VI

Continúo escribiendo en los bosques de Castelar, con otro nuevo otoño a la vista. Me levanto siempre a la misma hora: las seis y media. Ya el sol no sale hasta pasadas las siete. El rocío centellea por todas partes como un fanal pulverizado. El zumo agrio de un limón y un rápido paseo en bicicleta me despiertan la frente, agilizándome la memoria. Desayuno. Y, si el tiempo es condescendiente, me siento a trabajar al aire.

En Rute conocían el «notición» del premio. Doña Coló y sus niñas se presentaron al instante en casa de mi cuñado.

—Aquí venimos a saludar al famoso poeta. ¡Vaya con don Rafaelito! ¡Qué embuchado se lo tenía! Sabíamos que era usted aficionado a los versos, pero…, pero… ¿Esto? ¡Vamos, que estamos muy contentas!

También acudió a felicitarme el notario amigo de los espiritistas, algo literato él, quien me llamó, entre afectuosos apretujones, «colega, vate insigne, amado de las musas». Por la calle, gentes hoscas que antes apenas me saludaban, ahora lo hacían, hasta con una sonrisa en los labios. Yo a poco de llegar me encerré en mis cuarteles —era invierno y hacía mucho frío—, allí, en la parte alta de la casa, pared por medio de la cárcel. Llevaba terminado mi segundo libro de canciones: La amante. Me propuse, como única tarea de esta nueva temporada rutena, dar fin al que iniciara en la anterior: Cales negras, cuyo definitivo título sería El alba del alhelí. Se acercaba la Navidad. Para alegrar a mis sobrinillos, escribí una serie de canciones inspiradas en las figuritas del Nacimiento que yo mismo les levanté. (Una de aquéllas:

Aceitunero que estás

vareando los olivos,

¿me das tres aceitunitas

para que juegue mi niño?,

años más tarde la hizo famosa, con ligeras variantes, la compañía de bailes y cantos populares de «la Argentinita», repitiéndose por toda España como de autor anónimo). Otra serie —«El pescador sin dinero»— fue motivada por la manera un tanto tonta de tirarme el dinero del Premio Nacional con amigos ocasionales:

¡Qué tonto!

¡Ya te lo has tirado todo!

Y ya no tienes amigo,

por tonto; que aquel amigo

tan sólo iba contigo

porque eres tonto.

¡Qué tonto!

Nuevos pregones, estampas y coplillas fueron definiendo el libro, dándole ese perfil, ese dibujo que siempre, y casi sin querer, me exijo para todas mis cosas. Ya bien crecido, dividí aquella parte rutena de El alba del alhelí en dos secciones: «El blanco alhelí» agrupaba los poemas ligeros, graciosos, juguetones, suaves…; y «El negro alhelí», los más dramáticos y oscuros, como «La maldecida», «La encerrada», «Alguien», «El prisionero»… La tercera sección —«El verde alhelí»— se la dejaba al mar, que visitaría pronto. Mi despedida de Rute coincidió con una carta de García Lorca, respuesta retrasada a varias mías que le escribiera en aquella corta temporada. Por su brevedad, la recuerdo aún. Decía:

Querido primo ayer tarde hubo aquí una gran tormenta. Dime, por favor, si también la hubo ahí. Trabajo, entregado a la poesía, que me hiere y me manda.

¡Adiós!

¡Al molino del amor,

por el toronjil en flor!

¡Adiooós!

Abrazos,

Federico

¿Cuándo vienes a Granada?

Yo nunca iría a Granada, ni entonces ni después. Pero aquella misma noche salí en un auto para Málaga, con el amigo de los espiritistas, el buen notario que me llamaba «vate ilustre, colega y amado de las musas».

De aquel viaje nocturno sólo recuerdo, como a través de una neblina, el paso por Antequera, donde mientras nos abastecíamos de nafta me recité en silencio octavas de la Fábula del Genil, de Pedro Espinosa, el gran poeta clásico allí nacido. Llegamos casi al amanecer. Desde las palmeras del parque, vi los ojos de Málaga abrirse sobre el mar y sonrosarse toda como un clavel de sus orillas. A las nueve, corrí a la imprenta Sur. Ni Prados ni Altolaguirre me esperaban. No me conocían. Pero me adivinaron. Fue un encuentro maravilloso. Componían en ese momento el segundo o tercer número de Litoral, la mejor revista española de poesía que registró los años más felices de nuestra generación. Manolo —Manolito— se disparó hacia mí, derribando un frasco de tinta, rompiéndose en mis hombros como ángel caído de una torre. Emilio Prados, mientras, empinados los ojos tras sus gafas, me contemplaba, inmóvil, con sonrisa de chino. Eran los héroes solitarios de la imprenta. De aquel minúsculo taller salían, compuestas pacientemente a mano y letra a letra, las páginas más limpias de toda la lírica de entonces. Por aquellos días preparaban los dos poetas tipógrafos sus primeros libros: Prados, Tiempo y Canciones del jarero; Altolaguirre, Las islas invitadas. Emilio Prados era ya lo que luego sería y sigue siendo hoy: una tormenta oscura, un rayo subterráneo que combatiera siempre por esgrimirse al aire, un sentimiento concentrado, comprimido por insufribles torturas. A veces, con su linterna de luz sorda en la mano, logra ascender de su mina profunda. Pero por poco tiempo, pues su mundo —infierno y paraíso especiales— se encuentra allí en esas hondas galerías que solamente él conoce y en las que fragua sus veladas centellas luminosas.

Con Prados se podía andar por las calles, pero con Manolito, ¿cómo? Lo hacía a trompicones, en zigzag, llevándose en las mangas la cal de las paredes. De pronto se salía de la acera, yendo a parar al centro de la calle, o se quedaba atrás, desapareciendo —tales eran sus cambaladas— en los portales de las casas, de donde había que extraerlo para irlo a buscar a los pocos instantes. Tenía cara de poeta escandinavo —Bolin es su segundo apellido—; el pelo alto, en caracolas; la boca sonriente, siempre dispuesta para la gracia. Parecía todo él un ternero escapado del limbo, una rara invención angélica extraviada en la tierra. Manolito había perdido su madre por aquellos días. Y la fecha de esta muerte iba a ser —según él mismo confesara— la más importante en su vida de poeta y de hombre. Muchos de los poemas de Las islas invitadas que entonces me leyera, estaban ya tocados de esa angustia, de ese dolor, hondos, como los del cante andaluz más sublimado y puro:

Era mi dolor tan alto,

que la puerta de la casa

por donde salí llorando

me llegaba a la cintura…

Con Manolo y Emilio pasé en Málaga horas inolvidables. Juntos recorrimos las playas, viendo las redes al sol, espejeantes de boquerones; paseamos el Limonar, subiendo al castillo de Gibralfaro, la vieja fortaleza mora. Cuando un anochecer me acompañaron al puerto para decirme adiós, me di cuenta que allí, al pie del mar Mediterráneo, dejaba la amistad de dos nuevos poetas, recién nacidas ramas, andaluzas también, de nuestra bella generación. Antes de partir, les entregué el manuscrito de La amante, que publicaron ese mismo año (1926).

Un feo barquichuelo, de aún más feo nombre —Enriqueta R.—, me llevó a Almería. Mi hermana Pepita, la más querida de todas, me esperaba en el muelle con su marido, un joven abogado (al que estaría reservada una muerte terrible en los primeros días de nuestra guerra). Allí estuve con ellos, matrimonio reciente, aún sin hijos, un par de meses. Almería me gustó. Era como una avanzada de África. Cuando de noche soplaba «el terral», un viento ardiente del desierto, amanecían los zaguanes inundados de arena. El sol de primavera calentaba como si fuese de verano. Un mar tibio y azul me permitía bañar casi todos los días. En la playa o entre las palmeras del parque, comencé las canciones destinadas a la última parte de El alba del alhelí. Una linda muchacha filipina era mi amiga. Sus padres la habían dejado un tiempo con mi hermana al trasladarse a Madrid. Con ella recorría las azoteas, escuchando, como en el Puerto, las conversaciones de las cocinas por la ancha boca de las chimeneas. ¡Qué hermoso era, luego de anochecido, permanecer juntos por aquellos terrados, viendo encenderse las luces de los barcos, dibujarse en el cielo las constelaciones! Y sucedió lo que tenía que suceder: nos enamoramos. Y mi hermana entonces, muy lista, me insinuó amablemente la conveniencia de regresar a casa. Lo hice, pero llevándome un montón de canciones y uno de los recuerdos más dichosos de mi juventud.

Llegaba a Madrid con mi tercer libro completamente terminado. ¿Qué hacer para arrancar de nuevo? Ya el poema breve, rítmico, de corte musical me producía cansancio. Era como un limón exprimido del todo, difícil de sacarle un jugo diferente. ¿A qué apretarlo más? ¿Acaso no había tanteado ya otras formas en mi Marinero? Primeramente escribiría tercetos, aprovechando aún mis amados temas marinos, pero añadiendo otros que andaban golpeándome las sienes. Ya comenzaba entonces nuestro entusiasmo por Góngora, acrecentado por la proximidad de su centenario. Necesitaba con urgencia un título. ¿Cómo conducirme sin él, ceñir la nueva lírica avalancha que intentaba invadirme? Pasión y forma, encontré, a poco de iniciados los primeros poemas. Era una poesía de pintor, plástica, lineal, de perfil recortado. Aquel temblor de alma de mis canciones lo iba a meter como en un cofre de cristal de roca, en una blanca y dura urna, aunque trasparente. Sometería el verso métrico a las presiones —y precisiones— más altas. Perseguiría como un loco la belleza idiomática, los más vibrados timbres armoniosos, creando imágenes que a veces, en un mismo poema, se sucederían con una velocidad cinematográfica, porque el cine, sobre todo, entre otros inventos de la vida moderna, era lo que más me arrebataba, sintiendo que con él había nacido algo que traía una nueva visión, un nuevo sentimiento que a la larga arrumbaría de una vez al viejo mundo desmoronado ya entre las ruinas de la guerra europea. Y dejando a un lado tercetos y sonetos, más mi deliberada influencia gongórica, declaré con jubiloso convencimiento:

Yo nací —¡respetadme!— con el cine,

bajo una red de cables y aviones,

cuando abolidas fueron las carrozas

de los reyes y al auto subió el Papa.

No sabía entonces si aquel respeto demandado era justo, si me equivocaba al pedirlo. Luego, he visto que no, pues no fue sólo el cine, en el que yo centraba esquemáticamente el punto de partida de lo nuevo, sino todo lo otro, lo que llevaría al hombre de este siglo a ser el campeón, el portasol, el héroe luminoso de una humanidad antes desconocida.

Pasión y forma era un buen título, pero por sugerencia de José Bergamín se quedó al fin en Cal y canto, de significado incompleto. Comencé a publicar sus primeros poemas. En la Revista de Occidente aparecieron: «Oso de mar y tierra», «Sueño de las tres sirenas» y «El jinete de jaspe». En Litoral, tercetos también, salió «Narciso», una trasposición de la fábula griega a los tiempos modernos. Tuve éxito, para muchos. Otros, afilando las uñas, empezaron a hablar de neoclasicismo, de sometimiento a las formas tradicionales, de la vuelta a la estrofa. Yo sabía bien lo que estaba haciendo; más aún, lo que se necesitaba. Surgía por todas partes el remedo de la canción —ya culta o popular— que Federico antes, a su modo, y yo un poco después, al mío, lanzáramos a los cuatro vientos. Un andalucismo fácil, frívolo y hasta ramplón amenazaba con invadirlo todo, peligrosa epidemia que podía acabar incluso con nosotros mismos. Se imponía la urgencia de atajarlo, de poner diques a tan tonto oleaje. Recuerdo que en una entrevista que alguien me hiciera para La Gaceta Literaria, aparecida a comienzos de 1927, declaré, entre bromista y malhumorado: «Yo no soy andaluz, soy noruego, por intuición y por simpatía personal a Gustavo Adolfo Bécquer». Me propuse hacer de cada poema una difícil carrera de obstáculos. Góngora nos llegaba muy oportunamente. Su glorificación y las infiltraciones de sus lianas laberínticas en nuestra selva poética nos ayudarían a conjurar el mal. Hasta Federico, inédito aún su Romancero gitano, hace un alto en su andalucismo y lanza la «Oda a Salvador Dalí», que si no mucho tiene que ver con Góngora, menos lo tiene con lo «popular». Aquella vuelta a la estrofa sería defendida con verdadero ardor y claras razones por uno de sus destructores más encarnizados: Gerardo Diego. Es ahora interesante recoger algunas de sus aseveraciones: «Un poeta de entonces —de ayer— no sabía realizar estrofas perfectas, por la misma razón que un músico no resolvía una sonata ni un pintor la arquitectura de un cuadro. Unos años más y nos arrastrará el magnífico huracán de los ismos de avance. Preocupa la materia, la novedad del contenido. Imposible lograr a la vez la armonía del continente. Renace la calma, y decimos: hay que crear. O lo que es lo mismo: hay que poseer, domeñar, tener conciencia… Tres caminos se ofrecen. Para cada obra, su forma única, plena. El verso libre… o sea la estrofa libre. La estrofa vieja. O inventar nuevas estrofas. ¿Retórica? Evidente: retórica. Pero todo es retórica, y el huir de ella una manera de retórica negativa, mil veces más peligrosa. No. No debemos huir de nada… Hacemos décimas, hacemos sonetos, hacemos liras porque nos da la gana… La gana es sagrada. Y es lógica, por la misma razón que los pintores se obstinan hoy en dibujar bien y los músicos en aprender contrapunto y fuga. Pero hay una diferencia con nuestros razonables abuelos del XVIII. Para ellos, la estrofa, la sonata o la cuadrícula eran una obligación. Para nosotros no. Hemos ya aprendido a ser libres. Sabemos que esto es un equilibrio, y nada más. Y es seguro que sentiremos muchas veces la bella y libre gana de volar fuera de la jaula, bien calculado el peso, el motor y la esencia, para no perdernos como una nube a la deriva. Estrofa, siempre estrofa, arriba o abajo, esclava o sin nombre». Estas ideas de Gerardo, que aunque aparecidas más tarde sintetizaban muy bien el sentir de todos, venían a coincidir con los primeros clarinazos de nuestra batalla en defensa de Góngora, cuyo centenario —el tercero de su muerte— nos disponíamos a celebrar estrepitosamente. Faltaba todavía casi un año. Pero era necesario ir tomando posiciones, apretar las filas de nuestros ejércitos, estudiar la estrategia para tan colosal combate. Se rumoreaba ya que la Real Academia se cruzaría de brazos, es decir, declararía la guerra del silencio a tan magna fecha. Don Luis, a pesar de contar con algunos acobardados simpatizantes en la docta corporación, era aún oficial y tradicionalmente considerado un demonio con cuernos, «ángel de las tinieblas», verdugo del idioma, sobre todo en aquellos dos poemas geniales —Soledades y Fábula de Polifemo y Galatea—, centro de nuestra admiración entusiasta.

Estamos en el mes de abril de 1926. Y en uno de esos simpáticos cafés madrileños que amábamos. Los allí casi improvisadamente reunidos éramos: Pedro Salinas, Melchor Fernández Almagro, Gerardo Diego y yo. De nuestro primer cambio de ideas surgió la convocatoria para una primera asamblea gongorina en la que se trazarían las líneas generales del proyecto: reivindicar definitivamente a don Luis con motivo de su centenario. Acudieron —además de nosotros y algunos que ahora olvido— Antonio Marichalar, Federico García Lorca, José Bergamín, Moreno Villa, José María Hinojosa, Gustavo Duran y Dámaso Alonso. Se propuso distribuir en doce cuadernos o libros todos los trabajos: seis para las poesías de don Luis y seis para los homenajes. Las ediciones de los seis primeros estarían a cargo de Dámaso Alonso (Soledades), José María de Cossío (Romances), Pedro Salinas (Sonetos), Jorge Guillen (Octavas), Alfonso Reyes (Letrillas) y Miguel Artigas, autor de una galardonada vida del poeta (Canciones, décimas, tercetos). De los seis restantes se responsabilizaban: Gerardo Diego (Antología en honor de Góngora desde Lope de Vega a Rubén Darío), Antonio Marichalar (Prosas de contemporáneos sobre Góngora), Moreno Villa (Álbum de dibujos) y Ernesto Halffter (Álbum musical). La Relación del centenario sería compuesta por los de mejor voluntad. A mi cargo estarían las Poesías dedicadas a Góngora por los poetas invitados al homenaje. Además —gran honor— fui nombrado secretario del mismo. También a Marichalar se le encargó la misión más delicada y difícil: conseguir que la Revista de Occidente editara todos los tomos proyectados, cosa que de su director, José Ortega y Gasset, logró inmediatamente. (Estos datos y los que vendrán más adelante los refresco tomándolos de la «Crónica del centenario», publicada por Gerardo Diego en Lola, suplemento de Carmen —número 1 y 2, 1927-28—, la revista de poesía, dirigida por el mismo Gerardo). En sucesivas asambleas se planearon las fiestas que se celebrarían en honor de don Luis: acto de fe en desagravio de tres siglos de necedades; representación de alguna pieza teatral de Góngora; conciertos, una verbena andaluza, exposiciones de grabados y dibujos, conferencias, lecturas, etc. En su momento oportuno se enviaría la carta-invitación a las colaboradores del homenaje. Yo, como secretario, me encargaría de todo esto. Mientras tanto, faltando aún bastante tiempo para iniciar la batalla y echándose ya el verano encima, el grupo gongorino se deshizo, con la seria promesa de reunirse en octubre.

Vuelvo a mi obra —Pasión y forma—, que amplío con sonetos, y unos romances, que impresionaron mucho a Salinas cuando se los leí y que doy a conocer en Mediodía, la flamante revista de los jóvenes poetas sevillanos, e inauguro también una serie de poemas burlescos, claros precursores de mi libro sobre los tontos del cine a la vez que suaves precedentes de El burro explosivo. Conozco ese verano al pintor Benjamín Palencia, que me pinta un buen retrato, haciéndonos muy amigos. Pertenecía Palencia a una nueva promoción de excelentes pintores, casi todos ellos en París: Bores, De la Serna, Peinado, Ucelay, Pruna, Ángeles Ortiz, Cossío, y Dalí, incorporado al grupo por aquellos días, mas para hacer pronto rancho aparte y comenzar, a pesar de su gran talento, una tonta y productiva carrera de escándalos, que lo llevaría al fin hasta su oportunismo vaticano-franquista de hoy, convirtiéndolo en uno de aquellos putrefactos de su propia invención. Como hermano mayor de todos ellos podía considerarse a Juan Gris. Luego, vendría Miró. En España quedaban, algo quizás más jóvenes que Palencia, Gaya, Luna, Flores y otros que no recuerdo. Era Benjamín un trabajador infatigable, con cara e ingenuidad de campesino. Cuando mostraba sus dibujos —los hacía por miles—, empapelaba realmente el suelo del taller, quedando al visitante únicamente el minúsculo espacio de sus pies, imposibilitado de todo movimiento. Las series eran interminables. Se acababa de recorrer Extremadura, dibujando a cuanto pastor y niño se ponían a tiro de su lápiz. Creo que esas dos provincias le deben a Palencia un monumento. Algún día se lo harán, y toda la pasmada población de aquellos campos acudirá a rendirle homenaje. Los paisajes que también pintara de esas extrañas tierras, son, para mí, lo más insigne de su obra. (Conozco mal lo que ahora hace. Lo poco de lo último —o penúltimo— expuesto aquí, en Buenos Aires, me ha gustado menos. Mucho, sí, nuevamente, unos terrenos labrantíos, mondos, deshabitados, de su vieja etapa extremeña).

El entusiasmo taurino de José María de Cossío, nueva amistosa adquisición de nuestras reuniones gongorinas, me llevó una tarde a conocer, en el hall del Palace Hotel, a un tipo excepcional, que sería, luego de su horrorosa muerte, héroe de una de las mejores elegías derramada de pluma española: Ignacio Sánchez Mejías, tan sólo matador de toros en aquellos momentos. (Digo «tan sólo» porque poco más tarde llegó a ser autor dramático, y, con la asesoría de García Lorca, animador y empresario de una compañía de bailes españoles encabezada por su amiga Encarnación López, «La Argentinita»). Ignacio estaba entonces en su madurez física, pero ya ante las puertas de esa edad en que para el difícil arte de la tauromaquia se pierden pies, gracia, ligereza, perfil, cosas que, por el contrario, poseía hasta el extremo un joven espada, amigo reciente, en su más alto mediodía: Cayetano Ordóñez, «Niño de la Palma». Recuerdo que Cossío, apasionado de mis versos, me pidió recitarlos inmediatamente, casi al mismo tiempo en que Ignacio me abrazaba y pedía a un mozo del hotel una buena botella de manzanilla. Yo andaba entonces enfrascado en mis tercetos. «Corrida de toros» y «El jinete de jaspe» eran los últimos. Comencé. Sánchez Mejías los escuchaba atento, abierta una sonrisa en su rostro viril.

Caracolea el sol y entran los ríos,

empapados de toros y pinares,

embistiendo a las barcas y navíos.

—¡Qué bruto! —comentó, interrumpiéndome, pero indicándome con la mano que siguiera. Concluido el recitado, le dije que aquella expresión, en boca de un hombre que había lidiado y dado muerte a más de setecientos toros, no sólo me parecía justa sino que me llenaba de orgullo. Luego Cossío me pidió «Las chuflillas», poema ligero, juguetón, dedicado al Niño de la Palma, gran admiración mía, de Bergamín y del propio Cossío. Aquí las cosas no marcharon tan bien.

—¡Lástima de poema! —Dejó caer Ignacio, después de un duro silencio.

(Los toreros, como nuestros grandes poetas del siglo XVII, no han sido nunca ejemplo de condescendencia y amistad hacia sus hermanos de oficio. Aquel comentario del gran espada sevillano me lo confirmaba).

Puedo decir que de mi generación fui el primero que conoció a Sánchez Mejías y se hizo su amigo. No era Ignacio un torero de extracción popular, como la mayoría. Hijo de un conocido médico de Sevilla, llegó hasta cursar algunos años del bachillerato. Pero la muy andaluza vocación por los toros lo lleva a torear con otros muchachillos de afición por campos y dehesas, conociendo entonces a Joselito, su futuro cuñado, quien conseguiría ser uno de los más grandes espadas de todos los tiempos. No voy a relatar aquí su apasionada y violenta carrera taurina, contada fervorosamente por José María de Cossío en su monumental tratado Los toros. Sólo me referiré a mis relaciones con Ignacio desde la tarde de nuestro encuentro hasta la llegada de la República.

¡Qué hombre más extraordinario e inteligente aquel torero! ¡Qué rara sensibilidad para la poesía, y sobre todo para la nuestra, que amó y animó con entusiasmo, ya amigo de todos!

Aire de Roma andaluza

le doraba la cabeza,

dijo García Lorca en el Llanto para su muerte. Porque Ignacio, en lo físico y en todo, no era un andaluz de gitanería, sino ese otro, clásico, grave, perfilado y severo de la Sevilla de Trajano. Mas, a pesar de su aire pensativo, solía ser divertido, gracioso, burlón y hasta algo pesado en sus frecuentes bromas, un tanto infantiles. Yo lo he visto en la calle disparando garbanzos contra las piernas de las muchachas, soplados por un canutillo de caña que se sacaba del bolsillo, escondiéndolo, rápido.

Como quien se tira al ruedo, Ignacio se lanzó con arrojo en nuestra guerra gongorina, aficionándose a las Soledades, llenando su memoria de los más difíciles y ceñidos arabescos de don Luis. Poco antes de la fecha del centenario, me llamó a Sevilla. Se celebraba el séptimo aniversario de la trágica muerte de Joselito. Del tren, me trasladó a un cuarto del hotel Magdalena, encerrándome con llave, mientras me advertía:

—Ni comerás ni beberás hasta que escribas un poema dedicado a José. La velada en su honor es esta misma noche. En el teatro Cervantes.

Unas horas más tarde recuperaba yo mi libertad, leyéndole a Ignacio «Joselito en su gloria», cuartetas muy sencillas que repetí en la fiesta, entre los oles y ovaciones de un frenético público compuesto de gitanos y gentes de la torería devotas del espada. Un señor cursi, de monóculo, intervino a mi lado con un floripondesco discurso. Era Felipe Sassone, mediocre remedador del más tonto teatro benaventino.

Durante aquella breve estancia en Sevilla, conocí a los jóvenes poetas agrupados alrededor de la revista Mediodía. Entusiastas, heroicos, en medio de la indiferencia frívola y jaranera de la capital andaluza. Recuerdo ahora a Collantes de Terán, a Rafael Porlan y Merlo, a Justo Sierra, a Rafael Laffon, a Romero Murube… Todos ellos con aire de torerillos sevillanos, de cuadrilla poética, ya lidiadores del mejor estilo en mitad de aquel ruedo literario español, cada día más amplio y hermoso. Por allí andaba también Adriano del Valle, poeta náufrago del ultraísmo, cambiado en cultor de brillantes jardines churriguerescos.

Y Luis Cernuda.

Moreno, delgado, finísimo, cuidadísimo. Pocas palabras aquel día. (Muy pocas, después, en muchos años de amistad). Me enteré que habitaba en la calle del Aire. ¡Qué extraordinario, para el poeta que ya era y para el que llegaría a ser! La imprenta Sur, de Málaga, preparaba su primer libro. ¿El título? Perfil del Aire. Nadie podría autorretratarse mejor. Conocíamos ya algunos de sus poemas. Décimas o estrofas heptasílabas de una rara perfección lineal. Nitidez. Trasparencia. Se pretendió, al principio, relacionar esta poesía con la de Jorge Guillen. Pero pronto los buscadores de parecidos se llevaron el chasco. Cernuda había abierto los ojos en la calle del Aire, y el suyo, aun enjaulado en los finos alambres de unas décimas, levantaba en su vuelo temblor y música del sur, muy diferentes de los del poeta castellano. Cernuda era el cristal, capaz, en un instante, de romperse. Guillen, el mármol sólido, elevado a columna. Por el aire aquel de su grieta del Aire, el sevillano iba a salir un día al corazón del sueño, encontrándose allí con el delgado y melancólico de otro poeta de su tierra: Gustavo Adolfo Bécquer, instalándose un tiempo, desvelado habitante del olvido, en su morada. Poeta más «andaluz y universal» —como quería Juan Ramón Jiménez— nunca lo hubo en Sevilla.

Otro poeta —«¡lo más grande que aquí hay!»— me presentó Ignacio la misma tarde de mi llegada. Estaba yo en el cuarto del hotel.

—Entre usted, don Fernando…

Un hombrón ancho, fuerte, con fiera planta de toro y ganadero a la vez, llenó el marco entero de la puerta, avanzando con una mano tendida.

—Aquí lo tienes… Don Fernando Villalón Daóiz, el mejor poeta novel de toda Andalucía.

Aquel Fernando Villalón que hacía crujir mis dedos entre los suyos, riendo de la presentación que acababa de hacerle su amigo, era nada menos que el famosísimo ganadero sevillano de reses bravas, brujo, espiritista, hipnotizador, además de conde de Miraflores de los Ángeles… y poeta novel.

(Amplío aquí y acorto las páginas que le dedicara en mi Imagen primera de…).

Fernando y yo intimamos inmediatamente, exaltándonos a la vez el conocimiento mutuo de los mismos paisajes vividos por la bahía de Cádiz, las salinas de San Fernando, las bodegas de Jerez y del Puerto. ¿Cómo, estando tan cerca, no intentar un viaje? Y al cabo de dos días de auténtica borrachera arrebatada, de sorprendente coincidencia en entusiasmo por aquella nuestra Andalucía la Baja, nos marchamos, sin más preparativos, en un absurdo automovilillo que el propio Villalón guiaba, al Puerto de Santa María, en visita al colegio de San Luis Gonzaga, mi colegio, y suyo también, veinte años antes, con Juan Ramón Jiménez como condiscípulo. ¡Divertida excursión aterradora, pues Fernando no sólo levantaba las manos del volante explicándome sus proyectos literarios, sino que de pronto frenaba, sacaba del asiento una vara de mimbre y dejándome solo en mitad de la carretera se perdía por el campo persiguiendo una liebre! Le juré regresar en tren a Sevilla.

Era Fernando un hombre extraordinariamente fino y simpático, hijo de esa romántica Andalucía feudal, que se sentaba bajo los olivos a compartir, tú por tú, el pan con los gañanes. Profundamente popular, los verdaderos amigos suyos, los inseparables, eran los mayorales que guardaban sus toros, los gitanos, los mozos de cuadra, toda la abigarrada servidumbre de sus cortijos, además de cuanto torerillo ilusionado rondaba sus dehesas. Cuando lo conocí ya andaba arruinado. Negocios absolutamente poéticos lo habían venido hundiendo en la escasez, casi en la pobreza. Si Villalón fue, como se decía y yo lo pude comprobar, un hombre único, extraordinario, no se lo debe a su obra escrita, que es muy poca, sino a su fantástica vida, a su extraña personalidad. La verdadera vocación suya, la poética, no comienza a descubrírsela seriamente hasta pasados sus cuarenta y tantos años. De ahí que Sánchez Mejías me lo presentara, sin asomo de chufla, como poeta novel. El último escopetazo acababa de darlo Villalón con Andalucía la Baja, su primer libro, inesperado, de poemas.

—¡Pero este don Fernando! ¡Hay que ver con lo que nos sale a estas alturas! ¡Con versitos!

Los envidiosos, los chungones de las esquinas, los que le querían sin comprenderlo, toda Sevilla, en fin, andaba escandalizada, cuando yo llegué, con «la última locura del ganadero», que venía a revivir las otras reales o imaginarias de su vida, ya recontadas y deformadas, de boca en boca, Guadalquivir abajo.

Se decía que su ideal como ganadero de reses bravas se cifraba en obtener un tipo de toro de lidia que tuviera los ojos verdes; que para cazar nereidas de agua dulce cambió sus magníficas tierras de olivares por un islote desierto, plano y arenoso, en la desembocadura del Guadalquivir, islote que desaparecía totalmente a la hora de la marea; que para alcanzar el nirvana vivió más de seis meses en un sótano oscuro, acompañado de una cabra y un sapo, alimentándose únicamente con un poco de verdura; que en el Cuervo, y esto me lo contó el propio Fernando al pasar por aquel pueblerino camino del Puerto, había secado de una maldición el agua de todas las fuentes, llenándose esa tarde el horizonte de perros negros con cabezas blancas, que aullaron hasta el amanecer. Se decía… ¿Qué es lo que no se decía de Villalón por aquellos pueblos y ciudades? Él también me contó sus artes de magia para descubrir cuadros de Murillo. Compraba cuanto lienzo viejo veía, pues le bastaba una simple mirada para saber que bajo la primera capa de pintura se escondía otra del popular pintor sevillano. Pero los frutos de estos descubrimientos que me mostró en su casa no pasaban de ser unos mediocres cuadros de tema religioso, destrozados por los ácidos que empleaba para su limpieza, cuando no llenos de agujeros.

Se proponía escribir por aquel tiempo una especie de historia de la tauromaquia, que titularía: De Geryón a Belmonte, pues afirmaba, con cierta gracia y razón, que el primer torero conocido era Hércules, robador de los toros bravos del rey mítico de Tartesos, nombre antiguo de Andalucía. Se empeñaba Fernando en sostener las teorías más extraordinarias, refutadas siempre por Ignacio durante largas horas. Presencié algunas veces estas discusiones, tremendamente serias, que terminaban mal, como aquélla, más grave, en que el poeta ganadero se obstinó en demostrar a Sánchez Mejías que los tres Reyes Magos del Oriente, en su viaje hacia Belén para adorar al niño Dios recién nacido, habían pasado antes por Cádiz, cosa que Ignacio no aceptó, motivando casi un rompimiento entre los dos amigos.

Cuando poco después de Andalucía la Baja aquel conde de Miraflores de los Ángeles publicó sus Romances del 800, quedó incorporado, por su maravilloso poder asimilativo y talentos poéticos, a la nueva generación en marcha.

Al volver a Madrid, mediado el mes de mayo, Góngora ardía. Ya sabíamos los nombres de los adeptos, de los poetas invitados a colaborar en el número extraordinario que Litoral, de Málaga, publicaría. Ellos eran: Aleixandre, Altolaguirre, Adriano del Valle, Cernuda, Rogelio Buendía, Pedro Garfias, Romero Murube, Moreno Villa, Juan Larrea, Hinojosa, Prados, Quiroga Pla y otros. (No incluyo aquí nuestros nombres, los de la comisión invitadora). A Antonio Machado, aunque luego no cumplió, hay que incluirlo también en esta lista. Tres grandes poetas se negaron, por escrito, a participar en el homenaje: don Miguel de Unamuno, don Ramón del Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez. Manuel Machado y Ramón de Basterra ni se dignaron contestar a nuestra invitación. De los prosistas comprometidos —Miró, Marichalar, Espina, Jarnés, Ramón G. de la Serna, Fernández Almagro, Giménez Caballero, Alfonso Reyes y otros— sólo se recibieron originales de José María de Cossío y César Arconada. Como se ve, un gran fracaso. Coincidiendo con el mal ejemplo de los tres grandes poetas antes nombrados, tampoco se dignaron contestar: Pérez de Ayala, Ortega y Gasset, Fernando Vela y Eugenio D’Ors. Contribuyeron con sus trabajos plásticos: Picasso, Juan Gris, Togores, Dalí, Palencia, Bores, Moreno Villa, Cossío, Peinado, Ucelay, Fenosa, Ángeles Ortiz y Gregorio Prieto. Dos músicos ilustres, Manuel de Falla y Óscar Esplá, habían concluido sus homenajes, con textos de don Luis. Falla: Soneto a Córdoba, para canto y arpa; y Esplá: Epitalamio de las Soledades, para canto y piano. Ni los Halffter ni Adolfo Salazar cumplieron su promesa. De los trabajos de dos músicos extranjeros, Ravel y Prokofiev, que proyectaban adherirse, nunca supimos nada. ¡Qué lástima!

¿Cómo no reproducir ahora, aquí, una de esas respuestas negativas, la única, por otra parte, que yo, como secretario, no recibiera, ya que su autor la hizo pública en el número 1 de su Diario poético (obra en marcha)? Desgraciadamente, la carta de Unamuno y el tarjetón de Valle-Inclán se me perdieron durante la guerra civil. Recuerdo, más o menos, el sentido de la negativa de don Miguel, enviada desde su destierro de Hendaya. Aducía razones de incompatibilidad con la estética del poeta de Córdoba, criticándole de modo violento su falta de humanidad, su friura y pedantería latinista, desviando de pronto su antigongorismo hacia una terrible diatriba contra Primo de Rivera (el dictador causa de su destierro), calificándolo, entre otras cosas un poco más suaves, de «camello rijoso». El tarjetón de Valle-Inclán era más insolente y menos razonado, cosa absurda en un gongorino, aunque pasado por agua —agua rubendariana—, como él. Yo no sé si Gerardo Diego guardará copia de esas misivas. Afortunadamente queda la de Juan Ramón, publicada por Diego en su «Crónica del centenario». Vale la pena reproducirla, ya que la revista del poeta santanderino debe ser hoy una rareza bibliográfica, como muestra de uno de los estampidos más sonados —y reveladores— de aquella famosa batalla. Dice así:

Esquela contra

Madrid, 17 febr., 1927.

Sr. D. Rafael Alberti.

Madrid.

Mi querido Alberti: Bergantín me habló ayer de lo de Góngora. El carácter y la extensión que Gerardo Diego pretende dar a este asunto de la Revista de Desoriente, me quitan las ganas de entrar en él. Góngora pide director más apretado y severo, sin claudicaciones ni gratuitas ideas fijas provincianas —que creen ser aún ¡las pobres! gallardías universales. Usted —y Bergantín— me entienden, sin duda. Suyo siempre

K. Q. X.

Divertido, pero desagradable, «pues este K. Q. X. —copio ahora palabras exactas de la crónica gerardense— es el mismísimo Juan Ramón Jiménez según él mismo confiesa, aunque la gravedad de esas acusaciones que en esa esquela se leen no me parece lo más congruente con esa bromita de firmar en cifra. Pero, en fin, le seguiremos el humor, y buscando una interpretación razonable y conciliadora le llamaremos por ahora Kuan Qamón Ximénez, que es francamente precioso».

Juan Ramón, aburrido ya en aquella época de vivir solo en su azotea, barajando y desbarajando a derecha e izquierda su Obra, sin apenas contacto con la calle, recibiendo sólo sus rumores a través de las idas y venidas de unos pocos, comenzaba a cansarse de todo —y de todos nosotros, sus más fieles amigos—, llegando este cansancio hasta las iniciales de su propio nombre —J. R. J.—, que sustituyó precisamente en esos días de exaltación gongorina, y no sin cierta gracia andaluza, por las de K. Q. X., «las tres letras —según le oí decir en no sé qué momento— más feas del alfabeto».

Naturalmente, la contestación de Gerardo a Kuan Qamón Ximénez llegó «por la misma vía Alberti y en serio», aunque pasado ya el fragor del homenaje, debido a que K. Q. X. no publicó su respuesta a nuestra invitación sino hasta fines de 1927, a pesar de aparecer firmada a principios de ese mismo año.

He aquí también la carta de Gerardo en la que se aclaran las cosas.

Esquela pro

Madrid, 3 — diciembre — 1927.

Querido amigo Rafael: Leo hoy la Esquela contra que me propina K. Q. X. por tu conducto. Me interesa rectificar dos errores históricos que advierto en su texto. Sobre todo para que conste en la «Crónica del centenario». El carácter y la extensión del homenaje a don Luis ha sido como todo el mundo sabe —y K. Q. X. por lo visto ignoraba— acordado entre unos cuantos amigos: los seis firmantes de la invitación y varios más, según consta en mi verídica «Crónica». La Revista de Occidente ha sido simplemente editora, y el asunto Góngora, por consiguiente, no tiene más relación con ella que la de agradecimiento por haberse ofrecido amablemente a editar cuanto entregásemos, dejándonos en la más plena libertad. Por lo tanto, la condenación que sobre mí pesa en esa leve esquela, repartírosla a cargas iguales tú, Salinas, Lorca, Bergamín, Dámaso, etc. Yo no he hecho otra cosa —todos lo sabéis— que animaros a trabajar, y someter a vuestra aprobación un plan general de ediciones. Si esto merece la condena de K. Q. X. la respeto gustoso, sabiendo que en ella me acompañáis todos vosotros, igualmente pecadores. Por lo demás —ya tú y Bergamín me entendéis, sin duda— hemos ya comentado suficientemente esta lamentable actitud de K. Q. X. Tu buen amigo,

Gerardo

Éste quizás sea el recuerdo menos grato de todo el centenario, por tratarse de Juan Ramón. Hubo otros incidentes, pero de orden periodístico, relacionados con La Gaceta Literaria y su director, el ya entonces aspirante a fascista Ernesto Giménez Caballero, y con El Liberal, por un artículo de un viejo exultraísta, López Parra, a propósito de un mal intencionado lío armado por el propio Giménez Caballero con motivo de una misa de réquiem, celebrada en la iglesia de las Salesas Reales, por el alma, sin duda en los infiernos, de don Luis. (No quiero comentar esta pelea, de la que Diego salió airoso, por lo muy estúpida que hoy a distancia me parece).

En cuanto a los recuerdos divertidos… Muchos son. Citaré, entre otros, el auto de fe en el que se condenaron a la hoguera algunas obras de los más conspicuos enemigos de Góngora, antiguos y contemporáneos: Lope de Vega, Quevedo, Luzán, Hermosilla, Moratín, Campoamor, Cejador, Hurtado y Palencia, Valle-Inclán, etc. Por la noche —día 23 de mayo— hubo juegos de agua contra las paredes de la Real Academia. Indelebles guirnaldas de ácido úrico las decoraron de amarillo. Yo, que me había aguantado todo el día, llegué a escribir con pis el nombre de Alemany —autor de El vocabulario de Góngora— en una de las aceras. El señor Astrana Marín, crítico que diariamente atacaba a don Luis, descargando de paso toda su furia contra nosotros, recibió su merecido, mandándole a su casa, en la mañana de la fecha, una hermosa corona de alfalfa entretejida de cuatro herraduras, acompañada, por si era poco, con una décima de Dámaso Alonso, de la que hoy sólo recuerdo su comienzo:

Mi señor don Luis Astrana,

miserable criticastro,

tú que comienzas en astro

para terminar en rana…

Nuestra generación, como se ve, no era solemne. Ni hasta los más comedidos, como Salinas, Guillen, Cernuda o Aleixandre, lo eran. (Claro que éstos no fueron precisamente los que intervinieron en el acto fluvial contra los muros de la Academia). Los tiempos eran otros. No queríamos santones. Y, aunque Juan Ramón Jiménez, con su barba, en cierto modo lo era, la adoración por él nunca llegó a la idolatría. Este sentido de alegre independencia lo registró muy bien Lola, el gracioso y zumbón suplemento de Carmen. Por eso en aquel estandarte que tendimos al viento en honor y defensa de don Luis campeaban, junto a los colores de la lealtad, los muy soberanos de cada uno. No nos someteríamos a nadie, ni al propio Góngora, una vez ganada la batalla. Que parte de la poesía del ganchudo y peligroso sacerdote de Córdoba viniera a coincidir, al cabo de los siglos, con parte de la nuestra y que la fecha del centenario nos fuera provechosa de momento, no suponía ni la más leve sombra de vasallaje. El contagio gongorino fue, además de deliberado, pasajero. No pasó casi del año del homenaje. Su marca más visible quedó, sobre todo, en Gerardo y en mí. Honrosa huella. Pero cuando yo terminaba las últimas estrofas de mi «Teresa Soledad (paráfrasis incompleta)» en honor de don Luis, ya relampagueaban en el cielo nocturno de mi alcoba las alas de los primeros poemas de Sobre los ángeles. Por eso, cuando mi querido Pablo Neruda afirma, a propósito de Federico, que éste «fue tal vez el único sobre el cual la sombra de Góngora no ejerció el dominio de hielo que el año 1927 esterilizó la gran poesía joven de España», creo sinceramente que se equivoca. El ejemplo de Góngora no esterilizó a nadie. Por el contrario, nuestra generación en pleno salió aún más potente y perfilada de aquella necesaria batalla reivindicadora.

He aquí parte del saldo positivo que arrojó esa victoriosa lucha: las Soledades. Edición, prólogo y versión de Dámaso Alonso. Obra extraordinaria, que ahí sigue todavía. Los Romances, al cuidado de Cossío, y la Antología poética en honor de Góngora, seleccionada y prologada por Gerardo Diego. Los demás tomos, a cargo de Salinas, Guillen, Artigas y Alfonso Reyes, no llegaron, por desgracia, a publicarse. Pero todavía los resultados más importantes los diré —y para terminar esta breve reseña de los fastos gongorinos— con palabras de Dámaso: «Las últimas generaciones se han formado en la lectura y el culto del autor de las Soledades. Y de este entusiasmo juvenil mucho se ha filtrado a los depósitos de lo que se llama "crítica oficial". Resulta casi divertido comparar lo que se decía de Góngora en los manuales de literatura antes de 1927 y lo que ahora se dice. La claridad y belleza de su poesía no apuntan ya contra fortalezas casi desmanteladas, o de armamentos excesivamente anacrónicos». Y sin embargo, oh, y sin embargo, puede que no anden lejos los días en que el genial cordobés vuelva a su ángel de tinieblas, para luchar de nuevo —su intermitente, soterrado castigo— por conseguir la luz. Pero, mientras tanto, la lección —entiéndase bien—, el ejemplo de Góngora sigan amaneciendo cada mañana con nosotros. Contra las repetidas facilidades de un hoy ya casi anónimo versolibrismo suelto, contra los falsos hermetismos prefabricados, contra la dejadez y la desgana, contra ese sin ton ni son de tantos habladores sacamuelas, se alce de nuevo la mano de don Luis, su dibujo exigente, su rigurosa disciplina. Que no tengamos nunca que suplicar, llenos de angustia y cuando ya no haya remedio, lo que el magnífico y descabalado poeta Guillaume Apollinaire a sus jueces futuros:

Sed conmigo indulgentes cuando me comparéis

con aquellos que fueron la perfección y el orden.

¡Fue un gran año aquel 1927! Variado, fecundo, feliz, divertido, contradictorio. Para mí, sobre todo, pues hasta estuve a punto de ser torero, cuando por segunda vez mi salud comenzaba a resentirse y una tremenda tempestad de toda índole me sacudía ya por dentro. Mi amistad con Sánchez Mejías se iba volviendo peligrosa. Se empeñaba el diestro, tozudamente, en hacerme peón de su cuadrilla. ¿Broma? Tal vez. Pero la obstinación de Ignacio me llegó a preocupar. Y para habituarme a ver los toros de cerca, desde Sevilla me puso un telegrama pidiéndome me presentase en Badajoz, plaza en la que yo debutaría haciendo solamente el paseíllo y contemplando luego, con mi traje de luces, la lidia desde la barrera. No acudí, como era natural. Cosa que le enfadó bastante y le sirvió para redoblar más todavía sus esfuerzos por lograr su capricho. Ignacio era feroz cuando se proponía una cosa, siendo casi imposible escaparle. Y así, fija ya en su cabeza la idea de lucirme de torero en una plaza, la llevó a cabo una tarde de junio en la de Pontevedra, con él, Cagancho y Márquez como espadas, y el portugués Simao da Veiga como rejoneador. Desde un tendido bajo, José María de Cossío presenció este peregrino suceso. Para colmo, entre todos aquellos toreros de oro y plata, yo era el único que ostentaba un traje naranja y negro, traje de luto que Ignacio conservaba desde la trágica muerte de Joselito, su cuñado. Con cierto encogimiento de ombligo, desfilé por el ruedo entre sones de pasodobles y ecos de clarines. Después… ¡Oh! Cuando el primer cornúpeto, tremendo y deslumbrado, se arrancó, pasando entre las tablas y mi pecho, comprendí la astronómica distancia que mediaba entre un hombre sentado ante un soneto y otro de pie y a cuerpo limpio bajo el sol, delante de ese mar, ciego rayo sin límite, que es un toro recién salido del chiquero. Menos mal que aquel público gallego no era de esos que piden «hule», como el andaluz o el madrileño, y pude pasar desapercibido, dentro del callejón, durante toda la lidia. A la salida de la plaza, me corté la coleta: quiero decir que di por terminada mi carrera taurina. Tan sólo había durado tres horas. También Ignacio aquella tarde se retiró, inesperadamente, de los toros, anticipándoselo a Cossío al brindarle el último que lidiara: «Te brindo este toro —le dijo—, que será el último que mate». Dejaba Ignacio su valiente aventura para meterse en otra, en donde las cornadas son a veces más graves. Cambiaría la arena por las tablas: de matador de toros a autor teatral. Un drama —Sinrazón— que le bullía en la cabeza, sería al año siguiente su primer estreno. Pero de aquella expectante velada hablaré después.

Los rumores de mis andanzas taurinas fueron llevados a la azotea de Juan Ramón, que ya, desde lo de Góngora, comenzaba a afilar su navaja andaluza, lanzando aquí y allá sus primeras puntadas. Alguien me trajo el cuento: «Me he enterado —había dicho— que Alberti anda con gitanos, banderilleros y otras gentes de mal vivir. Como usted comprende, está perdido». Una mínima parte de verdad encerraba este comentario. Pero en cuanto a lo de mi perdición… Aquí estoy, con quince o veinte libros más, recordándolo, sonriente, a treinta años de distancia.

Si mal estaba que Juan Ramón me considerase perdido por andar con Sánchez Mejías, era mucho peor que afirmase lo mismo de Federico García Lorca por escribir para la escena, siguiendo una clara vocación teatral, nacida casi al par de sus primeros versos. Hacía ya algún tiempo que Federico, de la mano amiga de Martínez Sierra, debutara como joven autor, en el teatro Eslava, con El maleficio de la mariposa, obrilla ingenua, infantil, que el público pateó, haciendo chistes de cuanto sus personajes —cucarachas y otros bichillos— decían. Ahora la obra iba a ser diferente, aunque también escrita años antes: Mariana Pineda, romance popular en tres estampas, sobre la heroína de Granada, sacrificada por amor y por la Libertad. Parece ser, según cuenta José Mora Guarnido, entrañable amigo del poeta, en su excelente y utilísimo libro Federico García Lorca y su mundo, que era el propio Martínez Sierra quien debía estrenarla pero que, pretextando cualquier posible complicación de orden político por el tono liberal de la obra, se abstuvo de hacerlo. «Así —aclara Pepe Mora— me lo dijo algún tiempo después en Montevideo: Mariana Pineda no lo es, pero parece un panfleto contra la dictadura de Primo de Rivera». Tuvo que ser entonces Margarita Xirgu, tan valiente, tan grande y desinteresada, la que en momentos en que las barbas temibles de don Ramón del Valle-Inclán iniciaban su duelo a muerte contra la espada del dictador jerezano, se atreve a ponerla en escena. Yo estuve en ese estreno. Viejos y nuevos nos encontrábamos allí, creo que en el teatro Fontalba. La sala era un hervidero. Se temía la prohibición de la obra. Los decorados de Salvador Dalí, según bocetos de Federico, estaban inundados de gracia y poesía. Se prolongaron muy significativamente los aplausos cuando Marianita, ya condenada a la horca y abandonada de su amante, canta a la Libertad, convertida en heroína civil. Al día siguiente, casi toda la prensa tuvo palabras favorables para la obra de Federico, señalándolo como un joven autor lleno de futuro. Nosotros estábamos contentos de su triunfo. En cambio, Juan Ramón lo lamentaba, solo, en su azotea: «¡Lorca! ¡Pobre Lorca! Está perdido». (Años más tarde, a poco del estreno de Bodas de sangre, obra que con toda seguridad Juan Ramón nunca vio, llegó a decir que «no pasaba de ser una zarzuela»). No le gustaba a él que algunos de aquellos jóvenes poetas nacidos a su clara sombra hiciésemos teatro, cosa que comprendíamos bien y que sería fácil y aburrido explicar. Cuando se enteró que yo trabajaba en La pájara pinta (obra que no terminé), para las marionetas de Podrecca, con música de Óscar Esplá, lo lamentó también, pensando que tiraba el tiempo. Aquel 1927, «el Andaluz Universal», K. Q. X. o «el Cansado de su Nombre» comenzó a dar señales evidentes de que estaba cansándose de algunos de nosotros. Y las peleas de verdad comenzaron. A veces, por nimiedades, por aburrimiento, cuando no por exigencias, un tanto tiránicas, de orden literario, caprichosas, injustas, llevando las cosas, en muchas ocasiones, hasta el histerismo. La verdad es que los motivos claros de aquellas peleas siguen siendo para mí completamente oscuros. Es un secreto que Juan Ramón se llevó con su muerte. ¿Cómo explicar que con José Bergamín, exaltador hasta la hipérbole de la obra del poeta y a quien considerábamos una especie de secretario permanente suyo, se peleara, y al final de manera definitiva, porque, según él, puntuaba mal, debiendo limitarse solamente a sus aforismos, dejando a un lado la prosa larga, para la que —afirmaba rotundo— no servía? ¿Pues y con personas tan excelentes como Salinas y Guillen, alabadísimos poetas al principio y motejados luego de «retóricos blancos», de ingenieros —o algo parecido—, máximo insulto éste a su gran poesía de perfiles precisos, sostenidos cimientos, como la de Guillen sobre todo? Pero su odio mayor era Gerardo Diego, a quien motejaba de «loquitonto», insultando de paso a Huidobro y Larrea, dos buenos amigos de Gerardo. (Los repetidos palos a Neruda vendrían mucho después). ¿Qué quería Juan Ramón Jiménez? ¿Qué temor era el suyo? ¿Perder acaso la batuta y encontrarse de pronto solo, sin orquesta, trazando signos en el aire de una sala vacía? Mas a pesar de los pesares se le siguió queriendo y admirando a distancia —yo tuve el talento de frecuentarlo poco desde fines del 27—, perdonándole, aunque no siempre de buena gana, sus evidentes injusticias.

Entretanto, Ignacio Sánchez Mejías, casi siempre por medio de Cossío, ya había intimado con todos. Su afición literaria, más decidida cada vez por contagio nuestro, lo llevó a ser un ardiente entusiasta de la nueva poesía, animando a Fernando Villalón a que escribiese, y a que el amigo ganadero iniciara su rumbo poético pasados los cuarenta. Con José Bergamín, perfilador por aquellos días de su Arte de birlibirloque, sostenía una especial relación aforístico-taurina. En ese raro y certero tratadito, Bergamín enunciaba, a través de las líneas —Joselito y Belmonte— más significativas y opuestas del toreo, toda una teoría de la literatura y las artes españolas, llena de extraordinaria gracia e ingenio.

La línea luminosa, clásica, universal, la señalaba Joselito; la castiza, local, costumbrista, Belmonte. Ejemplos: un pintor y un poeta en la línea del primero: Picasso, Juan Ramón Jiménez. El mismo caso, en la del segundo: Zuloaga, Valle-Inclán. En aquel avivar del fuego antibelmontista, el atizador de Sánchez Mejías no se quedaba corto. ¡Qué raro talento el de Ignacio para entrar en seguida en lo más difícil, para saltar de lo más serio a lo más absurdo y alocado! Comprendía con toda facilidad las escuelas modernas de pintura, el último ismo parisiense arribado a Madrid. Ya, por lo menos en apariencia, se acordaba poco de su vida taurina, sus gloriosas tardes de valentía y oro por los ruedos españoles y americanos. Sus amigos no eran los de antes. Ni siquiera las damas aristocráticas que se lo habían comido siempre, seguían siendo de su agrado. Su corazón ya no lo repartía. Estaba fijo en uno solo, que le fue fiel hasta la muerte. Con quien Ignacio se encontraba realmente bien era con nosotros. Tanto, que un día nos metió a todos en un tren y nos llevó a Sevilla. Al Ateneo. Había arreglado con su presidente, don Eusebio Blasco Garzón —muerto aquí en Buenos Aires, después de haber sido cónsul en la Argentina durante nuestra guerra—, una serie de lecturas y conferencias a cargo de los siete literatos madrileños de vanguardia, como nos llamó El Sol, o «la brillante pléyade», según un diario local a nuestro arribo. Componíamos tan radiosa constelación: Bergamín, Chabás, Diego, Dámaso Alonso, Guillen, García Lorca y yo. Lo más divertido durante el trayecto fue la confección de un soneto, compuesto entre todos, en honor de Dámaso Alonso, en el que resultaron versos tan imprevistos como éstos:

Nunca junto se vio tanto pandero

menendezpidalino y acueducto.

Aquellas veladas nocturnas del Ateneo tuvieron un éxito inusitado. Los sevillanos son estruendosos, exagerados hasta lo hiperbólico. El público jaleaba las difíciles décimas de Guillen como en la plaza de toros las mejores verónicas.

Federico y yo leímos, alternadamente, los más complicados fragmentos de las Soledades de don Luis, con interrupciones entusiastas de la concurrencia. Pero el delirio rebasó el ruedo cuando el propio Lorca recitó parte de su Romancero gitano, inédito aún. Se agitaron pañuelos como ante la mejor faena, coronando el final de la lectura el poeta andaluz Adriano del Valle, quien en su desbordado frenesí, puesto de pie sobre su asiento, llegó a arrojarle a Federico la chaqueta, el cuello y la corbata.

Durante este viaje conoció García Lorca a Fernando Villalón, «el mejor poeta novel de toda Andalucía», según la repetida presentación de Ignacio. Los dos poetas intimaron en seguida, sorprendiéndose mutuamente. Una tarde, Villalón nos invitó a Federico y a mí a pasear por la ciudad. Juntos recorrimos sus intrincadas calles, peligroso y delgado laberinto de vueltas y revueltas, en aquel disparatado automovilillo que yo sufriera ya cuando nuestro viaje al Puerto. Nunca podré olvidar la cara de espanto del pobre Lorca, cuyo miedo a los automóviles era todavía mucho mayor que el mío. Porque Villalón corría, disparado, entre bocinazos, verdaderos recortes y verónicas de los aterrados transeúntes, explicándonos su futuro poema —El Kaos—, del que ya recitaba, levantando las manos del volante, las primeras estrofas.

Aquella misma noche, fiesta en Pino Montano, la hermosa residencia de Sánchez Mejías en las afueras. Al llegar, lo primero que a Ignacio se le ocurrió fue disfrazarnos de moros, enfundándonos en unas gruesas chilabas marroquíes que harían derramarnos en sudor hasta la madrugada. No reunión de corte califal, sino coro grotesco de zarzuela, parecimos todos en el acto, destacándose como el moro más espantable Bergamín, y Juan Chabás como el más apuesto y en carácter. Se bebió largamente. Y desde el fondo infernal de aquella vestimenta recitamos nuestras poesías. Dámaso Alonso asombró al auditorio diciendo de memoria los 1091 versos de la «Primera Soledad» de don Luis. Federico representó aquellas repentinas ocurrencias teatrales suyas tan divertidas, y Fernando Villalón hizo conmigo vanos experimentos hipnóticos. Cuando más absurda y disparatada se iba volviendo aquella fiesta arábiga de poetas bebidos, Ignacio anunció la llegada del guitarrista Manuel Huelva, acompañado por Manuel Torres, el «Niño de Jerez», uno de los genios más grandes del cante jondo. Después de unas cuantas rondas de manzanilla, el gitano comenzó a cantar, sobrecogiéndonos a todos, agarrándonos por la garganta con su voz, sus gestos y las palabras de sus coplas. Parecía un bronco animal herido, un terrible pozo de angustias. Mas, a pesar de su honda voz, lo verdaderamente sorprendente eran sus palabras: versos raros de soleares y siguiriyas, conceptos complicados, arabescos difíciles.

—¿De dónde sacas esas letras? —Se le preguntó.

—Unas me las invento, otras las busco.

—A propósito —dijo entonces Ignacio—. ¿Por qué no cantas eso que tú llamas «Las placas de Egito»?

Sin casi dejarnos tiempo a la sorpresa ante tan peregrino título, Manuel Torres se arrancó un extraño cante, creado totalmente por él. Al acabar, después de un breve silencio estremecido, le rogamos nos explicase cómo había llegado a ocurrírsele aquello.

El gitano, seria y sencillamente, nos contó:

—Una noche me llamaron unos señores amigos. Fui. Por más que se bebió y me jalearon, yo no estaba esa noche para cante. Lo poco que hice, lo hice mal. No me salía. La voz no se me daba. Me tuve que marchar, muy triste y preocupado. Anduve solo por las calles, sin saber qué hacía. Al pasar por la Alameda de Hércules, me paré ante un kiosco de la feria a escuchar un gramófono. Las placas daban vueltas y vueltas cantando yo no sé qué historia del rey Faraón. Seguí para mi casa con todo aquello en la cabeza. Cuando ya iba pasando el puente de Triana, se me aclaró la voz de pronto y empecé a cantar eso que acaban de oír ustedes: «Las placas de Egito».

Nos quedamos atónitos, y más, comprendiendo que lo que el genial cantaor había escuchado en la feria eran seguramente —e Ignacio nos lo corroboró después— algunos discos, que por entonces muchas gentes los llamaban placas, de La corte de Faraón, divertida zarzuela, famosísima en toda España. Y aquello que todos pensamos, lógicamente, serían las plagas de Egipto, para Manuel Torres fueron las placas, llegando así el gitano por ese camino de lo popular, compuesto a veces de ignorancias o fallas de la memoria, a su rara y magnífica creación: una nueva copla de cante jondo, sin sombra ya de tan absurdo modelo.

Manuel Torres no sabía leer ni escribir; sólo cantar. Pero, eso sí, su conciencia de cantaor era admirable. Aquella misma noche, y con seguridad y sabiduría semejantes a las que un Góngora o un Mallarmé hubieran demostrado al hablar de su estética, nos confesó a su modo que no se dejaba ir por lo corriente, lo demasiado conocido, lo trillado por todos, resumiendo al fin su pensamiento con estas magistrales palabras: «En el cante jondo —susurró, las manos duras, de madera, sobre las rodillas— lo que hay que buscar siempre, hasta encontrarlo, es el tronco negro de Faraón»; viniendo a coincidir, aunque de tan extraña manera, con lo que Baudelaire pide a la muerte capitana de su viaje: Au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau!

¡El tronco negro de Faraón!

Como era natural, de todos los allí presentes fue Federico el que más celebró, jaleándola hasta el frenesí, la inquietante expresión empleada por el cantaor jerezano. Nadie —pienso yo ahora—, en aquella mágica y mareada noche de Sevilla, halló términos más aplicables a lo que también García Lorca buscó y encontró en la Andalucía gitana que hizo llamear en sus romances y canciones. Cuando en 1931 el poeta de Granada publica su Poema del cante jondo, escrito varios años antes, en aquella parte titulada «Viñetas flamencas», aparece la siguiente dedicatoria: A Manuel Torres, «Niño de Jerez», que tiene tronco de Faraón. Las palabras del gran gitano seguían fijas en su memoria.

Nuestro viaje a Sevilla culminó con la coronación de Dámaso Alonso en la Venta de Antequera. A mitad del banquete, se presentó Antúnez, uno de esos graciosos que da el pueblo andaluz, para entretener a los comensales. Al final de un discurso, verdaderamente surrealista, colocó sobre la testa reluciente de Dámaso una verde corona de laurel, «cortada —según la crónica de Gerardo Diego sobre este suceso (Lola, 5)— a un árbol vecino por las manos, expertas ya en tales cosechas, de Ignacio Sánchez Mejías». Fiesta de la amistad, del desparpajo, de la gracia, de la poesía, en la que aún resonaron los ecos —tal vez últimos— de nuestra batalla por Góngora.

Al volver a Madrid, nubes internas de tempestad me llevarían a oscurecerme por un tiempo, para lanzarme luego al desconcierto, duro y desesperado, de mis años finales, antes de la República.