V
¡Qué lentitud la mía! Tanto o más que un poema me cuesta una simple página en prosa. Todo me sale demasiado rítmico. Batallo porque no sea así. Corrijo, deformo una frase para que no haga verso. La leo atentamente. Y entonces no me gusta. ¿Qué hacer? Seguiré esta Arboleda como hasta ahora. Me perdono el delito de perderme en sus ramas, dejando el mismo soplo musical, métrico, saltarín, que las viene moviendo desde el primer capítulo.
Al llegar a Madrid supe, por los diarios atrasados que me guardaban en mi casa, el nombre de los otros galardonados en el concurso: Gerardo Diego y José Ignacio Alberti. ¡Qué gran sorpresa y alegría! El Premio Nacional de crítica había sido concedido a mi tío por un ensayo sobre la vida y la obra del pintor Eduardo Rosales, y el segundo de poesía, a Gerardo Diego por Versos humanos.
Mi familia estaba contenta. Aquel hijo descarriado y tan mal estudiante, que ni siquiera había sido capaz de hacerse bachiller, comenzaba con bastante fortuna su carrera poética. El dinero, desde luego, impresionó en mi casa. Cinco mil pesetas de entonces, y sobre todo para mí, que iba a pie a todas partes casi siempre por no tener ni unos céntimos para el tranvía, ya eran algo. Empecé a hacer mis planes, mucho antes de cobrar el premio. Compraría en seguida el Cancionero de Barbieri y las Obras completas de Gil Vicente; un gabán, pues aunque no era friolero solía helarme sin él; algún traje, ya que los que tenía andaban un tanto deshilachados; luego…, guardaría un poco para gastos de circulación… Y lo demás… ¡Ah, lo demás me lo tiraría en helados con los amigos! Ésos eran, en principio, mis proyectos, que realicé después, ya con el premio en el bolsillo, casi al pie de la letra.
Pero lo primero, lo primerísimo, era dar las gracias a los miembros del jurado y, antes, a mis emocionados amigos Claudio de la Torre y José María Chacón. Ambos, cada uno por su parte, me convidaron a comer. La victoria había sido limpia, clara, rotunda. Gracias a su fe y entusiasmo me sentía salvado para siempre. Con aquel premio nacía de golpe a la luz literaria de España. De muchas provincias, en donde nada sabían de mí y menos como pintor, me llegaron calurosas felicitaciones. Los jóvenes escritores de Madrid, incluyendo a los de la Residencia, comenzaron a mirarme con nuevos ojos. A partir de ese momento, ya no sería aquel delgado pintorcito medio tuberculoso que distraía sus horas de descanso haciendo versos.
José Moreno Villa, miembro del jurado, me era ya conocido. Mi primera visita fue para él. Lo encontré bebiendo cerveza, a la que era gran aficionado, en los jardines de la Residencia, su casa desde hacía muchos años. Pepe Moreno, como lo llamaban cariñosamente todos los residentes, me dio la enhorabuena con aquella fina sonrisa malagueña que siempre le colgaba bajo el bigotillo. ¿Qué edad tendría entonces Pepe Moreno? Pertenecía a una generación bastante rara, surgida unos años después de la de Juan Ramón Jiménez. Su obra poética me era casi desconocida. No era un poeta entonces —y nunca llegó a serlo— «jaleado» como Machado y Juan Ramón. Quiero decir que su nombre no andaba con frecuencia en labios de los «nuevos», quienes repetíamos de memoria los poemas de los dos grandes andaluces, elevados ya a la categoría de maestros. Por aquella época, un solo libro de Moreno Villa había caído en mis manos: Garba. Era su primera obra —1913—, que, en verdad, no me impresionó. Sus sales malagueñas no eran lo finas y delgadas que yo hubiera querido. De cuando en cuando, sí, el jazmín andaluz las perfumaba, agilizándolas, poniéndoles la gracia de sus puntas. Pero algo duro, algo abrupto, algo fragoso en la forma de todos aquellos poemas me cerraban el pleno goce, la simpatía necesaria para retenerlos. Era difícil entrar abiertamente en aquella poesía. Y con la posterior, la que Pepe Moreno nos fue dando hasta poco antes de la guerra civil, me sucedía lo mismo. A pesar de toda su cultura, de su tierna y escondida humanidad, sus versos los dejaba en estado silvestre, haciendo a veces imposible el caminar medianamente cómodo por ellos. Ahí está su poema de amor, su Jacinta la pelirroja, aparecido en 1929, tal vez lo más original suyo de aquella década. Es el diálogo del poeta con su amada, que releído ahora me recuerda en algunos momentos las paseatas líricas de Juan Ramón con su Platero. Toda su forma antirretórica, su tono confidencial, su brinco y hasta su gracia no logran, en mi sentir, ese sendero limpio, sin obstáculos, que debe ser cada poema. Sus prosaísmos, sus salidas de tono, rompen el conjunto del cuadro. Pero tal vez eso fuera un rasgo saliente, positivo, de la personalidad de José Moreno Villa en esa época. Yo chocaba con ella. Y ese encontronazo me dolía, ya que para este poeta, este hombre tan bien y variamente dotado —buen prosista, gran crítico de arte, curioso pintor—, deseábamos la misma estatura de aquellos otros —unos antes, algunos después— que venían labrando la grandeza de la poesía española en lo que iba de siglo. Pero a partir, sobre todo, de Salón sin muros creo yo que la poesía de Pepe Moreno, vuelto a su soledad, a su celibato de primer residente, se escande, se desbroza, se despicudiza, pudiéramos decir. Y sin duda, gracias a ese clausurado amor con Jacinta, se le ahonda la voz, se le allana más grave, se le acompasa y entona con el verso, logrando armonizar las disonancias, iniciando el concierto que lo conducirá, después de unos buenos poemas sobre la guerra civil y ya «peregrino en extranjeras playas», a hacernos escuchar las más hermosas notas de su música, «la música que llevaba». Volveré a él —Pepe Moreno ha muerto en México no hace mucho— en algún tomo próximo de esta Arboleda perdida. Ahora, en las presentes páginas, estoy con el Moreno Villa sonriente, escondido y gentil, rodeado de estudiantes y jardines, en la plácida tarde primaveral que alegró mi entrevista para darle las gracias por haberme distinguido con el Premio Nacional de Literatura.
No recuerdo si entonces me contó el poeta malagueño su batalla librada con algún miembro del jurado, reacio a concedérmelo. Escena tan divertida y reveladora era difícil olvidar. Seguramente por alguna causa —la presencia de alguien desconocido o poco amigo durante mi visita— no me la refiriera. Por su autobiografía —Vida en claro (1944), libro muy interesante y encantador, aparecido en México— he llegado a conocerla, pero ahora, hace unos días, ¡al cabo de más de treinta años! La reproduzco aquí por ser hoja saliente entre las ramas de mis memorias. Escribe Pepe Moreno: «Quiero contar esta escena del jurado sin omitir mi metedura de pata. Lo constituíamos Menéndez Pidal y el conde de la Mortera (Gabriel Maura) para lo histórico, Arniches para el teatro, Antonio Machado y yo para la poesía. Tal vez me olvide de alguien. Como secretario, Gabriel Miró. La cosa marchó perfectamente hasta que tocamos la poesía. Maura propuso en primer lugar al llamado "Pastor poeta". Yo me opuse inmediatamente. Maura argumentó con una frase poco feliz: "Su poesía huele a lana y a chorizo". "Basta eso —repliqué—, para que una poesía dé asco". Y aquí fue mi metedura. Continué diciendo: "Eso es tan repulsivo como la pintura de don Luis Menéndez Pidal, ahumada y renegrida como las morcillas". Con el acaloramiento, no pensé que estaba delante su hermano don Ramón. Intervino Miró hábilmente y todos me dijeron que diera yo un nombre para primer premio. "Pocas veces estoy tan seguro de votar con acierto como ahora; el poeta que se anuncia en este concurso como valor de trascendencia es Alberti con su libro Marinero en tierra". Entonces Antonio Machado, que había permanecido mudo, convino en que sí, que era el mejor. Maura y todos aceptaron, pero aquel conde llevaba otro candidato, además del "Pastor poeta", y era Gerardo Diego. Propuso entonces que se le diera el segundo premio, trasladando el de teatro a la poesía. Y así se hizo». Este gracioso relato de Moreno Villa, estoy ahora seguro, yo no lo conocía. Lo repito. ¿Cómo no haberlo registrado en mi memoria? Pero también hoy me pregunto: ¿por qué razón al único miembro del jurado a quien no di las gracias fue a Gabriel Maura, conde de la Mortera?
Mi segunda visita de agradecimiento fue para Gabriel Miró. Creo que fui solo, venciendo mi frecuente timidez. Vivía en la calle Rodríguez San Pedro, barrio de Argüelles, y en un piso de la casa que habitaba también Dámaso Alonso. Me recibió en su cuarto de trabajo: pulcro, sencillo, mesa agobiada de libros y cuartillas, junto al balcón. Pienso que por ellas corrían ya los iniciales capítulos de Nuestro padre san Daniel, primera parte de su grande y última novela, El obispo leproso. Recuerdo de Miró los amplios párpados y la mirada clara y triste que reposaba bajo ellos. Era ancho, fuerte, extremadamente simpático y encantador. Le hablé de aquella carta que me escribiera años antes con palabras halagadoras para unos versos míos que le enviara Juan Chabás, levantino como él. La firmaba en Polop de la Marina, tierras alicantinas de su Sigüenza, donde tenía una propiedad, una «masía», lugar tranquilo, durante el verano, para su paciente y armoniosa labor literaria.
—Usted me dijo —le recordé— en esa carta refiriéndose a mis primeros poemas: «Hay en ellos palabras de aguda belleza…». A mí, como a usted, en estos años por lo menos, me gusta la belleza del idioma. Lo hermoso, claro y plástico del suyo me atrae de verdad.
—¡Qué quiere usted! Tanto en Levante como en Andalucía, todo es preciso, trasparente. La luz perfila hasta las cosas más lejanas. Hasta lo borroso allí se vuelve nítido, brillante…
—Yo vengo a darle las gracias… —le insinué, entrecortado, después de un silencio.
—¿Las gracias? ¡Vamos! —me atajó, levantándose—. Quiero presentarle a mi mujer y a mi hija Olimpia. La otra no está aquí.
Ambas se presentaron al instante. Dos seres sencillos y afables como él. Al poco rato de una charla sobre mi libro, cuyo manuscrito conocían, me regalaron con almendras y esos exquisitos dulces provincianos —secretos monjiles— que con tan esmerado y primoroso arte se complacía Miró en describir en sus novelas. La tarde fue apacible, íntima, familiar, rebosante de cariño. Gabriel Miró era un hombre bueno, lleno de santidad, como Antonio Machado. Ganaba modestamente: un empleo en el ministerio de Instrucción Pública. Su primorosa obra, a la que la Iglesia hacía la guerra sordamente, aunque seguida por una minoría devota y entusiasta, no le daba entonces para el diario sustento. Tendría que morirse, un lustro después, para que la familia comenzase a recibir los honores y frutos que su autor apenas pudo lograr en vida. ¡Siempre la triste y cruel indiferencia de España para casi con todos sus grandes escritores!
Pocas veces, desde aquella visita, volví a ver a Gabriel Miró. No mucho antes de su muerte, lo encontré con Pedro Salinas en la Glorieta de Atocha. Los acompañé hasta la Cibeles. Andaba Miró como vencido, los párpados morados, amarillenta la tez. Un mes después moría, allí, en Madrid, lejos del mar azul que él llevaba en sus ojos. No puedo ahora recordar por qué no fui a su entierro.
Visitado Miró, quería, sobre todo, saludar al miembro del jurado cuyo voto más estimaba y me enorgullecía: Antonio Machado. De improviso, me presenté en su casa, calle General Arrando. Desilusión. No estaba. No vivía en Madrid. Salió a decírmelo su madre, una graciosa anciana, fina y pequeñita.
—Mi hijo anda por Segovia. Viene muy poco por acá… Quizás en vacaciones…
Sin pasar de la puerta, le besé la mano y me marché.
Todavía no había cobrado el premio ni retirado del ministerio el original de mi libro. Averiguada la fecha en que podía hacerlo, corrí una mañana al horrible edificio. Allí, ante la ventanilla por la que iba a recibir, juntas, las primeras cinco mil pesetas de mi vida, encontré a una persona que esperaba lo mismo. Era Gerardo Diego. Creo que nunca lo había visto. Salimos, ya amigos, a la mañana madrileña, clara y primaveral, subiendo, en animada charla, por el Salón del Prado. Un poeta de Cádiz y otro de Santander —dos polos opuestos— acababan de conocerse. Desde aquel día vi a Gerardo como ya lo vi siempre: tímido, nervioso, apasionado, contraído, raro y alegre a su manera, con algo de congregante mariano, de frailuco de pueblo. Conocía de él poemas sueltos y un libro —Imagen— que guardaba en mi casa. Había escrito mucho, pero obras capitales suyas, como Manual de espumas, por ejemplo, creo que aún estaban inéditas. Versos humanos, con poesías que iban del año dieciocho al veinticinco, su último libro, era el que con mi Mar y tierra acababa de recibir el premio. Pero, según me explicó, aquellos versos poco tenían que ver con los audaces, libres, perniquebrados, calidoscópicos y sin puntuación de Imagen o el Manual. A las formas clásicas, más serenas, tradicionales —dominadas por él con verdadera maestría—, estaban ceñidos. Las pesetas que hacía un instante guardara en su cartera, no eran para el Gerardo creacionista, amigo y condiscípulo de Vicente Huidobro y Juan Larrea, sino para el poeta reposado, frecuentador de Góngora, Jáuregui, Bocángel, Medina Medinilla… «Azotea y bodega». Tales eran los términos con que Gerardo definía sus opuestas tendencias. Con la bodega, desde el punto de vista económico y también desde otros muchos puntos, el poeta santanderino iba siempre a obtener mayores ventajas en la vida.
Aquella misma noche, al andar en mi cuarto hojeando mi manuscrito, saltó de entre sus páginas un papelillo amarillento, medio roto, escrito con una diminuta y temblorosa letra. Decía:
MAR Y TIERRA
Rafael Alberti
Es, a mi juicio, el mejor libro de poemas presentado al concurso.
ANTONIO MACHADO
¡Con qué alegría y estremecimiento leí y releí aquel hallazgo inesperado! Todavía lo conservo en la primera página de un ejemplar viejísimo de Marinero en tierra, lo único que por una rara casualidad pude salvar conmigo de la guerra española.
Todavía me quedaban por visitar Menéndez Pidal y Arniches, el divertido y hasta casi genial sainetista, futuro suegro de José Bergamín. Éste, de quien ya era bastante amigo, me llevó a su casa. Me convidaron a almorzar, cosa que acepté no sin cierta zozobra, pues en aquella época, después de tantos años de aislamiento, era además de tímido un tanto silvestre en mis reacciones y modales. Don Carlos Arniches, hombre que había hecho reír a varias generaciones de España y América, presidía la mesa, pero encerrado, serio, como escondido tras sus pequeñas gafas. Durante todo el almuerzo no despegó los labios. Sus hijas, hermosas y admiradas por mí, antes de conocerlas, en el paseo de la Castellana, me sentaron entre las dos, saliendo graciosamente al paso de mis vacilaciones y torpezas. Rosario era la novia de Bergamín, y Pilar la de Eduardo Ugarte, joven comediógrafo, en vísperas de estreno. Los demás comensales eran la señora de Arniches y otros dos hijos del matrimonio: Fernando, militar, y Carlos, excelente arquitecto. De esta comida sólo recuerdo mis tropiezos, mi no saber qué hacer ante varios platitos tapados con servilletas y otras desgracias por el estilo. Debo a Rosario y a Pilar el haberme aliviado aquellas horas. Mi respiración se hizo más ancha cuando ya con Pepe Bergamín me encontré en la calle.
Era Pepe uno de los innumerables vástagos de un ilustre, gracioso abogado malagueño, político de la monarquía. De él, de don Francisco, había heredado, entre otras cosas, dos que sobre todas iban a señalarlo como la mejor rama de la estirpe paterna: su muy extraña y personal antibelleza, su divertido y aún más enrevesado ingenio, temible, a veces, como rayo de navaja andaluza tirado al bajo vientre, la peor puñalada que se conoce. Leal a su pensamiento, a sus amistades, hasta la más extremada exageración, como se debe ser. Pero igualmente exagerado a la hora de la enemistad, como también se debe ser. Católico especial, de esos que nuestra Santa Inquisición hubiera condenado, en otro tiempo, y varias veces, a las llamas purificadoras de la hoguera; enemigo de la dictadura reinante, zaherida por él en puntiagudos aforismos, en raras piezas teatrales, imposibles de representar. Su relojería del idioma era ya tan complicada, o más, que la de Quevedo. Su pasión, igualable a la de Unamuno, con quien mantenía una ardiente amistad, muy generosa por parte de don Miguel, ya que Bergamín padre, siendo ministro del rey, lo había expulsado de la rectoría de la Universidad de Salamanca. Nadie como Pepe comenzaba a escribir con más fervoroso entusiasmo de la poesía española, convirtiéndose a la larga en el mejor comentarista de la nuestra, ya casi perfilada por aquellos días. Poeta él, conceptuoso, difícil, nuevo e inextricable hijo de la selva de los Siglos de Oro, enzarzaba sonetos, dignos, sobre todo algunos de los publicados ya en su doloroso destierro, de un lugar preferente en la más rigurosa antología. Su devoción por Juan Ramón Jiménez era tan sólo comparable a la que el entonces extraordinario y maligno poeta moguereño también a él le profesaba. Pocos años después —culpable J. R. J. de la ruptura— se pagaron con el mismo odio. Un libro de aforismos —El cohete y la estrella— era lo único de Bergamín publicado hasta aquel momento. Había aparecido en la Biblioteca Índice. El mismo J. R. J., que la dirigía, estampaba en la primera página un retrato lírico del autor, prueba innegable de su amistad y aprecio literario. Era el comienzo de uno de los más peregrinos y laberínticos escritores de mi generación. Creo que supe por él que a Juan Ramón le habían gustado mucho varias canciones de mi Marinero aparecidas en La Verdad, un suplemento poético que dirigía en Murcia Juan Guerrero Ruiz, el amigo más fervoroso del poeta y de la nueva poesía.
Me decidí a verle. (No era la primera vez que lo visitaba. Tres años antes, por la época de mi exposición en el Ateneo, le llevé un cuadro: El castillo de irás y no volverás, ingenua geometría decorativa de brillantes colores. No creo que fuera de su agrado. Nunca supe qué hizo con él. Me acompañaba Juan Chabás). Otro fue el compañero la tarde de mi segunda visita: José María Hinojosa, «el vivido, gráfico poeta agreste», hijo de ricos hacendados malagueños, caído bajo las balas de sus propios campesinos en las confusas horas iniciales de la guerra civil. Fue el mismo Juan Ramón quien nos abrió la puerta. ¡Qué extraña mezcla de alegría y miedo me produjo de pronto el sentirme en presencia de aquel hombre admirado, negra y violenta la barba en su perfil de árabe andaluz, levantado a mis ojos en el descenso de la tarde! Veinte años después, ya desterrado en la Argentina, escribí en mis Retornos versos memoradores de este encuentro:
Le llevaba yo estrofas
de mar y marineros,
médanos amarillos,
añil claro de sombras
y muros de cal fresca,
estampados de fuentes y jardines.
Sí, le llevaba yo el manuscrito de Marinero en tierra, estrofas en las que se apretaban todas mis nostalgias gaditanas, lejos de la bella bahía que él, desde su infancia en mi mismo colegio jesuita del Puerto, también guardaba en su corazón. Vivía, allí, bajando poco a la ciudad, pero escuchando todos sus rumores, en aquella alta azotea del tranquilo barrio de Salamanca, entre las madreselvas y campanillas, que sus delgados dedos, buenos cultivadores de jardines ya lejanos, guiaban por los muros, dibujando graciosos arabescos.
Estaba él derramado
como cera encendida en el crepúsculo,
sobre el pretil abierto
a los montes con nieve perdonada
por la morena mano
de junio que venía.
Nuestra amistad, clara y casi constante luego, quedaba abierta así en el ocaso primaveral, ante las lejanías azuladas de las cumbres guadarrameñas. Le acompañaba aquella tarde el escritor Antonio Espina.
Comenzaban —reproduzco ahora aquí, con algunos añadidos y supresiones, el capítulo dedicado al poeta en mi Imagen primera de…— por aquellos años —1924-1925— los desvelos de Juan Ramón por la nueva poesía española que con tan apasionado ímpetu y fervor se iba perfilando. Había él registrado ya el fresco fuego juvenil de García Lorca, el noble acento de Pedro Salinas, la perfección lineal de Jorge Guillen, el lirismo casi chulapo del mismo Antonio Espina, la sencillez inicial de Dámaso Alonso, preparándose a recibir en su azotea los aires más recientes, que pronto ascenderían en los nombres de Altolaguirre, Prados, Cernuda, Aleixandre… Jamás poeta español iba a ser más querido y escuchado por toda una rutilante generación de poetas, segura del fresco manantial donde abrevaba y la estrella guiadora que se le ofrecía.
Dirigía entonces Juan Ramón la revista Índice y la editorial que llevaba el mismo nombre, enriquecida, creo que a poco de publicado El cohete y la estrella de Bergamín, con dos nuevos libros: Signario, de aquel Antonio Espina allí presente, y Presagios, de Pedro Salinas. Aquella tarde, con un ejemplar de Signario, en la mano, protestaba el poeta de sus imperfecciones tipográficas. Había encontrado erratas, letras sucias, renglones caídos, y todo esto iba a quitarle el sueño.
—También —nos dijo— en la edición de la Fábula de Polifemo y Galatea, de Góngora, preparada por Alfonso Reyes, se le han escapado a éste otras horribles erratas: en vez de corona dice corna; en vez de entre, enter, etc. España ha perdido su gran tradición tipográfica. Fíjense ustedes en este libro inglés —nos mostró uno, moderno, de Keats—. ¡Qué finura, qué gracia, qué delicadeza! Quisiera conseguir para la Biblioteca Índice lo mismo, pero, por lo visto, esto aquí es imposible.
Como digo, en aquella época tenía aún Juan Ramón de un negro violento la barba, un perfecto perfil de árabe andaluz y una voz suave, opaca, que a veces se le rayaba en falsete. Se habló de literatura, sonando nombres de su generación: Pérez de Ayala, los Machado, Ortega y Gasset… En esta visita pude darme cuenta —cosa que seguí comprobando luego, a lo largo de nuestra amistad— de su extraordinaria gracia y mala sangre andaluzas para burlarse de la gente y caricaturizarlas. De quienes más le oí reír esa tarde fue de Azorín y Eugenio D’Ors.
—¿Han visto ustedes el título del último libro de Azorín? El chirrión de los políticos. ¡El chirrión! ¡Vaya palabra! Lo he recibido dedicado. Claro que yo mismo, en persona, he ido a su casa a devolvérselo. Azorín vive —prosiguió— en una de esas casas que huelen a cocido madrileño y pis de gato. Duerme en el fondo de una cama con mosquitero y colgaduras encintados de rosa, y sobre la mesilla de noche tiene, como objeto que él seguramente considera de un gusto refinado, un negrito de escayola pintada, de esos que anuncian el café torrefacto marca «La Estrella», regalo de sus electores cuando fue diputado por Alicante. A un escritor, por muy modesta que sea su vida, se le conoce por la casa.
Al visitar un día la de Pérez de Ayala, rompió con él porque le mostró un cuarto con todo el techo colgado de chorizos y longanizas, detalle que le estremeció y no pudo perdonar nunca.
—Este mismo escritor —sigue hablando el poeta—, para que lo real en no recuerdo cuál de sus novelas fuera realmente exacto, me confesó haberse ido a vivir a una casa de prostitución, llevándose un baúl cargado de ropa, pues el estudio de tal ambiente le llevaría cierto tiempo.
A Eugenio D’Ors lo detestaba, y sobre todo desde el día en que el pobre filósofo catalán lo saludara cortésmente en la calle quitándose un chapeau melon de color gris —un bombín o sombrero hongo, como lo llamamos en España—, prenda que a Juan Ramón le parecía irrisoria.
—Este Xénius —(pseudónimo muy conocido de D’Ors)—, entre el catalán y el castellano se está armando un verdadero lío. Me gustaría que usted, amigo Alberti, ya que es dibujante, lo representase vestido de bailarina, con los brazos gordos en alto y una leyenda al pie, que dijese: Xenia, la esperanta. Terminará bailando la rumba en Cuenca —concluyó el poeta, entre divertido y malhumorado.
En casa de José Ortega y Gasset —y no se olvide que es Juan Ramón Jiménez y no yo el visitante— descubrió que aquél tenía sobre un piano una pequeña Venus de Milo, de yeso, de las que vendían en Madrid por veinte céntimos en la plaza de la Cibeles, y creo que también un pisapapel de bronce, representando a don Quijote en la escena de los molinos, acompañado hasta de un Sancho Panza desesperado, dando voces. De estos detalles ornamentales, Juan Ramón tomó pie para mordacidades y bromas contra la persona de Ortega, ramificándolas con el estilo y la obra del mismo.
Las cosas —reales o inventadas— que nos dijo de Antonio Machado tal vez nunca las escriba, dado el respeto que aquel santo poeta me merece.
La casa de Juan Ramón era todo lo contrario de aquellas tan criticadas por él. Ayudado por Zenobia Camprubí, su admirable y paciente mujer, había conseguido tenerla con un gusto y elegancia verdaderamente sencillos, naturales. Allí, en una habitación, para mí misteriosa, pues ni en mis visitas sucesivas logré entrar en ella, el poeta trabajaba de manera incansable, durante todo el día y parte de la noche, siendo imposible verle, rechazando, negándose más de alguna vez, hasta con su propia voz, a los visitantes. Desde la portería de la casa le telefoneaban el nombre. A veces era el propio interesado quien hablaba.
—Soy fulano de tal.
Y desde arriba, el mismo Juan Ramón contestaba, tranquilo:
—De parte de Juan Ramón Jiménez, que no está en casa.
Le desesperaba a este poeta, como a tantos, la interrupción inoportuna de su recogimiento, la ruptura de ese silencio imprescindible para el trabajo pleno y gustoso, cosas que suceden con demasiada frecuencia cuando se vive en la gran ciudad. En esas horas de profundo arrebato creador, le molestaban a Juan Ramón hasta las visitas de su mujer. Ésta me refirió que en más de una ocasión los atónitos ojos de sus amigas vieron atravesar por la puerta del fondo de la sala un biombo, extraña y moderna tentación de Jerónimo Bosch, como movido por arte del diablo. Detrás iba, llevándolo, el poeta, embozado en su barba, necesitado, por la razón que fuese, de pasar, sin ser visto, a cualquier otro punto de la casa.
En aquella buscada soledad, en medio de Madrid, Juan Ramón producía, limaba, retocaba, barajaba a derecha e izquierda, la Obra, como él, así, con mayúscula, la llamaba. Ya no era entonces el poeta de Arias tristes y Pastorales, libros que revelaran a Rubén Darío la fina y honda tristeza de nuestra Andalucía. Ya no era tampoco el poeta de las baladas y estribillos de primavera, ni el elegiaco de La soledad sonora, ni el más ceñido y pleno de Sonetos espirituales, Estío o el Diario de un poeta reciencasado. Hacía también mucho tiempo que, sin dejar su trotecillo blando por los callejones y sendas de Moguer, Platero, el burrillo ahora inmortal, andaba por el mundo. Muy atrás había ya dejado Juan Ramón las arboledas líricas, los paisajes musicales más trasparentes y esfumados que trajera él mismo a la poesía española. Ya era entonces, en la penumbra ardiente de su trabajo, el poeta renovado de Piedra y cielo, Poesía, Belleza, Unidad. Su verso había empezado a ser como un diamante desnudo. Ni rima, ni asonancia, ni el juego halagador, a veces rítmico, del verso libre. Sólo la entraña del poema, desprovista de todo ropaje.
Arranco de raíz la mata,
fresca aún del rocío de la aurora…
De una estrofa, perteneciente a uno de los más claros y chispeantes romances de sus primeros libros, había extraído yo dos versos como lema para una de aquellas canciones que él ya conocía por la hoja literaria La Verdad y que tanto le habían complacido:
La blusa azul, y la cinta
milagrera sobre el pecho.
Aquel pequeño mar de mis poemas, mis alusiones a las salinas, a las playas y castillos costeros de la bahía gaditana, lo llevaron a recordar su adolescencia portuense, descubriéndonos que muchas de sus «Marinas de ensueño» eran visiones, evaporadas nostalgias del mar de Cádiz visto desde las ventanas de la enfermería o a través de los árboles —eucaliptos y pinos— del colegio jesuita de San Luis Gonzaga, donde cursara su bachillerato.
Aún más que tembloroso quedé yo con la acogida que Juan Ramón Jiménez me hizo aquella tarde de mi segunda visita. Su preferencia por mí, lo digo ahora con orgullo, durante mucho tiempo fue grande, comunicándome un aliento, un entusiasmo, una fe que hasta entonces no había tenido nunca. Le dejé el manuscrito de Marinero en tierra, que llevaba conmigo. Al poco tiempo, una selección de sus canciones apareció en Sí, cuadernos de poesía y prosa que bajo el sobrenombre de «el Andaluz Universal» editaba. Y para más halago, en otro número de los mismos cuadernos, me dirigió la preciosa carta que yo he seguido poniendo siempre como prólogo al frente de las diversas ediciones del Marinero y mis antologías poéticas.
Ya en la calle, me despedí de Hinojosa. Y no volví a mi casa hasta las claras del día. No sé por dónde anduve esa noche de mayo. Lo hice a ciegas, sin rumbo, como borracho de dicha, como le hubiera sucedido a cualquier joven aspirante a poeta que saliese de visitar a Góngora o Baudekire. Algunas pesetas del premio me cantaban en el bolsillo. Por las heladerías que me salían al paso, tomaba helados, convidando a cuanto desconocido no ponía reparos en aceptar mi invitación. Andaba ya con traje nuevo: un pantalón rosado y chaqueta de sport del mismo tono, pero con calidad de papel secante, que mi familia encontraba de un «gusto matador». Una corbata caramelo, de ancho nudo, me colgaba del cuello exageradamente ancho de la camisa, tapándome casi la nariz la redonda visera de una gorrita inglesa gris claro. La gente me miraba, pero yo seguía tan campante, comiendo helados y ofreciéndolos. Gran parte del premio se me evaporaría así aquella primavera: refrescando la sed de amigos y personas cuyos nombres ignoraba y que jamás volvería a ver.
Por aquellos días encontré editor para mi Marinero: don José Ruiz Castillo, propietario y director de la Biblioteca Nueva. Me llamó por uno de sus hijos, pintado por mí años antes. Mi asombro fue grande ante la insinuación de que yo costeara, si no toda la edición, por lo menos parte de ella. ¿Cómo sería eso posible? Mejor, le dije, continuar inédito. Además, las pesetas que me quedaban las reservaba para libros y un viaje en auto, con mi hermano Agustín, por tierras de Castilla. Don José, bondadoso y simpático, comprendió pronto su error. Editaría mi libro, corriendo enteramente con los gastos, reclamándome ya el manuscrito, que mandaría a Segovia, a la famosa imprenta de El Adelantado, que trabajaba para él.
Al día siguiente corrí a casa de Daniel Vázquez Díaz. Me había prometido hacerme un retrato para el Marinero. Lo dibujó: un Rafael Alberti, casi de perfil, linealmente bueno, con un libro en la mano. Él, tan seguro siempre en el parecido, no acertó mucho esta vez. (Me pareceré con el tiempo —me dije—, cuando allá en mi vejez reciba el premio Nobel). Entretanto, tres jóvenes compositores —Gustavo Duran, Rodolfo y Ernesto Halffter—, entusiasmados con el corte rítmico, melódico de mis canciones, pusieron música a tres de ellas. De ese trío, la de Ernesto, maravillosa —«La corza blanca»— consiguió, a poco de publicada, una resonancia mundial. Las otras dos —«Cinema» y «Salinero»— eran bellas también y se han cantado mucho. Pero es que Ernesto Halffter, entonces verdadero muchacho prodigio, había logrado algo maestro, sencillo, melancólico, muy en consonancia con el estilo antiguo y nuevo de mi letra, cuyo lema había tomado yo del Cancionero de Barbieri. Asimismo se hizo famosa «La niña que se va al mar», del propio Ernesto, que no fue incluida en la edición por razones de espacio.
Con la primavera y el prestigio del premio, se hicieron más frecuentes mis visitas a la Residencia de Estudiantes. (Era una época feliz, por lo menos para nosotros). Conocí entonces en sus jardines a Pedro Salinas y a Jorge Guillen, ambos casi de la misma edad —unos diez años más que yo—, catedráticos de Literatura —como Gerardo Diego—, dentro y fuera de España, y ya en vísperas de ser grandes poetas. Salinas, más desbordado, más hablador, más sonriente y madrileño. Don Pedro le llamaban todos, aunque lo tuteasen. Guillen, vallisoletano, agudo, fino, contenido, pálido y alto, lentes que le trasparentaban unos ojos pequeños, penetrantes, capaces de delinear, de hacer precisa la más confusa nebulosa. José Moreno Villa dijo en su Vida en claro, libro ya del destierro, que los poetas, en los últimos tiempos, habían aparecido por parejas: Machado y Juan Ramón, Salinas y Guillen, Lorca y Alberti, Prados y Altolaguirre, pero que él, como también León Felipe, había venido solo. Curiosa observación, que ahora veo que es verdad, y que si a alguien ya entonces podía aplicársele mejor era a los dos poetas castellanos. Así los vi desde el primer momento: como la pareja perfecta, mucho más armónica, a pesar de su tono poético distinto, que las otras que nos presenta Moreno Villa.
De Salinas conocía Presagios, su primer libro, cimentado con un retrato lírico del Juan Ramón Jiménez de aquellos años cumbres de la poesía española. De Guillen, casi nada: algunos poemas aparecidos tal vez en la Revista de Occidente. Me llamaba la atención en aquel libro de «don Pedro» el crudo realismo de ciertas poesías, rompedor del acento más bien íntimo, contenido, sofrenado de todas las demás.
Un viejo chulo la dijo
(la chiquilla era inclusera):
«¡Bendita sea tu madre!».
¿De dónde podía venir, de pronto, a poeta tan afinado, esta nota populachera, esta salida de arrabal? Cuando traté más a don Pedro, llegué a dar con la clave. A pesar de París, de Cambridge o Nueva York, Salinas seguía muy madrileño, brotándole en su charla, aquí y allá, geranios reventones, chulapas gracias verbeneras, garbosos decires refrescados de azucarillo y aguardiente. Nuestra amistad desde aquel día quedó sellada, aumentando al aparecer mi Marinero en tierra, subiendo, generosa, de grados, cuando a raíz de Sobre los ángeles me dedicó una conferencia interpretativa de este libro, aclarándola con ejemplos angélicos que iban desde la plástica medieval de los Beatos hasta las geometrías metafísicas de Chirico. Siempre quise a Salinas y lo respeté como lo que realmente era: un hermano mayor de generación. (Así, también, Guillen). Su severa verdad poética, aunque tan distante de la mía o de la de otros poetas del sur, siempre me atrajo por lo humana y tranquila, reveladora, aun en sus más exaltados instantes, de un reposado corazón sin grandes sobresaltos ni amarguras. Poesía de hombre bueno, cordial y de un sincero acento que, aunque sometido casi siempre a más difíciles procedimientos técnicos, hiciera pensar a veces en la voz calma de un Antonio Machado. Castellana al fin, la lírica de Salinas mostró, desde un principio, una línea escueta, tensa, sin halagos externos, cuya columna va por dentro, sosteniendo, esqueleto seguro, la carne verdadera que la envuelve. Creo que fue García Lorca quien me presentó a estos dos poetas.
Federico seguía allí, en la Residencia, alborotando celdas y jardines. Por aquellos caminillos primaverales, susurrados de chopos, continuaba recitando su Romancero, cada año más crecido, sus canciones, cada vez más varias y ricas, pero obstinado, juglar y trovador satisfecho de su auditorio, en permanecer inédito. Allí seguían también Pepín Bello, Luis Buñuel, Dalí, Moreno Villa… y el coro «jaleador» de Federico. Era el momento de los «anáglifos», del «pedómetro», de las bromas feroces de Buñuel, de la «orden de los hermanos de Toledo». Sobre los anáglifos habla Moreno Villa en su autobiografía. Consistían en una especie de mínimos poemas, ocurrencias graciosas, «que constaban —explica Moreno— de tres sustantivos, uno de los cuales, el de en medio, había de ser la gallina. Todo el chiste estribaba en que el tercero tuviese unas condiciones fonéticas impresionantes por lo inesperadas». En esto último se equivoca Moreno. La dificultad y la gracia de un buen anáglifo radicaba en que el tercer sustantivo no tuviese la más remota relación con el primero. Recuerdo algunos ejemplos de malos anáglifos, rechazados por todos en las grandes reuniones «anaglíficas», celebradas, por lo general, en el cuarto de Federico. Veamos estos dos:
El pin, | La cuesta, |
el pan, | la cuesta, |
el pun, | la gallina |
la gallina | y la persona. |
y el comandante. |
El primero no era bueno, porque además de constar de tres palabras, el significado onomatopéyico —disparo del fusil— de ellas guardaba una evidente relación con «el comandante». El segundo, creo que de Pepín Bello, era todavía peor, ya que por una cuesta pueden subir tranquilamente la gallina y la persona.
Pepe Moreno da, entre otros, dos ejemplos bastante aceptables:
El búho, | El té, |
el buhó, | el té, |
la gallina | la gallina |
y el Pancreátor. | y el Teotocópuli. |
El anáglifo llegó a ser una verdadera epidemia. Hasta personas graves, como Américo Castro, cayeron en la tentación. Se crearon diferentes tipos, que por lo general fueron rechazados. Al final fue Federico quien le dio la puntilla inventando el anáglifo barroco. Recuerdo éste:
Guillermo de Torre,
Guillermo de Torre,
la gallina
y por ahí debe andar algún enjambre.
A partir de esta innovación, vino la decadencia y el anaglifo fue olvidado.
Otro invento, que como era natural se mantuvo en secreto, fue el «pedómetro». Dentro de una caja cuadrada de madera se alzaba un cabo de vela. A cierta distancia de la llama y coincidiendo con su altura, pendía un cordoncillo de hilo. Enfilándolos, un agujero, no muy grande, se abría en uno de los lados de la caja. El mérito consistía en la intensidad del viento que cada concursante expeliera por el orificio. Se necesitaba un pedo de gran fuerza para lograr que la llama se doblase y llegara a prender el hilo. Juego de verdaderos colegiales. No recuerdo si algunos de aquellos serios profesores que vivían en la Residencia tuvieron el humor de practicarlo.
En cuanto a la «orden de los hermanos de Toledo»… Eso ya era otra cosa. A pesar del rigor para ser admitido, yo lo fui ese año. Fundada hacía algún tiempo por aquel grupo de amigos residentes, el principal deber de sus cofrades consistía en vagar, sobre todo de noche, por la maravillosa y mágica ciudad del Tajo. Los hermanos se hospedaban por lo general en la Posada de la Sangre, lugar donde Cervantes escribe y sitúa alguna de sus novelas ejemplares. La posada, aunque luego modernizada en determinados detalles, conservaba entonces toda la atmósfera española de esas ventas o mesones, para alto de arrieros y trajinantes, de los que en el Quijote da su autor experimentada y poética cuenta. Cumpliendo cláusulas severas del reglamento de la orden, los hermanos dejaban la posada cuando ya del reloj de la catedral había caído la una, hora en que todo Toledo parece estrecharse, complicarse aún más en su fantasmagórico y mudo laberinto. Aquella noche de mi iniciación en los secretos de la orden, salimos a la calle, llevando todos los hermanos, menos yo, ocultas bajo la chaqueta, las sábanas de dormir, sacadas con sigilo de las camas de nuestros cuartos. Luis Buñuel actuaría de cofrade mayor. El acto poético y misterioso preparado para la madrugada, iba a consistir en hacer revivir toda una teoría de fantasmas por el atrio y la plaza de Santo Domingo el Real. Después de un tejer y destejer de pasos entre las grietas profundas del dormido Toledo, vinimos a parar al sitio del convento en el instante en que sus defendidas ventanas se encendían, llenándose de velados cantos y oraciones monjiles. Mientras se sucedían los monótonos rezos, los cofrades de la hermandad, que me habían dejado solo en uno de los extremos de la plaza, amparados entre las columnas del atrio, se cubrieron de arriba abajo con las sábanas, apareciendo, lentos y distanciados por diversos lugares, blancos y reales fantasmas de otro tiempo, en la callada irrealidad de la penumbra toledana. La sugestión y el miedo que comencé a sentir iban subiendo, cuando de pronto las ensabanadas visiones se agitaron y, gritándome: «¡Por aquí, por aquí!», se hundieron en los angostos callejones, dejándome —una de las peores pruebas a que se veían sometidos los novatos de la hermandad— abandonado, solo, perdido en aquella asustante devanadera de Toledo, sin saber dónde estaba y sin la posibilidad consoladora de que alguien me indicase el camino de la posada, pues además de no encontrar a esas alturas de la noche un solo transeúnte, en Toledo, si no le informan a uno a cada treinta metros, puede considerarse, y aun durante el día, extraviado definitivamente. Así que me eché a caminar por la primera callejuela —muy contento, por otra parte, de mi falta de brújula—, decidido a dejarme perder hasta el alba. Andar por Toledo, y en la oscuridad de una noche sin luna como aquélla, es adelgazarse, afinarse hasta quedar convertido en un perfil, una lámina humana, dispuesta a herirse todavía, a cortarse contra los quicios de tan extraña resquebrajadura; es volverse de aire, silbo de agua para aquellos enjutos pasillos, engañosas cañerías, de súbito chapadas, sin salida posible; es siempre andar sobre lo andado, irse volviendo pasos sin sentido, resonancia, eco final de una perdida sombra.
Perdida y mareada sombra era yo, cuando de pronto, en uno de esos imprevistos ensanches —brusquedad de una grieta que supone una plaza, codazo de una calleja que hunde un trecho de espacio para el murallón de un convento, una iglesia, un edificio señorial—, se levantó ante mí un desmelenado y romántico muro de yedra, entre la que clareaba algo que me hizo forzar la mirada para comprenderlo. Era una losa blanca, una lápida escrita, interrumpida aquí y allá por el cabello oscuro de la enredadera. El temblequeo de un farolillo colgado a una hornacina me ayudó a descifrar: «AQUÍ NACIÓ GARCILASO DE LA VEGA…». La inscripción continuaba en letra pequeña, difícil de leer, aumentando otra vez de tamaño al llegar a los números que indicaban el año del nacimiento y el de la muerte del poeta: 1503-1536. Y me pareció entonces como si Garcilaso, un Garcilaso de hojas frescas y oscuras, se desprendiese de aquella enredadera y echase a caminar conmigo por el silencio nocturno de Toledo en espera del alba.
Cerca del Tajo en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura,
toda de yedra revestida y llena,
que por el tronco sube hasta el altura…
«La del alba sería» cuando, con estos versos de Garcilaso en la boca, encontré la Posada de la Sangre y me tiré a dormir en mi camastro, feliz con mi primera aventura de iniciado en los misterios de la orden toledana. Pocas horas después, y a la del almuerzo, ¡qué alegres burlas las de los hermanos, ante una gran cazuela de perdices, famosa especialidad de la Venta del Aire! Allí, bajo el mismo emparrado, patinillo de nuestro banquete, se veían, retratados a lápiz sobre la cal del muro, los principales cofrades de la orden. Su autor, Salvador Dalí, también figuraba entre ellos. Alguien le dijo a los venteros que no los encalaran, pues eran obras meritorias de un famoso pintor y que valían mucho dinero. A pesar de la advertencia, años después ya no existían. Habían sido borrados por unos nuevos dueños de la venta.
Se acercaba el verano. La Residencia se disponía, como siempre, a iniciar su curso para estudiantes extranjeros. Días antes, cuando fui a dar las gracias a don Ramón Menéndez Pidal por su voto como jurado del Premio Nacional de Literatura, me invitó a leer algunos de mis poemas en la inauguración del curso. Era la primera vez que iba a recitar ante personas desconocidas. A la hora de la apertura, yo, que estaba sereno, llegué a perder parte de este aplomo a causa de la advertencia de un señor de barba donjuanesca que, agarrándome entre la barba y la pared, me espetó de improviso:
—Tenga en cuenta, joven, que es usted andaluz y que va a recitar ante extranjeros que vienen a Madrid para aprender el castellano. Hágalo despacio, pronunciando muy bien todas las palabras, sus finales, suplicándole un especial cuidado al emitir las elles y las zetas.
Cuando algo atemorizado por aquellos consejos iba camino del salón, pregunté a un amigo quién era aquel guapo señor de la barba al que asustaba tanto mi acento andaluz.
—Es Américo Castro, un ilustre filólogo. ¡Parece mentira que no lo conozcas!
Ante un juvenil auditorio de ingleses y norteamericanos, en el que se destacaban muchachas muy hermosas, recité, con fingida pronunciación castellana, poemas de mi Marinero en tierra. Todo iba bien, pero al llegar a aquellos versos del soneto «A un capitán de navío»:
Por ti los litorales de frentes serpentinas
desenrollan al paso de tu arado cantar,
con tanta perfección desenrollé la elle que, al ponerme de puntillas para más destacarla, un pie se me salió del estradillo, estando a punto de romperme una pierna.
Ya en los jardines, fui muy felicitado por los estudiantes. Don Américo estaba contento. Mi lección no había sido tan mala. Alguien, muerto de risa, me abrazó fuertemente. Era Amado Alonso, joven filólogo, navarro, encantador, franco y alegre, con algo de pelotari. Me presentó a su novia, una inglesa espigada, la alumna más bella de aquel curso. Nos hicimos amigos, pero pronto dejé de verlo. Se marchó, creo que a Inglaterra, donde se casó con su hermosa discípula. (Lo encontré luego en Buenos Aires, lleno de preciosos hijos. Reanudamos nuestra amistad. Trabajaba en la editorial Losada. Por razones de mala política argentina, tuvo que irse a Norteamérica, donde murió de cáncer. Su Gramática y libros sobre lingüística se estudian todavía en muchos centros de enseñanza).
Apretaba el calor. La Residencia se iba despoblando. Federico ya andaba por sus campos granadinos de Fuente Vaqueros. Sin él, la Residencia parecía sola y triste. Dalí también se había marchado. Aquel verano recibí una postal suya, con el castillo de Figueres, que decía: «Ola, Alberti, ¿qué tal? Abrazos. Salvador». Sobre el ojo más alto del fortín, Dalí aclaraba: «Por aquí orinaban los canónigos». El cartero no podía contener la risa. «Perdone —me dijo—. He leído eso sin querer…».
Mi Marinero en tierra continuaba en Segovia. No recibiría pruebas hasta fines de verano. Andaba ya en vísperas de viaje. En el automovilillo de mi hermano recorrería Castilla la Vieja. Agustín, buen chofer, y yo seríamos sus únicos ocupantes. Mientras, no teniendo nada que hacer, me dedicaba a pasear, sin rumbo fijo, con un libro de versos, siempre agradable de leer bajo el amparo de los árboles.
Subía yo una mañana por la calle del Cisne, cuando por la acera contraria vi que descendía, lenta, ensimismada, una sombra de hombre que, aunque muy envejecida, identifiqué sin vacilar con la del retrato de un Machado más joven aparecido al frente de sus poesías —edición de la Residencia—, conservada por mí con mucho cariño. Era él, su sombra, no me cabía duda, su sombra triste, declinada, como con pasos de sonámbula, de alma sumida en sí, ausente, fuera del mundo de la calle. ¿Qué hacer? ¿Sería capaz de despertarla, arrojándola fuera de su sueño? Si no me atrevo ahora —me dije—, no me atreveré nunca… Y corrí a su encuentro, temeroso de que se me esfumara.
—¿Don Antonio Machado?
Dos «Sí, sí», espaciados, salieron de su boca, después de un trémulo silencio, como si hubiese necesitado hacer un llamamiento a la memoria para acordarse de su nombre.
—Rafael Alberti… Quería conocerlo y darle las gracias…
—¡Ah, ah! —susurró, todavía mal despierto, tomándome la mano—. No tiene usted que agradecerme nada…
Y ausentándose nuevamente, perdida sombra entre las galerías de sí mismo, lo vi alejarse, «mal vestido y triste», en la clara mañana estival, calle del Cisne abajo…
Misterioso y silencioso
iba una y otra vez…
Así lo retrató Rubén Darío. Y así fue, en realidad, don Antonio Machado hasta la hora de su muerte.
Un amanecer, por fin, salí del corazón de la meseta castellana con mi hermano. Iba a empezar mi segundo libro. De canciones también. En mi cuadernillo de viaje ya estaba escrito el título: La amante. ¿Quién era la que con ese nombre iba yo a pasear por tierras de Castilla hasta el Cantábrico, el otro mar, el del norte, que aún no conocía? Alguien —bella amiga lejana— de mis días de reposo guadarrameño. Todavía el marinero en tierra era quien se lanzaba a recorrer llanos, montes, ríos y pueblos desconocidos, pero esta vez sin la compaña de la hortelana azul de su mar gaditano. Pedro Salinas, a quien con gran sorpresa encontré en la plaza de Burgos, registró años más tarde la imagen exacta de lo que parecía yo en aquel viaje: «correo de gabinete, mensajero del rey, que porteaba, de mar a mar, una razón secreta de estado, desde las plateadas salinas de San Fernando a los foscos acantilados de las Asturias de Santillana». Dicho con gracia por Salinas, eso era yo, aunque sin darme mucha cuenta. Y así lo pregoné a mi paso por Aranda de Duero:
¡Castellanos de Castilla,
nunca habéis visto la mar!
¡Alerta, que en estos ojos
del sur y en este cantar
yo os traigo toda la mar!
¡Miradme, que pasa el mar!
Rítmico, melodioso, ligero, recorrí con aquella amante ya perdida más de una centena de pueblos, desparramando por casi todos ellos, y las innumerables sendas y caminos que los enlazaban, mi canción. Itinerario jubiloso, abierto en casi todo instante a la sonrisa. Pero lo divertido, que siempre amo, surgió en Medina de Pomar.
Visitaba con mi hermano Agustín su hermosa colegiata. En la iglesia, el viejo sacristán socarrón que nos explicaba, se detuvo, solemne, ante el sagrario del altar mayor: un áureo y relampagueante joyel rodeado de reliquias.
—Aquí se encierra —susurraba, despacioso, el vejete— la esquirla de un hueso de san Francisco. Aquí, un diente de san Blas, abogado de los dolores de muelas. Aquí, una aguja de la Virgen. Aquí, una lágrima de san Juan. Aquí…
Se calló, de pronto, dejándonos suspendido el aliento. Había llegado al centro del sagrario. Junto a su dedo, romo y sucio, resplandecía con más vigor el pequeño aposento de otra reliquia.
—Aquí… ¿A que no saben ustedes lo que hay?
Mi hermano, buen creyente, esperaba con cierta unción. Yo, en cambio, mordiéndome la risa.
—Pues aquí se conserva nada menos que el prepucio de Cristo.
Hasta Agustín soltó la carcajada.
—No se rían ustedes. ¡El verdadero prepucio de Cristo! —recalcó el sacristán, indicándonos con un gesto que nos callásemos—. El verdadero —repitió—, pues el que se venera en la catedral de Jaén es falso.
Antes de esta devota escena en Medina de Pomar, algo muy divertido también —entre cosas más serias— había vivido yo durante mi permanencia de unos días en Santo Domingo de Silos, el maravilloso monasterio románico escondido tras los montes de la Demanda, en tierras de Burgos. Bien entrada la noche, llegamos a aquel benedictino hogar, cuyo patrón y fundador fuera trovado por Gonzalo de Berceo, clérigo de la misma orden. Un misterioso frailecico, después de unos largos quejidos de cerrojos y llaves, nos entreabrió la pesada puerta, invitándonos a pasar. A nuestras «Buenas noches» respondió solamente con una muda reverencia. Era la hora de silencio para la comunidad de san Benito. Un farolillo de aceite le pendía de una mano; de la otra, un rosario de gruesas cuentas. Una vaharada de aire frío entre un perfume de jardín invisible nos anunció el fin de los asustantes corredores, por los que al parecer sólo seguíamos la mano encandilada del fraile. La oscuridad era profunda. Sólo el frío que se intensificaba y el eco entrecortado de una fuente nos dejaron adivinar los ojos, ciegos a la noche, de las arcadas del claustro bajo, maravilla del siglo IX.
Escaleras, nuevas arcadas y pasillos, siempre detrás de aquellos pasos enfranelados, tuvimos que recorrer, inquietos, antes de que una última reverencia nos cerrara la puerta de la celda que la hospitalidad de los frailes de Silos ofrece tradicional y desinteresadamente al caminante.
Un puro canto gregoriano nos despertó antes del alba. La comunidad toda llenaba el claustro alto, camino de la iglesia. La seguimos. Misa cantada. Los campesinos del pueblo, allí congregados, entonaron, de memoria, los cánticos, a coro con los frailes. Una armonía perfecta se expandió en oleadas por la nave del templo. Todas las albas del año podía oírse este mismo concierto, que ni las nieves y fríos invernales más crudos eran capaces de impedir. Acabada la misa, a hombros sus aperos de labranza, dejados mientras en la plaza, aquellos humildísimos labriegos se esparcían por los campos.
Después del desayuno —manteles blancos y vajilla de barro como puestos allí por Zurbarán—, nos rodearon los frailes. Besamos la mano al abad, el padre Luciano Serrano, historiador ilustre, a quien —me confesaron en la intimidad de una noche varias de sus ovejas, ya amigas— odiaba todo el monasterio. En la comunidad había un poeta, culto y simpático, aunque bastante mal poeta, Justo Pérez de Urbel, conocedor de la simbología de las pinturas y capiteles románicos de los claustros. Cosas maravillosas le escuché, lecciones que no he olvidado todavía. Él me mostró el códice de Gonzalo de Berceo, tesoro que custodia la orden desde que se escribiera y en cuyas hojas aspiré el aroma sagrado y primigenio de nuestra poesía. (¡Lástima que hoy Justo Pérez de Urbel sea uno de los frailes más adictos al régimen de Franco!). El hermano farmacéutico, pequeñito y zumbón, también se hizo mi amigo. Al enseñarme la farmacia, en lo más hondo y oscuro del convento, quise arrancarle la fórmula del famoso licor benedictino, llamado ya entonces el licor de Santo Domingo de Silos, gracias al poco amistoso pleito que los frailes franceses, sus hermanos también en san Benito, habían entablado contra la orden española. Los negocios, aunque ande de por medio el Espíritu Santo, son los negocios. Entre risas y bromas, propuse al farmacéutico envenenar al abad, a quien nada querían y tendrían que aguantar hasta su muerte, ya que ese cargo, después de concedido por todo el monasterio en secreto voto, es para toda la vida y sólo el santo padre de Roma puede sacárselo. ¿Por qué al abad lo odiaban tanto? Era despreciativo y mandón, además de orgulloso, y aquellos pobres frailezucos, de origen campesino en su mayoría, se consideraban humillados, hartos de tanta altanería y poca bondad. Lo soportaban resignadamente. ¡Qué remedio! Ellos eran sus electores, pero ¿quién iba a imaginar que aquel gustoso voto iba a calar la mitra de santo Domingo en la cabeza del demonio? Porque demonio, en poder de todos los del infierno, llegaron a pensar que era. Así lo había visto Bernardino, el hermano hortelano, viejo y delirante, casi en las agonías de su muerte. El abad, no sé por qué razones, tuvo que viajar a Roma. Y Bernardino, viejo guerrillero carlista, autor de varios asesinatos, con la cabeza puesta a precio, salvada por el derecho de asilo que concede el monasterio, se creyó en el deber de comunicar a sus hermanos la más terrible de sus visiones nocturnas.
—Hijos, acercaos. Os voy a confesar lo que acabo de ver. Nuestro abad está en pecado mortal. No puede visitar al santo padre. Cada vez que pretende subir las escaleras del Vaticano, una legión de demonios que baja de una torre, lo sube hasta ella, arrojándolo luego desde allí. Hasta que se confiese y sea absuelto, no será recibido.
Pocas horas después, Bernardino volvió a llamar a todos sus hermanos.
—Alegrémonos, hijos —les dijo, ya con las bascas de la muerte—. Nuestro padre abad está en gracia de Dios. Confesó sus pecados. Habla en estos momentos con el santo padre. Puedo morir en paz.
Ésta y otras visiones que tuvo fray Bernardino al final de su vida, trajeron amedrentado a todo el monasterio. Hasta después de muerto, los frailes las contaban con terror. Para ellos, murió en olor de santidad. Para el abad… Nunca habían tenido el valor de preguntárselo.
¡Noches inolvidables las de mi breve estancia en Silos! Rompiendo la regla del silencio, algunos frailes más osados acudían a mi celda. Les ofrecía vino de Jerez; ellos, a mí, el licor famoso. Hasta la última campanada de las doce me acompañaban empinando el codo, aunque más de una vez los vi pasarse de la hora. Como yo no tenía ninguna obligación de comulgar, continuaba bebiendo solo. ¡Qué alegres y curiosas aquellas reuniones casi secretas! El caldillo andaluz encantaba a los frailes, encandilándolos, volviéndolos locuaces y preguntones. Aunque la orden de san Benito no impone la clausura, el mundo para ellos —excluyendo al abad y otras autoridades— no iba más lejos de los pueblos y campos comarcanos, que recorrían, ya a caballo o a pie, predicando la doctrina de Cristo. Por eso el mundo de más allá de sus experiencias les intrigaba de verdad. ¿Cómo era Madrid? ¿Cómo Sevilla y Barcelona? ¿Cómo el teatro, los bailes, las corridas de toros? Mis explicaciones, divertidas y picarescas casi siempre, les dilataban las pupilas, arrebolándoles la cara.
—Pero el teatro no es nada comparado con las varietés —les dije, malicioso, una noche.
Pocos conocían la palabra y menos el sentido del espectáculo. Les hice entonces una demostración. Tomé la cogulla de uno de los frailes y, ciñéndomela al cuerpo a manera de mantón de Manila, les canté el cuplé más de moda en Madrid por aquellos días:
Soy la maja moderna española
que en la Castellana
se pasea…
Mis gestos exagerados, mis quiebros de cintura, mis desplantes y juegos con la cogulla, los fascinaron a tal punto que prorrumpieron en aplausos, levantando las copas y brindando no sé si por mí o por la Raquel Meller, a quien yo imitaba. Convinieron, después de otras demostraciones, en que, si todo era así, las varietés nada tenían que ver con el infierno. El diablo podía dormir tranquilo.
Frailes como estos de Silos, liberales, cultos y cándidos a un tiempo, vi luego pocas veces. La biblioteca que cuidaban era maravillosa. Hasta libros de los poetas simbolistas franceses vi en ella. Un Verlaine tuve entre mis manos. Casi constantemente recibía el monasterio la visita de hombres conocidos. Más de una vez don Miguel de Unamuno paseó por sus claustros, inquietando a la comunidad con sus dudas y paradojas. En el álbum para los huéspedes, vi estampada su firma, así como la de Zuloaga, Eugenio D’Ors, Gerardo Diego y otros artistas y escritores de nombre. Yo les dejé un poema en honor de la Virgen de Marzo y el Niño, que con ojos de vaca presidían el claustro bajo, no lejos del ciprés y las malvas reales del jardín. ¡Inolvidables días aquellos en el Monasterio de Santo Domingo, a la buena sombra de Berceo y tantas almas inocentes con aroma a Edad Media y pan moreno de los campos! (Parece que ahora esas tan buenas prendas liberales y puras han sucumbido a los pies del Caudillo, aceptando la Orden Benedictina lo que otras Órdenes religiosas rechazaron: el cuidado del Valle de los Caídos, ese horror necrofílico del régimen, que tantas lágrimas y millones ha costado al pobre pueblo español).
Rodando, rodando con mi «amante», llegué, por fin, al mar.
¡Perdonadme, marineros,
sí, perdonadme que lloren
mis mares chicas del sur
ante las mares del norte!
¡Dejadme, vientos, llorar,
como una niña, ante el mar!
Grande fue mi emoción ante el Cantábrico, aquella masa fosca y brava tan diferente a la mansa y azul de mi bahía. Desde Laredo, recorrí toda la costa santanderina y vasca, hasta San Sebastián, dejando una canción en cada pueblo marinero. Nuevamente en Madrid, escribí la última —la número 70—, adiós a aquella amiga, más soñada que cierta, la ideal compañera de viaje por tierras españolas para mí antes desconocidas.
Una grata sorpresa me esperaba al llegar: las pruebas de Marinero en tierra sobre mi mesilla de trabajo. Nunca me había visto en otra. Ignoraba cómo corregirlo. Me inventé unos signos especiales y lo devolví, con sellos de urgencia, a la imprenta de El Adelantado. Durante el otoño apareció el libro, en edición correcta, con el dibujo de Vázquez Díaz, las músicas de los dos Halffter y Gustavo Duran, más la carta de Juan Ramón Jiménez. Una faja amarilla destacaba en grandes letras negras: premio nacional de literatura 1924-1925. Los primeros ejemplares que dediqué fueron para los miembros del jurado. El destinado a Juan Ramón se lo llevé en persona. Y me dispuse, no sin cierta inquietud, a esperar las críticas, que no tardaron en aparecer. Rompió el fuego en las páginas de El Sol Enrique Díez-Canedo, con un artículo elogioso, en el que subrayaba mi parentesco con Lorca y la importancia, cada vez más saliente, de los poetas del sur. Lo siguieron Gómez de Baquero, Fernández Almagro, Bergamín, Marichalar… Casi todos hablaban de Federico, unos estableciendo diferencias y otros afinidades. La batalla Lorca-Alberti había estallado, una batalla larga en la que los contendores casi llegaron a las manos, mientras los dos capitanes se las estrechaban, amigos, en sus puestos. De provincias me llovieron algunos palos, absurdos, llenos de mala fe e incomprensión. El comentarista, anónimo, de un diario católico, después de afirmar: «Alberti adviene de alguna villegiatura nórdica al compás del cambiante marino», me llamaba «monstruo del averno», «corruptor de la poesía» y no sé cuántas preciosidades más. Otro me criticaba el ritmo, «la cojera buscada de los versos, que hace imposible su lectura». Algo insólito y necio, tratándose de libro tan sencillo, tradicional, como Marinero en tierra. (Ante la poesía y el teatro naciente de Federico, hasta personajes más gordos reaccionaban del mismo modo. Al principio, actrices como la Membrives, la López Heredia and Company se reían a carcajadas del Romancero gitano y sus primeras obras teatrales, claro que a espaldas de Lorca, después de haberles concedido el innegable honor de leérselos. Luego, las cosas cambiaron cuando la Xirgu y Josefina Díaz dieron a conocer, con clamoroso éxito, Mariana Pineda, La zapatera prodigiosa y Bodas de sangre. La taquilla, para ciertas actrices, es, al fin, la madre de la inteligencia).
Tras el triunfo del Marinero, la Revista de Occidente, que Ortega y Gasset publicaba desde 1923, me pidió colaboración. Llevé a su secretario, Fernando Vela, una serie de poemas del mismo Marinero, mezclados con otros de El alba del alhelí, el libro que iniciara en las sierras de Córdoba bajo el título de Cales negras. Tanto en Francia como en Inglaterra aparecieron traducciones. (Las de los ingleses, pagadas; gratis, las francesas). En fin, estaba muy contento. Quería escribir más. Pero en Madrid me era muy difícil, solicitado como estaba por todo el mundo. Una mañana tomé el tren y me marché de nuevo a Rute.