VII
Escribo este nuevo capítulo en mi nueva casa, Pueyrredón 2471, 9. A. Hace ya tiempo que dejé la otra de Las Heras, mi pobre jardinillo bajo de estrellas federales, más sombrío cada vez, cada vez más cercado por altas y horrorosas construcciones. Ahora vivo en la luz, sobre los bellos árboles de la plata de Francia, el río inmenso al fondo, el trajín de los trenes, las grúas, los barcos y el rutilar veloz de los aviones. Ahora respiro. El sol nace sobre mi frente. Puedo trabajar contento.
¿Qué espadazo de sombra me separó casi insensiblemente de la luz, de la forma marmórea de mis poemas inmediatos, del canto aún no lejano de las fuentes populares, de mis barcos, esteros y salinas, para arrojarme en aquel pozo de tinieblas, aquel agujero de oscuridad, en el que bracearía casi en estado agónico, pero violentamente, por encontrar una salida a las superficies habitadas, al puro aire de la vida?
Contra mí, mundos enteros,
contra mí, dormido,
maniatado,
indefenso.
Yo no podía dormir, me dolían las raíces del pelo y de las uñas, derramándome en bilis amarilla, mordiendo de punzantes dolores la almohada. ¡Cuántas cosas reales, en claroscuro, me habían ido empujando hasta caer, como un rayo crujiente, en aquel hondo precipicio! El amor imposible, el golpeado y traicionado en las mejores horas de entrega y confianza; los celos más rabiosos, capaces de tramar en el desvelo de la noche el frío crimen calculado; la triste sombra del amigo suicida, como un badajo mudo de campana repicando en mi frente; la envidia y el odio inconfesados, luchando por salir, por reventar como una bomba subterránea sin escape; los bolsillos vacíos, inservibles ni para calentarme las manos; las caminatas infinitas, sin rumbo fijo, bajo el viento, la lluvia y los calores; la familia, indiferente o silenciosa ante esta tremenda batalla, que asomaba a mi rostro, a todo mi ser, que se caía, sonámbulo, por los pasillos de la casa, por los bancos de los paseos; los miedos infantiles, invadiéndome en ráfagas que me traían aún remordimientos, dudas, temores del infierno, ecos umbríos de aquel colegio jesuita que amé y sufrí en mi bahía gaditana; el descontento de mi obra anterior, mi prisa, algo que me impelía incesantemente a no pararme en nada, a no darme un instante de respiro; todo esto, y muchas cosas más, contradictorias, inexplicables, laberínticas. ¿Qué hacer, cómo hablar, cómo gritar, cómo dar forma a esa migraña en que me debatía, cómo erguirme de nuevo de aquella sima de catástrofes en que estaba sumido? Sumergiéndome, enterrándome cada vez más en mis propias ruinas, tapándome con mis escombros, con las entrañas rotas, astillados los huesos. Y se me revelaron entonces los ángeles, no como los cristianos, corpóreos, de los bellos cuadros o estampas, sino como irresistibles fuerzas del espíritu, moldeables a los estados más turbios y secretos de mi naturaleza. Y los solté en bandadas por el mundo, ciegas reencarnaciones de todo lo cruento, lo desolado, lo agónico, lo terrible y a veces bueno que había en mí y me cercaba.
Yo había perdido un paraíso, tal vez el de mis años recientes, mi clara y primerísima juventud, alegre y sin problemas. Me encontraba de pronto como sin nada, sin azules detrás, quebrantada de nuevo la salud, estropeado, roto en mis centros más íntimos. Me empecé a aislar de todo: de amigos, de tertulias, de la Residencia, de la ciudad misma que habitaba. Huésped de las nieblas, llegué a escribir a tientas, sin encender la luz, a cualquier hora de la noche, con un automatismo no buscado, un empuje espontáneo, tembloroso, febril, que hacía que los versos se taparan los unos a los otros, siéndome a veces imposible descifrarlos en el día. El idioma se me hizo tajante, peligroso, como punta de espada. Los ritmos se partieron en pedazos, remontándose en chispas cada ángel, en columnas de humo, trombas de ceniza, nubes de polvo. Pero mi canto no era oscuro, la nebulosa más confusa se concretaba, serpeante, como una víbora encendida. La realidad exterior que me circundaba, urdiéndose en la mía, sacudía mis antros con más fuerza, haciéndome arrojar en medio de las calles, enloquecida lava, cometa anunciador de futuras catástrofes. Lo hacía enfermo, solo. Nadie me seguía. Un poeta antipático, hiriente, mordaz, insoportable, según los rumores que me llegaban. Envidiaba y odiaba la posición de los demás: felices casi todos; unos, con dinero de su familia; otros, con carreras, para vivir tranquilos: catedráticos, viajeros por universidades del mundo, bibliotecarios, empleados en ministerios, en oficinas de turismo… ¿Yo? ¿Qué era yo? Ni bachiller siquiera; un hurón en mi casa, enemistado con los míos, yendo a pie a todas partes, rodando como hoja y con agua de lluvia en las plantas rotas de los zapatos. Quise trabajar, hacer algo que no fuera escribir. Supliqué entonces a varios arquitectos amigos me colocasen de peón de albañil en cualquier obra. ¡Cómo! Imposible. Pensaban que era broma, una extravagancia o manera de llamar la atención. Y, sin embargo, yo insistía: pocero, barrendero, lo peor, lo más modesto, lo más rebajante… Me urgía salir de aquella cueva cargada de demonios, de insomnios largos, de pesadillas. Fue entonces cuando José María de Cossío me invitó a pasar unos días en su casona de Tudanca. Y allí llegué con él, una noche de lluvia, a caballo, alumbrados por un farol, entre arroyos crecidos y golpes de ventisca.
En Tudanca, pueblo apenas de cuarenta casas, vivíamos solos, rodeados de pobres campesinos, visitados al atardecer por el cura y el maestro —Escolástico—, un hombre envejecido, delgado, gracioso, inteligente. La casona —piedras y madera— era hermosa. Buena biblioteca, sillones fraileros, chimeneas de campana para el frío, agudo y prolongado allí, en el norte. La solana daba a un jardín, un pequeño vergel de flores y frutales. Aunque era primavera, se agradecía el sol de la mañana, salido de los montes después de un duro cuerpo a cuerpo con la neblina. Elegí aquel lugar para mi trabajo. En él me sentaba yo a leer o escribir, mientras Carlota, una linda muchacha campesina empleada en la casona, me rondaba de cerca, echándome miradas a hurtadillas desde los árboles del huerto. Era tímida y asustadiza, mas, a pesar de eso, muchos amaneceres se entretenía en dispararme garbanzos —tiernas balas— sobre la cama, a través de una grieta del techo de mi alcoba. Luego, durante el día, Carlota era una corza escurridiza ante todo intento de caza.
Algo tranquilo en cierto modo, aumenté con bastantes poemas mi libro. Las tinieblas de los montes, la lucha de los vientos —el ábrego y el gallego—, unidas a aquellas soledades, me dieron nuevos ángeles para él. Fue allí, en Tudanca, donde del verso corto, frenado, castigado, pasé insensiblemente a otro más largo, más moldeable al movimiento de mi imaginación de aquellos días. Escribí entonces «Tres recuerdos del cielo», el primer y espontáneo homenaje de mi generación a Gustavo Adolfo Bécquer. (Mucho más tarde vendrían los de otros). Pero de pronto, dejando a un lado alas y tinieblas, hice una oda a un futbolista —«Platko»—, heroico guardameta en un partido entre el Real de San Sebastián y el Barcelona. Fue en Santander: 20 de mayo de 1928. Allí fui con Cossío a presenciarlo. Un partido brutal, el Cantábrico al fondo, entre vascos y catalanes. Se jugaba al fútbol, pero también al nacionalismo. La violencia por parte de los vascos era inusitada. Platko, un gigantesco guardameta húngaro, defendía como un toro el arco catalán. Hubo heridos, culatazos de la guardia civil y carreras del público. En un momento desesperado, Platko fue acometido tan furiosamente por los del Real que quedó ensangrentado, sin sentido, a pocos metros de su puesto, pero con el balón entre los brazos. En medio de ovaciones y gritos de protesta, fue levantado en hombros por los suyos y sacado del campo, cundiendo el desánimo entre sus filas al ser sustituido por otro. Mas, cuando ya el partido estaba tocando a su fin, apareció Platko de nuevo, vendada la cabeza, fuerte y hermoso, decidido a dejarse matar. La reacción del Barcelona fue instantánea. A los pocos segundos, el gol de la victoria penetró por el arco del Real, que abandonó la cancha entre la ira de muchos y los desilusionados aplausos de sus partidarios. Por la noche, en el hotel, nos reunimos con los catalanes. Se entonó «Els segadors» y se ondearon banderines separatistas. Y una persona que nos había acompañado a Cossío y a mí durante el partido, cantó, con verdadero encanto y maestría, tangos argentinos. Era Carlos Gardel.
Con él salimos aquella misma madrugada para Palencia. Una breve excursión, amable, divertida. Gardel era un hombre sano, ingenuo, afectivo. Celebraba todo cuanto veía o escuchaba. Nuestro recorrido por las calles de la ciudad fue estrepitoso. Los nombres de los propietarios de las tiendas nos fascinaron. Nombres rudos, primitivos, del martirologio romano y visigótico. Leíamos con delectación, sin poder reprimir la carcajada «Pasamanería de Hubilibrordo González»; «Café de Genciano Gómez»; «Almacén de Eutimio Bustamante»; y éste sobre todos: «Repuestos de Cojoncio Pérez». Un viaje feliz, veloz, inolvidable. Meses después, ya en Madrid, recibí una tarjeta de Gardel fechada en Buenos Aires. Me enviaba, con un gran abrazo, sus mejores recuerdos para Cojoncio Pérez. Como a mí, era lo que más le había impresionado en Palencia.
Durante los días con Cossío en Tudanca, visitamos también algunas ciudades del norte: ¡Santillana del Mar!, Torrelavega, Gijón, Oviedo… De Santillana, creo, salimos en auto para un encuentro emocionante: los bisontes, ciervos y jabalíes de la caverna de Altamira. Lloviznaba. Nos paramos al borde de un camino ante la casucha del encargado de la cueva, que era, por cierto, un cura. Protegidos por su paraguas rojo, atravesamos unos campos sembrados, rasos, sin señales de nada. De pronto, al bajar un declive del terreno surgió una puertecilla. ¡Quién lo hubiera pensado! Por allí se penetraba al santuario más hermoso de todo el arte español. A oscuras, empezamos a descender hacia el fondo de la tierra. Una luz se encendió, pero seguimos caminando por un pasillo estrecho, más en pendiente cada vez y húmedo. Yo ni me atrevía a respirar, observando las rocas laterales, deseoso de descubrir algún indicio de lo que íbamos a ver. Nada. De repente, unos ocultos reflectores se prendieron. Y, ¡oh maravilla!, estábamos ya en el corazón de la cueva, en la oquedad pintada más asombrosa del mundo. Recostados sobre las grandes piedras del suelo, pudimos abarcar mejor, ya que es baja la bóveda, aquel inmenso fresco de los maestros subterráneos de nuestro cuaternario pictórico. Parecía que las rocas bramaban. Allí, en rojo y negro, amontonados, lustrosos por las filtraciones del agua, estaban los bisontes, enfurecidos o en reposo. Un temblor milenario estremecía la sala. Era como el primer chiquero español, abarrotado de reses bravas pugnando por salir. Ni vaqueros ni mayorales se veían por los muros. Mugían solas, barbadas y terribles bajo aquella oscuridad de siglos. Abandoné la cueva cargado de ángeles, que solté ya en la luz, viéndolos remontarse entre la lluvia, rabiosas las pupilas.
Al partir de Tudanca, entregué a Cossío El alba del alhelí, ante el ofrecimiento generoso de publicarlo a expensas suyas en su colección Libros para Amigos…
Del norte, volé inmediatamente al sur, quiero decir, al Puerto, pasando, rápido, por Madrid. No recuerdo quién me pagó el viaje. Lo cierto es que llegué a casa de mi tío Jesús, donde pasé unas semanas rodeado de primos de todas las edades y tamaños. Tío Jesús —lejos ya del temido de mi infancia— era un hombre bueno y gracioso, al que no pasaban por alto las necesidades de un poeta joven como yo. Una noche, entre bromas y veras, me propuso:
—¿Quieres ganarte unas pesetas?
—Desde luego —le respondí—. Pero tú me dirás cómo.
—Escribiendo unos versos a los Domecq.
—Ya está. Haré un gran poema contando la historia de la casa, el origen del coñac y sus vinos.
Tío Jesús, muy amigo de los famosos bodegueros y no sé si su representante en toda Andalucía, me llevó a Jerez al día siguiente para documentarme. Después de recorrer las mejores bodegas probando los caldos más diversos, comimos con don Manuel Domecq, vizconde de Almocadén, un andaluz muy fino, que no podía negar su ascendencia francesa. Hasta se parecía a Paul Valéry. Él me proporcionó todos los datos necesarios para mi poema. En menos de una semana compuse un panegírico en sextinas reales, exaltando las glorias de la casa. Confieso que, dado el estado de ánimo en que estaba, me divirtió bastante el escribirlo, calmando un poco mis angustias. Se convino leerlo al final de un banquete, al que asistiría, entre otros invitados especiales, Fernando Villalón. Llegada la mañana de la fiesta, me presenté en Jerez, acompañado siempre de mi tío, con mi poema bajo el brazo, caligrafiado en tinta china sobre unas grandes hojas de papel de dibujo, encuadernadas en cartón, con ornamentos míos de colores. A los postres y ante la última copa, la del brindis, recité el panegírico, que todos escucharon en silencio, aplaudiéndome al cerrarlo y mientras lo dejaba entre las manos de Domecq. Por la tarde, fuimos a ver su criadero de caballos, de finísima raza hispanoárabe, que pastaban, elegantes y hermosos, en lo ancho de la vega del Guadalete. Allí el vizconde me apartó a un lado con mi tío, diciéndome:
—Puedes elegir el que más te agrade. Tu poema me ha gustado mucho.
Me quedé sin habla, como de piedra. El regalo me seducía. ¿Qué hacer? Recapacité un buen rato antes de responderle.
—Don Manuel —le dije, por fin—, ¿qué puedo hacer yo con un caballo en un tercer piso? Si todavía viviera en el Puerto…
Se rió.
A la noche, ya de regreso, tío Jesús reunió a sus hijos mayores. Y delante de ellos, después de la cena, abrió sobre el mantel, en abanico, diez flamantes billetes de 500 pesetas. Me parecieron muchas. Pero echadas las cuentas, vi que eran sólo cinco mil. Hubiera preferido el caballo.
Poco me remordió aquel breve paréntesis futbolista y vinícolo. Ángeles y demonios, mientras, habían seguido trabajando en mis centros, de donde ensangrentados de mi propia sangre me los iba extrayendo, clavándolos en aquellos poemas que ya tocaban a su fin. Todavía en los cajones de mi cuarto reposaba, esperando su hora, Cal y canto, lleno de los fulgores del combate por Góngora. Pero esa hora no se haría esperar mucho. Aquel mismo año la editorial de la Revista de Occidente creó una sección para la joven poesía, inaugurándola con Cántico de Jorge Guillen y el Romancero gitano de Federico, que aparecieron en seguida. Seguro azar, el nuevo libro de Salinas, y el mío, lo harían poco después, pero ya entrado 1929, año en que otra editorial (la CIAP), recién fundada, publicó también Sobre los ángeles.
El Romancero de García Lorca fue el éxito más grande de toda aquella década. Antes de aparecer, había ya recorrido parte de su camino para esta inmensa resonancia. El secreto de ella estaba en la claridad, envuelta a veces en un dramático misterio, de estos poemas. Como dice muy bien Max Aub[3] —escritor soterrado de aquella generación, cuyos mejores frutos, en el teatro, la narración y la crítica los daría años después y, sobre todo, ahora, en el destierro—, «con el romance de Federico vuelve la historia, vuelve el cuento dramático, vuelve a la poesía española una corriente sojuzgada por el modernismo, por el "arte por el arte" de los que no sabían —o no querían— aunar la anécdota y la poesía (en el concepto que tenían de ella)». Pero el romance lo había traído nuevamente Juan Ramón, su gran hallazgo alado, flexible, musical, frente a las formas métricas duras y caprichosas del modernismo. Poco después que el poeta de Huelva, Antonio Machado escribe La tierra de Alvargonzález, una terrible historia castellana romanceada en llano estilo. Pero el romance de Federico es otro, su anécdota real sucede casi siempre cargada de secreto, escapando a veces —como en el «Romance sonámbulo» o en «La pena negra»— a todo claro intento de relato. García Lorca, sobre las piedras del antiguo romancero español, con Juan Ramón y Machado, puso otra, rara y fuerte, a la vez sostén y corona de la vieja tradición castellana. Ésa fue su novedad, lo que le trajo su fulminante éxito.
El de Jorge Guillen, con su Cántico, fue otro. Pero lo fue. A pesar de lo que se dijo (y de lo que algunos puedan aún decir) —en lo que concierne a influencias o preferencias—, la poesía de Jorge Guillen, en aquel perfilado conjunto de su libro, aparecía como una de las más personales de España. Y clara, en contra de la opinión de muchos; optimista, jubilosa, como una circunferencia dibujada sin levantar la mano; exaltada, viva, admirable. Su aparente dificultad residía en el trazado. (No todo el mundo entiende la belleza de un círculo cuando no es un compás sino un pulso cargado de temblores quien lo traza de un golpe y de modo perfecto). Nada de poesía prefabricada, como Juan Ramón, malvadamente, sugiere al atacarla. Poesía, hija directa de las cosas, en éxtasis dinámico ante el mundo, un mundo trasparente en el que hasta las sombras se precisan inundadas de luz. Un poeta joven siempre, elástico, seguro, sostenido en su cántico, que ha seguido subiendo más alto cada vez, pudiendo hoy, desde su cénit, ver mejor que ninguno las realidades de la tierra y, entre ellas, la terrible de España. Léase con atención Maremágnum, el último libro de Guillen —prohibido, ¡honor!, por la censura franquista—, que es algo así como la nueva gran estrofa de su Cántico. Nada de extrañar en un poeta abierto, desde el comienzo, a los aires de todo.
¡Salir por fin, salir!
A glorias, a rocíos,
—Certera ya la espera,
Ya fatales los ímpetus—.
Pero sobre el Guillen de hoy hablaré en los próximos libros de estas memorias.
Ahora quiero volver a Machado, a mi segundo encuentro con él en el café Español, un viejo café del siglo XIX que había frente a un costado del Teatro Real, de Madrid, cerca de la plaza de Oriente. (Extraigo este recuerdo de mi Imagen primera de…). Empañados espejos de aguas ennegrecidas recogían la sombra de estantiguas señoras enlutadas, solitarios caballeros de cuellos anticuados, pobres familias de la clase media, con ajadas niñas casaderas, tristes flores cerradas contra el rendido terciopelo de los sillones.
Un ciego, buen músico, según el sentir de los asiduos, tocaba el piano, mientras que una muchacha regordeta iba de mesa en mesa buscando el convite —un café con tostada, acompañado de algún que otro pellizco furtivo— de los ensimismados admiradores de su padre. Desde la calle, llovida y fría del otoño, adiviné, tras los visillos iluminados de las ventanas, la silueta de Machado, y entré a saludarle. Yo venía de una pequeña librería íntima, cuyo librero, gran amigo de todos nosotros, acababa de conseguirme un raro ejemplar de los poemas de Rimbaud, sintiéndome infantilmente feliz aquella tarde sabiéndolo apretado bajo mi gabán para librarlo de la lluvia. Machado me saludó muy cariñoso, ofreciéndome en seguida un asiento a su lado, mientras me presentaba a sus contertulios. Muy ufano, al quitarme el gabán, le descubrí mi precioso volumen, que él hojeó con un débil gruñido aprobatorio, dejándolo luego sobre la silla que a su izquierda sostenía en su respaldo los abrigos y las bufandas. De los presentados, sólo recuerdo hoy a uno: al viejo actor Ricardo Calvo, gran amigo del poeta. Aquella tarde, rara ausencia, no se encontraba allí su inseparable hermano Manuel. Los demás que le rodeaban eran unos extraños señores pasados de moda y como salidos de alguna rebotica de pueblo. Y creo que no me equivocaba, pues la conversación, durante el rato que yo estuve, aleteó siempre, cansina, alrededor de cosas provincianas; preocupaciones y cosas bien lejanas y ajenas a aquellas tazas de café que tenían delante: el traslado de algún profesor de instituto, la enfermedad de no sé quién, la cosecha del año anterior, etcétera.
¡Ah, pero qué mal hice, qué mal hice!, iba reprochándome poco después bajo los farolones verdes y los altos monarcas visigodos de la plaza de Oriente. Mas desde aquella tarde pude contemplar, no sin cierta sonrisa melancólica, mi raro ejemplar de Rimbaud, aún más raro y valioso por las redondas quemaduras que los cigarrillos de Machado le abrieron en su cubierta color hoja de otoño.
1928 resbalaba a su fin. El alba del alhelí, en edición de sólo 150 ejemplares numerados, no destinados a la venta, regalo de José María de Cossío, publicado ese año, apenas si llegó a la crítica, pasando casi desapercibido. Esto no me importó gran cosa, pues mi interés estaba concentrado en la aparición de los otros dos libros: Cal y canto y Sobre los ángeles. Libre al fin de este último, ya trabajaba en otras nuevas obras: Sermones y moradas (poemas) y El hombre deshabitado (teatro), ambas aún dentro de la misma electrizada atmósfera de los ángeles, iniciando a la vez una más, que rompía totalmente con las anteriores, aunque también producto del mismo desconcierto y anarquía de aquel período mío: Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Vivíamos entonces la Edad de Oro del gran cine burlesco norteamericano, centrada por la genial figura de Charles Chaplin. A todos esos tontos —verdaderos ángeles de carne y hueso— dedicaba yo los poemas de este libro.
De pronto, un acontecimiento sensacional me llevó nuevamente a estrechar filas con los amigos: la compañía de don Fernando Díaz de Mendoza —de luto aún por la muerte de doña María Guerrero— anunciaba el estreno de Sinrazón, primera obra dramática de Ignacio Sánchez Mejías. Expectación en el mundo literario, pero mucho mayor en el taurino, aquel público madrileño que se la tenía jurada al torero por algún feo gesto que éste le dedicara en una tarde de corrida. Cuando llegué al teatro —el Calderón— hervía todo él. Por la cazuela se agitaban extraños tipos de pañuelos al cuello y tremendos garrotes en las manos. Entre bastidores, la compañía temblaba. Don Fernando, un aristócrata, acostumbrado a los estrenos de gala, no podía ocultar su preocupación y disgusto. «¡Si doña María levantara la cabeza!», nos dijo a Bergamín y a mí cuando lo saludamos. Largos minutos antes de levantarse el telón, parecía el teatro una plaza de toros. El tendido de sol —la cazuela, quiero decir— pateaba y silbaba al compás de las trancas contra el suelo, ante la indignación de los palcos y el patio de butacas, quienes pretendiendo acallar aquel escándalo mayúsculo lo aumentaban aún más con sus protestas. Por fin, sonó un clarín, digo, se alzó el telón, produciéndose un instantáneo silencio. La escena aparecía completamente a oscuras, fosforesciendo —novedad— el filo de los muebles. Se escucharon primero las palabras de algún ser no visible… Se encendieron las luces… Surgió entonces, en toda su moderna blancura, la gran sala de un consultorio médico. En el centro, ante una mesa, un hombre, de blanco también, interrogaba a otro de apariencia abstraída. La obra había empezado, Ahora, a más de treinta años de aquella noche memorable, yo no la recuerdo. No era, como esperaba el público, de ambiente taurino. Sucedía en un manicomio: un problema de locura o razón, que Ignacio resolvía gallardamente como en su mejor tarde de lidia. Un raro éxito, además del primer intento de teatro freudiano en la lengua castellana. Al final del último acto, aquel público del tendido de sol dispuesto a reventar al gran espada, se volcó en aplausos y ovaciones, redoblados con más vigor cuando Sánchez Mejías salió a escena para dar las gracias. Al otro día, la crítica más exigente y puntillosa concedía al torero la oreja, el rabo y los pitones, saludando en él la aparición de un nuevo autor dramático. Malas voces hicieron correr pronto que Sinrazón no era de él, sino de alguno de aquellos jóvenes escritores que lo rodeábamos. Nada más estúpido y falso. Ignacio era un hombre de genio, hasta capaz de hacer, como lo hizo, aquella obra teatral que fue la admiración de todos.
El año 28 se marchó para mí con la honda emoción de una conferencia de Salinas dedicada a Sobre los ángeles casi en vísperas de aparecer. Fuertes tormentas en el cielo político de España propiciaban esta salida. Pero antes, en edición de la Revista de Occidente, le tocó a Cal y canto, libro del que ya me había desentendido, sintiéndolo lejano y fuera del hervor en que vivía. Llegaba a fines del invierno, ya estallante en los árboles el verde de la primavera. Bergamín sería el primero en saludarlo con un extenso ensayo en La Gaceta Literaria. Críticas de Quiroga Pía y Salazar Chapela se ocupaban también de él, ayudándolo en sus primeros pasos… Cal y canto iniciaba su camino, reavivando fulgores ya pasados de Góngora. Empecé a interesarme por su suerte. Pero, de pronto, las alas de los ángeles, escapados en vuelo por esos mismos días, lo oscurecieron por completo, ahogándole en escombros su feliz ruta comenzada. Aquellos seres encendidos, rotos, violentos, se alzaban contra él en medio de una primavera convulsa. Las primeras conmociones estudiantiles contra la dictadura que padecíamos ya estremecían las calles. ¡Qué días confusos para mí estos de la aparición de Sobre los ángeles, señalado por Azorín como mi arribo «a las más altas cumbres de la poesía lírica»! Pero los ángeles ya se me habían ido, quedándome desventrado de ellos, permaneciendo sólo en mí la oquedad dolorosa de la herida. Mas no era tiempo de llorar. El momento predicho turbiamente en uno de mis poemas no se acercaba. Allí estaba presente, incitándome.
Pero por fin llegó el día, la hora de las palas y los cubos…
Poco o nada sabía yo de política, entregado a mis versos solamente en aquella España hasta entonces de apariencia tranquila. Mas de repente mis oídos se abrieron a palabras que antes no había escuchado o nada me dijeran: como república, fascismo, libertad… Y supe, a partir de ese instante, que don Miguel de Unamuno, desde su destierro de Hendaya, enviaba cartas y poemas a los amigos, verdaderos panfletos contra el otro Miguel, el divertido y jaranero espadón jerezano, sostenedor de la monarquía tambaleante; cartas y poemas que no más recibidos corrían como la pólvora por las tertulias literarias, las redacciones de los periódicos enemigos del régimen, las manos agitadas de los universitarios. Y vi que don Ramón del Valle-Inclán, en su cuartel cafetero de La Granja, en la calle, en los teatros, en donde se le venía en gana, entablaba también su duelo a muerte contra el gracioso general, quien llega, en nota memorable aparecida en los diarios, a llamarlo: «ese tan gran escritor como extravagante ciudadano». Sin sentir, como por ensalmo, se había creado un clima de violencia que me fascinaba. El grito y la protesta que de manera oscura me mordían rebotando en mis propias paredes, encontraban por fin una puerta de escape, precipitándose, encendidos, en las calles enfebrecidas de estudiantes, en las barricadas de los paseos, frente a los caballos de la guardia civil y los disparos de sus máusers. Nadie me había llamado. Mi ciego impulso me guiaba. La mayor parte de aquellos muchachos poco sabía de mí, pero ya todos eran mis amigos. ¿Qué hacer? ¿Cómo darles ayuda para no parecer únicamente un instigador, uno de esos «elementos extraños» a los que la prensa atribuía siempre cualquier suceso contra el régimen? Ni los poemas de Sermones y moradas, aún más desesperados y duros que los de Sobre los ángeles, podían servirles. A nadie, por otra parte, se le ocurría entonces pensar que la poesía sirviese para algo más que el goce íntimo de ella. A nadie se le ocurría. Pero los vientos que soplaban ya iban henchidos de presagios.
En medio de estos días y de este campo de batalla, no literaria ya sino verdadera, apareció, como un cometa, Luis Buñuel. Venía de París, la cabeza rapada, el rostro aún más fuerte, más redondos y salidos los ojos. Llegaba para mostrar su primera película, hecha en colaboración con Salvador Dalí. Fue una de las inolvidables sesiones del Cine Club, que dirigía su propio fundador: el ya entonces tarado Giménez Caballero. El film impresionó, desconcertando a muchos y estremeciendo a todos en sus asientos aquella imagen de la luna, partida en dos por una nube, que conduce inmediatamente a la otra, tremenda, del ojo cortado por una navaja de afeitar. Cuando el público, sobrecogido, pidió luego a Buñuel unas palabras explicativas, recuerdo que éste, incorporándose un momento, dijo, más o menos, desde su palco: «Se trata solamente de un desesperado, un apasionado llamamiento al crimen». También Luis Buñuel vivía su desconcierto, su violenta protesta, «expresando —como dice Georges Sadoul— todo este "mal del siglo" surrealista en Un perro andaluz, imagen de una juventud confusamente convulsionada». Fue significativa la revelación de esta película en coincidencia con un Madrid ya enfebrecido, no lejos de las vísperas de grandes acontecimientos políticos. Aquel inmenso vendaval que nos agitaba iba flechado hacia una brecha, por la que tantos saldríamos con la conciencia clara, diluidas las sombras del hondo pozo de tinieblas en que habíamos caído esos últimos años. Por esa misma brecha, después de Un perro andaluz y La edad de oro —las dos obras maestras del cine surrealista— saldría Luis Buñuel a Tierra sin pan, su magnífico documental sobre la mísera vida en la región extremeña de las Hurdes, «un film que —según palabras del mismo Sadoul— explica y anuncia la guerra civil durante la cual los falangistas fusilaron al amigo de Buñuel, el poeta García Lorca, mientras Dalí pintaba en Nueva York el retrato del embajador franquista». (Dalí, a raíz de La edad de oro y dado el rumbo político seguido por su amigo, había roto con él, acusándolo al poco tiempo de estar «embrutecido por el burocratismo staliniano»).
Era la época de las novedades de vanguardia, llegadas a Madrid con algún retraso, y el gran final del cine mudo ante la aparición del sonoro. El gabinete del doctor Caligari había sido la primera sorpresa de lo mágico en medio de un silencio de locura, crueldades y crímenes. Luego creo que al propio Buñuel debimos la exhibición, en los salones de la Residencia, de Entreacto, La concha y el clérigo, Nada más que las horas y El hundimiento de la casa Usher. Los nuevos nombres de Rene Clair, Germain Dullac, Cavalcanti y Epstein se desplegaban ante nuestros ojos en un desfile de imágenes sorprendentes, montaje de imprevistas y absurdas metáforas muy en consonancia con la poesía y la plástica europeas del momento (Tzara, Aragón, Éluard, Desnos, Péret, Max Ernst, Tanguy, Masson, etc.). De las maestras realizaciones, lejos de esta extrema vanguardia, de aquella edad dorada del cine mudo recuerdo todavía: La pasión de Juana de Arco, de Dreyer; Metrópolis, de Fritz Lang; La quimera del oro, de Chaplin; La madre, de Pudovkin, y sobre todo El acorazado Potemkin, de Eisenstein. Una flor de ternura guardo aún en mi corazón para los grandes tontos adorables: Buster Keaton, Harry Langdon, y los menores: Stan Laurel, Oliver Hardy, Luisa Fazenda, Larry Semon, Bebe Daniels, Charles Bower, etc., héroes todos de mi libro naciente, más o menos surrealístico, con título extraído de una comedia de Calderón de la Barca: Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Al teatro iba poco. El cine era lo que me apasionaba. Nuestra escena, invadida aún en aquel tiempo por Benavente, los Quintero, Arniches, Muñoz Seca…, nada podía darme. Retengo sólo en la memoria los estrenos de Sinrazón, de Sánchez Mejías, Tic-tac, de Claudio de la Torre, Brandy, mucho brandy, de Azorín, y Los medios seres, de Gómez de la Serna, la más audaz de todas estas obras, con sorpresas geniales, pero, según entonces me pareció, demasiado extensa y no muy bien pergeñada teatralmente.
A Ramón yo lo traté muy poco, como a casi todos los escritores de las generaciones precedentes a la mía. Nos saludábamos por calles de nuestro barrio, siempre él con su pipa y sus patillas majas de mocetón goyesco, madrileño. Yo nunca fui «pombiano», y creo que Ramón jamás miró con buenos ojos a los no sometidos a las mesas de su famosísima tertulia. En cierta ocasión me permití con él alguna broma pesada, como aquella de enviarle un disparatado panfleto contra Ortega y sus acólitos de la Revista de Occidente, la misma ramoniana tertulia, y todo lo habido y por haber, durante uno de los muchos ruidosos banquetes celebrados en Pombo, no recuerdo si aquél en honor de Giménez Caballero. Aunque a veces los frecuentara, yo no era cafetero, asiduo de corrillos literarios. Era, desde mis primeros años de Madrid, «sinsombrerista», acostumbrado al aire libre y, precisamente por aquellos días, un poeta solo y mordiente, apartado cada vez más de reuniones sociales, a las que, como a todo, me asomé un momento. Fui amigo entonces de Carmen Yebes, la preciosa condesa admirada de Ortega; de Isabel Dato, la hija del ministro monárquico, víctima de una bala anarquista; traté algo al Duque de Alba; más, al de las Torres, simpático, tuerto y jaranero. Frecuenté a los Bauer, propietarios de la maravillosa Alameda de Osuna, exaltada por Antonio Marichalar en un buen libro, y a otros personajes aristocráticos, muchos de ellos agitados por las auras de libertad que amenazaban ya a la Dictadura. Las luchas callejeras, primero, y la llegada de la República me alejaron casi por completo de esta gente, permaneciendo sólo en mi amistad una condesa argentina, que desde un comienzo se distinguió como persona consecuente y fiel a sus sentimientos liberales: Tota Atucha, condesa de Cuevas de Vera. Ella, tanto antes como después de la guerra española, durante mi destierro en París como aquí, en Buenos Aires, siempre ha sido la misma: amiga de verdad, sin miedo a lo político, sencilla, silenciosa, auténtica; una persona, en fin, de excepción, a la que muchos españoles exilados correspondemos con el mismo afecto.
En la pausa de aquel verano, volví a la sierra de Guadarrama. Mi salud, quebrantada ahora por trastornos hepáticos, me lo pedía a voces. Había enflaquecido nuevamente, pareciendo aún más afilado que en los preludios de mi primera enfermedad. Comía sólo verduras con aceite, que odiaba, y ciertas frutas. Y sin embargo, contra la prohibición del médico, caminaba día y noche hasta caer rendido. En cualquier parte, sobre un monte, en un camino o en el más solitario descampado, seguía los poemas de Sermones y moradas alternándolos con los del libro de «los tontos» o aquella obra de teatro —El hombre deshabitado—, ya bastante avanzada. Seguía, a pesar de todo, despistado, viendo que mi horizonte se aclaraba muy poco; uncido siempre al carro de la familia. Los libros, ¡bah! Cinco llevaba publicados, ¿y qué? Nada. Ni sombra de nada. Los bolsillos vacíos.
Al volver a Madrid, la editorial Plutarco, que dirigía mi tío Luis Alberti, me propuso una nueva edición de La amante. Le añadí unos poemas perdidos y tres ligeros dibujos a la pluma. Se lo entregué en seguida. Apareció. Total: 200 pesetas. Puse entonces mis ilusiones en el teatro. ¿En el teatro? Releí lo que llevaba escrito de aquella obra en la que trabajaba. Me pareció oscura, difícil. ¿Quién iba a atreverse con ella? Los actores, unos bestias, salvo muy raras excepciones, seguían encagajonados con Marquina, Benavente, Muñoz Seca y demás. Intenté hacer libretos musicales, como aquel de La pájara pinta, que no acabé por las razones que antes dije y cuyos fragmentos aún permanecen inéditos. Con un nuevo libreto —El colorín colorete— me fui a ver a Adolfo Salazar, proponiéndole se lo enviase a un músico francés: a Darius Milhaud, por ejemplo. Fracaso, como era natural, a pesar de estar escrito en un lenguaje inventado, que hacía innecesaria su traducción. Por aquellos días, creo, pasó don Manuel de Falla por Madrid. Se estrenaba su Concierto para clavecín y conjunto de cámara. Desde un principio comprendí que hubiera sido más que absurdo proponerle nada. Sin embargo, él me habló, como gaditano que era, de poner música —¿cuándo, cuándo sería?— a unas canciones de mi Marinero. Temblé de emoción. El ofrecimiento era espontáneo, pero… don Manuel era más que lento. Se marcharía del mundo sin terminar La Atlántida, comenzada por esta época. Desesperado, acepté dar una conferencia que meses antes me había pedido el Lyceum Club de señoras.
Yo era un tonto y lo que había visto y continuaba viendo me habían convertido en dos tontos. Quiero decir que estaba ya dispuesto a vengarme de todo, a poner bombas de verdad o casi de verdad, como aquella que entre burlas y veras coloqué una tarde en aquel Lyceum femenino. (Afortunadamente, mi gran amigo el hispanista Robert Marrast me envió no hace mucho copia de las declaraciones que yo hice por escrito con motivo de tan resonante suceso. Nada mejor, para salvarlas y dar una idea exacta de lo que yo era entonces, que incluirlas en las ramas de estas memorias).
La conferencia se titulaba «Palomita y Galápago (¡No más artríticos!)». Con la inocente ave, enjaulada, en una mano, el galápago en la otra y vestido de tonto —levita inmensa, desproporcionada, pantalón de fuelle, cuello ancho de pajarita y un pequeñísimo sombrero hongo en la punta de la cabeza— me presenté una tarde de noviembre en el nombrado club, calle de Las Infantas, 31, no lejos —coincidencia— del circo de Price. Y ahora he aquí mis palabras, tal como aparecieron en La Gaceta Literaria a escasos días de mi actuación.
UN SUCESO LITERARIO
La conferencia de Rafael Alberti
La Gaceta Literaria, sin deseos de tomar parte, en pro o en contra, de este «suceso», pero deseosa de informar a sus lectores con imparcialidad equidistante de los dos bandos, ha preguntado a Rafael Alberti, el conferenciante, y a varias señoras del Lyceum Club, sus oyentes. Rafael Alberti nos hace las «declaraciones» que insertamos a continuación. También insertamos las primeras declaraciones que hemos recibido del Lyceum, conservando en una de ellas el anonimato que se nos encarece.
1. No ignoro, contra lo creído por mucha buena gente, cierto Tratado de urbanidad publicado por la casa Calleja en 1905, ni tampoco ignoro que
ya que toda mujer, porque Dios lo ha querido,
lleva dentro del pecho un Ortega dormido,
y menos aún ignoro todavía cuándo hay que juntar ridículamente los pies para besar la mano de una elegante y distinguida dama o cuándo hay que separarlos, caballerosísimamente, para con extremada delicadeza escupir en la mano de esa misma elegante y distinguida dama.
Después de no ignorar nada de esto, escribí al Lyceum Club femenino anunciando mi conferencia: «Palomita y Galápago (¡No más artríticos!)». Escribí yo pidiéndola, ya que el curso pasado me invitaron a darla y no quise o no pude aceptar. Así que siento muchísimo descubrir, a cierta exquisita y selecta minoría de «orientales y occidentales», que todo lo verificado en Infantas, 31, durante aquella tarde del 10 de noviembre, fue con premeditación y alevosía.
2. Mis propósitos eran los siguientes: comprobar la últimamente cacareada inteligencia del bello sexo, su buena educación, su juventud, su valentía, su amor hacia los animalitos, terrestres y celestes; llevar un poco de animación a la Casa de Venus y a mi desventurado compañero el Galápago, que anhelaba conocer con urgencia a las damas del club; y, sobre todo, declarar abiertamente la guerra al artritismo y a la parálisis infantil, así como estudiar el espanto que produce en el alma misteriosa de la mujer la pedagógica amenaza de soltar una rata recién cogida por mí en una cloaca o letrina. Y otros buenos propósitos que se me han olvidado.
Realicé todo lo que me propuse y como me dio la real gana. Yo, por ejemplo, recité a la Palomita, a mi Palomita poeta, la siguiente poesía:
ESCLAVITUD
¿Llorando estás, pobre ilota,
por la libertad ansiada?
Nadie es Ubre, ni lo es nada.
Todo en el destino flota.
El liberto a fuerza iñota
siente su vida añudada.
Se cree dueño de su espada
y es de su espada un ilota.
Ya está tu cadena rota.
¿Vives? Tu suerte está echada.
La vida es la más pesada
esclavitud. —La gaviota
flota al viento—. ¡Pobre ilota!
Y esta otra:
¡VIVA LA ESTULTICIA!
Yo digo: ¡Viva la estulticia!
Yo, en mi anhelo de conocer
hombres y libros, llegué a ver
que el saber todo lo desquicia.
Ni aun hallaréis vuestra leticia
en el amor de la mujer,
cenizas hoy, brasa ayer.
Yo digo: ¡Viva la estulticia!
Mirar la garra en la caricia.
Regusto de hiel al beber.
Una vez sabio, el triste ayer
de la ignorante puericia.
Yo digo: ¡Viva la estulticia!
Pues bien: yo logré que el delicado auditorio se riera a carcajadas de estas dos iloteces poéticas. Pero, de pronto… De pronto, la Palomita, con aquella estupidísima ingenuidad que desplegó durante toda la conferencia, me dejó en el oído un nombre. Y era éste: Ramón Pérez de Ayala. Entonces fue cuando tuve que advertir a muchas de las damas (entre las que se hallaba la esposa del poeta recitado), que hacía unos momentos manifestaron su júbilo ante la comprobada estulticia de esos dos poemas, la incalificable incorrección que cometían al silbar en su propia casa a un inocente conferenciante invitado por ellas mismas, o, lo que es peor, a un autoinvitado e inocente conferenciante. (Y, ahora, desde aquí, les agrego: que no saben silbar, que lo hacen muy mal, que recordaban a las ocas del Retiro. Y que se rijan, además, por el Tratado de urbanidad publicado por la casa Calleja en 1905).
3. Seguí mi conferencia, interrumpido constantemente por aplausos llenos de juventud y comprensión y por protestas rebosantes de pazguatería, crochet, frivolité, futiré, Houbigant, polvos de patchulí y agua de Pompeya.
La Palomita, con aquella estupidísima e inolvidable ingenuidad que desplegó durante aquella estupidísima e inolvidable tarde, volvió, poco después de los primeros incidentes, a dejarme en el oído otros cuantos nombres de dioses y diosecillos —Juan Ramón, Ortega, D’Ors, Martínez Sierra, Cañedo, Gómez de Baquero, el viejo Valle-Inclán, etcétera—, invulnerables, por lo visto, para… sus amigos y amigas; y entonces fue cuando toda una hilera de señoras airadas abandonó el salón, pasando a una salita contigua, donde a silbidos, siseos y voces intentó apagar la mía, potentísima siempre y aquella tarde más que nunca, viéndome obligado a continuar, no diciendo, sino gritando mi conferencia, coronada, al fin, con seis disparos de revólver, que terminaron por ahuyentar a las ocas protestantes y por que todas las muchachas y muchachos, además de las verdaderas personas inteligentes del Lyceum, pidieran, en medio de una calurosísima ovación, la oreja de[4]… (Aquí doy las gracias más efusivas a Pilar de Zubiaurre, Ernestina de Champourcín, Carmen Juan de Benito, Concha Méndez Cuesta, Pepita Pía y a otras cuyo nombre ignoro, sintiéndolo).
4. ¿Frases ingeniosas por parte de las damas interruptoras? Muchas. Muchas. Algunos ejemplos:
Una histérica de gris, junto a un caballero de gafas y dientes largos. ¡Las que pasamos de cuarenta años tenemos derecho a reírnos! ¡Es la revancha! ¡Es la revancha! ¡Y, además, estoy muy nerviosa!
Una especie de oruga, partidaria de Ortega. ¡Si esto es juventud, yo soy una vieja!
La pizpireta con cara de tachuela rencorosa. ¡Hay que ver! ¡Venir a nuestra propia casa a insultar a las glorias nacionales!
Una demente estúpida. ¡Está demasiado pálido para dar una conferencia tan agresiva!
Cuando condené a muerte a la Palomita:
Una voz con vegetaciones. ¡Como la mate, que no la matará, le tiro el bolso!
Una señora gruesa, de melena cortada, junto a una niñita vestida de legionario. ¡Pertenezco a la Sociedad Protectora de Animales y no lo consiento!…
Una lánguida y larguirucha, lectora apasionada de Martínez Sierra. ¡Qué poco corazón!
La muy airada esposa de alguna gloria nacional. ¡Piiüiii! ¡Piiiiiii! ¡Piiüiii!
El caballero de los dientes largos. ¡Sinvergüenza! ¡Sinvergüenza!
Voces de cotorras variadas. ¡Kikirikííííííí! ¡Guau, guau, guau! ¡Loro-lori, loro-lori, loro-lori! ¡Uuuuuuuuuuuuh!
Y al final:
Coro de arpías, haciendo mutis por el lateral derecho. ¡Nos ha llamado bolitas de cabra! ¡Nos ha llamado bolitas de cabra! ¡Nos ha llamado bolitas de cabra!
Yo, llorando a lágrima viva sobre la tristísima concha de mi Galápago. Voici l’âme mystérieuse de la femme. Voici sa liberté et sa modernité.
5. ¿Mi impresión de lo sucedido? Buena. Se marcharon los que siempre sobran en todas partes, que, desgraciadamente, son muchos, demasiados. Quedaron en la sala, entre los chicos, los dispuestos a partirse la cara conmigo en defensa de la nueva Poesía y de todo. (Porque, cursilones, recobistas y sacristanes, ha sonado la hora de las bofetadas). Entre las chicas, muchas de las que en la primavera pasada se tiraron a las calles junto a sus condiscípulos de la universidad y aquellas que comprenden el cine tonto, porque yo, afortunadamente, soy un tonto, y de tonto fue todo lo que hice y dije en el Lyceum aquel 10 de noviembre. También permanecieron en la sala bastantes señoras del club, que aplaudían, comprendiendo de sobra la ridícula actitud adoptada por sus compañeras. (Doy las gracias, otra vez, a Pilar de Zubiaurre).
6. ¿Los resultados de esta conferencia, para mí? Magníficos, todos. Menos uno tristísimo, por cierto: el asesinato de mi preciosísima y blanca Palomita. Sucedió que al día siguiente del escándalo me presenté por la mañana en el Lyceum para recogerla. Una criada que me abrió la puerta me dijo:
—La encontramos tan desfallecida entre las bombillas eléctricas de la cornisa del salón que…, que… la hemos matado.
—Cómansela.
¿Qué mayor gloria para una Palomita poetisa como la de ser devorada por otras poetisas? Huí, llorando, de la casa del crimen, y por las calles, pensando siempre en mi blanquísima y pobre compañera, le escribí una elegía.
Para ser imparcial, quiero reproducir aquí también las declaraciones —una pro y una contra— de dos señoras del Lyceum, aparecidas con las mías en La Gaceta Literaria.
La opinión pro:
1. Cuando Alberti, el año pasado, nos ofreció su conferencia, la aceptamos, desde luego, cumpliendo el propósito de llevar al club a todas las figuras algo destacadas de la literatura nueva. Por eso, cuando este invierno me escribió, dándome ya el título de lo que él llamaba «Divertimiento sobre la poesía cómica española», nos apresuramos a fijarle fecha para su conferencia.
2. Alberti fue, desde luego, al club en plan batallador, y su conferencia fue una explosión de humor juvenil que realizó, según creo, completamente, a pesar de muchos o muchas…
3. Empezaron las protestas, sotto voce, al ver la indumentaria del conferenciante, perfecta imitación cinemática que casi nadie entendió. La dirección perdió sus fueros en cuanto Alberti empezó a nombrar y criticar a algunos conocidos escritores.
4. Protestaron, como era de esperar, varias señoras, algunas mujeres de los autores aludidos; otras que por pertenecer a otras épocas no podían comprender el sentido ni el humor de aquello. En cambio todas las jóvenes y varias señoras de espíritu más comprensivo aplaudían y protestaban contra los protéstanos.
5. No recuerdo exactamente las frases de Alberti, pero confieso que me hicieron muchísima gracia las alusiones frecuentes e ingeniosas a cierta docta corporación y a cierto ensayista no menos docto…
6. Guardo la impresión de una hora divertidísima, muy movida y propia del momento. Lo que quisiera olvidar es la conducta poco cortés con que parte del público demostró su incomprensión.
Ernestina de Champourcín
Y ahora la opinión contra:
—¿Cómo le invitaron a dar esa conferencia?
—No le invitamos; estuvo implorándola, durante unos días, argumentando cierta invitación, por compromiso, del año pasado. Al fin, accedió el Lyceum, presumiendo en ese Alberti, si no talento, por lo menos educación.
—¿Cree usted que llevaba algún plan en su conferencia?
—Si a aquello se le pudo llamar conferencia, sí. Llevaba el plan o el propósito de decir a unas señoras lo que no hubiera sido capaz de decir a sus maridos a la misma distancia. Esto puede llamarse conferencia, estupidez o tontez; pero yo lo califico de cobardía. Además, ni siquiera tuvo en ningún momento originalidad; ni gracia, ni ingenio. Estuvo hecho un Charlot de plaza de toros.
—¿Cuándo comenzaron las protestas?
—Allí no hubo protestas. Alberti entró como un tontaina y algunas señoras, yo entre ellas, decepcionadas ante aquel espectáculo tan deprimente que ofrecía el infeliz, nos salimos. Él continuó, con esa perfecta inconsciencia de los tontos, creyendo realizar una proeza. Pero, ya digo, protestas, ninguna. Nos salimos algunas porque padecíamos el ridículo del muchacho.
—¿Qué impresión guarda el Lyceum de esa tarde?
—Por lo pronto, el Lyceum siente haber sido débil y haber accedido a los ruegos de ese infeliz. Claro que una institución de mujeres no puede por menos de ser generosa y se complace, al fin y al cabo, en haber dado a ese chico la limosna de notoriedad que nos pidió.
Señora de X
Hasta aquí, mis declaraciones y los ecos de aquel famoso escándalo, del que se siguió hablando en diarios y corrillos durante mucho tiempo. Por mi parte, yo me sentía vengado y momentáneamente más feliz, como ese anarquista que destroza un teatro o violenta la caja de la banca para socorrer a los suyos. Pero las bombas de verdad saltaban en la calle. Aquel grotesco pedestal que sostenía al dictador jerezano en falso abrazo guiñolesco con el rey Alfonso, ya estaba socavado. Una de las figuras va a caerse, siendo la otra, la borbónica, quien habrá de empujarla, creyendo apagar así los clamores que ya de toda España subían por los balcones de la plaza de Oriente. Me sentí entonces a sabiendas un poeta en la calle, un poeta «del alba de las manos arriba», como escribí en ese momento. Intenté componer versos de trescientas o cuatrocientas sílabas para pegarlos por los muros, adquiriendo conciencia de lo grande y hermoso de caer entre las piedras levantadas, con los zapatos puestos, como desea el héroe de la copla andaluza:
Con los zapatos puestos
tengo que morir,
que, si muriera como los valientes,
hablarían de mí.
«Con los zapatos puestos tengo que morir» se tituló el primer poema que me saltó al papel, hecho ya con la ira y el hervor de aquellas horas españolas. Desproporcionado, oscuro, adivinando más que sabiendo lo que deseaba, con dolor de hígado y rechinar de dientes, con una desesperación borrosa que me llevaba hasta morder el suelo, este poema, que subtitulé «Elegía cívica», señala mi incorporación a un universo nuevo, por el que entraba a tientas, sin preocuparme siquiera adonde me conducía:
Será en ese momento cuando los caballos sin ojos se desgarren las tibias contra los hierros en punta de una valla de sillas indignadas contra los adoquines levantados de cualquier calle recién absorta en la locura.
Vuelvo a cagarme por última vez en todos vuestros muertos, en este mismo instante en que las armaduras se desploman en la casa del rey, en que los hombres más ilustres se miran a las ingles sin encontrar en ellas la solución a las desesperadas órdenes de la sangre…
Poesía subversiva, de conmoción individual, pero que ya anunciaba turbiamente mi futuro camino. Esta extensa elegía no sé cómo fue a dar a manos de Azorín, quien —cosa fantástica— una buena mañana se descolgó en ABC —el diario más monárquico de todos— con un desmesurado elogio de ella, señalando por vez primera y con un don profético, hoy escalofriante a la distancia, el sendero que ya con toda claridad elegiría dos años después. Dice Azorín en su artículo del 16 de enero de 1930: «… Y sin embargo el poeta… —aquí suprimo calificativos que me ruborizan— necesita un punto de apoyo para su vida espiritual. ¿Cuál será esa estribación de Rafael Alberti? Y Rafael Alberti se vuelve hacia lo primario, lo fundamental, lo espontáneo; Rafael Alberti se vuelve, con los brazos abiertos, hacia el pueblo. En su desgano de los módulos citados, sólo el pueblo y sólo la naturaleza podían darle el punto de apoyo pedido y necesario». Asombroso, y sobre todo en Azorín. Y más en aquellos tremendos días de derrumbe inminente, porque una noche de ese mismo enero, del café La Granja el Henar saldría formando un grupo, casi todo él de intelectuales, que, calle Alcalá arriba, intentará arribar a la casa del rey. Al llegar a la Puerta del Sol, ese pequeño grupo ya se habrá convertido en una gran manifestación que, a los gritos de «¡Muera Primo de Rivera! ¡Abajo la Dictadura!», bajará por la calle del Arenal, ansiosa de volcarse en la plaza de Oriente. Entre esos manifestantes iba yo, acompañado de Santiago Ontañón —ya un gran escenógrafo— y del alambicado, pedantesco y cursilón falangista de ahora Eugenio Montes, que era el que más gritaba. Mientras la policía de a caballo cargaba contra el grueso de la manifestación, unos pocos interrumpíamos la pacífica oscuridad del Real Cinema, haciendo levantar de sus asientos a los aterrados espectadores. De regreso, esos mismos pocos prendimos fuego al kiosco de El Debate, interviniendo Eugenio Montes con más de una cerilla, apagándose al fin, con el fulgor de aquella letra impresa A Mayor Gloria de Dios y de la Dictadura, el brillo mortecino de la espada del general Primo de Rivera, subiendo otro, Berenguer, a inaugurar aquel triste período que se llamó «la dictablanda», aunque en sus penúltimos días se distinguiera por una cruel dureza a la que el divertido dictador jerezano no llegó nunca.
Un nuevo y gran acontecimiento se preparaba: el regreso de don Miguel de Unamuno, después de varios años de destierro en Francia, adonde el otro Miguel, su enemigo, se marcharía exilado, para morir allí meses más tarde. La entrada de Unamuno en Madrid por la estación del Norte fue triunfal. Una gran multitud lo recibió entre aplausos y al grito de «¡Viva la República!», grito que ya la policía de aquella dictablanda era insuficiente para reprimir, pues zigzagueaba, escurridizo, por toda la península. A poco de su arribo, el ardiente rector de la Universidad de Salamanca es repuesto en su cátedra, reiniciando sus clases, rotas después de tanto tiempo, con las mismas palabras de fray Luis —«Decíamos ayer…»— al salir de la prisión.
Por aquellos días, García Lorca deja Madrid y se va a Nueva York, coronado de éxito, con la segunda edición de su Romancero en la calle. ¡Adiós a la Residencia, al piano de sus canciones, aquel Pleyel de los años felices! Federico se iba a Norteamérica, contagiado también de la hora de España, abriendo allí a su poesía un extraño paréntesis de confusión y sombras. Algunos poemas iniciales del libro que más tarde sería Poeta en Nueva York, aparecieron en revistas madrileñas o en otras provenientes de la isla de Cuba. ¡Qué espadazo tajante en la garganta del poeta granadino! ¡Qué trágicos estremecimientos precursores de lo que iba a suceder, de lo que sobre todo a él iba a sucederle en los mejores años de su vuelta! José Bergamín, autor, ya desterrado en México, de la primera edición de este libro, lo aclara luminosamente: «… Es un nuevo y fugaz momento de su vida en el que la forma de su tiempo se extingue en resonancias insospechadas, en cadencias dolorosas, sombrías, imprecisas, distantes; en una voz que apaga como pasos, verso a verso, el fulgor de un mundo entrevisto como a su pesar, íntimamente muerto. El poeta se autorretrata de ese modo como un suicida. Se adelanta a un morir violento con voluntad suicida de sobrepasarlo. Lo predice y maldice de este modo, sin apenas decirlo…».
Pocas veces volvería yo por la Residencia, pues Federico la dejaría a su regreso, domiciliado ya con su familia en una casa de la calle de Alcalá. Aquella década ejemplar, de amor, de unión, de juventud y de entusiasmo, tocaba a su fin…
Pero aún estamos a comienzos del 30.
Una noche de invierno —llovía de verdad—, un libro, un raro manuscrito vino a dar a mis manos. (Era en el sótano del Hotel Nacional y ante varias botellas, vacías ya todas menos una, de jerez). El título: Residencia en la tierra. El autor: Pablo Neruda, un poeta chileno apenas conocido entre nosotros. Me lo traía Alfredo Condón, secretario de la embajada de Chile, amigo mío por Bebé y Carlos Moría, ministro consejero de esa misma embajada, muy amigos también de García Lorca. Desde su primera lectura, me sorprendieron y admiraron aquellos poemas, tan lejos del acento y el clima de nuestra poesía. Supe que Neruda era cónsul en Java, donde vivía muy solo, escribiendo cartas desesperadas, distanciado del mundo y de su propio idioma. Paseé el libro por todo Madrid. No hubo tertulia literaria que no lo conociera, adhiriéndose ya a mi entusiasmo José Herrera Petere, Arturo Serrano Plaja, Luis Felipe Vivanco y otros jóvenes escritores nacientes. Quise que se publicara. Tan extraordinaria revelación tenía que aparecer en España. Lo propuse a los pocos editores amigos. Fracaso. Y entonces se lo di a Pedro Salinas para que él mismo tanteara a la Revista de Occidente, ya que yo, desde mi conferencia en el Lyceum, no podía portar por allí. Salinas también fracasó, logrando solamente —menos mal— que la revista publicase varios de sus poemas. Comencé entonces a cartearme con Pablo. Sus respuestas eran angustiosas. Recuerdo que en una de sus cartas me pedía un diccionario y disculpas por los errores gramaticales que pudiese encontrar en ellas. (En París —ya 1931—, intenté todavía la publicación de Residencia. Una muchacha argentina —Elvira de Alvear— sería la editora. Conseguí de Elvira la promesa de un adelanto. Con el escritor cubano Alejo Carpentier, secretario suyo, yo mismo fui a ponerle a Neruda el cable anunciador: 5000 francos. Residencia en la tierra tampoco esta vez tuvo fortuna. No se publicó. Y, cuando dos años más tarde conocí a Pablo en Madrid, me dijo que el cable sí lo había recibido, pero que el dinero jamás. Desde entonces, decidí no batallar por libros ajenos. Cosa que, naturalmente, no he cumplido). Nunca olvidaré a Alfredo Condón, inteligente, muy alocado, muy bebedor, como buen chileno, y al que deberé siempre mi primer contacto con la poesía de Neruda. ¿Cómo no recordarlo ahora en esta Arboleda? Salimos juntos muchas noches. Bebimos juntos muchas noches, hasta la madrugada. Y juntos, la noche de más copas, nos detuvo la policía. Era muy desgraciado. De regreso a su patria, se suicidó, volándose de un tiro la cabeza.
Una tremenda pérdida sufrió nuestra generación ese mismo año.
Yo no sabía que Villalón estuviese en Madrid. Me lo encontré, de pronto, una heladora tarde de fines de febrero. Ya caída la luz, no recuerdo en qué calle del barrio de Salamanca. Iba solo. Muy triste, la cara desaparecida entre el sombrero, el cuello alto del gabán y la bufanda.
—Pero Fernando ¡Qué sorpresa! ¿Cómo has venido sin avisar a nadie?
Hablando lento y bajo, me respondió:
—Tengo en este momento cerca de treinta y nueve grados de fiebre.
No supe qué decirle. Lo tomé del brazo y seguimos andando. Al llegar a la casa de una esquina, se detuvo, suplicándome.
—Espérame en la calle un instante. Bajo en seguida.
Y allí me pasé, junto al portal, más de un cuarto de hora aguardándolo. En marcha nuevamente, me atreví a preguntarle:
—¿Qué te pasa, Fernando?
—Me tengo que operar. Acabo de pedir cincuenta duros a un amigo para el sanatorio.
Hacía tiempo que Villalón estaba arruinado. Aquellos poéticos negocios, celebrados en toda Andalucía, lo habían ido llevando a aquel extremo.
Andábamos despacio. No sabía de qué hablarle viéndolo tan hermético, tan parco de palabras y abatido, ¡él siempre tan ocurrente y más fuerte que un toro!
—¿Qué te parece la situación? —Se me ocurrió, por decirle algo.
—No hay que hacerse ilusiones. Hasta que tú no veas a la guardia civil gritando por las calles «Viva la República», todo seguirá igual.
Me reí. Tenía razón.
—El mundo está muy mal —prosiguió, misterioso, después de un largo silencio—. Hasta ahora lo ha venido mandando Kutumí. Pero quizás cambien las cosas, porque muy pronto le toca gobernarlo al señor Maitrellas.
Lo dejé ante la puerta de una casa en la que tenía alquilado un pequeño departamento para sus breves estancias en Madrid.
A los pocos días, ingresó en el sanatorio. Bergamín, otros amigos y yo, acompañados de Eusebio Oliver, un joven médico que andaba mucho con nosotros, asistimos a la operación. Fernando tenía incrustada en los riñones, no una piedra, sino muchas de todos tamaños, según pudimos ver en el pañuelo ensangrentado que Oliver nos mostró. Esperábamos que se salvara a pesar de todo. Ya muy de noche y muy impresionado, me fui a mi casa a descansar. Pero pocas horas después me llamaron del sanatorio. Fernando Villalón había muerto. Acababa de cumplir cuarenta y nueve años.
Consternado, me levanté y acudí a verlo. El poeta ganadero yacía amortajado, todavía en la cama de la muerte, vestido de oscuro, con zapatos negros. De bolsillo a bolsillo del chaleco, una gran cadena de plata, que me llamó la atención. Era su última voluntad: que lo enterrasen con el reloj en marcha. Conchilla, la gitana, la humilde amante de toda la vida, lloraba, silenciosa, junto a aquel tic-tac misterioso, último pulso de Fernando, que habría de latir durante más de doce horas bajo la tierra. Cuando llegó su hermano Jerónimo, la gitana se resistió a verlo, prohibiéndole la entrada en la alcoba. Aquel hermano, señorito andaluz con poca gracia, tan diferente a Villalón, se había aprovechado en los últimos tiempos de las locuras del poeta, contribuyendo más a su ruina.
Fernando se nos fue dejando poca obra: Andalucía la Baja, Romances del 800, La tortada y unas largas estrofas de El Kaos, aquellas que a Federico y a mí nos había dado a conocer en Sevilla. También dejaba una obra de teatro en verso —Don Juan Fermín de Plateros— sobre los garrochistas de Bailen, episodio andaluz de nuestra guerra contra las tropas napoleónicas. Pero su mejor poema estaba aún por conocerse. Y era su testamento. Una bomba, pero a la vez llena de ternura.
Abierto una mañana ante notario, su hermano Jerónimo, la gitana y creo que Bergamín y Sánchez Mejías, quienes me lo contaron, venía a decir, en parte, más o menos: «Maldigo a mi hermano Jerónimo hasta la quinta generación. Él ha sido la causa de muchas de mis desdichas. Nada le dejo. En cambio a Conchita, esa mujer admirable, compañera de toda la vida, que salía al campo conmigo a buscar gollejas para hacer ensalada, esa buena mujer a la que un día regalé un tirador para cazar pajaritos, siendo tan grande su corazón que jamás fue capaz de usarlo, le dejo varios cuadros de Murillo y otros maestros andaluces, que están depositados en Madrid, en el convento de las monjas de…». He olvidado el nombre y los demás detalles de tan extraordinario documento, seguramente por ser menos interesantes. ¡Un poeta genial, más en la vida que en la obra, de quien hablaré siempre, siempre encontrando en su recuerdo motivos de admiración y gracia!
Una larga elegía —«Ese caballo ardiendo por las arboledas perdidas»— con versos de hasta más de cien sílabas, como aquella que hice para estampar en los muros, dediqué a Villalón a las pocas semanas de su muerte. Aquel detalle impresionante del reloj golpeando en su pecho bajo tierra fue su principal estribillo. Parece que fue ayer.
Pero algo, que debía estar escrito, me sucedió de pronto.