Capítulo VIII: EL GRAN SALTO
A la hora convenida, el doctor
Muir pasó a buscar a los dos jóvenes. Pese al alud de novedades y
emociones que le habían caído encima, Johnny durmió como un tronco,
sin que ningún sueño ni pesadilla viniese a turbar su profundo
reposo. Tras vestirse su maillot sintético, Johnny y Chantal
siguieron al doctor Muir hacia uno de los extremos de la base
lunar.
—Iremos a pie hasta el borde del Mare
Imbrium —les dijo el doctor Muir, una vez hubieron llegado ante el
airlock o gran compuerta neumática que
se abría en uno de los lados de la cúpula, que en aquel punto era
de metal y no de energía. Viendo la muda expresión interrogadora de
Johnny, Muir se apresuró a explicar:
—Para las salidas y entradas individuales se
utiliza el tipo corriente de compuerta, pues las redes de energía
pura son de tal potencia que aniquilarían a un ser vivo no
protegido. Con nuestros trajes moleculares, si bien no sufriríamos
gran daño, experimentaríamos un molesto choque. Tras colocarse los
videoscafos transparentes, y trasponer la compuerta neumática, los
tres salieron al desolado paisaje lunar exterior. Ante ellos se
extendía una atormentada región pedregosa, formada por peñascos de
agudas aristas y tonos blancos y grises, con algunos ocres y
bermellones. Los contrastes de luz eran violentísimos, en aquel
mundo sin atmósfera. Se pasaba de la luz a la sombra sin
transición, sin penumbra. En el cielo lucían las esferitas azules y
rojas de las estrellas, que a veces se arremolinaban formando nubes
y enjambres cósmicos. El sol era un gran ojo de fuego, sin
párpados, de un Polifemo gigantesco. Acostumbrado a la gravedad
artificial que reinaba en la Base, Johnny fue a dar un paso y pegó
un brinco fenomenal de varios metros de altura. Aquello había de
enseñarle a refrenar sus impulsos cuando se hallase en un mundo de
menor gravedad. En la Luna, en efecto, Johnny pesaba seis veces
menos que en la Tierra. Al dar su brinco fenomenal y elevarse sobre
el paisaje circundante, Johnny descubrió con asombro, a pocos
centenares de metros, una superficie grisácea y lisa que se
extendía hasta el curvadísimo horizonte, que parecía mucho más
curvado y más próximo que el horizonte terrestre. Era el Mare
Imbrium, el Mar de las Lluvias, hacia el que los tres se dirigieron
dando saltos enormes, que pronto henchieron de un gozo infantil el
corazón de Johnny, que se creía estar viviendo un sueño.
Los tres se detuvieron al llegar a la orilla
del mar lunar. Johnny observó que aquella lisa superficie llenaba
todas las entradas y recovecos de la «costa» rocosa. Cerca de ella,
divisó también algunas «islas» y «escollos». Aquella materia
grisácea no era agua, pero tampoco era un cuerpo sólido, según
comprobó Johnny al inclinarse y hundir su mano enguantada en ella.
Estaba formada por un polvillo impalpable, que se elevó ingrávido
en todas direcciones cuando Johnny retiró la mano. El muchacho
paseó la mirada por la superficie de aquel mar espectral, y a su
pesar se estremeció. Nada como aquel mar de la Luna, absolutamente
inmóvil y quieto, sin rompientes ni oleaje, evocaba la idea de la
Muerte. Era el mar helado de un mundo muerto, de un mundo que no
conocía la caricia del viento, el susurro de la brisa ni la canción
de los pájaros. Jamás resonaría sobre aquel mar el chillido
estridente de las gaviotas, ni las olas coronadas de espuma
correrían por su superficie. Involuntariamente, Johnny pensó en la
Laguna Estigia, y esperó ver aparecer de un momento a otro la
fatídica barca de Caronte. Pero no fue esta mitológica embarcación
la que vieron sus ojos, sino otra mucho más asombrosa, oculta tras
un promontorio hacia donde les condujo el doctor Muir. Este les
indicó con un gesto una larga y esbelta navecilla, provista en su
centro de una semicúpula de plástico transparente, dos hileras de
asientos y un tablero de mandos. La esbelta nave brillaba como
plata fundida bajo los rayos del sol, no atenuados por atmósfera
alguna. Johnny hizo un guiño involuntario al mirarla.
Los tres humanos se acomodaron en la
navecilla y Muir empuñó los mandos de la misma. Sin el menor ruido,
la nave se separó de la orilla y partió hacia el este a velocidad
de vértigo sobre la superficie del Mare Imbrium, rozando apenas con
su quilla la materia impalpable de que estaba compuesto. Mirando
hacia atrás, Johnny distinguió una gigantesca parábola formada por
un chorro continuado de polvillo gris, arrojado a lo alto por los
reactores de la nave, la cual avanzaba rauda y silenciosa, abriendo
un surco a modo de estela en el mar selenita. Pronto el Mare
Imbrium les rodeó por todas partes. Inmóvil ante los mandos, el
doctor Muir seguía haciendo avanzar la nave en línea recta, virando
luego al nordeste, hacia un destino desconocido. Johnny calculó que
iban a una velocidad de varios cientos de kilómetros por hora, y no
pudo evitar el pensar en el «Pájaro Azul» del famoso Donald
Campbell, que a su lado parecería una tortuga. Aquella vertiginosa
carrera por el mar de un mundo muerto en medio del silencio más
absoluto sobrecogía el ánimo más templado, y hubiera hecho peligrar
a la razón de mentes menos equilibradas y sanas que las de Chantal
y Johnny.
De pronto Johnny observó con asombro que
algo empezaba a surgir por el horizonte, precisamente en el punto
hacia donde ellos se dirigían. Su corazón empezó a latir con
fuerza. Tan espantosa era la velocidad de la nave y tan acentuada
la curvatura del astro, que el lejano picacho rocoso, agudo como el
cimborio de una catedral, se veía surgir materialmente de la
superficie de aquel mar desolado. Otros picachos más bajos
surgieron poco después en el horizonte, y Johnny tuvo al poco
tiempo la certeza de que se dirigían hacia una enorme «isla», que
se alzaba al norte del Mare Imbrium (1). La navecilla no tardó en
«atracar» junto a un muelle evidentemente artificial, sobre el cual
Johnny distinguió unas masas cuadradas. Saltando a tierra, el
doctor Muir les condujo hacia ellas, y los jóvenes se encontraron
en presencia de unos extraños vehículos con ruedas de oruga.
Montando en uno de ellos, embocaron una rampa que les condujo del
muelle a un estrecho camino encajonado entre fragosos riscos. Tan
profunda era la garganta en algunos puntos, que reinaba la más
absoluta oscuridad en ella. En tales ocasiones, Muir hacía
funcionar los potentísimos faros del vehículo, que hendían las
tinieblas lunares como un cegador cuchillo de luz. La carretera, de
piso perfectamente liso y uniforme, serpenteaba y ascendía por las
laderas del picacho más alto de la isla, cuya cumbre, según
conjeturó Johnny, se hallaría a más de 2.000 metros sobre la
superficie del Mare Imbrium. La cumbre del picacho se hallaba
constituida por
(1) Estaban llegando a los Montes Pico, en
cuya región tan inexplicables cambios han venido observando desde
hace tiempo los astrónomos terrestres. (N. del A.)
una gigantesca plataforma a un lado de la
cual se alineaban varias pequeñas cúpulas de energía. El centro de
la misma se hallaba ocupado por una gigantesca astronave
discoidal.
Acercando su casco transparente al de Johnny
y poniéndolo en contacto con el mismo, el doctor Muir dijo:
—Esta es la primera base que establecimos en
la Luna. A decir verdad, no hacía falta que os trajese aquí, pues
podíamos partir de cualquier otro punto, pero he querido, que
realizaseis este viaje para que pudieseis daros cuenta cabal de las
características de vuestro satélite. La astronave que veis es la
que nos ha de llevar a Marte. Dirijámonos a ella.
Traspuesta la compuerta de entrada, los tres
se despojaron de sus videoscafos al hallarse en el interior de la
nave. El Capitán de ésta les recibió sonriente, acompañado de
algunos de sus hombres. A Johnny le pareció reconocer al capitán
Mirkios.
—En efecto, es Mirkios —dijo el doctor Muir,
como si hubiese leído el pensamiento de Johnny. —Nuestro amigo el
capitán Mirkios, que nos llevará a Marte—. Volviéndose hacia el
capitán, preguntó:
—¿Se sabe algo de Semenov?
El semblante de Mirkios se
ensombreció.
—Las últimas noticias son de que los
djinni se dirigen con él hacia el
cinturón de asteroides. Sin embargo, no creemos que sea éste su
destino, sino los mundos exteriores. Seis de nuestras naves han
salido en su persecución.
—¿Cree usted que podrán darles alcance?
—preguntó Johnny.
—Lo dudo —repuso Mirkios—. Tienes que pensar
que emplean las mismas naves que nosotros, y por lo tanto lo más
probable es que conserven la ventaja adquirida.
—De momento no podemos hacer otra cosa sino
dirigirnos a Marte —intervino el doctor Muir.
—¿Por qué, doctor Muir? —preguntó Chantal,
rompiendo el mutismo que había mantenido hasta entonces.
Volviéndose hacia la joven, el doctor Muir,
repuso:
—Porque en Marte se están dando los últimos
toques a lo único que puede servirnos para arrebatar al profesor de
manos de los djinni. Confío en que
podremos utilizarlo antes de que transcurra mucho tiempo.
—¿De qué se trata, doctor Muir? —preguntó
Chantal.
El interpelado sonrió.
—No se puede explicar en dos palabras. Ya lo
verás cuando lleguemos allí. Es algo... un aparato... que vosotros
llamaríais «muy revolucionario». Puede dar al traste con nuestros
medios de transporte actuales y convertir a nuestras astronaves en
algo anticuado, de la noche a la mañana. Por ahora llamémoslo el
«convertidor de espacio-tiempo».
El capitán Mirkios hizo un ademán
invitador.
—Seguidme. He de mostraros vuestros
alojamientos.
Los tres avanzaron por el corredor toroidal,
que ya iba siendo familiar para Johnny. El doctor Muir
carraspeó:
—Johnny;.. Chantal... —dijo, hablando
mientras andaban sin mirar a los dos jóvenes—. Este viaje, que va a
iniciarse inmediatamente, será muy largo... 208 días, dada la
posición en que se halla actualmente Marte. Para los... pasajeros y
miembros de la tripulación que no están en servicio activo, tenemos
por costumbre emplear un método que hace que este viaje les parezca
extraordinariamente más corto. Es mi deber decíroslo ahora, pues
colijo que vosotros dos no teníais la menor idea del mismo. Se
trata de algo de uso corriente y generalizado. Es, sencillamente,
la hibernación.
Johnny dio un respingo y Chantal se llevó
una mano a la boca para no lanzar un grito.
—¿Hibernación? —dijo Johnny—. Yo he leído
algo de eso... creo que se refería a las marmotas... o a los osos
polares, no lo recuerdo bien.
El doctor Muir sonrió.
—En efecto, eso es la hibernación.
—Es algo parecido a lo que le sucedió al Rip
Van Winkle del cuento, ¿eh, doctor Muir? —dijo Chantal—. El
pobrecillo estuvo dormido cien años, para despertarse y ver que
nadie le conocía en su aldea.
—No conozco al Rip Van Winkle ése —dijo el
doctor Muir, deteniéndose y volviéndose hacia los dos jóvenes,
mientras el capitán Mirkios hacía lo propio para escucharle—. Pero,
en efecto, la hibernación es algo parecido. Suspender la vida
vegetativa, o si lo queréis disminuir al máximo el metabolismo
orgánico, por tiempo indefinido, es cosa común y corriente para
nuestra ciencia. Esto se consigue gracias a bajas temperaturas y la
inyección de productos adecuados, que retardan considerablemente el
ritmo vital. Las pulsaciones del corazón se hacen lentísimas y
espaciadas, todo el ser queda sumido en un profundo letargo, sin
daño alguno para su salud. De este modo, el viaje por el espacio,
los largos y monótonos meses de travesía, que tan funestos
resultados podrían tener para el equilibrio mental humano, quedan
suprimidos. Nuestras naves, con sus tripulantes y pasajeros en
estado de hibernación, trasponen los abismos cósmicos, sólo con un
reducido número de astronautas en pleno uso de sus facultades, para
vigilar los instrumentos de a bordo. E incluso estos tripulantes
van siendo relevados, para que el viaje les resulte más cómodo, por
otros que son despertados de su letargo. Ahora que ya conocéis este
método, ¿queréis someteros a él?
Johnny y Chantal cambiaron una mirada.
—¿Qué te parece, Chantal? —preguntó el
muchacho.
—Hombre, verás... la perspectiva de
convertirme en una marmota no me seduce particularmente. Pero siete
meses de viaje encerrados en este tiovivo, tampoco me hacen mucha
gracia. Mire usted, doctor Muir —añadió la joven, volviéndose hacia
el marciano —yo creo que podríamos adoptar una solución intermedia.
De momento, seguir bien despiertos y despabilados, para someternos
a la hibernación así que empecemos a aburrirnos. ¿Qué te parece,
Johnny?
—Por mi parte me parece bien. Esperemos a
ver qué dice el doctor Muir.
Éste permanecía inmóvil y silencioso. Por
último habló:
—Desde luego, no podemos obligaros a
hibernar contra vuestra voluntad. Pero mi larga experiencia de los
viajes espaciales me demuestra que éste es el mejor método. En
cuanto a mi, voy a someterme a la hibernación dentro de cinco
minutos. Y si mi consejo vale para algo, os diré que lo hagáis
también. El Espacio es temible, y vosotros sois muy —jóvenes aún.
La locura del Espacio es lo único que nuestros médicos nunca han
conseguido curar. Es insidiosa; se va filtrando de un modo sutil y
solapado en la mente. Puede haceros sus víctimas en muy poco
tiempo. Vuestra mutua compañía os defendería algo contra ella, pero
no mucho. Sólo hombres muy curtidos han conseguido realizar sin
dormir artificialmente el largo viaje Tierra-Marte. Si os sometéis
ahora a la hibernación, os despertaréis al llegar a nuestro destino
como si sólo hubiesen transcurrido cinco minutos desde que
cerrasteis los ojos y no siete largos y tediosos meses. Habréis
traspuesto sumidos en una bienhechora inconsciencia el espantoso
abismo donde han naufragado tantas almas. Creedme, el Hombre no
está hecho a la medida del Cosmos. La sensación de su propia
pequeñez puede aniquilarlo.
Chantal, impresionada por el tono solemne
del doctor Muir, musitó:
—Como usted quiera, doctor. Nos someteremos
a la hibernación, ¿verdad, Johnny?
Éste asintió, con una muda inclinación de
cabeza.
Johnny abrió los ojos, para ver inclinado
sobro él el noble semblante del doctor Muir, que le sonreía con
afabilidad. El muchacho se hallaba tendido en la caja transparente
que ocupó a la salida de la Luna, y en la que había permanecido en
estado de hibernación durante los siete meses que durara la
travesía. A un lado, sobre el suelo, se veía la tapa, que el médico
de a bordo había alzado. El cuerpo de Johnny había sido sometido de
nuevo a la temperatura normal, y una oportuna inyección había
anulado los efectos de las drogas letárgicas. En una caja parecida,
a su lado, Chantal abría en aquellos momentos los ojos.
—Hola, Bella Durmiente —dijo Johnny,
dirigiéndose a su compañera. Resultaba maravilloso no sentir sueño
ni torpor alguno. A Johnny le parecía que acababa de cerrar los
ojos.
—Pero han transcurrido siete meses, Johnny
—dijo suavemente el doctor Muir, quien siempre parecía leer los
pensamientos del muchacho. (Más tarde éste había de saber que, en
efecto, los leía. El doctor Muir era telépata)—. Estamos ya en
órbita alrededor de Marte. Ven a echar un vistazo.
Johnny y Chantal se levantaron y siguieron
al doctor Muir. Éste les condujo hacia la sala central de mandos de
la astronave, a la cual treparon por la escalerilla radial que
partía del corredor. Encontraron en ella al capitán Mirkios y a sus
oficiales, muy atareados ante el gran tablero de mandos.
Sin volverse apenas, el capitán Mirkios
saludó con un gesto a los dos jóvenes.
—Hola, muchachos. Ya hemos llegado.
Johnny observó que el capitán Mirkios tenía
el semblante demacrado y mostraba unas profundas ojeras.
El doctor Muir siguió la mirada de
Johnny.
—El capitán Mirkios no se ha sometido a la
hibernación durante la travesía —dijo—. Sólo los astronautas
curtidos como él son capaces de soportar el tremendo salto. Ahora
podrá disfrutar de un merecido reposo.
El doctor Muir se dirigió hacia Mirkios, y
le dijo algo al oído. El capitán hizo un gesto de asentimiento y
ordenó algo a uno de sus oficiales. Éste se dirigió a la gran
pantalla televisora colocada a un lado, y oprimió un botón al píe
de la misma. La pantalla se iluminó, y algo que parecía un enorme
escudo rojo y que ocupaba la mitad de ella apareció ante los
asombrados ojos de los terrestres.
—El disco de Marte —dijo el doctor Muir
—visto sin aumento, poco más o menos desde la distancia donde
gravita Fobos, su segundo satélite. En la parte inferior izquierda
se ve un extremo de lo que vuestros astrónomos llaman la Gran Sirte
—y sonrió maliciosamente—. Vosotros seréis los primeros terrestres
que conoceréis su auténtica naturaleza. A propósito, os advierto
que llegar a un mundo nuevo no es una operación tan simple como la
muestran vuestros escritores de fantasía científica. La exploración
completa de la Tierra, por ejemplo, nos ha requerido largos años y
un acopio impresionantes de informes y datos. Si bien os
visitábamos desde hace siglos, sólo últimamente —desde 1947— hemos
emprendido la exploración sistemática y por zonas de vuestro
planeta. Un mundo es algo inmenso, y generalmente muy diverso. De
haber creído a nuestras primeras naves, que aterrizaron en los
desiertos de Arizona y Nevada, vuestro planeta era casi un mundo
muerto y árido. Otras naves visitaron los hielos del Polo; otras,
las selvas amazónicas; otras, la poblada Europa. Resulta pueril
afirmar que se conoce un mundo el primer día que se pone la planta
en él. Pese a nuestros perfeccionadísimos medios de transporte y de
observación, la Tierra sigue siendo algo muy grande, muy diverso y
vasto, incluso para nosotros. No podemos tragárnosla de un bocado
ni abarcarla de una mirada. Algunas cosas aún nos resultan
incomprensibles e inexplicables. Os advierto esto, para que no
pretendáis conocer a Marte a los dos días de haber desembarcado en
éL Nuestro mundo también es vario y multiforme y, sobre todo,
grande y abrumador como todos los planetas—. Los tres observaron en
silencio la pantalla por un rato. Muir prosiguió—: Recuerdo a este
propósito una anécdota típica, que se cita con frecuencia. Una de
nuestras primeras naves exploradoras abordó la Tierra por el lado
del Océano Pacifico y su capitán, harto, impulsivamente mandó un
informe diciendo que, según su parecer, la Tierra era un mundo
exclusivamente líquido. A las doce horas tan sólo, la Tierra había
girado sobre su eje, mostrando las enormes extensiones ocupadas por
los continentes. Si la nave exploradora hubiese arribado entonces a
la Tierra, probablemente su capitán hubiese dicho lo contrario.
Recordad siempre esto; estáis en un
mundo nuevo... y un mundo es algo casi inconmensurable.
Reinó un nuevo silencio, que fue roto otra
vez por el doctor Muir:
—Y ahora seguidme. Iremos a ocupar nuestros
puestos en las dos navecillas exploradoras que nos conducirán a la
superficie de Marte. Habéis de saber que esta nave permanecerá
fondeada en su órbita, pues no ha sido construida para los
desplazamientos atmosféricos. Dentro de una hora pisaréis la
superficie de mí mundo.