Capítulo Cinco
I Don’t Wanna Grow Up

Para hablar de Hans Fritz, debo tomar aire. Eso es todo. No sabría cómo empezar. Hans fue el culpable de todo. Consiguió que dejásemos ser una banda mediocre y llegáramos a sonar como algo real. Nuestro mentor, y como en todas las historias reales, el maestro abandonó a sus alumnos cuando creyó adecuado.

El primer contacto con Hans Fritz fue a través de un foro de internet. Las cintas del apartamento de la playa abrieron la curiosidad y la necesidad por engullir todo lo que existiera en la red.

Navegando, di con un foro de fans de Los Nikis. Una enorme comunidad de personas se reunían para discutir sobre las antiguas canciones del grupo a la vez que compartían álbumes de punk rock. Una cueva escondida de conocimiento. Miembros de bandas que publicitaban sus discos y conciertos. Los rumores corrían con velocidad. Siempre había alguien que inmortalizaba los conciertos con su cámara de fotos.

A medida que pasaba los mensajes, las caras se repetían, rostros enfundados en pseudónimos que más tarde pondrían cara a grupos como Psycho Loosers, La La Love You, Viernes13, Johnny Betadine, Los Summers, Shoolins, Marqueses, D.D.T., Fast Food, Stukas Rakudas, Armin Tamzarian y una lista infinita de bandas nacionales.

Hombres y mujeres de todo el país se reunían una vez al año para rendir tributo a Los Nikis.

Fue entonces cuando nombres como Airbag, F.A.N.T.A. o Shock Treatment comenzaron a sonar en mi cabeza. Demasiada información para digerir en semanas.

Por aquel entonces, Hans Fritz no existía. Su nombre era otro y formaba parte de un grupo de punk surf alicantino llamado Las Pirañas. Junto a él, un cocinero llamado Álex golpeaba la batería y su cantante, Gigi, compaginaba las horas con el grupo vendiendo ropa en un conocido centro comercial. Nuestro primer contacto con Hans fue en un estudio de grabación. Terminaban lo que sería su próximo EP en vinilo y él nos había invitado a las sesiones de grabación.

Fiel fan a The Ramones y Misfits, y sobre todo, un gran tipo. Corpulento y capaz de protegernos en cualquier pelea, Hans abrió la puerta del estudio aquel día. Álex y yo estábamos nerviosos. Jamás habíamos entrado en un estudio de grabación. Los tipos que se encontraban allí dentro superaban la treintena. Auténticos punk rockers: camisetas de rayas, cadenas en los bolsillos de unos Levi’s agujereados, chupas de cuero y Converse All-Star. Todos seguían el mismo patrón.

El productor controlaba la mesa de mezclas, Gigi grababa las voces. Hans aporreaba un Fender Jazz Bass y bebía de una botella de Amstel que ofreció y negamos por timidez.

Hans me enviaba discos de bandas y yo los descargaba. Él me hablaba de chicas y yo le contaba cómo me iba con Laura. Hans era como el hermano mayor que siempre hubiese querido tener. Ismael estaba demasiado ocupado en su vida empresarial y siempre que descolgaba el teléfono, sus palabras se limitaban a las líneas de un telegrama. Gracias a Hans tuve al alcance a grupos que ni por asomo podría encontrar en una tienda de discos.

Álex, Carl y yo comenzamos a elaborar nuestro primer repertorio de canciones. Tras una primera grabación casera y tardes en el local de ensayo, no sería hasta después de nuestra primera maqueta seria (producida por quien después se convertiría en el cantante de Dinero) cuando Hans abandonaría Las Pirañas y se convertiría en el líder y cantante de Stukas Rakudas. Para entonces yo ya me había hecho con un bajo barato con una pegatina de Regreso al Futuro que escondí en el local de ensayo.

Hans nos consiguió tres conciertos junto a su banda. Tocar resultaba complicado cuando tenía que inventar alguna artimaña para hacerlo. Era incapaz de decirle a mi padre que tenía una banda y ese era mi deber. Durante semanas oculté mis ensayos fingiendo ir a clases extraescolares de arte al mismo tiempo que permanecía encerrado cada sábado esperando al día en el que hubiese una actuación.

—Tengo algo para vosotros —dijo Hans en la cafetería de una gasolinera. Aquella noche olía a fracaso, pero cualquier comienzo tenía la misma tesitura. Tratábamos de disfrutar el momento. Desconocíamos cuándo aquel sueño iba a convertirse en un solo recuerdo. Yo empuñaba una cámara JVC para inmortalizarnos en vídeo. El resto comía hamburguesas y patatas fritas en cajas de cartón—: Necesitáis un manager.

Los tres nos miramos.

—Nadie quiere ser nuestro manager, tío —dijo Álex.

—Nadie nos conoce —dijo Carl.

Guardamos silencio.

Hans se colocó una gorra con el logotipo de The Ramones. El bajista y el batería de su grupo pedían cerveza a un empleado de la gasolinera.

—Yo seré vuestro manager —dijo.

El hecho de que Hans fuera nuestro manager era la mejor idea que podía existir. Leal, nunca nos tomó por unos críos.

Que Hans decidiera hacerlo así, subió mi autoestima. Apostó por nosotros. Él llevaba demasiados años en la escena para saber que las cosas saldrían bien. Nosotros queríamos tocar y él tenía equipo y una furgoneta con la que nos llevaría a la cima del rock. Hans iba a cuidar de nosotros y la banda tenía fe en él. Teníamos mucho que aprender. Aceptamos sin dudar y nos dimos un fuerte apretón de manos.

—¿Tendremos grupies? —dijo Álex.

Hans rompió a reír.

—Primero, los conciertos.

—Es justo —dije.

—¿Tenéis novias? —preguntó.

Los tres nos miramos.

—No, necesariamente. Ya sabes —dije.

—Genial —suspiró—. Ellas no entran en el acuerdo. Lo joden todo.


Semanas después, resultaba más complicado compaginar el instituto con la banda. La relación con mi padre se volvía más tensa. Todos los días tenía alguna reprimenda en forma de sermón. Parecía ocultar un plan de vida que estaba elaborando minuciosamente y en el que yo era el protagonista. Un plan de futuro que lo mantenía bajo incertidumbre al verme salir por la puerta cada fin de semana. Tenía amigos y algo por lo que seguir vivo y trabajar mucho, y ese algo, no le gustaba nada. Los conciertos no habían sido gran cosa, éramos poco conocidos y debía mantenerme sobrio antes de llegar a casa si no quería pifiarla.

Una mañana, el director de otro centro nos llamó por teléfono. Alguien le había insistido en que tocáramos en el salón de actos de su instituto. Me reuní con Carl y Álex en el Chimi Churri y pedimos una fuente de patatas fritas con ketchup.

—Puede ser la turbohostia —dijo Carl y bañó una patata de salsa—. Deberíamos pagar a alguien que se disfrace de donut psicodélico.

—Qué es un donut psicodélico —dije.

—Con virutas de colores —dijo con gesto demente moviendo los dedos de las manos como si esparciera las virutas sobre el glaseado de un bollo imaginario.

La imaginación de Carl daba para mucho.

—Este ketchup no sabe como el de McDonald’s —dijo Álex.

—Puede que engorde menos —dije.

—Puede que lleve dos meses ahí —dijo Carl y bañó de nuevo una larga patata frita sobre el montón de tomate.

—Nos tendremos que saltar las clases —dije.

—Nadie nos echará de menos —dijo Álex.

La disciplina del centro nos obligaba a presentar una justificación previa en caso de ausencia. Falsificar un papel hubiese sido tarea sencilla si no fuera porque una central enviaba un mensaje de confirmación al teléfono familiar.

—Podríamos robarles los teléfonos —dijo Carl mirándonos—. Y luego devolvérselos, claro.

—Es imposible. Mi padre vive pegado a él —dije.

—Lo mío es más jodido. El mío tiene tres. Nunca sé a cuál llamar —dijo Álex.

Álex y Carl me miraron fijamente expectantes a que dijera algo, a que sacara el revólver y diese el pistoletazo de salida y no hubiese marcha atrás. La presión aumentaba por segundos y sentía sus miradas como la cola de un escorpión que está a punto de picarte en el ojo.

—Me van a castrar si se enteran —dije y di un trago al refresco.

—Eso quiere decir… —dijo Álex sonriendo.

—No quiere decir nada. No he dicho nada aún —contesté.

—Que hay luz verde —dijo Carl.

Odiaba la luz verde así como todos aquellos que encontraban en el mismo color, una sensación de libertad y autorrealización. Pero yo no podía odiar a Carl, no entonces. Emplear esa expresión suponía un gesto de sumisión a las reglas, a los valores que alguien había establecido.

La luz verde era mi padre y sus valores y la particular visión de futuro que tenía para mí, y eso me molestaba mucho, me hacía sentir francamente mal.

Olvidé por un momento y regresé a la conversación.

No había marcha atrás.

No defraudaría a mis amigos.


Una cita con Laura, una auténtica cita. Hablamos durante horas por el chat. Los principios fueron fríos, lentos. Desde la tarde del beso, los encuentros en clase de arte habían sido distantes. Puede que por mi timidez o la falsa necesidad de ser indiferente con ella fingiendo que no me interesaba. Tenía que ganarse mi atención. Juegos de seducción que Hans me dictaba en otra ventana de chat. Las llamadas perdidas aumentaron y no tenía sentido echarnos de menos si éramos incapaces de elaborar una frase cuando nos encontrábamos juntos. Me sentía frustrado e incapaz de llamarla. Lo único que deseaba era marcar su número e invitarla al cine o dar un paseo por el parque como todos esos adolescentes que ocupaban los bancos de la plaza que había junto a mi casa. Sentía envidia al verlos, y asco. Repugnancia ante sus cuerpos pegados enrollándose como dos serpientes que se ahogan entre sí.

Inicié una conversación cuando la vi conectada, un simple saludo, breve, directo. Laura tardaba en contestar y yo hacía lo mismo, simulando que no era la única.

Las axilas y las manos me sudaban cuando me sentaba frente al ordenador esperando a que respondiera. No tenía idea alguna de cómo se hacía aquello. En los libros que leía todo parecía sencillo.

Le propuse tomar un refresco en el McDonald’s que había junto al estadio de fútbol. Invitarla a comer hubiese sido desagradable. Me incomodaba comer delante de mujeres que no fueran de mi familia. Las chicas de mi edad eran finas y cuidadosas cuando terminaban el almuerzo.

Cuando me apeé en la parada que había frente a su casa, Laura miraba su iPod vestida con medias de color azul, falda corta y una parka de color verde militar.

Llegaba tarde, lo había hecho a propósito.

Era otro de los consejos de Hans.

—Nunca llegues pronto a una cita. Quedas como un perdedor —dijo en la ventana de chat. No quería aparentar ser un perdedor en la primera cita. Laura me apreciaba, ella fue quien me besó primero y después de todo, era yo quien le había impresionado.

A Laura le gustaba The O.C., habíamos hablado de ello y por eso escuchaba Arcade Fire cuando nadie los conocía.

Me detuve frente a ella y saludé. Deseé darle un beso en la mejilla pero no lo encontré apropiado.

No tenía la confianza suficiente para considerarlo apropiado.

—Llegas tarde —dijo cruzada de brazos.

—¿Llevas mucho esperando? —pregunté.

Ella guardó su iPod en el bolso y enrolló los auriculares.

—No —dijo—, pero a una chica no se le hace esperar. No en una cita.

—¿Esto es una cita?

—No sé, supongo —dijo.

Comencé a caminar y Laura me siguió.

—¿Has visto el último de The O.C.? —pregunté. No fue el mejor arranque para romper el hielo.

—No —dijo. Parecía molesta.

Regresamos al silencio incómodo durante varios metros. Yo hacía eses con los pies mirando al frente y después a la punta blanca de mis zapatillas y así en un bucle infinito hasta que encontraba las palabras para reiniciar la conversación.

—¿Qué tal con el grupo? He oído que vais a tocar.

Me puse nervioso. Lo iba a hacer y era un riesgo que debía asumir aunque no estuviese muy seguro de las consecuencias que ello acarreaba.

—Sí. Tocamos en un instituto.

—Lo sé —dijo con una pequeña sonrisa mirando al suelo—. Unas amigas estudian allí.

Por primera vez, me sentí orgulloso sin saber muy bien por qué. Laura, la chica que no tenía interés alguno en la música para adolescentes se había molestado en saber de mí, de mi banda:

—¿Te importaría que fuera?

—¿Cómo?

—Sí. Ir al concierto. Tengo curiosidad.

—Vaya.

—No parece que te haga mucha ilusión —dijo decepcionada.

—No, al contrario. Es raro —dije.

—Te entiendo. Habrá otras chicas, y no quieres que nadie te moleste. Lo comprendo, es tu momento —suspiró—. Me siento tan imbécil ahora.

No estaba acostumbrado a que alguien me pidiera su opinión para acudir a un concierto.

—No, de verdad —reculé—. Me gustaría que vinieras.

Mis músculos estaban relajados. Una sensación de fortaleza y seguridad recorría mis extremidades como si alguien hubiera destrozado mi baja autoestima con una motosierra.

En el interior del McDonald’s había niños que correteaban dejando a un lado las hamburguesas. Un grupo de padres se encargaba de que todo estuviera en orden y otros salían a la puerta a fumar. Parejas adolescentes y maduras que formaban una masa deprimente de comida rápida. Mi hermano siempre decía que somos lo que comemos, y la situación me obligaba a imaginar a panecillos de sésamo con forma humana y carne en descomposición. Di un vistazo a mi alrededor y vi a una pareja que observaba su teléfono móvil sin cruzar palabra. Parecía que estuvieran allí por obligación, como parte del acuerdo matrimonial que todas las parejas de novios tienen antes de romper con sus relaciones. No sabía mucho sobre relaciones, pero era muy agudo observando, y sabía de veras que todo aquello acabaría mal. Las personas tienden a vivir de su pasado, recuerdos distorsionados que condicionan su futuro.

Sus rostros estaban apagados como los de esas personas que esperan en la cola del hospital o en la puerta de la oficina del paro. No es agradable esperar, a todo el mundo le incomoda, y sus muestras de cariño eran tristes y decadentes como las del alcohólico amarillento que está a punto de morir de un problema hepático. En la televisión todo parece distinto.

Los batidos, los helados y la comida rápida saben mejor.

La gente es guapa, delgada y parece feliz.

Pedimos un refresco y nos sentamos en una de las mesas que había junto a la cristalera. Laura dejó su abrigo y mostró una rebeca negra que llevaba sobre una camiseta de color azul eléctrico.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo.

—Sí, claro —dije sorbiendo de la pajita.

Laura suspiró. Miré sus labios y el color metálico de los alambres que protegían su dentadura.

—Es sobre el beso… —contestó confundida.

—No te preocupes. Fue un beso, no tiene importancia —dije adelantándome sin conocer qué significaba mi respuesta, como si mi día a día estuviese lleno de momentos con chicas que pierden el pudor y se tiran sobre mis labios. Ya lo creo que tenía importancia, demasiada, pero Hans me había enseñado a comportarme como un tipo a quien no le importaba lo más mínimo todo lo que estuviera relacionado con el sexo opuesto.

Con la experiencia aprendería a estar callado.

—No, claro. Para mí tampoco —dijo acelerada.

—Entonces, ¿cuál era la pregunta?

—Quería asegurarme.

—Asegurarte, ¿de qué?

—Asegurarme de que no te ibas a enamorar de mí —dijo sonriente mirándome a los ojos.

Laura me acompañó hasta la parada del autobús. Hablamos de nimiedades sobre si el color de su pelo era natural.

No quería que llegara el momento de despedirnos. Quería estar seguro de que no me iba a enamorar de ella. Deseaba besarla y al mismo tiempo, dejarla con la miel en los labios.

Las palmas de mis manos comenzaron a sudar.

Los faros del autobús alumbraban a los lejos.

—Me lo he pasado bien —dijo.

—Sí. Ha estado guay —dije—. ¿Puedo preguntarte algo?

Laura levantó una ceja.

—Algo… ¿como qué?

El bus estaba a escasos metros.

—Prométeme que no te enamorarás de mí.

—¿Bromeas?

Entonces, agarré su cintura y me abalancé sobre ella.


El olor de las tostadas y el café llegaban a mi habitación mientras guardaba en la bolsa de deporte mis zapatillas de los conciertos y los vaqueros rotos. Docenas de adolescentes confirmaron que asistirían al anuncio que Carl había publicado en el perfil de MySpace. La noche anterior, Álex y yo decidimos fingir que nos habían cambiado la clase de gimnasia para cubrirnos las espaldas. Hans y Carl llevarían los instrumentos en la furgoneta hasta el lugar del concierto.

En mi cuarto sonaba The Exploding Hearts cantando Throwaway Style para mí. Era mi himno, mi ritual; una canción demoledora que levantaba el ánimo cuando pensaba que todo estaba perdido.

Quedaban tres horas para el concierto cuando Álex y yo nos encontramos en la puerta del instituto.

—¿Crees que será buena idea entrar? —dijo Álex.

—Te refieres a que sería mejor si no entrásemos —dije—. Sospecharían de nosotros.

—Quizá piensen que estamos enfermos, o algo.

—Tú y yo, oportuno, no crees.

—¿Y si entra uno y el otro espera?

—Eso no tiene sentido —contesté.

—Sí lo tiene, tío —dijo—. Es más fácil que salga uno a que se fuguen los dos.

—¿Y qué pasaría si no pudieras salir?

—¿Salir? ¿Por qué debería ser yo?

—Yo soy el cantante.

—Yo soy el batería.

—Joder —comenté—. Esta es la mierda de ser imprescindibles.

—Deberíamos buscar un segundo guitarra.

—¿Para qué?

—Los segundos guitarras siempre sobran, tío.

Álex y yo reímos.

—Hagamos esto de una vez —dije.

Una hora más tarde, nos encontrábamos frente a una tienda 24 horas lo suficientemente alejada de la entrada del instituto para que alguien conocido nos delatara. La furgoneta de Hans se veía a lo lejos.

—¿Qué hacéis vestidos como dos maricones? —dijo sujetando el volante.

—Es el uniforme.

—Parecéis mormones —dijo y comenzó a reír.

Hans condujo hasta una cafetería que había junto a la casa de Laura. No había vuelto a verla y, aunque todo estaba bien entre nosotros, la inseguridad de ser un perdedor adolescente me quemaba.

Revisamos el repertorio e hicimos algunos ajustes. Quince canciones en treinta minutos para que nuestras familias no sospechasen.

Así fue como empezó todo.

Mi padre había estado muy pesado. Las horas que pasaba frente al espejo posando con la guitarra y tomarme la vida como algo serio y no un simple paso del tiempo. Aunque no me lo había dicho directamente, lo había escuchado hablar con mamá en la cocina sobre una reunión con un importante cliente. La empresa de asesores que su amigo dirigía, era una de las más prestigiosas del sector y mi padre vio una buena oportunidad de futuro.

Pedimos café y Hans tomó una cerveza. El camarero nos observó con gesto extraño. En la televisión, un programa especial hablaba sobre fútbol y varios jubilados fumaban y discutían a gritos.

—¿Cuándo pensabais decírmelo? —dijo Hans dando un pequeño golpe sobre la mesa. No teníamos ni idea de lo que hablaba.

—Espero que no estés hablando del uniforme —dijo Álex.

—Soy vuestro amigo, joder —dijo.

—No te seguimos —dije.

—¿No habéis leído el foro?

No lo habíamos hecho.

Las clases y Laura me mantuvieron tan ocupado que no había vuelto a entrar a aquel foro donde nunca sucedía nada. Alguien había colgado las canciones que grabamos. Ninguna novedad si partíamos de que yo era el primero que difundía todo lo que producíamos sin importar la calidad que tuviese. La noticia corrió como la pólvora. Miembros de otras bandas comenzaron a hablar de nosotros hasta que Joaquín Rodríguez, bajista de Los Nikis, se interesó en producir nuestro trabajo. El mensaje llamó la atención de una discográfica catalana y despertó su interés para sacar un primer disco al mercado.

—Pensé que os habían incluido en el e-mail —dijo Hans.

Me quedé sin aliento.

El rostro de Álex se empalideció cuando agarraba la taza de café e intentaba asimilar las palabras.

La historia comenzaba ser real.

Alguien se interesaba por nosotros.

Grabar un álbum.

—¿No es cojonudo? —preguntó Hans.

—Oh, mierda —dijo Álex—. Vamos a grabar un disco.

Hans sacó una cámara de fotos digital y disparó.

—Para la posteridad. La hubiese preferido con los uniformes —rio.

—Tengo que dejar a mi novia —dijo Álex.


Carlos grababa con la cámara JVC mientras descargábamos los instrumentos en la puerta del instituto. Pandillas adolescentes se amontonaban dentro y fuera de las pistas de baloncesto esperando entre cigarrillos. Crucé uno de los pasillos y allí encontré al resto: Franco, Albert, Fristian y Rubens estaban apoyados en la barra de una cafetería. Todos habían dejado a un lado sus clases para venir a nuestro concierto. La presión se disipó y comencé a creer en mí, algo que tenía olvidado. Saludé con timidez a un grupo de chicas que gritaron mi nombre para después girarse y susurrar entre risas.

Nervioso, la prueba de sonido estaba a punto de comenzar y me orinaba. De camino al baño, alguien tocó mi espalda.

Cuando giré, vi su rostro. Era Cristal.

Un momento extraño. Me había casi olvidado por completo de ella.

—Hoy es tu día —dijo con una sonrisa—. Me he fugado para veros.

La única respuesta que encontré fue encogerme de hombros.

—Es un concierto más, ya sabes —dije con desaire.

Ella sonrió y miró con burla.

—Vaya, hablas como una estrella. ¿Por qué no me dijiste que tenías un grupo?

La respuesta hubiese sido que no lo tenía, que ella había sido la causa de todo, de mi búsqueda interior para vomitar todo el odio que representaba en acordes y palabras. Hubiese querido agradecerle haberme convertido en quien era. Me imaginé recogiendo un Grammy frente a miles de personas: «Se lo debo a Cristal, la chica que me humilló en el instituto y que me ha convertido en quien soy», decía.

Pero aquello hubiese sido indecoroso.

Para entonces, esperaba tener una mujer y varios hijos. Mencionar a otra mujer que formó parte de tu pasado mientras compartes tus días con la mujer de tu vida, nunca sienta bien.

Sí, estaba hablando de la mujer de mi vida.

Deseé que desapareciera junto a mi padre, Borrego y todos los cabrones que hacían de mi adolescencia un campo de minas anti persona.

Pero no fue así.

—¿Qué hubiese cambiado? —pregunté.

Cristal se quedó muda. Levantó su mano asestándome un pequeño golpe en el hombro.

—No sé. Te hubiese hecho más interesante.

—Está bien —suspiré—. Tengo que irme. Hoy es mi día.

Abandoné a Cristal a mitad del pasillo y me encerré en los aseos. Álex meaba en un urinario vertical mientras Carl grababa cómo se bajaba los calzoncillos. Después comenzaron a hacer bolas de papel mojado y a lanzarlas contra el techo.

—¿Qué coño hacéis? —dije.

Carl me grababa.

—Algún día podremos lanzar televisores desde un hotel, tío —dijo Álex.

—Liberar tensiones —dijo Carl.

—Si quieres liberarte, hazte una paja —dije.

—El porno ha matado a mi imaginación —dijo Carl.

Álex y yo nos miramos y decidimos guardar silencio. No estaba relacionado con su respuesta, pero ambos sentimos que no era el momento adecuado para contarle que íbamos a grabar un disco. Álex estaba eufórico y nervioso por la noticia y eso suponía que íbamos a tocar más rápido de lo normal. Siempre lo hacía. Con el tiempo descubrí que Álex necesitaría una dosis previa de alcohol para bajar el tempo de las canciones. Yo era el cantante y no podía asumir el riesgo de que Carl se acelerara y mi voz sonara como una cinta a cámara rápida.

Salimos de allí, todo estaba preparado. Mis pensamientos ponían a prueba el éxito o el desastre de aquella actuación. El encuentro con Cristal me bloqueó. Solo podía pensar en ella. Analicé la conversación, su interés.

Después de la maldita fiesta, nuestros caminos tomaron destinos opuestos.

Yo estaba conociendo a Laura, y eso me hacía sentir mal. Las mujeres tienen el poder de aparecer y desaparecer cuando lo desean, inyectando el veneno en nuestras cabezas como semillas de plantas carnívoras que crecen y crecen hasta devorarte el cerebro.

Hans probaba por última vez el sonido de los micrófonos. El público se aglomeró alrededor del salón de actos. Miradas que penetraban en mi cuerpo como agujas de acero. Los inicios de algo siempre son los mejores recuerdos. Una centena de estudiantes se había reunido para vernos, y eso era lo mejor de todo.

Subimos al escenario, agarré el bajo y una luz golpeó mi nuca. Busqué a Laura entre la multitud, no estaba.

El ambiente era frío. Cristal me miraba desde una esquina entre los brazos de Borrego.

No se puede ser más zorra, pensé.

Giré la cabeza y miré al resto. Álex ajustaba el sillín de su batería. Hans nos miró desde una esquina y levantó el dedo pulgar con una sonrisa.

Me acerqué al micrófono.

—Hola a todos, somos The Bikinis —grité por el micrófono.

Nadie dijo nada.

El silencio se apoderó de nuestros huesos.

No podía hacerlo.

De repente, un grupo de tres chicas entró corriendo a lo lejos por la puerta principal.

Era Laura.

Sonreí.

Me saludó con un gesto y la pólvora ardió.