Capítulo Tres
Beat On The Brat

Mi actitud fue de lo más cobarde, no tuve otra opción. Las vacaciones de Pascua estaban a punto de llegar. Fingí encontrarme enfermo durante varios días, y digo fingir porque parece que necesites que tu cuerpo esté en ebullición o que pases una tarde vomitando sangre frente a tus padres para demostrar que estás enfermo. Yo me encontraba mal, lastimado, y las heridas emocionales tardan en cerrar.

Nadie escucha a los enfermemos.

Carteles de positivismo y ganas de pisotear al prójimo.

La única vía para evitar a todos los que vieron mi dignidad marcharse por una letrina, haciendo de mí un perdedor.

Mamá no se lo creyó, aunque consiguió oler el temor que emanaba de mis poros al pensar en regresar al instituto.

Se sentía culpable.

Tras regresar de la fiesta, ni siquiera le dirigí la palabra. Ella supo cuál había sido la causa.

Fue justo.

Un pacto, una compensación por agresión, víctima de un robo de dignidad.

Ambos fingimos, yo aguanté dos días caminando en pijama por mi habitación, comiendo cereales con leche, jugando en el ordenador sin mentar palabra; intentando olvidar todo lo que había sucedido.

Cristal no existía para mí o eso quería creer yo, pero mi fuerza mental de voluntad se desplomaba cuando recordaba el tono de su voz y su rostro aparecía de nuevo, una y otra vez en aquella barbacoa y finalmente, sobre el suelo.

Una vez recuperado, si no había tenido suficiente, las noticias no podían ser peores. La autoridad de mi padre impuso una semana familiar: los tres juntos, en el apartamento de la playa. Como una familia normal y feliz. Por una vez, la sumisión no sería tan dura, y hasta podía llegar a encontrarme cómodo haciendo un pequeño esfuerzo. Quería desaparecer por un tiempo y unos días con mis padres era la excusa perfecta. Odiaba viajar con ellos. No es que no quisiera a mis padres, los quería a mí manera, pero viajar era lo más aburrido que podía hacer cualquiera en plena adolescencia. Siempre fui independiente. Me producía náuseas pensar en los jóvenes que se sientan con sus padres para ver una película sin importarles que una escena incómoda de sexo ponga rompa el clima.

Náuseas y una ligera envidia.

Cargué al máximo mi iPod y guardé las revistas musicales entre carpetas de apuntes. Leía En el camino de Jack Kerouac, pero no podía arriesgarme a que mi padre me echara de nuevo un sermón de campeonato. Desperdiciar mi vida entre las páginas de alguien que no hizo nada con la suya muriendo de cirrosis en una cabaña. Kerouac tenía pólvora. Adoraba su personalidad radiante y enamoradiza de los detalles insulsos a los que nunca uno presta atención. Identificado con sus palabras y posición en la historia, porque él no era el centro de las mujeres salvajes sino un observador idealista. Comprendí que si Kerouac había tenido casi el mismo sexo que yo con unos cuantos años más, cabía la esperanza de ponerme a su altura. Mis amistades no eran como las suyas, y yo iba a un instituto de chicos con uniforme y tipos que bebían cerveza y fumaban cigarrillos y otros que consumían cocaína y hablaban de motocicletas y no de poesía.

El apartamento de la playa no se encontraba muy lejos de la ciudad. Era una visión muy autóctona, levantina, aquella de vivir en la ciudad para pasar los veranos en un apartamento junto a una zona de playa que se encontraba a veinte minutos en coche.

Jamás lo entendí.

No existía nada mejor que vivir junto al mar, formar parte de aquello, practicar surf o deportes de vela y disfrutar de las cuatro estaciones. Las personas disfrutan de la costa en verano y la olvidan después. Vivir junto al mar es comparable a hacerlo en un país frío, sintiendo la depresión del invierno y la subida de testosterona durante la primavera. En los países fríos, las caras cambian y la luz del día es un bien escaso que no se puede pagar con dinero. Por el contrario, los veranos en la ciudad se convertían en un infierno de temperaturas altas y aburrimiento en las calles. Nos mudábamos a pueblos costeros de pescadores que sentían la desolación invernal y el agobio del resto de provincianos y gente de la capital que aterrizaba en julio para gastar las pagas extras.

Mi padre arrancó el BMW azul marino y mamá y yo nos subimos, diciendo adiós durante unos días a un recuerdo tóxico que aún me machacaba las entrañas. La primavera había comenzado. En el coche sonaba la radio y un tipo leía poesía y después pinchaba canciones de jazz con flamenco. Mamá se sentó en la parte delantera bajo sus gafas de sol. Fingía dormir y mi padre parecer entusiasmado.

—¿Te has despedido de tus amigos? —preguntó.

—Sí, de algún modo.

—Te vendrá bien un tiempo con tus padres. Pasas demasiadas horas en la calle —dijo.

El arrebato paternalista, síndrome del progenitor incomprendido. Ocurre con frecuencia en esos padres que nunca tratan con sus hijos y después de todo, jamás llegan a saber cómo hacerlo. Preguntan en foros de internet con seudónimos o envían cartas anónimas a consultorios femeninos. Ocultan su identidad para mantener una imagen impoluta de bloque de acero.

En las revistas que mamá compraba, altos directivos pedían consejo para solucionar problemas maritales o relaciones con hijas a las que sus compañeros de clase nos intentábamos tirar.

Imaginé a mi padre sentado en su despacho y tecleando en su portátil con la corbata y camisa abiertas, afligido y exhausto con los ojos encharcados en lágrimas y una botella de whisky junto al teclado. Lo imaginé como a un pusilánime. Sentí asco y vergüenza al verlo fingir ser un padre enrollado cuando le importaba todo una mierda.

A veces pienso que antes de ser padre, se ha sido hijo, de algún modo, y esto debería quedar claro. Después comprendo que quizá lo olviden todo con el tiempo. Los hijos que prefieren pasar las horas en su cuarto, se aburren de su familia. Tan solo, eso. Y en mi caso, surgían intereses, motivaciones, desahogarse con alguien en una ventana de chat.

Mi padre era un carcamal y un bastardo, pero no por eso dejaba de ser mi mentor.

—Tranquilo, no hay internet —rio con una pequeña carcajada—. Qué harás tanto tiempo delante de la pantalla.

Ver porno, pensé.

—Leer cosas, ya sabes.

—No te creas todo lo que digan por ahí —murmuró—. Cualquiera puede escribir, y no por eso es cierto, ¿verdad?

—Contrasto la información.

—Así me gusta, olfato —dijo sonriendo—. Lo necesitarás para convertirte en un buen abogado.

Sus palabras llegaron a mí como un puñetazo en el estómago. Napalm que ardió por mis intestinos. Sentí los dientes deshacerse como una vela incandescente. Viviría con aquella amargura para siempre.

Deseé decirle que estaba en contra de sus propósitos pero no lo hice y tragué saliva con fuerza. Ambos desconocíamos que pronto llegaría una revolución que nos enfrentaría.

Rodeados de palmeras y bajo la mirada de una ciudad que amanecía lentamente, desconecté el teléfono y lo dejé en uno de los laterales traseros. Me gustaba la sensación de diluirme como una gota de tinta en el mar sin que nadie me encontrara.

Desaparecer, solo eso.

Con el tiempo le cogería el gusto a hacerlo por más tiempo, y entonces, todo se complicaría, pero en aquel puente de Pascua nadie sabría de mí ni yo de ellos, que a fin de cuentas, era lo que necesitaba.


Habían pasado dos días y parecieron veinte años allí dentro. Envejecí por instantes. El apartamento no era muy amplio y tenía un balcón con vistas al mar, una playa gris y vacía por el temporal. Cuando vives junto al mar, tu cara se vuelve triste y apagada como la de un pez. No me refiero a que se vuelva así porque los tipos que viven junto al mar siempre estén comiendo pescado, pero comprendí por qué los peces son como son al vivir tanto tiempo bajo el agua.

Terminamos una paella de pescado en un restaurante junto a la playa cuando mis padres comenzaron a hablar entre ellos de lo orgullosos que estaban de Ismael. Mi hermano había sido elegido para asesorar a una de las empresas más potentes del país y eso le iba a reportar mucho dinero. Mi padre no cabía en su gozo.

Ismael era un buen hermano. Nos separaban siete años de diferencia y teníamos buen trato aunque este se enfriara al abandonar el hogar. Desde entonces, sospeché que el siguiente sería yo y que mi padre esperaría a que predicara con el ejemplo. Nadie quiere escuchar cosas desagradables de sus hijos, como si estos fueran un busto de arcilla que se perfilan con el tiempo y la experiencia.

Todo es una cuestión de ego. Una cuestión humana.

En mi caso, la arcilla se secaba y cada vez era menos moldeable para sus manos.

Cuando mamá advirtió que la conversación me incomodaba, le dijo a mi padre que pidiera la cuenta y cogió mi mano.

—Darío, hijo, ¿te pasa algo? —preguntó.

—Míralo. Está pálido por comer con tanta ansia —contestó mi padre—. Deberías ser más prudente.

Lancé un dardo con desaprobación.

—Estoy bien, algo cansado, supongo.

—¿Tienes ya novia? Estás en edad de ello —dijo.

—Arturo… —dijo mi madre.

—Joder —contesté.

Si existía algo más incómodo que aquella pregunta, era que tu padre te preguntara si llevabas condones encima.

—Estás en edad, verdad. Además, somos tus padres.

—Por eso mismo.

—No confías en nosotros.

—No, no es eso.

—Admítelo. No confías en nosotros —repitió.

—¡Mierda! —exclamé—. Sois mis padres. No lo hagáis más difícil.

—¿Qué tipo de respuesta es esa, Darío? —dijo mi madre ofendida.

—Pues que sois mis padres, y no podéis ser mis amigos, ni mis novias. Es sencillo.

—Me pregunto qué hemos hecho mal contigo, de verdad —lamentó él.

Quise decirle que lo habían hecho todo mal.

—Está bien, no nos lo cuentes. Estás en una edad complicada —murmuró mi madre evitando una discusión—. Recuerda que estaremos aquí cuando lo necesites.

Asentí sin credibilidad, el camarero trajo un whisky con hielo a mi padre y un café para ella. Volteé la cabeza y miré hacia las mesas de alrededor. Un panorama desolador: familias que disfrutaban de su comida entre sonrisas y botellas de vino. Después dirigí la mirada a mi padre, quien ponía más atención en su vaso que en nosotros.

Las horas corrían con pesadumbre. Me agoté de Kerouac y sus viajes atravesando América del Norte y también de todos esos pasados de rosca que no hacían más que hablar de la vida, una vida con la que no me sentía identificado.

No me encontraba en California por muchas palmeras y chicas bonitas que caminaran por las calles.

Aquella tarde, decidí hurgar en el desván y sacar viejos recuerdos que alguien había dejado allí. El apartamento era de la familia de mi padre. Lo había heredado tras la muerte de mi abuela y toda la decoración tenía un lúgubre aspecto a años sesenta. Encontré viejas cajas precintadas con novelas de vaqueros, tebeos y libros de leyes polvorientos y desgastados. Todo poseía un aura gris que encajaba con la tonalidad de mi padre. Cuando me rendí, una caja alargada de color negro sobresalía entre viejos estantes. Permanecía oculta, como si alguien deseara que pasase desapercibida. Moví los muebles y encontré un maletín enorme. Mi cabeza dio un vuelco al comprobar su interior. Montones de cintas de casete y un libro de partituras descubrían el cuerpo de una Gibson Les Paul blanca. Agarré el mástil y comprobé que pesaba más de lo que había imaginado. Posiblemente, la guitarra más hermosa que pude imaginar jamás. No tenía idea alguna de cómo tocarla, pero aquello sirvió de aliciente para pasar el resto de las breves vacaciones. Dejé la guitarra a un lado y observé las cintas. En los cartones, aparecían nombres de grupos como Los Nikis o Siniestro Total.

Corrí excitado hasta el balcón con el maletín entre mis manos. Mamá estaba en la cocina preparando café. Mi padre levantó la mirada del periódico.

—Has estado removiendo el desván —dijo con desaprobación.

—Pensé que no encontraría nada interesante.

Él observó el maletín.

—¿Qué te hace pensar que lo sea?

Cogí la guitarra sosteniéndola por el culo y la mostré como si tuviera una obra de arte entre mis manos.

—Bonita —dijo.

—Es una pasada —dije ilusionado.

Mamá estaba apoyada en la cristalera del balcón con los brazos cruzados. Por un momento pensé que no le hizo ninguna gracia, pero su cara parecía iluminada.

—¿Puedo quedármela?

Mamá le hizo un gesto de aprobación. Entre miradas, hablaron de algo que no supe entender.

No era momento para preguntas.

—Sí, claro —dijo él sopesando—. Pero no te hagas ilusiones, es tan solo un pasatiempo.

Las preguntas llegaron más tarde, durante la cena. Mi padre contó que la guitarra era de su hermano, Roberto, es decir, mi tío. El pasado familiar de mi padre era triste y oscuro, un tema del que nunca se habló. Jamás conocí al tío Roberto, falleció algunos años antes de que yo llegara. Saber que alguien en la familia había ido más allá del dogma de la perseverancia y los buenos modales, generó interés para saber todo acerca de ese gran desconocido que había dejado frente a mí aquella maravilla. La conversación no fue más allá de una breve biografía. El tío Roberto fue un joven con ambición y el talento para convertirse en piloto de aviación. Más tarde, la historia se emborronaría con cabos sueltos, muriendo de una extraña enfermedad.

Tras la cena, jamás volví a preguntar por la historia de la guitarra. No había llegado hasta mí por casualidad. Debía tomar el camino familiar que alguien había dejado a medias. Papá se sirvió una copa y después fue a dormir.


Durante el resto de vacaciones escuché las cintas de Los Nikis en el viejo radiocasete que teníamos en el apartamento de la playa. Canciones sencillas con letras divertidas que iban más allá de la reivindicación y las ganas de quejarse por nada. No era Londres ni 1977, pero sonaban lo suficientemente bien para ponerlos una y otra vez. Aprendí algunos acordes básicos que encontré anotados en los apuntes. Las canciones repetían siempre la misma estructura, por lo que su autenticidad eran las letras. Ironizaban con todo, y aquello hacía mi existencia mucho más llevadera. Entendí lo que escuchaba y supe que yo mismo podría escribir sobre aquello. En algunas cintas, las canciones se entrecortaban porque alguien había grabado a otros grupos encima.

El último día, las gaviotas revoloteaban alrededor de las rocas de la playa. Mi padre fumaba un cigarrillo apoyado en el balcón, pensando en algo que daba por hecho que no iba a compartir con nosotros. Terminé el desayuno de Pascua que mi madre había preparado y llevé la bandeja a la cocina. Cruzamos la mirada durante un segundo y una desagradable sensación me atravesó entero. Contemplé temor en su mirada, un miedo que presionó mi pecho. No supe qué podría temer un hombre con la vida resuelta y una familia noble que depositaba toda su confianza en él.

Pareció decepcionado. Algo estaba a punto de cambiar, y no haría falta mucho tiempo para que aquel recuerdo soleado entre palmeras y rocas de playa se convirtiera en un tormentoso pasaje desagradable.

Agarré la funda de la guitarra junto al resto de cintas y las metí en el maletero del coche. Encendí el teléfono móvil.

Tenía llamadas perdidas de Álex, Franco y un número desconocido. Después recibí un mensaje de Franco.

—Adivina quien ha preguntado por ti —dijo.

Borré el mensaje.

Escribí a Álex.

—Tenemos que hablar. Hay algo que quiero enseñarte —tecleé.

Me hubiese gustado contarle que tenía una canción, pero aún no estaba seguro si cuatro acordes formaban tal cosa.


Al parecer, no fui el único que empleó el tiempo en hacer algo productivo. Todo el mundo había olvidado mi infortunio en la fiesta y solo otros perdedores hablaban de ello. Intentaban integrarme en un grupo al que no pertenecía. Me acosaban con la mirada encontrando mi redención y las puertas a su averno. Formar su propia milicia para terminar en un futuro incierto con los que les hacían las semanas imposibles.

Ni por asomo sucumbí a ser parte de un grupo al que no pertenecía. Puede que todos aquellos marginados se convirtieran en grandes economistas años después, pero durante el instituto a nadie le importa eso. La popularidad hunde las ambiciones del resto. Perder la virginidad, encontrar un primer amor o descubrirse a uno mismo. Cada tres meses, nos veíamos obligados a completar exámenes psicológicos que dictaban lo buenos que seríamos en una carrera de ciencias o la falta de autoestima que cubría nuestra apariencia. No era suficiente con sufrir acné y masturbarse a escondidas sino que debíamos rendir cuentas en casa a lo que un tipo con barba y gafas de pasta concluía tras meter los cuadernillos en una máquina. El día a día era una lucha constante de supervivencia. Todos teníamos problemas y yo, la compañía suficiente para compartirlos, o al menos, eso creí antes de que sonara la campana.

—¿Qué tal?

—Recuerdas lo de formar un grupo, creo que es el momento —dije a Álex convencido de algo innegable.

Su reacción no fue la que esperada.

Mi insistencia pareció agradarle, pero sospeché que tenía algo más que decirme después.

—Suena convincente.

—Lo es.

—No he pensado mucho sobre ello —dijo.

—¿Qué has estado haciendo estos días?

Álex dio una patada a una lata de refresco en el suelo y me miró a los ojos.

—Sinceramente, he estado genial —dijo excitado.

—Genial, ¿el qué? —pregunté confuso.

—He conocido a una chica.

—Una chica.

—Sí.

—Vaya —dije. Él tampoco había perdido el tiempo y comencé a sentir envidia y a odiar cada momento que pasé en aquel apartamento pensando que yo también podría haber conocido a alguien especial.

—Se llama Luz.

Parecía feliz, aunque respondí como alguien que ve un barco hundirse en el mar.

—¿Pero estáis saliendo? —dije.

—No lo sé. Solo sé que me gusta —murmuró—. Sí. Es una tía interesante.

Si no hubiese conocido a Álex, a sus cientos de registros para reaccionar ante una noticia, no le hubiese dado importancia a su respuesta. Las personas conocen a otras y que alguien sea interesante o no, solo es un dato, algo sin más trascendencia. No obstante, fue su tono, una mirada agachada la que me preocupó. Una chica que se interponía entre nosotros, el proyecto de grupo, y lo que era peor, la atención de mi amigo más cercano. Ninguno de los dos teníamos idea de lo que podía significar aquello. Las chicas eran chicas, nos podíamos enamorar de ellas, de algo que creíamos que podrían tener, pero en ningún caso habíamos determinado que pudieran ser interesantes, al menos las chicas vulgares y corrientes que vivían en nuestra ciudad.

—Bueno, qué es eso que querías contarme.

—Nada importante —dije quitando peso.

—Nada importante, y me escribes tras desaparecer una semana —dijo—. Algo ocurre.

—Lo de siempre, grupos nuevos, ya sabes.

—Entiendo.

Asentí.

—No te creo, Darío —dijo y reímos.

Caminamos en silencio varias calles hasta la parada de autobús. Lo recogían en coche y yo tenía que esperar. El teléfono de Álex sonó y sonrió al leer la pantalla. Estuve seguro de que era ella, la misma persona que se interpondría en nuestro camino, un sendero sin asfaltar.

—¿Es ella?

—Sí.

—Parece que vais en serio.

—Simple tonteo.

—Ya.

Mi autobús llegó y nos despedimos. Antes de subir, tocó mi hombro y giré la espalda.

—Espero que tengas una buena razón para formar un grupo. Me has dejado intrigado, tío.

Encendí mi iPod y subí al vehículo. De regreso a casa, el autobús estaba infestado de estudiantes que me observaban con desidia por llevar uniforme. La clásica imagen de los niños de papá que aparcan sus deportivos en la puerta del colegio o son recogidos por un Mercedes 4×4 quedaba muy lejos de mi situación. Sus miradas, clavadas en mi nuca como la pistola de un secuestrador en la frente de su víctima. Presión moral que uno nunca se acostumbra.

Varias paradas antes de apearme, el vehículo se vació y me senté junto al conductor. Por el reflejo del cristal vi una silueta reconocida. Era Cristal, vestida de colegiala con su melena lisa y revoltosa bajo una diadema. El pulso se aceleró y como un golpe de inercia, mi cabeza giró hasta encontrar su mirada. Por mis auriculares, The Beach Boys cantaban Got To Know The Woman. Cristal reveló una pequeña mueca con sus labios y giró el rostro hacia la ventana. Estuve equivocado al convencerme de que no existía.

Las puertas se abrieron y reconocí el cartel fluorescente de una farmacia que había junto a mi edificio. Me apeé del autobús y su silueta se perdió bajo las luces de los semáforos.

Nunca volvió a mirarme.

Pensé en las situaciones más atroces que uno imagina cuando siente el veneno la indiferencia. Suposiciones e hipótesis de cuál era su destino si no la había encontrado antes en aquella parada.

Al llegar a casa, lancé la mochila a un lado y agarré la guitarra.

Era el momento de terminar aquella canción. Una fuerza mágica me llevó a los primeros acordes que se enlazaban con vagas frases que salían por mi boca. Solo una persona tan jodida como yo, era capaz de convertir el odio y la impotencia en una buena melodía, y en aquel instante, estaba preparado para llegar hasta el final.