Capítulo VII: EN LA LUNA

 

EL doctor Muir, seguido por Johnny y Chantal, trepó por una escalerilla que se dirigía desde la periferia de la astronave hasta su centro, donde estaban instalados los motores y la cabina de mando. En ésta, situada muy cerca del eje de rotación de la astronave, los cuerpos perdían casi totalmente su peso. Una pared de la estrecha cabina se hallaba ocupada por complicados aparatos y esferas; en las restantes paredes, había asas colocadas a intervalos, como asideros para quienes se desplazasen por ella, flotando casi en su atmósfera. «Esto es una astronave de verdad, pensó Johnny, y no las astronaves que aparecen en las novelas de fantasía científica o las que intentan construir en la Tierra.» ¡De qué manera tan sencilla y lógica, en efecto, se había resuelto el problema de la falta de gravedad para los tripulantes del aparato, mediante el corredor toroidal animado de un lento movimiento de rotación, que equivalía a la misma gravedad marciana! La forma aerodinámica, a que tan aficionados eran los diseñadores terrestres de astronaves, no tenía en realidad ninguna razón de ser para una nave destinada a moverse únicamente por el vacío interplanetario, por el que avanzaba «de plano» y girando sobre su eje a razón de siete u ocho revoluciones por minuto. En realidad, aquella nave no era más que un gigantesco cohete provisto de un motor de una potencia infinitamente superior a los reactores terrestres, rodeado de la cabina toroidal para sus tripulantes y de los planos giroscópicos estabilizadores representados por la periferia exterior del disco propiamente dicho, todo él macizo, lo cual convertía a la nave en una gigantesca peonza del espacio cósmico. Los problemas que obsesionaban desde hacía años a los astronautas terrestres, estaban allí resueltos con suprema maestría y sencillez. Era aquella una nave absolutamente funcional, donde cada parte respondía al cometido para el que había sido creada. Destinada a cruzar los espacios interestelares, aquella nave se movía con cierta dificultad en la atmósfera. Algunas veces, sin embargo, se veía obligada a descender hasta la superficie del planeta, para proveerse de agua marina, utilizada como masa de eyección durante sus cruceros cósmicos. En tal caso, navegaba horizontalmente y su cabina toroidal permanecía inmóvil. Los tripulantes, entonces veían convertirse en «suelo» donde apoyarse, no la zona más próxima al borde del disco, como durante las travesías interplanetarias, sino los puntos más bajos en relación con la vertical, variable según la inclinación del aparato y también según la brusquedad de los virajes. Los objetos del interior de la cabina se podían deslizar libremente por la circunferencia del tubo para encontrar por sí solos su posición de equilibrio, con lo que apenas se notaban dentro los cambios de posición de la nave.
El capitán de la astronave se hallaba sentado ante los mandos en un asiento parecido al del piloto de un gran avión de pasajeros. El doctor Muir indicó a Johnny una enorme pantalla televisora que se veía en la pared izquierda. En ella vio Johnny algo así como un gran cigarro plateado, colocado en posición oblicua, y a cuyo alrededor sé movían puntitos brillantes. El conjunto se destacaba sobre el impresionante fondo constituido por el espacio cósmico, tachonado de centenares de astros azules, rojos y blancos.
—Es una gran nave portadora, «fondeada» en su órbita alrededor de la Luna. Nosotros acabamos de fondear también. ¿Ves esos dos puntitos luminosos que avanzan hacia nosotros? Son dos navecillas exploradoras que nos envía la nave nodriza, para recogernos y llevarnos a nuestra base del Mare Imbrium.
«El Mare Imbrium... el Mar de las Lluvias..», pensó Johnny, notando que se le ponía involuntariamente la piel de gallina.
—¿Y la Luna, dónde está?'—preguntó ingenuamente.
Muir sonrió.
—Ahora no podemos verla. La oculta nuestra propia nave. La verás cuando salgamos afuera.
Y esto es lo que hicieron a los pocos minutos, después de despedirse del capitán Mirkios. Provistos de su videoscafo, salieron con Muir y Olkios por la compuerta neumática. En el exterior, permanecieron flotando junto al borde del enorme disco, viendo como las dos navecillas se aproximaban raudas. Volviendo la cabeza, Johnny quedó sobrecogido de espanto; un inmenso disco plateado parecía ocupar medio firmamento. Sobre él se distinguían con todo detalle grandes circos, mares lisos y sombríos, abruptas cadenas montañosas. Faltaba poco para la Luna llena, y el borde del terminador coincidía casi con el borde del satélite, que ofrecía toda su inmensa y deslumbradora superficie, de un brillo que en algunos lugares casi dañaba la vista, a los admirados ojos de los terrestres.
Las dos navecillas exploradoras estaban ya muy próximas y se agrandaban a ojos vistas. Cuando se detuvieron junto a ellos, Johnny observó con estupefacción, a través de la cúpula transparente, que estaban vacías. Poniendo en contacto su videoscafo con el de Muir, gritó: —¡Están vacías!
Muir asintió, sonriendo.
—Son teledirigidas —dijo.
—¿Y cómo entraremos en ellas? —preguntó a continuación Johnny.
—Muy sencillo. Sígueme —oyó que decía la apagada voz del doctor Muir a través del videoscafo. Si bien el sonido no se propaga en el vacío, los videoscafos puestos en contacto vibraban al unísono, permitiendo de este modo sostener conversaciones en el espacio, de un modo semejante a como hacen los buzos en el fondo del mar, juntando sus cascos de bronce.
Tomando a Johnny de la mano, el doctor Muir volvió a la escotilla o sala circular de entrada a la astronave, que había quedado abierta. Desde su interior, Johnny vio como la navecilla se acercaba lentamente, hasta que su cúpula circular se encajó exactamente con el orificio circular de la cámara neumática. Al propio tiempo percibió un —tenue silbido y comprendió que ésta se estaba llenando de aire. Cuando cesó el silbido, el doctor Muir se despojó del videoscafo y abrió la escotilla de la pequeña nave exploradora. Una vez él y Johnny hubieron entrado en la misma, Muir volvió a cerrar la escotilla e inmediatamente la navecilla se separó de la astronave. La operación se repitió para Olkios y Chantal con la segunda navecilla, y pronto las dos se alejaron a toda velocidad hacia la superficie de la Luna. Johnny tenía la sensación de que no eran ellos quienes caían hacia la Luna, sino ésta que subía hacia ellos. Las dos navecillas se dirigieron hacia el hemisferio septentrional de Selene, aparentemente en dirección de los grandes cráteres Arquímides, Autólico y Aristilo. En realidad, se dirigían hacia un grupo de pequeños cráteres situados en las riberas occidentales del Mare Imbrium, bastante más al norte de los tres cráteres citados, que desde la altura de algunos miles de metros a que se encontraban, parecieron a Johnny colosales circos o anfiteatros construidos por una raza de titanes. Poco tiempo después las dos navecillas se inmovilizaron a algunos centenares de metros sobre un grupo de misteriosas cúpulas translúcidas, que se extendían sin orden ni concierto en la región de los Montes Cassini, a orillas del Mare Imbrium, cuya negra superficie, formada por polvillo basáltico, se extendía hasta perderse de vista tras el horizonte lunar, de curvatura mucho más pronunciada que el horizonte terrestre y que se unía sin transición con el negro firmamento.
—Hemos aprovechado para nuestras bases pequeños cráteres naturales ya existentes —dijo Muir —que hemos cubierto con cúpulas de energía pura. Actualmente tenemos tres bases principales en la Luna, todas ellas en el hemisferio septentrional: una, al occidente del Mare Imbrium, que contemplas en estos momentos; otra, situada en el Mare Crisium, o Mar de las Crisis, y la tercera en el Gran Circo de Aristarco. En Linneo y Platón tenemos algunos observatorios, y otros esparcidos poco más o menos en esta misma latitud.
—¿No han instalado ustedes bases en el hemisferio sur de la Luna? —preguntó Johnny.
—No, y te diré por qué. Cuando nuestras naves llegaron por primera vez a la Luna, eligieron para su aterrizaje las regiones menos fragosas y accidentadas, y éstas se encuentran precisamente en el hemisferio norte.
—¿En los grandes mares? —preguntó Johnny.
—Exactamente, en sus orillas. En el centro de los mares, corríamos el riesgo de hundirnos en ellos.
Johnny abrió desmesuradamente los ojos.
—Pero yo tenía entendido que no eran tales mares, sino llanuras sin una gota de agua.
—En efecto; pero estas llanuras están formadas por un polvillo tan fino, que te hundirías en él hasta el cuello. En realidad, incluso tenemos «embarcaciones» para navegar por ellos; ya las verás a su debido tiempo. Elegimos una zona de latitud alta y en el hemisferio norte por dos razones: en primer lugar, nuestras bases son menos visibles desde la Tierra que situadas en el ecuador, por ejemplo —y al decir esto sonrió—. Además, en esta faja reinan temperaturas más moderadas que en la faja ecuatorial, donde la temperatura pasa de los 100 grados centígrados durante el día, para descender a 150 bajo cero por las noches, las largas noches lunares.
—|Brrr! ¡Qué frío! —exclamó Johnny, estremeciéndose involuntariamente.
—Lo peor no es el frío, muchacho, sino el calor. Contra el frío podemos defendernos muy bien. ¡Ali! Olvidaba decirte que hemos instalado hace poco tiempo una base experimental cerca del borde oriental del hemisferio sur. Pero no es más que una prueba. ¡Mira! Olkios ya desciende.
Después de permanecer un rato inmóvil como ellos sobre la base lunar, la navecilla de Olkios y Chantal pasó del anaranjado al verde esmeralda y picó verticalmente hacia la superficie de la Luna. Muir accionó los mandos y descendió también. Las grandes cúpulas translúcidas se iban agigantando a los ojos de Johnny. Vio una veintena de ellas, de todas dimensiones, desde las que sólo medían un par de centenares de metros de diámetro, hasta cuatro enormes hemisferios de un diámetro superior a los mil quinientos metros. Hacia una de estas enormes cúpulas se dirigió la navecilla. Johnny se encogió involuntariamente en su asiento al ver crecer amenazadoramente la gigantesca cúpula, creyendo que la navecilla iba a chocar con ella. Pero cuando el choque parecía inevitable, la nave no modificó su curso y atravesó limpiamente la pared de energía, para descender luego suavemente hacia el interior de la base y posarse a pocos centímetros sobre el suelo lunar.
Maravillado, Johnny vio extenderse sobre su cabeza un gigantesco dosel ambarino, recorrido por constantes pulsaciones y ondulaciones: la cúpula de energía. La navecilla descansaba junto a la de Olkios, en el centro de una vasta plaza circular formada por edificios de paredes brillantes y de un solo piso. A su alrededor, Johnny vio ir y venir a muchos hombres, vestidos con túnicas anaranjadas sujetas a la cintura por un amplio ceñidor rojo. Llevaban unos pantalones semejantes a los de los esquiadores, de un tejido obscuro, y unas botas igualmente obscuras. Por lo visto, los ajustados maillots negros sólo los utilizaban en el espacio.
Muir abrió la escotilla y ambos saltaron al exterior. Johnny se apresuró a reunirse con Chantal y ambos se estrecharon fuertemente las manos. Nadie parecía hacerles caso. La llegada de una navecilla de exploración parecía ser algo tan vulgar y corriente como la llegada de un automóvil a la plaza de un pueblo terrestre. Sin embargo, Johnny advirtió que Muir y Olkios saludaban amistosamente con la mano a algunos conocidos. Este último se disculpó y, después de un «Luego nos veremos» se alejó en compañía de un viandante, al que sujetó afectuosamente por el brazo.
Muir contempló risueño a los dos jóvenes:
—Bienvenidos a nuestra Base selenita del Mare Imbrium. Mañana podréis visitarla detenidamente, e incluso dar un paseo por el exterior. Pero según la hora oficial de la Luna, ahora tenemos que ir a cenar. Además, debéis de estar cansados después de vuestro viaje de ocho horas. Por aquí, muchachos.
Muir les indicó una calle que arrancaba de la plaza circular. Con gran sorpresa, Chantal y Johnny vieron parterres con extrañas flores rojas y azules en el centro de la calzada. También observaron unos pequeños vehículos para dos personas, que se deslizaban sin producir el menor ruido a unos treinta centímetros sobre el suelo.
—Son pequeñas aplicaciones prácticas de la antigravedad —dijo sonriendo Muir—. Creo recordar que en la astronave, el capitán Mirkios os recomendó especialmente el asado de tarpoil. Vamos a ir al restaurante que él nos mencionó.
Los tres se detuvieron ante una mansión baja de paredes plateadas y brillantes, desprovistas de ventanas. Tenía una puerta de energía ambarina, traspuesta la cual Johnny y Chantal se encontraron en un salón acogedor, de paredes verdes, iluminación indirecta y atmósfera llena de risas y rumores de conversaciones. El centro de la pieza se hallaba ocupada por varias mesitas colocadas caprichosamente, junto a las cuales había una especie de divanes en vez de sillas. En casi todos ellos había hombres semitendidos, comiendo y charlando amigablemente. Johnny no observó la presencia de ninguna mujer, y constató que ellos tres eran los únicos que llevaban traje del espacio. Algunos hombres miraron con curiosidad a Chantal, para enfrascarse de nuevo en sus animadas conversaciones, sostenidas en una lengua incomprensible para los dos muchachos, pero muy melodiosa y aguda.
Muir les indicó una mesa libre con tres divanes. Johnny y Chantal se sentaron juntos en uno mientras Muir se recostaba en otro.
—¿No hay mujeres entre ustedes? —preguntó Chantal.
Muir sonrió.
—En general, se quedan en casa. Aunque a veces viene aquí alguna, con una misión determinada.
—¿En casa... quiere decir usted Marte? —preguntó Chantal.
Muir hizo un gesto de asentimiento.
—En casa, cuidando de nuestros hijos. Un momento. Vamos a escoger la minuta
Los dos jóvenes se dieron cuenta entonces de que, al lado de su diván, estaba de pie y en actitud respetuosa un individuo de aspecto extraordinariamente raro. De los hombros le colgaba una especie de larga hopalanda gris que se arrastraba por el suelo. Tenía la cabeza totalmente calva, su estatura era mediana y sus facciones, si bien humanas, tenían algo remoto y extraterrestre. Sus orejas, nariz y boca eran grandes, sus ojos pequeñísimos y su tez... ¡de un verde cadavérico! Con voz gutural, aquella estantigua pronunció unas palabras incomprensibles. El doctor Muir respondió en la misma lengua, y entre todas sus palabras Chantal y Johnny sólo entendieron claramente tarpoil. El sujeto de la hopalanda se inclinó ceremoniosamente y se alejó sin producir el menor ruido. Viendo la mirada de interrogación muda de los dos jóvenes terrestres, el doctor Muir se apresuró a explicar:
—Es un camarero murki. Los murki son una raza poco desarrollada culturalmente. Puede considerarse la raza autóctona de Marte.
—¿No son ustedes también de Marte?
Sin responder a esta pregunta, Muir prosiguió:
—Se encuentra a los murki en casi todos los menesteres serviles que aún subsisten. Su religión les prohibe la creación de objetos materiales. Por lo tanto, tienen vedado el camino de la ciencia y de la técnica. Sin embargo, algunos de ellos han sobresalido en la especulación pura, y el mayor poeta de Marte es un murki. Son una raza triste y orgullosa, muy altiva pese a desempeñar los oficios más humildes. Entre ellos y nosotros existen muy buenas relaciones, aunque las uniones entra nuestras dos razas son rarísimas, casi inexistentes, y siempre estériles.
El individuo verde regresó a los pocos instantes con una gran bandeja, en la que Chantal y Johnny vieron algunos platos de un metal que parecía oro, una botella de bellas formas semejante a una enorme gota de ámbar, y una gran fuente de la que se exhalaba un delicioso perfume.
El sirviente colocó sendos platos ante los tres comensales, y a indicación de Muir les sirvió una buena porción de asado de tarpoil. Junto a cada plato colocó un tenedor de dos púas y un cuchillo de bello mango cincelado. Luego llenó tres copas muy altas del licor ambarino que contenía la botella. Pero lo que más sorprendió a Johnny fue el cestillo con rebanadas de pan, de un aspecto completamente terrestre.
—¡Esto es pan! —exclamó, pinchando una rebanada con su tenedor para examinarla—. Creía que esto sería una comida marciana, doctor Muir.
—Y, en efecto, es una comida completamente marciana —repuso el interpelado, sonriendo—. No hay nada más marciano que el pan y el trigo. A nosotros nos lo debéis, hijo mío. ¿No sabes que en la Tierra nunca ha existido el trigo en estado silvestre? Fuimos nosotros quienes os lo ofrecimos, hace ya de eso mucho tiempo. En vuestra antigua literatura religiosa, por ejemplo en las Estancias de Dzyan, relato alegórico de los más remotos tiempos del hinduísmo, se dice, si no recuerdo mal: «Frutos y granos, desconocidos sobre la Tierra hasta entonces, fueron traídos desde otros Lokas (esferas o planetas) por los Señores de la Sabiduría, en el propio interés de los que estos regían.»
Johnny y Chantal contemplaban estupefactos al doctor Muir. Chantal tomó su copa en la mano, y exclamó:
—¡Y esta copa es de oro!... como toda la vajilla.
—En efecto, es de oro —respondió Muir—. Procede de las minas de este metal que se encuentran en el hemisferio opuesto de la Luna... donde en tiempos remotos chocó y se enterró un gigantesco meteorito formado por millones de toneladas de oro. Constituye uno de los mayores misterios del cosmos, pues su composición es por completo desusada. La mayor parte de los meteoritos son de hierro o de níquel, como vosotros sabéis.
—¡Es delicioso! —exclamó Johnny—. Me refiero al tarpoil. ¿Verdad, Chantal?
—Espera a que lo pruebe.
—Probad también el shanti —dijo el doctor Muir indicando el vaso—. El poeta murki que antes os he citado, lo denominó «gloria y alegría del universo, fuego del sol y fresca y ambarina claridad de las estrellas», si la memoria no me es infiel y he conseguido traducir acertadamente.
Johnny paladeó el licor translúcido y un sabor extraterrenal llenó su boca, frío y ardiente al mismo tiempo. No halló comparación posible con ninguno de los vinos o licores de la Tierra que conocía,
—Ese... ese poeta tenía razón —dijo, dejando la copa sobre la mesa—. Es... tan distinto a todo lo que conozco...
En el transcurso de aquella velada, los dos jóvenes terrestres se enteraron de muchas cosas nuevas y asombrosas para ellos. Por ejemplo, que nuestro planeta está rodeado por una potente zona de radiaciones mortales para el hombre.
—Esa zona está determinada por el campo magnético terrestre —les explicó el doctor Muir—. Está constituida por iones captados por el magnetismo terrestre, y se extiende aproximadamente desde los 400 hasta unos 40.000 kilómetros de altura sobre la superficie de la Tierra.
—¿Y cómo se las arreglan ustedes para atravesarla? —preguntó Johnny—. Ahora mismo, nosotros acabamos de hacerlo.
—Sin recibir el menor daño —añadió Chantal.
El doctor Muir sonrió.
—Existen dos puertas de entrada y salida: las dos regiones polares de la Tierra. En sus proximidades, la zona mortal se combea y deja dos estrechos pasos... estrechos relativamente, pues miden en su punto de menor diámetro varios centenares de kilómetros. Por allí, entran y salen nuestras astronaves, para desparramarse después sobre toda la superficie de Thulcandra.
—¿De... Thulcandra? —dijo Chantal, intrigada.
—Perdón —dijo el doctor Muir—. He empleado el nombre marciano de la Tierra, sin darme cuenta. En la lengua de los murki, ese nombre significa el mundo maldito. Parece ser que, según sus leyendas, una antigua maldición cósmica pesa sobre vuestro planeta, donde en tiempos remotísimos unos ángeles orgullosos se rebelaron contra el Señor de todos los mundos.
—¡Pero esto es sorprendente! —exclamó Johnny—. Encaja de un modo perfecto con las más antiguas tradiciones terrestres.
—¿Y... tienen los murki la tradición de la Caída y del Pecado Original? —preguntó Chantal.
—No —dijo rotundamente el doctor Muir, mientras su semblante asumía una expresión grave—. Esa tradición sólo existe en vuestro mundo, de entre todos los mundos que conocemos. Algo terrible e inaudito sucedió en la Tierra en los albores de la Humanidad... de esta Humanidad a la cual nosotros también pertenecemos.
—Ha dicho usted antes que los murki eran la raza autóctona de Marte. ¿Es que ustedes no lo son? —preguntó atrevidamente Johnny.
Como la vez anterior, el doctor Muir evitó contestar directamente a esta pregunta.
—Nosotros pudiéramos ser unos segundos Ben Elohim, que vuestra Biblia menciona: «Y los Hijos de Dios (los Ben Elohim), descendieron a la Tierra, y hallaron hermosas a las mujeres de los hombres y se unieron a ellas.» No queráis saber demasiado por ahora. Algún día la verdad, la extraordinaria verdad, os será revelada. Pero antes tenéis que ver y aprender mucho
Terminada la cena, el doctor Muir se brindó a acompañar a los dos muchachos a sus habitaciones.
Saliendo del salón, los condujo a una casa situada en la misma calle. Después de cruzar un vestíbulo donde varios hombres conversaban tendidos en divanes, les mostró dos puertas de energía contiguas.
—Tú habitación, Johnny; la tuya, Chantal. En el armario hallaréis ropas, por si queréis cambiaros. El lavabo está en el fondo. A los pies de la cama veréis una esfera luminosa dividida en diez porciones oscuras, de las que siempre hay una encendida. Cuando se ilumine la superior, yo pasaré a buscaros. Entre tanto, descansad.
Con estas palabras Muir se despidió de los dos jóvenes.