Por fin, este segundo libro de La arboleda perdida, comenzado ¿hace ya cuánto tiempo?, alcanzó su final. Tuvo que ser un editor y amigo, Jacobo Muchnik, hoy escondido tras la f de la casa editora que lo publica, quien con su notable tesón lograse que lo terminara. Y aquí está. Muchas ramas se me han extraviado en tan largo camino. Muchas hojas, que el viento hizo pasar tardíamente ante mis ojos, no pudieron ser prendidas ni fijadas en estas páginas. Hay, pues, en ellas, innumerables blancos, que no son, de ningún modo, olvidos. Hubiera tenido que volver a lo ya hecho, abrir la espesura de sus renglones e introducir aquí y allá nombres, sucesos o comentarios recordados después, cuando el trabajo de intercalarlos en su sitio me hubiese conducido a no colocar nunca el suspirado punto final de esta etapa de mis memorias. Algún día tal vez, en una próxima edición, si el lector entusiasta contribuye a ello, ocuparán el lugar que ya les tengo señalado. ¿Lo haré eso en España o todavía aquí, en la Argentina, donde fueran escritos el final de la primera parte y toda la segunda de la presente obra? No sé, pero hay algo en mi país que ya se tambalea, y entre nosotros, los desterrados españoles, circulan vientos que nos cantan la canción del retorno. Mientras tanto…
Una nueva Arboleda, no como aquella realmente perdida de mi infancia andaluza, he levantado a una hora de tren de Buenos Aires, en los bosques de Castelar. Quiero en ella rubricar este colofón, pero antes de hacerlo, también hablar de ella, mi graciosa Arboleda Perdida americana, como se merece.
Los bosques de Castelar —o el parque Leloir, que así se denominan en su parte más bella— son grandes. E inesperados. ¡Cuántas gentes y amigos que los ignoran! Sorprenden, cuando se los ve por vez primera. Y más cuando viviendo en ellos se amanece en sus brumas invernales, en el oro casi carmín de su otoño o en el verde sonante, musical, de sus primaveras y estíos. Aquí, en estas apretadas umbrías que parecen desiertas; cruzadas de caminos que hay que ir descubriendo; llenas de casas y mansiones entrevistas apenas tras las cortinas de las ramas, las flores y el agobio de las enredaderas; aquí, en estas susurradas espesuras, elegí, hace tiempo, el lugar para mi necesario aislamiento, mi trabajo incesante, lejos de la ciudad, la tremenda ciudad que sin embargo continúa avanzando vorazmente, tal vez con el oculto pensamiento de asaltarlas un día, hacha en mano, e instalar sus horribles construcciones, sustituyendo tantos caminos puros, perfumados, por calles ruidosas y malsanas. Pero eso no vendrá. O yo no lo veré. El coloso enemigo anda aún a distancia del linde de estos bosques, por los que todavía se puede hasta soñar y vagar sin temor, permitiéndome oírme en su silencio el barbotar del cúmulo de vida amontonada durante tantos años en la corriente de la sangre. Aquí, como digo, en estas espesuras, elegí —o encontré, mejor dicho— mi nueva Arboleda Perdida: un hermoso terreno rectangular, ornado solamente de cipreses y álamos carolinos, un sereno jardín, escueto, clásico, como de «villa» romana. Por uno de sus lados —aromos amarillos— pasa la calle de los Reseros; por otro —casuarinas oscuras—, la de la Vidalita. Dentro, cubriendo un claro de este íntimo recinto, he plantado, por fin, mi casa: una prefabricada de madera, llena de gracia, lustrosa de barniz, con cenefas, puertas y ventanales blancos. Un recio y largo temporal, acompañado de inauditas inundaciones, se presentó de súbito en los días elegidos para levantarla. Ya el ingeniero Israel Dujovne, alma entusiasta de mi nueva Arboleda, había hecho tender la plataforma de cemento que la recibiría. Era como un extenso plinto surgido de la yerba en espera más bien de una escultura. Pero el cielo, derrumbado en torrentes, nos tenía declarada la guerra. Muchos caminos eran mares y la tierra del bosque estaba ahogada de tragar tanta agua. En Buenos Aires, cada mañana, mirábamos, impacientes, a lo alto. Siempre seguía lloviendo con furia, mientras que nuestra casa, dividida en pedazos, esperaba en un galpón de Ramos Mejía. ¿Qué hacer? El otoño se iba y nosotros soñábamos con despedirlo, ya instalados en la Arboleda. Abril pasó sin esperanza. Mayo había comenzado. Pero también llovía incansablemente, aunque con menos fuerza. Por fin, un lunes, el sol metió la mano entre las nubes, luchando a muerte por borrarlas. Paró el agua, vencida. Dos días después, muy de mañana, nos avisó Dujovne.
—Prepárense. Van a llevar la casa. Salgo a buscarles en el auto.
Inmediatamente, María Teresa y yo bajamos a la calle, corriendo con él a toda marcha para presenciar el magno acontecimiento. A las nueve y media ya estábamos en la Arboleda Perdida. La tierra había empezado a endurecerse, pero bajo un cielo velado, que podía en cualquier momento mojar de nuevo nuestras ilusiones. Pasadas las diez, y cuando ya comenzábamos a inquietarnos, por la calle de la Vidalita hizo su entrada victoriosa un camión inmenso, cargado de madera. Seis hombres decididos descendieron de él. Nadie podía soñar que aquel montón de tablas ordenadas pudiera ser una casa. Toda la Arboleda se convirtió de pronto en una película famosa: El techo. Había que trabajar de prisa ya que el tiempo continuaba inseguro. La operación fue más sencilla de lo que María Teresa y yo creíamos. De dos en dos, ayudados por unos ganchos, los obreros fueron dejando en tierra, y en su lugar correspondiente alrededor de la plataforma, aquellas grandes piezas de rompecabezas o bambalinas de teatro que iban a componer en pocos días nuestro refugio del bosque. Lo más urgente era poner el techo. Estaba prohibido llover. El agua no debía mojar el interior de la madera. Con esta nueva y peor inquietud, regresamos a Buenos Aires. ¡Oh, qué tres noches aquí de pesadillas espantosas para mi loco nerviosismo, cruzadas de ciclones y lluvias imaginarios! Cuando el domingo de esa misma semana volvimos con Dujovne a Castelar, los cipreses y álamos de la Arboleda Perdida, más erguidos que nunca, parecían saludar a nuestra casa, cuya madera pulida y virginal le daba el aire de un extraño barco traído al centro de los bosques para que lo pintasen. ¿Un barco? Delirio de poeta.
—Convendría que la tapara usted con unas ramas. Aquí está prohibido hacer galpones. ¿No ha leído el boleto de compra? Los vecinos ya han protestado —me dijo alguien de la administración del parque, en un momento en que yo solo contemplaba mi casa desde lejos.
—¿Galpón?
Un hondazo en la frente me habría hecho menos daño.
—Bueno. Una prefabricada. Da lo mismo.
—¿Que da lo mismo? Dese una vuelta por acá dentro de unos días.
—Tendrá usted que entendérselas con la Comisión de Fomento, que puede venir en cualquier instante. Tápela pronto con unas ramas. Hágame caso…
Y se marchó, dejándome clavada en el alma aquella rara comisión, que ya veía aparecer como una inmensa hacha taladora.
Pasado —aunque no del todo— este nuevo desasosiego, me dediqué a seguir a Dujovne en su entusiasmo por la casa. Él buscó por aquellos caminos los obreros que habrían de perfilarla y dar fin a la obra. Primero, sobre un descomunal caballo blanco, apareció Martínez, el capataz, hombre hablador y divertido, con sus ayudantes albañiles, escuderos de a pie; tras ellos, en motocicleta, los pintores, dos jóvenes con aire campesino, antes, uno de ellos, trompeta en una banda militar; días después, el cloaquista y, más tarde, el encargado de poner el suelo… Un pequeño espectáculo encantador —mate y churrasco al aire libre—, lleno de gracia popular. Iniciamos nuestras visitas —dos y hasta tres por semana— a la Arboleda, como acompañantes del ingeniero y, a veces, de Berardo, su hijo, casi arquitecto ya, quien eligió los colores para el cuarto de Aitana, la tonalidad del barniz para la madera exterior e ideó la terraza de ladrillos, que me traen al recuerdo, por la fina manera de jugarlos, ciertas obras mudéjares de España. ¡Viajes matinales, veloces, ingenuos y emocionados, ansiosos de mirar cómo surgía el blanco de las ventanas o el negro de las rejas; o cómo los mosaicos verdes y marrones trazaban sus mareantes crucecillas por el muro de la cocina y el lavadero; o cómo contra los árboles lucía, sobre su esbelta estructura de hierro, el tanque para el agua…!
Ahora, a pesar de lluvias y vientos, la Arboleda Perdida está ya terminada. El ingeniero Dujovne sonríe, satisfecho, como pudiera hacerlo ante unos niños a quienes ha ayudado a levantar una preciosa casa de juguete. Martínez, el buen capataz, algo triste y mohíno, en su jamelgo blanco, ya para mi maravilloso, ha desaparecido por los bosques; los pintores, también, en su alada motocicleta… Aquellos vecinos, que según el hombre de la administración lanzaron sus protestas al comienzo, han venido después a felicitarnos. Hasta alguien ha preguntado el precio de la quinta. ¡Nos la quieren comprar!
Pero aún falta una alberca, un espejo de agua donde se reflejen las nubes y se bañen los pájaros. A su alrededor, plantaremos naranjos, limones, quinotos… De cada amigo que nos regale un frutal —ésa es la promesa— dejaremos su nombre grabado en el tronco como recuerdo agradecido. Todo va a marchar bien.
Y, sin embargo, por mis alamedas internas, veo siempre la visita de la Comisión de Fomento… Pero nada sucederá. Me lo asegura el ingeniero.
Miramos a lo alto. No llueve. Fulge el cielo un azul casi gaditano. Sobre mi Arboleda argentina, pasa, tranquilo, el sol, con el que envío un saludo ideal a aquella otra tan lejana y perdida de mi niñez.
La Arboleda Perdida, julio 1959