VIII
Cuando tú apareciste,
penaba yo en la entraña más profunda
de una cueva sin aire y sin salida.
Braceaba en lo oscuro, agonizando,
oyendo un estertor que aleteaba
como el latir de un ave imperceptible.
Sobre mí derramaste tus cabellos
y ascendí al sol y vi que eran la aurora
cubriendo un alto mar de primavera.
Fue como si llegara al más hermoso
puerto del mediodía. Se anegaban
en ti los más lucidos paisajes:
claros, agudos montes coronados
de nieve rosa, fuentes escondidas
en el rizado umbroso de los bosques.
Yo aprendí a descansar sobre tus hombros
y a descender por ríos y laderas,
a entrelazarme en las tendidas ramas
y a hacer del sueño mi más dulce muerte.
Arcos me abriste y mis floridos años,
recién subidos a la luz, yacieron
bajo el amor de tu apretada sombra,
sacando el corazón al viento libre
y ajustándolo al verde son del tuyo.
Ya iba a dormir, ya a despertar sabiendo
que no penaba en una cueva oscura,
braceando sin aire y sin salida.
Porque habías al fin aparecido.
«Retornos del amor recién aparecido» se llama este poema. En él se rememora, después de más de veinte años, el estado de cueva en que vivía y la luz principal que echando sus cabellos en mis manos me hizo subir al sol y sentir que en el mundo la primavera no había muerto.
Fue en la casa de alguien, adonde fui llevado no recuerdo hoy por quién. Allí surgió ante mí, rubia, hermosa, sólida y levantada, como la ola que una mar imprevista me arrojara de un golpe contra el pecho. Aquella misma noche, por las calles, por las umbrías solas de los jardines, las penumbras secretas de los taxis sin rumbo, ya respiraba yo inundado de ella, henchido, alegrado, exaltado de su rumor, impelido hacia algo que sentía seguro.
Yo me arrancaba de otro amor torturante, que aún me tironeaba y me hacía vacilar antes de refugiarme en aquel puerto. Pero ¡ah, Dios mío!, ahora era la belleza, el hombro alzado de Diana, la clara flor maciza, áurea y fuerte de Venus, como tan sólo yo había visto en los campos de Rubens o en las alcobas de Tiziano. ¿Cómo dejarla ir, cómo perderla si ya me tenía allí, sometido en su brazo, arponeado el corazón, sin dominio, sin fuerza, rendido y sin ningún deseo de escapada? Y, sin embargo, forcejeé, grité, lloré, me arrastré por los suelos… para dejarme al fin, después de tanta lucha, raptar gustosamente y amanecer una mañana en las playas de Sóller, frente al Mediterráneo balear, azul y único. Ecos malignos de lo que muchos en Madrid creían una aventura nos fueron llegando. En algunos diarios y revistas aparecieron notas, siendo la más divertida aquella que decía: «El poeta Rafael Alberti repite el episodio mallorquín de Chopin con una bella Jorge Sand de Burgos». Se buscaba el escándalo, pues esta Jorge Sand —una escritora, casada y todavía sin divorcio— era muy conocida. Nosotros, mientras, nos reíamos, ufanos de que nuestros nombres fueran traídos y llevados por gentes tan distantes de nuestra dicha, de nuestra juventud descalza por las rocas, bajo los pinos parasol o en el reposo de las barcas.
De regreso a Madrid, en avión desde Barcelona, una tremenda tempestad por los montes Ibéricos nos obligó a un forzoso aterrizaje en Daroca, ciudad aragonesa de murallas romanas, aislada y dura como un verso caído del Poema del Cid. Nos recibieron, en medio de la nieve de aquel aeródromo de socorro, pastores que agobiados en sus zaleas parecían más bien inmensos corderos. Dos días pasamos allí en una fonda, visitando, amigos del cura, la magnífica Colegiata. Reanudado el viaje, únicos pasajeros y ya íntimos de los pilotos, éstos nos obsequiaron con toda clase de acrobacias —ahora no las hubiera consentido— sobre el campo de aviación madrileño. Era la primera vez que yo volaba; María Teresa no. Aquellos atrevidos volatines no nos asustaron. Ella era muy valiente, como si su apellido —León— la defendiera, dándole más arrestos.
Mi madre, muy enferma del corazón desde hacía tiempo, aprovechando una breve mejoría, se trasladó al sur, a casa de mi hermana. (No la vería más). Agustín ya estaba casado. Quedaba sólo mi hermano Vicente, casado también, con quien tenía que seguir viviendo. ¿Qué hacer entonces allí, triste, en mi cuarto, el alegre «triclinio» de otros días? Con María Teresa me pasaba las horas trabajando en algunos poemas o ayudándola a corregir un libro de cuentos que preparaba. Una noche —lo habíamos decidido— no volví más a casa. Definitivamente, tanto ella como yo empezaríamos una nueva vida, libre de prejuicios, sin importarnos el qué dirán, aquel temido qué dirán de la España gazmoña que odiábamos.
A todo esto, la otra España seguía bullendo incontenible. Sus anhelos de libertad, más subidos y contagiosos cada vez, se derramaban por todas partes. Hasta las gentes más imprevistas, aquellas que incluso hablaban familiarmente de «nuestra Isabel, nuestra Victoria, nuestro Alfonso», encontraron de pronto que aquel espléndido teatro del Palacio Real era apenas un mamarrachesco barracón de feria, habitado por unos esperpénticos y valleinclánicos muñecos. Las amistades puras empiezan a resquebrajarse. El escritor, por vez primera en esos años, va a unirse al escritor por afinidades políticas y no profesionales. Todos a una comprendieron que tenían, si no bancarias, serias cuentas que arreglar con la Casa del Rey; rey que, por otra parte, jamás consultó a las inteligencias de su país. Unamuno, Azaña, Ortega, Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Marañón, Machado, Baeza, Bergamín, Espina, Díaz Fernández, por citar sólo algunos nombres, se agitan y trabajan, ahora ya abiertamente, «al servicio de la República». (Con este título se formaría luego el partido cuyas cabezas más visibles —Ortega, Marañón, Ayala— desertaron el 18 de julio de 1936 al comprobar que la política de guante blanco tenía que manchárselo en la cara sangrienta del enemigo, si quería verdaderamente salvar la República).
Aquel grito que zigzagueaba potente pero sigiloso, fue a agolparse de súbito, apretado de valor y heroísmo, en la garganta de los Pirineos, estallando al fin un amanecer en las nieves de Jaca. «¡Viva la República!». Es Fermín Galán, un joven militar, quien lo ha gritado, Fermín Galán, a quien el fervor popular naciente va a incorporarlo al cancionero de la calle. El pueblo adivina, ilusionado, un segundo respiro. Las cenizas ensangrentadas de Galán y García Hernández van a desenterrar, del panteón donde yaciera cincuenta y siete años, el cuerpo de la Libertad, sólo adormecido, ondeándolo, vivo, en sus banderas. Era un golpe de sangre quien había dado la señal, aunque aún no había llegado la hora.
Fue una mañana de diciembre. María Teresa y yo, como todo Madrid, mirábamos al cielo frío, esperando que las alas conjuradas de Cuatro Vientos decidieran. Pero las alas, sintiéndose enfiladas por fusiles, se vieron impelidas a remontar el vuelo, rumbo a Lisboa. (En uno de esos aviones iba Queipo de Llano, en otro, Ignacio Hidalgo de Cisneros: dos Españas en vuelo, que habían de separarse definitivamente. Queipo, monárquico, se subleva contra el rey; Queipo, republicano, se subleva contra la República. En cambio, Hidalgo de Cisneros, intachable conducta, hombre de corazón valiente y seguro, no despintó jamás de las alas de su avión de combate la bandera republicana. El 18 de julio, en las batallas decisivas por defenderla, el pueblo lo nombra general, jefe de las Fuerzas del Aire).
En los primeros meses del año 31, aún resonaban en los oídos de España las descargas del fusilamiento de los capitanes Galán y García Hernández, oscureciendo momentáneamente aquel terror el camino que ya marchaba. Con casi todo el futuro gobierno republicano en la cárcel Modelo, nadie podía imaginar que por debajo iba engrosando el agua que había de reventar, como en una fiesta de surtidores y fuegos de artificio, el 14 de abril.
A principios de febrero apareció en Madrid, en el Teatro de la Zarzuela, la compañía mexicana de María Teresa Montoya. Después de no sé qué estreno poco afortunado, la gran actriz quería probar suerte con alguna obra española. María Teresa, que la había conocido en Buenos Aires, me llevó a verla. Era una mujer pálida, interesante, no muy culta, pero con un gran temperamento dramático. Me preguntó si tenía algo que a ella le fuera bien. Le dije que sí —El hombre deshabitado—, pero que estaba sin terminar. Al día siguiente le leí la pieza, en la que había, junto al papel de El Hombre, uno, muy importante, de mujer: La Tentación. Se quedó entusiasmada, pero… ¿Sería yo capaz de escribir en seguida el acto que faltaba? Vi el cielo abierto. Aquella misma noche reanudé mi trabajo, al que di fin en poco más de una semana, mientras la obra se ensayaba con los carteles ya en la calle. Se trataba de una especie de auto sacramental, claro que sin sacramento, o más bien, como apuntó Diez-Canedo en su elogiosa crítica del estreno, de una moralidad, más cerca del poeta hispano-portugués Gil Vicente que de Calderón de la Barca. La influencia directa de Sobre los ángeles campeaba en ella, aunque no fueran éstos los seres allí representados, sino El Hombre, con sus Cinco Sentidos, en alegórica reencarnación; El Hacedor, en figura de vigilante nocturno, y dos mujeres: la esposa de El Hombre y La Tentación, que trama la ruina de ambos en complicidad con los Sentidos. No diré que la de Hernani, pero sí una resonante batalla fue también la del estreno (26 de febrero). Yo seguía siendo el mismo joven iracundo —mitad ángel, mitad tonto— de esos años anarquizados. Por eso, cuando entre las ovaciones finales fue reclamada mi presencia, pidiendo el público que hablara, grité, con mi mejor sonrisa esgrimida en espada: «¡Viva el exterminio! ¡Muera la podredumbre de la actual escena española!». Entonces el escándalo se hizo más que mayúsculo. El teatro, de arriba abajo, se dividió en dos bandos. Podridos y no podridos se insultaban, amenazándose. Estudiantes y jóvenes escritores, subidos en las sillas, armaban la gran batahola, viéndose a Benavente y los Quintero abandonar la sala, en medio de una larga rechifla. Nunca ningún libro mío de versos recibió más alabanzas que El hombre deshabitado. La crítica, salvo la de los diarios católicos que me trataba de impío, irrespetuoso, blasfemo, fue unánime, condenando, eso sí, por creerlas innecesarias, mis «imprudentes» palabras lanzadas desde el proscenio. También fuera de España se habló mucho de la obra, siendo inmediatamente traducida al francés por el gran hispanista Jean Camp. Aquella batalla literaria del día del estreno quedó convertida en batalla política la noche de la última representación. Con el pretexto de que María Teresa Montoya era mexicana, representante de un país avanzado de América, se le organizó un gran homenaje. Teatro hasta los topes. Firmas de adhesión. Álvarez del Vayo aprovechó el momento para hablar, desde el escenario, del teatro en Rusia y zaherir con claras alusiones la amordazada existencia española. José María Alfaro —¡ay, José María Alfaro, poeta principiante y amigo, más tarde miembro del Comité Nacional de Falange y ahora embajador de Franco en Argentina!— leyó entre estruendosas aclamaciones, llenas de sorpresas para los espectadores, los nombres de los jefes republicanos condenados en la cárcel y de quienes cuidadosamente, durante la mañana, nos habíamos procurado la adhesión: Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos, Largo Caballero… Unamuno envió desde Salamanca un telegrama que, reservado para el final, hizo poner de pie a la sala, volcándola, luego, enardecida, en las calles. Cuando acudió la policía ya era tarde. El teatro estaba vacío. Sólo quedaba, arrumbado entre los bastidores, el carrusel de los hombres deshabitados, que en mi obra representaban todos los seres sin vida, esos trajes huecos, sin nadie, que doblan las esquinas del mundo, estorbando el paso de los demás.
La tensión de aquel mes de marzo hacía que la gente aprovechara el más raro pretexto para manifestar sus esperanzas. Todo servía: un chiste de café, una copla de doble sentido, un soneto acróstico en el periódico de más circulación; la forma de vocear otro. Es el momento de los motes hirientes. «Gutiérrez», nombre de pila callejero con que se reconocía al rey, tiembla en su palacio. Valle-Inclán, y no lejos de él los jóvenes escritores republicanos de la revista Nueva España, convierten en tribuna política su mesa de La Granja. Azaña y sus amigos, graves y recatados, han dejado de sentarse en el inmediato café de Negresco. Sabíamos que las inteligencias españolas apoyaban plenamente y trabajaban por la realización de estos deseos. Viajes misteriosos, citas despistadoras en bares elegantes o en tabernas, todos iban encaminados al mismo fin. Hasta en el elegante y monárquico golf de Puerta de Hierro se agita el viejo cencerro motinesco de la República. Y la duquesa de la Victoria, en pleno cocktail patriótico, pega una blanca bofetada a una señorita, hija de marqueses, que algo mareada se atrevió a clavar en su cabeza una minúscula bandera tricolor. Aquellos republicanotes, tratados siempre de ordinarios, ahora llevaban nombres de filósofos, de ilustres profesores, de grandes poetas y académicos, mezclados democráticamente con organizaciones estudiantiles y obreras. Porque el proletariado, que en la primera República había forzado la marcha, queriendo precipitar con las insurrecciones cantonales la llegada de una utópica libertad, más consciente en el año 1931, en pleno proceso de su crecimiento político, da totalmente su adhesión, sobre todo con sus grandes masas socialistas, a lo que ya iba a tardar poco en aparecer.
Yo también viajo, pero no con fines políticos. Primero, a Sevilla, solo, sin María Teresa, para rendir homenaje a Fernando Villalón, en el primer aniversario de su muerte. Allí, llevados nuevamente por Sánchez Mejías, nos encontramos Bergamín, Eusebio Oliver, Pepín Bello, Santiago Ontañón, Miguel Pérez Ferrero y otros que he olvidado. La recordación fue simple, casi íntima. Por la mañana se descubrió una lápida en la casa donde vivió Fernando, y por la noche, en un aula de la universidad, se leyeron prosas y poemas. Todo sin gran repercusión, acompañados solamente por el grupo de jóvenes poetas de Mediodía. Un ser genial conocimos en esta breve estancia sevillana: Rafael Ortega, «bailaor» y «sarasa» perdido. Era hijo de una vieja gitana, hermana de la «señá» Gabriela, madre de los Gallos, los espadas famosos. Se empeñó Rafael en que conociésemos a su madre, a quien quería mucho. Extraña visita. La gitana, ya una tremenda bruja de papada y bigote, redonda como mesa camilla, voz ronca de aguardiente, nos recibió sentada, impasible, en el centro del cuarto, mientras que Rafael se agitaba de un lado para otro haciendo las presentaciones. No se podía estar quieto, exagerado, extremoso con ella, besándola, pasándole la mano por el pelo o la barba, cosas que hicieron que la madre empezase a llamarlo «maricón» a cada momento. Al salir, nos refirió Ignacio que un día, cargada de los amigos de su hijo, la imponente mujer montó en cólera, echándolos a todos, como si fuesen gatos, con estas raras palabras: «Por los peinecillos que mi prima Elvira perdió en sus agonías, maricones jóvenes, maricones viejos, ¡fuera de aquí!, ¡zape, zape!». Siempre que iba a Sevilla, me llevaba, para contar, cosas extraordinarias.
Otro viaje hice inmediatamente a Andalucía, pero esta vez con María Teresa. Necesitábamos descansar un poco después de El hombre deshabitado. Elegimos Rota, un blanco pueblecillo de la bahía gaditana. Pasamos antes por el Puerto. Visita nocturna, de incógnito, en la que tuvimos tiempo de comer pescado frito con unas buenas copas de fino Coquinero. Allí en Rota —cal rutilante al sol y huertos playeros de calabazas—, planeé, animado por mi reciente éxito teatral, una nueva obra: Las horas muertas, que comencé a escribir, alternándola con un romancero sobre la vida de Fermín Galán, el romántico héroe fusilado de Jaca, nacido precisamente no muy lejos de Rota, en la isla de San Fernando. Pero nuestra buscada tranquilidad duró bien poco. No llevábamos ni una semana por aquellas arenas, cuando se presentó Sánchez Mejías proponiéndonos acompañarle a Jerez. Proyectaba ya Ignacio la compañía de bailes andaluces que, encabezada por «la Argentinita», adquiriría después, con la ayuda de García Lorca, renombre universal. Iba a la caza de gitanos, «bailaores y cantaores» puros, que no estuviesen maleados por eso que en Madrid se llamaba «la ópera flamenca». Y nada como Jerez y los pueblos de la bahía para encontrarlos. ¡Qué fantásticos descubrimientos hizo nuestro amigo en aquella gira! Al lado de la figura monumental del «Espeleta», que parecía un Buda cantor, extrajo Ignacio de las plazas y los patios recónditos toda una serie de chiquillos, bronceados, flexibles, cuyas extraordinarias contorsiones llegaban a veces hasta la más escandalosa impudicia. Pero su más grande adquisición la hizo, luego, en Sevilla, con «la Macarrona», «la Malena» y «la Fernanda», tres viejas y ya casi olvidadas cumbres del baile. La última, anciana que apenas podía tenerse en pie, había alcanzado a bailar con «la Gabriela» y «la Mejorana» en el famoso Café del Burrero. Ningún gitano rechazó las proposiciones de Ignacio. Todos, más o menos a tiros con el hambre, decían que sí, llena de fantasía la cabeza ante la idea de correr mundo. Sólo hubo uno que dijo que no. Y fue allí, en Jerez, al día siguiente de nuestra llegada.
Estábamos en el cuarto del hotel, dispuestos para salir a la calle, cuando alguien empujó la puerta, preguntando:
—¿Está aquí don Rafael Alberti, el empresario más grande «del varieté» de España?
Una de las bromas de Ignacio. Clavada. Efectivamente, muerto de risa apareció en seguida tras el gitano: un tipo vivaz, de unos cuarenta años, cimbreante, afilado, blanquísimos los dientes, todo él repicando alegría.
—Soy el «Chele» (¡ole, ole!), y vengo aquí para que usted me contrate.
—Bueno —le respondí, muy serio, dentro ya del papel que Sánchez Mejías acababa de asignarme—. ¿Y qué sabes hacer, «Chele»?
—¿Yo? ¡El baile del cepillo!
Y agarrando uno, de ropa, que había sobre la cama, se marcó un fantástico zapateado, cepillándose a la vez, con ritmo y gracia, el pantalón y la chaqueta.
—¡Bravo! —Le dije—. Va a ser un número magnífico. Contratado, desde este instante.
Entonces terció Ignacio:
—Muy bien, «Chele», pero escúchame ahora. Te vamos a pagar, además de vestidos, fondas y viajes, diez duros diarios sólo por ese número: el baile del cepillo. ¿Qué te parece?
—¿Diez duros? —Se quedó pensativo un rato grande. Y luego—: ¿Tiene usted por ahí un lápiz, don Ignacio?
Maravillados, nos miramos los tres. Ignacio, sin decir palabra, se lo dio. El «Chele», muy en serio, se sacó entonces del bolsillo un papelucho medio roto; trazó en él unos cuantos garabatos; hizo luego como si los sumara y rubricase, declarando, rotundo, con ínfulas de potentado:
—No me conviene. Pierdo dinero.
(¡!)
—¿Conque pierdes dinero, eh? —le dijo Ignacio lentamente, ya casi sin poder aguantar la risa.
—Seguro. Ahí tiene usted las cuentas —le respondió el gitano, largándole el papel, en el que sólo había unos rayones sin sentido—. Pierdo dinero. Porque, vea usted, don Ignacio: esa colocación que quiere darme, no va a ser, digo yo, para toda la vida. Y yo vivo nada más de que soy muy gracioso y de decir sermones, que oigo a los curas en la iglesia, y cuando esa colocación se acabe y me vean en Jerez, con traje nuevo y fumándome un puro, dirá toda la gente: el «Chele» ha vuelto rico, está nadando en oro, y entonces ¿quién va a llamar al «Chele» para oírle sus gracias? Así que no me conviene, don Ignacio. Pierdo dinero. Buenos días. ¡Ole! Me voy.
Y se marchó, contoneándose, devolviéndole el lápiz al torero.
Nuestra anhelada soledad se hizo imposible, pues al volver a Rota nos aguardaba un telegrama del Ateneo de Cádiz invitándome a dar una lectura de mis poemas. Otra vez de viaje por los caminos marineros de mi infancia.
Aquel Cádiz de la libertad, de las románticas conspiraciones y las primeras logias masónicas; aquel Cádiz que no encontró albañil capaz de desprender de sus muros la losa conmemorativa de la Constitución de 1812, aquel mismo Cádiz que yo veía desde el colegio como una inalcanzable estampa azul, se hallaba ahora estremecido de punta a punta por un viento de republicanismo. El folklore de la primera República, resucitado, se atrevía, en rincones de cante jondo y tabernas ocultas, a agitar sus guitarras. Allí aprendí esta copla:
Republicana es la luna,
republicano es el sol,
republicano es el aire,
republicano soy yo.
Todo el cuerpo de Cádiz se movía, bullente, sobre el mar, como esperando algo. La tarde de la lectura, el público del Ateneo, en su mayoría estudiantes, no sabía estarse quieto en las sillas. Cuando fui a comenzar, un muchachote saltó de improviso al estrado, declarando:
—Rafael Alberti no podrá decir nada en esta sala mientras permanezca en ella el señor Pemán.
Efectivamente, el poeta jerezano, afecto a la monarquía, se encontraba allí. Nunca lo había visto. Cuando lo fui a invitar a que se fuese, ya no estaba. Había tenido el buen acierto de marcharse en seguida. Mi recital subió de grados cuando dije la «Elegía cívica». Temblaron puertas y paredes. Al finalizar, me atreví con uno de aquellos romances en honor del héroe de Jaca:
Noche negra, siete años
de noche negra sin luna.
Primo de Rivera duerme
su sueño de verde uva.
Su Majestad va de caza:
mata piojos y pulgas
y monta yeguas que pronto
ni siquiera serán burras.
Gran éxito, entre aplausos, vivas y el temor de algunas señoras. Al día siguiente, una manifestación de aquellos mismos estudiantes del Ateneo me pidió recitara en plena calle algún otro episodio del romancero de Fermín Galán. Lo hice a voz en cuello, de pie sobre una mesa del café donde estábamos, mientras la autoridad, representada por unos pobres guardias de esos que las zarzuelas llaman «guindillas», me escuchaba embobada, perdida la noción de que sus sables podían habernos dispersado a golpes.
Con la alegría y la impresión de que algo nuevo y grave era inminente, nos volvimos a Rota. Allí seguimos, tranquilos, trabajando, tumbados en las dunas, recorriendo descalzos las orillas, bien lejos de las preocupaciones electorales que traían hirviendo a toda España.
Pero de pronto cambió todo. Alguien, desde Madrid, nos llamó por teléfono, gritándonos:
—¡Viva la República!
Era un mediodía, rutilante de sol. Sobre la página del mar, una fecha de primavera: 14 de abril.
Sorprendidos y emocionados, nos arrojamos a la calle, viendo con asombro que ya en la torrecilla del ayuntamiento de Rota una vieja bandera de la República del 73 ondeaba sus tres colores contra el cielo andaluz. Grupos de campesinos y otras gentes pacíficas la comentaban desde las esquinas, atronados por una rayada «Marsellesa» que algún republicano impaciente hacía sonar en su gramófono. Mientras sabíamos que Madrid se desbordaba callejeante y verbenero, satirizando en figuras y coplas la dinastía que se alejaba en automóvil hacia Cartagena, un pobre guarda civil roteño, apoyado contra la tapia de sol y moscas de su cuartelillo, repetía, abatido, meneando la cabeza:
—¡Nada, nada! ¡Que no me acostumbro! ¡Que no me acostumbro!
—¿A qué no te acostumbras, hombre? —quiso saber el otro que le acompañaba y formaba con él pareja.
—¿A qué va a ser? ¡A estar sin rey! Parece que me falta algo.
De nuevo, y como siempre —yo empezaba a ver claro—, dos Españas: el mismo muro de incomprensión separándonos (muro que un día, al descorrerse, iba a dejar en medio un gran río de sangre). Así María Teresa y yo lo íbamos comentando camino de Madrid. No hacía ni una hora que había sido izada la nueva bandera, cuando ya la vencida comenzaba a moverse, agitando un temblor de guerra civil. La República acababa de ser proclamada entre cohetes y claras palmas de júbilo. El pueblo, olvidado de sus penas y hambres antiguas, se lanzaba, regocijado, en corros y carreras infantiles, atacando como en un juego a los reyes de bronce y de granito, impasibles bajo la sombra de los árboles. A la reina y los príncipes, que quedaron un poco abandonados por los suyos en el Palacio de Oriente, ese mismo pueblo, bueno y noble, los protegió con una guirnalda de manos. Nadie puede decir que le asaltaran la casa, le robaran la hacienda, desvalijasen los bancos o matasen una gallina. El único suceso grave que recuerdo fue una pedrada contra los cristales del coche del poeta Pedro Salinas, al cruzar la Cibeles en compañía del escritor francés Jean Cassou. Todo aquello fue así de tranquilo, de sensato, de cívico. Dentro de la mayor juridicidad —como entonces la gente repetía, satisfecha— había llegado la República. Sonaban bien las palabras de Azaña:
«Es una cosa que emociona pensar que ha sido necesario que venga la República de 1931 para que en la Constitución se consigne por primera vez una garantía constitucional (la garantía de la libertad del individuo) que los castellanos pedían en 1529».
Los intelectuales, la gente de letras, los artistas, en general, estaban de enhorabuena. Ya se pueden estrenar las obras prohibidas. Farsa y licencia de la reina castiza, de Valle-Inclán, la representa, para hacer méritos republicanos, Irene López Heredia. Pero no consigue engañarnos. La actriz republicana, la verdadera amiga de los poetas y escritores, es Margarita Xirgu. Ella estrena La corona, de Azaña, y mi Fermín Galán.
Recién llegado a Madrid, corrí, lleno de cívico entusiasmo, a proponerle a Margarita el convertir aquellos romances míos sobre el héroe de Jaca en una obra de teatro, obra sencilla, popular, en la que me atendría, más que a la verdad histórica, a la que deformada por la gente ya empezaba a correr con visos de leyenda. Una aventura peligrosa, desde luego, pues la verdad estaba muy encima y el cuento todavía muy poco dibujado. Me puse a trabajar de firme. Mis propósitos eran conseguir un romance de ciego, un gran chafarrinón de colores subidos como los que en las ferias pueblerinas explicaban el crimen del día. Lleno de ingenuidad, y casi sin saberlo, intentaba mi primera obra política. Aceptados los dos primeros actos por la Xirgu, y cuando aún estaba planeando el tercero, Fermín Galán apareció anunciado en la cartelera del Teatro Español.
Entretanto, y en medio de uno de los ensayos de mi obra, entré en contacto más directo con don Miguel de Unamuno, a quien ya había sido presentado una mañana en La Granja el Henar. Lo invité a nuestra casa del Paseo de Rosales —balcón abierto a las encinas de El Pardo y frente a El Escorial contra el azul celeste de los montes guadarrameños—, pero con la condición de que nos leyera algo, lo que más le gustase, sus últimas poesías…
—¡Hombre, no! Verá usted —me atajó—. Preferiría leerles mi última obra de teatro, aún en borrador: El hermano Juan. Va a interesarles.
¡Tarde de maravilla en mi memoria! Sólo habíamos invitado a César Vallejo, el triste y hondo poeta «cholo» peruano, perseguido político, refugiado entonces en España. Más que el sentido de El hermano Juan, atendí a la hermosa figura de Unamuno, a la noble expresión de su rostro y al ardoroso ahínco puesto en la interminable lectura de su borrador, en el que a menudo andaban confundidas las páginas, faltando a veces éstas en número excesivo, sustituyéndolas entonces don Miguel por la palabra. No atendí, no, a aquella obra, que ni después he sabido siquiera si la publicó. No la recuerdo hoy, pues me golpeó más, como digo, el espectáculo que me daba aquel potente viejo, su magnífica lección de salud y energía, de fecundidad y entusiasmo. Cuando casi pasadas tres horas dio por terminado su drama, todavía tuvo gracia y arrestos para meterse infantilmente las manos en los bolsillos del chaleco en busca de aquellos menudos papelillos en los que llevaba garrapateados sus poemas, esos que de improviso le asaltaban en medio de la calle, anotándolos bajo un farol, en los sitios más inesperados. Así, aquella tarde, en nuestra casa, con el sol último de la serranía, nos descifró un arisco y hermoso poema dedicado al bisonte de la caverna de Altamira y una canción de cuna para su nieto recién nacido, delicia de balanceo musical, ave rara en su jardín de esparto y duros vientos. (Otras imágenes guardo de don Miguel, pero ésas pertenecen al próximo volumen de mis memorias).
A muy pocos días de aquel encuentro con Unamuno, se estrenaba Fermín Galán. Primero de junio. Margarita era la madre del héroe, y éste, Pedro López Lagar, un joven actor de creciente prestigio. Esa noche, como era de esperar, acudieron los republicanos, pero también nutridos grupos de monárquicos, esparcidos por todas partes, dispuestos a armar bronca. El primer acto pasó bien, pero cuando en el segundo apareció el cuadro en el que tuve la peregrina idea de sacar a la Virgen con fusil y bayoneta calada, acudiendo en socorro de los maltrechos sublevados y pidiendo a gritos la cabeza del rey y del general Berenguer, el teatro entero protestó violentamente: los republicanos ateos porque nada querían con la Virgen, y los monárquicos por parecerles espantosos tan criminales sentimientos en aquella Madre de Dios que yo me había inventado. Pero lo peor faltaba todavía: el cuadro del cardenal —monseñor Segura—, borracho y soltando latinajos molierescos en medio de una fiesta en el palacio de los duques. Ante esto, los enemigos ya no pudieron contenerse. Bajaron de todas partes, y en francas oleadas, entre garrotazos y gritos, avanzaron hacia el escenario. Afortunadamente, alguien entre bastidores ordenó que el telón metálico, ese que tan sólo se usa en caso de encendió, cayese a la mayor velocidad posible. A pesar de esto, como el público seguía dispuesto a ver la obra hasta el final, Margarita, una Agustina de Aragón aquella noche, tuvo todavía el coraje de representar el epílogo, siendo coronada, al final, con toda clase de denuestos, pero también de aplausos por su extraordinario valor y ganado prestigio.
Las críticas sobre Fermín Galán distaron mucho de las elogiosas de El hombre deshabitado. Los diarios católicos pedían poco menos que mi cabeza, y los republicanos, no escatimando algunas alabanzas para ciertos pasajes de la obra, señalaban sus evidentes errores, considerando el principal la falta de perspectiva histórica para llevar a escena episodios que casi acababan de suceder. Eso, en parte, era cierto. Pero mi mayor equivocación consistió sin duda en haber sometido un romance de ciego, cuyo verdadero escenario hubiera sido el de cualquier plaza pueblerina, a un público burgués y aristocrático, de uñas todavía, sectario en cierto modo y latentes en él, aunque no lo supiera, todos los gérmenes que en el curso de muy pocos años se desarrollarían hasta cuajar en aquel sangriento estallido que terminó con el derrumbe de la nueva República.
A escasos días del estreno, un linajudo carruaje detuvo sus caballos en el paseo de coches del Retiro. Una dama muy estirada —mantilla negra y devocionario— descendió de él. Bajo la sombra de los árboles, una señora muy sencilla caminaba tranquilamente. La estirada se le acercó.
—¿Es usted Margarita Xirgu? —Y antes de que la actriz pudiera responderle—: ¡Tome! ¡Por lo de Fermín Galán! —le dijo dándole una bofetada y desapareciendo a la carrera.
La obra duró en cartel casi todo el mes de junio. Puede que a nadie le sirviera, pero Fermín Galán, a pesar de su poco éxito, me sirvió a mí para removerme y ventilarme la sangre, poniéndome en trance de elección, de sacrificio. La causa del pueblo, ya clara y luminosa, la tenía ante mis ojos.
Los viejos vientos se alejaban… Paso a paso, tenaz, invadiendo mis huellas, la Arboleda Perdida continuaba avanzando.