vegetación...
Aquello parecía un mundo muerto.
De esta manera las quince navecillas dieron
la vuelta a Titán, para regresar al punto de partida sin que
ninguna de ellas hubiese descubierto nada. El doctor Muir parecía
algo preocupado.
—Daremos otra vuelta modificando ligeramente
nuestras posiciones. Voy a comunicarlo así al resto de la
flotilla.
Aproximadamente a la mitad de la segunda
vuelta, una de las navecillas, que sobrevolaba el hemisferio
septentrional de Titán, comunicó haber descubierto algo.
—Es la entrada de una inmensa caverna
—comunicó el piloto de la nave —que se abre en la pared de un
acantilado. En el fondo de la caverna hemos distinguido un
resplandor rojizo.
El doctor Muir ordenó a todas las naves que
se dirigiesen hacia aquel punto. La flotilla se reunió sobre el
lugar indicado, y Muir ordenó el descenso. Pronto todos vieron la
entrada de la gran caverna sin ayuda de
los ojos telecaptores. En su interior, en efecto, se percibía un
resplandor rojizo.
Las quince naves se posaron en semicírculo
en el suelo, a la entrada de la enorme oquedad. El doctor Muir
ordenó a todos los hombres que se pusiesen el videoscafo y saltasen
al exterior, debidamente armados. Dejando a cuatro hombres de
guardia junto a las naves, el doctor Muir y los restantes se
dirigieron hacia la boca de la caverna. Al entrar en ella,
observaron que el piso rocoso e irregular cedía el paso a un
pavimento liso y compacto, evidentemente artificial. A los pocos
instantes comprendieron la causa del resplandor rojizo que tanto
les había intrigado. Procedía de una enorme astronave discoidal
incandescente, posada en el suelo. Aquellas grandes astronaves no
estaban hechas para el vuelo por la atmósfera, y probablemente su
roce con la atmósfera de metano y amoníaco de Titán la había puesto
en aquel estado. Ello demostraba, por otra parte, que la astronave
había llegado allí hacía muy poco tiempo, quizás tan sólo minutos,
pues la pérdida calórica por irradiación era muy considerable en
aquel mundo helado.
Para aquella ocasión, los videoscafos de los
expedicionarios habían sido provistos de pequeñas
emisoras-receptoras individuales. El doctor Muir ordenó la máxima
precaución a todos, mientras rodeaban la astronave para dirigirse
al fondo! de la caverna. Johnny, como los demás expedicionarios,
empuñaba fuertemente en la mano izquierda —no hay que olvidar que
todos habían sido invertidos—el
proyector de rayos paralizadores, mientras que de su cinto pendía
la mortífera arma atómica a la que sólo debía apelar como último
medio.
La caverna era inmensa, y tras la primera
astronave descubrieron otras seis. Pero éstas, a diferencia de la
primera, no estaban incandescentes. Eran únicamente gigantescas
siluetas oblongas, apenas discenibles en aquella penumbra.
—Se trata, sin duda, de la flotilla que
andamos buscando —dijo el doctor Muir por medio de la radio a sus
compañeros—. En cuanto a la primera, debe acabar de llegar de
alguna otra misión.
Al tiempo que pronunciaba estas palabras, el
doctor Muir encendió el proyector que llevaba colgado sobre el
pecho, y ordenó a dos de sus hombres que hiciesen lo propio, pues
la oscuridad era casi total en el fondo de la caverna.
Los djinni tenían
numerosas bases como aquélla esparcidas por todo el satélite. Sólo
el hecho casual de que una astronave acabase de llegar, permitió
que aquélla fuese localizada. Pero el doctor Muir se equivocaba al
suponer que las otras seis naves eran las que ellos iban
buscando...
La caverna se terminaba bruscamente por un
muro. El doctor Muir tanteó su lisa y bruñida superficie, sin
encontrar el menor resquicio. Entonces empezó a seguirlo hacia el
lado izquierdo, ordenando a cinco de sus hombres que hiciesen lo
propio por el otro lado. De este modo Muir y Johnny llegaron sin
novedad al punto donde el muro se unía con la pared de roca. Fue
entonces cuando una excitada voz resonó en el interior del
videoscafo de Johnny:
—¡Por aquí, pronto! ¡Vengan todos! He
encontrado una entrada por el lado derecho.
Todos corrieron hacia el lugar indicado. El
grupo de cinco hombres que Muir había enviado hacia el otro lado de
la caverna se hallaba reunido ante un orificio circular de unos dos
metros de diámetro, que se abría en el muro liso, muy cerca de
donde éste se unía con la pared de roca. El doctor Muir se adelantó
e iluminó con su lámpara el interior del orificio. Este daba acceso
a un túnel cilíndrico de paredes mate, que penetraba en línea recta
en el muro para torcer bruscamente a la izquierda a los pocos
metros. Parecía el interior de una alcantarilla moderna o la
tubería de un pipeline.
—Recordad que nos enfrentamos con arañas, no
con hombres —murmuró el doctor Muir—. A mucha menor escala, éste
sería el acceso del nido de una araña terrestre, por ejemplo.
Como corroboración a estas palabras, algo
largo y peludo asomó por el recodo del túnel. Los hombres más
próximos a la entrada se hicieron atrás instintivamente. Unas
enormes patas de araña se hicieron visibles, seguidas a los pocos
instantes por una diabólica cabeza verde, en la que brillaban
docenas de malignos ojillos. El doctor Muir encañonó rápidamente la
criatura con su arma paralizadora, y el gigantesco arácnido se
desplomó entre sus ocho patas, casi obstruyendo con su enorme
cuerpo verde y escamoso la entrada del orificio.
—Retiradlo de ahí —ordenó el doctor Muir a
sus hombres.
Seis de éstos se adelantaron y, sujetando al
monstruo por sus velludas patas, provistas de garfios en sus
extremos, lo sacaron a rastras del orificio. Por primera vez en su
vida, Johnny pudo contemplar de cerca la espantosa fealdad de un
djinn. Aunque sabía que el monstruo
estaba paralizado y por lo tanto era completamente inofensivo, se
apartó de él con repugnancia mezclada de temor. Aquella hirsuta
cabeza de araña ocultaba un cerebro inteligente, capaz de manejar
astronaves y de elaborar planes de conquista. Uno de los hombres
tocó con la punta del pie la fláccida panza del monstruo, que yacía
como un odre repleto a medias sobre el pavimento.
—Vamos —ordenó el doctor Muir—. Hay que
entrar por ahí.
Uniendo la acción a la palabra, entró el
primero, seguido por Johnny y los restantes hombres. Después de
doblar a la izquierda, el corredor tubular continuaba en línea
recta unos veinte metros, para torcer nuevamente hacia la derecha y
descender en una inclinación de unos cuarenta y cinco grados hacia
las entrañas de Titán. De este modo avanzaron por espacio de dos
horas, en un descenso ininterrumpido que debería llevarles a gran
profundidad bajo la superficie del satélite de Saturno. En su
camino tuvieron que utilizar dos veces más sus armas paralizadoras,
para hacer frente a otros dos djinni,
que al parecer descendían por el túnel, y a los que dieron alcance.
De pronto se encontraron en un ensanchamiento de la galería, una
especie de plaza esférica, en la que se abrían a intervalos
regulares seis orificios que sin duda daban paso a otros tantos
corredores tubulares. Los seis orificios estaban colocados en el
mismo plano horizontal. El doctor Muir ordenó a sus hombres que se
detuviesen.
—Tú, Johnny, te quedarás conmigo. Los demás
os dividiréis en seis grupos de cuatro y penetraréis por los
túneles. Nosotros esperaremos aquí a recibir vuestras noticias por
radio.
Los seis grupos desaparecieron por los
negros orificios. Transcurrido un cuarto de hora, Muir empezó a
recibir llamadas casi simultáneas de los seis grupos. Las llamadas
denotaban gran exaltación, y poco más o menos estaban todas
concebidas en estos términos:
«¡Atención, doctor Muir! ¡Atención! [Nos
encontramos en una gran caverna, poblada por centenares de
djinni, que se abalanzan sobre nosotros!
¿Qué hacemos?»
«¡Retroceded inmediatamente, paralizando
antes a todos los djinni que os sea
posible!» —les ordenó Muir por su transmisor individual.
—Por lo visto —dijo, volviéndose hacia
Johnny —los djinni habitan en inmensas
ciudades subterráneas bajo la superficie de Titán, y ahora hemos
dado con una de ellas.
—¿Poseen armas? —le preguntó Johnny.
—Las mismas que nosotros, excepto el rayo
paralizador. Afortunadamente supimos detener a tiempo nuestra
equivocada política colonial antes de entregarles esta arma.
—Esto quiere decir que poseen armas
atómicas...
—Por desgracia, sí. Y, a diferencia de
nosotros, no dudan en utilizarlas. Creo que lo más prudente será
emprender la retirada hacia la superficie del astro, y huir luego a
escape hacia el espacio exterior.
—¿Y el profesor Semenov? —preguntó
Johnny.
—Habiendo perdido ya la ventaja de la
sorpresa, que hubiera compensado nuestra inferioridad numérica,
creo que podemos dar la partida por perdida, pues no podríamos
resistir un ataque concertado por parte de una cantidad tan
abrumadora de djinni armados. Pero vamos
a poner en práctica un plan que nos permitirá escapar. Tú te
quedarás aquí, Johnny, en espera de los hombres que regresan por
los seis corredores. Entre tanto, yo me adelantaré hacia la salida,
para apoderarme de una astronave djinni
e inutilizar las seis restantes, para evitar que de momento nos
persigan en ellas. Asimismo, inutilizaré nuestras quince navecillas
de exploración, antes de que caigan en manos del enemigo, con ayuda
de los cuatro hombres de guardia.
Con estas palabras el doctor Muir partió a
escape por el corredor de entrada, mientras Johnny permanecía de
pie en el centro de la cámara esférica, empuñando nerviosamente su
proyector de rayos y contemplando con ansiedad las negras bocas de
las restantes galerías. Estas pronto empezaron a vomitar hombres.
Algunos de los grupos venían completos; otros, reducidos a la mitad
o a un solo hombre; tres grupos no regresaron. Muchos hombres
venían heridos, mostrando terribles desgarrones o quemaduras
atómicas. Dos de ellos cayeron exánimes en el fondo de la cámara
esférica, viéndose obligados sus compañeros a recogerlos y a cargar
con ellos en la retirada.
Pisando los talones a los últimos fugitivos,
docenas de peludos monstruos que empuñaban tubos brillantes en sus
garras brotaron de las galerías. Muchos de ellos cayeron al fondo
de la sala esférica, paralizados por los poderosos rayos de los que
se habían quedado a cubrir la retirada de los hombres que ya
ascendían a toda prisa por el tubo de entrada. Pero, saltando por
encima de los cuerpos de los djinni
caídos, docenas y docenas de dantescas arañas verdes corrieron en
pos de los supervivientes. Varios de éstos cayeron para no
levantarse más durante aquella huida de pesadilla, fulminados por
las armas atómicas de los djinni. Una
docena escasa de supervivientes, entre los que se contaba Johnny,
salieron por fin a la gran caverna, donde ya les esperaba el doctor
Muir.
—¡Pronto! ¡Apresuraos! —les gritó el doctor
Muir por el transmisor—. ¡La astronave está a punto!
Todos corrieron hacia el enorme disco, para
penetrar en tropel por la escotilla abierta, que se cerró
inmediatamente tras el último hombre. En aquel mismo instante
empezaron a brotar djinni por la boca
del túnel. La astronave se levantó silenciosamente a medio metro de
altura sobre el suelo, para ladearse y girar en un lentísimo
movimiento de peonza. Recorrió entonces su enorme ala circular un
fulgor anaranjado, que se trocó al instante en una serie de
irisaciones que la rodearon como un halo, y la máquina
extraterrestre dio un enorme salto para partir rauda hacia la boca
de la caverna, mientras los enjambres de djinni se desparramaban por su interior,
dirigiéndose a las restantes astronaves posadas en el suelo, que el
doctor Muir ya había inutilizado.
La astronave que transportaba a los
supervivientes de la atrevida incursión se elevaba vertiginosamente
hacia las capas superiores de la atmósfera de Titán. Todos los
hombres conservaban los videoscafos puestos, pues en el interior de
la astronave existía una atmósfera irrespirable. Sentado ante los
mandos, el doctor Muir conducía con pulso seguro el enorme ingenio,
de un tipo casi idéntico al que ellos mismos utilizaban. Uno de sus
hombres había ocupado el puesto destinado al observador, ante la
gigantesca pantalla de radar. De pronto aquel hambre lanzó un grito
por el transmisor:
—¡Seis astronaves vienen hacia
nosotros!
El doctor Muir se volvió hacia él.
—Algo debe de haber fallado en los cálculos
—dijo con calma—. Sin duda esas seis astronaves son las que
estábamos esperando.