Capítulo Diez
Poison Heart
Qué equivocado estuve al pensar que alguien esperaría junto a la puerta para recibirme con los brazos abiertos. Fue merecido. Residía en mí un sentimiento de culpa, de desobediencia. El olor del ascensor me hizo más pequeño y vulnerable, convirtiéndome en el sumiso que solía ser.
Los viajes de carretera atraviesan dos fases anímicas antes de que el deseo de regresar surja en nuestra mente: la excitación del inicio de la aventura. Todo es nuevo, mágico, cada detalle es único y los cuerpos están inundados de energía, vírgenes. Preparados para ser apaleados por el runrún de la juerga. Y el regreso, el anhelo de la despedida, la nostalgia prematura de no querer retirarse; el sabor a nostalgia que se seca en las comisuras de los labios; no llegar nunca más, que la canción de la radio nunca se detenga y todo termine así.
Yo me quedé estancado en ese anhelo, porque sabía que todo lo que vendría después no sería más que una segunda parte sin final feliz. La escuela, Laura, mis padres… Un drama ahogado por la pena.
Abrí la puerta y crucé el cerrojo con la llave. La cerradura sonó más fuerte que nunca. Di varios pasos, observé la luz del salón y el resplandor de la televisión encendida. El ambiente era frío y el resto de luces estaban apagadas. Caminé lentamente hasta la puerta y me crucé con el espejo principal que había junto a la entrada. Tenía un aspecto de mierda. Cuando me asomé a la puerta, encontré a mamá tranquila leyendo un libro y a mi padre mirando la televisión con un vaso de whisky en la mano.
Su sangre hervía por dentro.
—Hola —dije avergonzado desde la puerta.
Mamá levantó la mirada con desdén.
—Deja la ropa sucia en la cocina —dijo.
—Date una ducha y vete a la cama —contestó mi padre.
La situación fue siniestra.
La vida golpea a la realidad, golpea a la ficción.
Llegué a mi habitación y mi estómago dio un vuelco.
Las estanterías estaban vacías. No existía rastro de discos o libros. Pósters, revistas, fotografías… todo había desaparecido dejando un cuarto tenue e impoluto con una cama de sábanas azules. Dejé mi bolsa de deporte en el suelo y abrí el armario. Mi identidad, eliminada de un escobazo en un cuarto sin vida. Desconcertado, temí lo peor al ver la funda de guitarra del tío Roberto. La abrí cuidadosamente, el interior estaba vacío.
Golpeé la pared con mis nudillos hasta hacerlos sangrar.
Extrañamente, parecía no haber sucedido nada durante aquellos días. La gente que vive en otros lugares y abandona el nido familiar, espera que todo continúe al mismo ritmo que su propia vida. Lamentablemente, la monotonía y los quehaceres desaventurados se desarrollan a velocidades opuestas. Un ritmo constante que dista de la realidad de aquellos que lanzan su alma al camino de la vida.
El desayuno fue largo. No olvidaré mi primera mañana tras el regreso a casa. Encontré a mamá distante, de cara al fregadero fingiendo desazón mientras escuchaba de fondo el informativo. Bañé en el café los cruasanes duros, acartonados por la humedad del tarro. Odiaba aquello. Supuse que mamá dejó de comprarlos desde que falté a mi promesa.
Era un lunes gris, fresco. La parada del autobús permanecía en su lugar. Apático, regresé al mundo real: los ignorantes del barrio que vestían ropa deportiva y gorras de color blanco, los mismos a los que hubiese deseado decir que nuestra labor tenía fecha de caducidad; a las mujeres incomprendidas, tristes en busca de la chispa de la vida más allá del tercer estante del supermercado; a la geste molesta, cabreada, con ganas de romper botellas contra ladrillos, con fuerza suficiente para vaciar la barra de un bar arreglando el mundo y sin los cojones necesarios para abandonar el trabajo que los oprimía. La sociedad, distinguida en un vehículo alargado con los cristales opacos por las gotas de lluvia, deseando que la distancia entre aquella, nuestra parada, y su destino, no llegara nunca.
En el aula de informática, escribí a Enrique un correo electrónico disculpándome. Errar es de humanos, de personas imperfectas, y aunque no sabía muy bien cómo, un yunque emocional cargaba sobre mi estómago. Durante la mañana, me di cuenta que había perdido el rumbo de las clases. Mi tutor vino hacia mí. Un tipo gordo, grande y pelirrojo, con barba frondosa y unas gafas de pasta marrones que le empequeñecían los ojos. Me pidió explicaciones sobre mi ausencia.
—Sé que tienes problemas en casa… —dijo con aliento amargo.
Me encogí de hombros.
—Me reuní con el consejo de profesores y hablamos de tu situación… —dijo mirando de reojo y tomando algunas notas. Jamás comprendí a esas personas que toman notas sin sentido aparentando formar un juicio sobre ellas.
Escuché los términos expulsión, rendimiento, notas medias, futuro, universidad, familia, rebeldía y entonces la lista fue a más, como si las páginas del diccionario de sermones corriera hacia abajo. Automatizaba mi movimiento de cuello mientras observaba a los pájaros que se apoyaban al otro lado de la ventana. Después sacó de su bolsillo un recorte de periódico en el que aparecía una breve entrevista al grupo.
—¿Tienes algo al respecto que decir? —preguntó.
—No —contesté. Por primera vez, era honesto con un adulto.
—Darío. Eres un buen estudiante… —suspiró—. No es el momento para abandonar tu futuro a algo tan efímero. Ni siquiera sabes si tiene un porvenir. Cúbrete las espaldas, eres un chico inteligente.
Lo que el gordo no sabía era que sus palabras se las llevaría una ráfaga de viento cuando recibiera una noticia explosiva que cambiase mi vida. Su alitosis hería mis pupilas. Algo estaba muerto entre sus dientes.
—Fue un error —dije—. Prometo centrarme.
Me importaba todo tan poco.
El resto observó en silencio. Me hubiese gustado gritar que sí, que era yo quien estaba tomando las riendas de mi destino mientras sus vidas se desvanecían en un camino tradicional y aburrido con un futuro tan incierto como el mío.
Cuando el atardecer se fundía bajo las palmeras, oí la voz de mi padre al otro lado de la puerta. Crucé el pasillo y saludé desanimado como cualquier otro día. Él hablaba por su teléfono móvil. Un silencio y la conversación se cortó. Mamá no se encontraba en casa. Encendí la luz de mi habitación y sentí la presencia de alguien. Una pequeña risa se acercaba, acompasada por el taloneo de los zapatos, una fría mano posó en mi hombro.
—Me he tomado la molestia de librarte de tus distracciones —dijo. Olía a alcohol y tabaco.
—Te odio —dije—. Disfrutas jodiéndome la vida.
—¿Cómo te atreves? —dijo ofendido sacando pecho.
Mi padre conocía lo único que me importaba y acababa de arrebatármelo para siempre.
—Eres un cabrón. Siempre lo has sido. Vivir en esta casa es un infierno —contesté.
Las palabras salían como una ametralladora. Mi lengua descontrolada y llena de odio cobró vida.
—¡Darío! ¡Estás cometiendo un error! —Gritó levantando un brazo—. ¡No provoques que me arrepienta!
Existe un momento en la vida en el que la mente y el cuerpo pierden el control, los músculos se relajan, las facciones se destensan y un leve cosquilleo recorre el cráneo. Los especialistas lo llaman temor. Ciertas personas pierden la sensibilidad de sus esfínteres, defecándose sobre sus pantalones como una boca de riego abierta. Otros, se orinan encima, y finalmente, unos pocos, aceptan el enfrentamiento al miedo, a la muerte.
La mano levantada, a punto de ser propulsada contra mi rostro de nuevo. Una bala emocional. Pero era demasiado tarde, el miedo se había apoderado de mí haciéndome más fuerte, y la bravura incipiente, yacía en mi pecho como un cuerno animal, abriendo los poros de mis brazos, esperando a que él diera el primer paso para romperle los huesos.
—Hazlo. Lo estás deseando… —murmuré sonriendo—. Vamos… ¡Hazlo!
Su semblante se desvaneció.
Una gota de lluvia en un cristal.
Confusión, pánico al no reconocer a su propio hijo.
Afortunadamente, el episodio no fue a más cuando escuchamos el girar de las llaves en la cerradura y mamá irrumpió en el pasillo. Mi padre se redimió apretando el puño, desapareciendo de mi habitación.
Los días continuaron su curso sin noticias del exterior. Decidí centrarme en mis estudios, desapareciendo del mundo que me rodeaba, dedicándome a mi porvenir, estimulando mi relación familiar sin mucho éxito.
No habría libros sobre la historia de la música o el movimiento del rock’n’roll de los cincuenta. Los estudios se convirtieron en la vía de escape de una realidad que yo mismo me había formado, un sueño que se desmoronaba a trozos por la impaciencia y la falta de resultados. En ocasiones, creemos que una misma opinión repetida por muchas personas tiene algo de verdad. Eso me confundía y tambaleaba la fe de mi propósito. La vida es una duda constante, desde que amanece hasta que uno se envuelve en las sábanas. Uno de los aspectos que el público desconoce de la industria musical, es que todo sucede muy lento, tanto, que en ocasiones toda el esfuerzo invertido se desvanece como un copo de nieve al sol. Demasiados intereses, económicos y personales. Intereses que están fuera del alcance del músico. Todos deseamos nuestro momento de gloria, la palmadita en el hombro, sin caer en la cuenta que mientras eso sucede, alguien ya está planeando acuchillarte por la espalda.
—Y entonces, había una masa, una masa voladora de piernas y cabezas que se amontonaban entre la multitud. Fue mágico, turbobrutal —dijo Carl absorbiendo los restos de hielo que quedaban de su granizado de fresa.
Fristian, Albert, Rubens y Franco estaban sentados alrededor de una mesa metálica en una plaza del Raval. Álex tecleaba en su teléfono móvil y yo miraba al cielo deseando que ocurriera algo, o que Carl dejara de pronunciar la maldita palabra.
—Guau. Suena genial —dijo Rubens con el pelo revuelto.
—Sí. Vamos a grabar un disco —contestó Carl.
—Sonaría mejor si hubiésemos follado —dijo Álex.
—¿Y tú qué, Darío? —Preguntó Franco.
—Las noticias vuelan —dijo Fristian.
Todos rieron.
Giré la taza de café con las yemas de los dedos.
—Darío se ha convertido en un hombre —contestó Álex.
—Eso es relativo —dijo Albert—. La hombría no está relacionada con el sexo.
Lo que ninguno de ellos sabía, era que mi episodio sexual había sido uno de los peores de la historia. Incapaz de articular palabra, las imágenes sucedieron vagamente por mi cabeza, mezclándose con recuerdos de Laura, sintiendo un dolor punzante en el estómago. Siempre quise comportarme como uno de esos tipos malos a los que nunca nada les importó.
Derivé la conversación por otros derroteros y saqué el teléfono.
Vibró.
«Estoy sola. Mis padres están de viaje», decía el mensaje.
Me apeé del autobús y di un vistazo al bloque de edificios que había frente a la parada. Compré una chocolatina para ella. Era la primera vez que Laura me invitaba a su casa. Imaginé su habitación, rodeada de libros, discos y algún póster. Idealicé un cuarto que echaba de menos, tan parecido al mío. La idealización de las personas es el primer paso para caer en la decepción. Desvirtualizamos las palabras que oímos, el sonido que emiten, almacenándolas en nuestra memoria como dulces notas musicales; dotándolas de significados que nunca poseerán, buscando vórtices que conecten con nuestra imagen y semejanza, porque al final del camino, solo buscamos un reflejo de nuestra propia persona, aunque reconocer esto sea lo más impropio del ser humano.
Deslicé mi flequillo hacia un lado y comprobé que todo estaba en orden frente al espejo del ascensor. Los pisos subían lentamente.
La puerta estaba abierta y un olor cálido atravesó mis sentidos, familiar, feliz. Di varios pasos rectos hasta el pasillo ignorando la pecera con pirañas. Crucé la habitación de su hermano, el lugar donde había empezado todo. El vello se me erizó como la primera vez.
Laura cocinaba sopa de judías y un pastel de espinacas y aceitunas se calentaba en el horno. En el ordenador portátil sonaba Aside de The Weakerthans y el atardecer rojizo de la ciudad caía sobre la torre más alta de Elche. El aliento desesperanzador de una ciudad que se aburría de sí misma, un cauce humano, mundano y rutinario tan pútrido como el mismo río que atravesaba el municipio. Aquel no era mi lugar, ni mi ciudad, y en un instante supe que no era parte de aquello.
Apoyado sobre la encimera de la cocina, observé a Laura frente al horno. Deseé agarrarla de la cintura y quitar la mierda de música que sonaba en su ordenador, poner algo con más fuerza, tanta, que nos hiciera bailar y mover las caderas. Pero a Laura no le gustaba The Ramones, ni bailar. Bonita, delgada y un cabello dorado que caía sobre sus hombros, suave, como una cortina torcida. Una imagen perfecta, el resplandor que caía sobre su espalda; pequeños pechos y una mirada eléctrica en busca de una respuesta.
—Me gusta tu casa —dije—. Es acogedora.
—Serás famoso, ¿verdad? —preguntó mientras cortaba pequeños tacos de pepino sobre una tabla de madera.
—No, no sé… ¿Qué importa eso? —Pregunté molesto.
—La gente habla.
Abrí la nevera y cogí un refresco de naranja.
—La gente habla demasiado —contesté.
—Darío… —pronunció con tristeza—. A veces, te comportas como un auténtico imbécil.
—Y eso, te gusta, ¿no?
Laura frunció el ceño y guardó silencio. Dejó el cuchillo sobre el fregadero y comprobó el horno.
—No —contestó—. Te equivocas.
Su respuesta no fue sincera. Por primera vez, comprobaba el efecto de mis palabras sobre una chica. No importaba qué dijera, nunca sería honesta. A Laura le gustaba que fuera un idiota, porque como a cada mujer, le atraían los chicos imposibles, los descontrolados, aquellos que corrían como almas libres por campos de algodón con el único propósito de sentirse vivos.
—Está bien. No importa —dijo y me dio la espalda.
Esperó a que le preguntara si estaba molesta por algo que había dicho, mi propia actuación. La noche con Coco había cambiado mi visión del mundo. Laura me parecía una chica frágil e inexperta y mi interés hacia ella iba perdiendo color con las expectativas.
—Podías haberme enviado un mensaje —dijo tras el silencio.
—Nadie sabía que me iba.
—¿Crees que se lo iba a contar a alguien? —Preguntó enfadada.
—No, supongo.
—Pensé que confiabas en mí.
—Y confío en ti, Laura —dije acercándome a ella y corriendo hacia un lado su cortina de cabello dorado—. Me gustas, y nada de esto tiene por qué cambiarlo.
Ella me besó, yo mentí como un cabrón y sentí el gusto de los alambres que cubrían sus dientes, un tacto metálico y rugoso que arañaba mi lengua.
Después abrió la nevera y cogió una lata de cerveza de medio litro, agarró mi mano y me dirigió hasta su cuarto. Era una habitación estrecha y bonita, nada infantil y muy parecida a la de su hermano. Sobre el escritorio había un mural de fotografías en las que aparecía ella y algunas de las caras que habían estado en la fiesta. Cursi. Detestaba decorar las paredes con fotos de gente que seguía viva. Su padre le había regalado una colección de libros de autores clásicos entre los que sobresalían Wilde y Tolstoi. Montones de ropa ocupaban la cama: vestidos, medias de colores, pantalones vaqueros y camisetas manchadas de lejía.
Nos sentamos sobre la moqueta azul y Laura me miró a los ojos. La luz de la ventana producía que su mirada pareciera una botella de vidrio.
Sonriente, se colocó sobre mí y cruzó las piernas por mi cadera. Entre besos y caricias, me imaginé a Laura con el teléfono en la mano durante mi ausencia, llorando en un rincón de aquel cuarto, rodeada de ropa, acurrucada en sus rodillas, y después imaginé a Coco haciendo lo mismo, allá donde se encontrara. En aquel momento, poseía la imagen de todas esas chicas que conocía, llorando sobre sus rodillas por alguien que no era yo. Finalmente, traté de pensar en Cristal, pero ella no lloraba. La podía ver sentada, en el rincón de un cuarto junto a un armario; con vaqueros y zapatillas de color rojo, pero su rostro no derramaba ni una lágrima. Me avergonzó imaginarla mientras Laura me besaba con los ojos cerrados. No lo merecía.
—Algo huele a quemado —susurré apartándola.
—Oh, mierda —contestó y brincó, saliendo a zancadas de la habitación.
El pastel vegetariano se había quemado. Siniestro total. Comencé a reír para quitarle importancia pero a Laura no le hizo gracia.
—Joder —dijo.
—Es tan solo un pastel —contesté.
Estaba cabreada. Lanzó una mirada mordaz.
No lo entendía. Era un puto pastel.
Comencé a pensar en lo que había dicho. No me gustaba ver a Laura cabreada. Me importaba lo más mínimo su enfado, pero la situación me aburría. Tiendo a odiar a la gente que hace un drama de cualquier banalidad, sintiéndose el culo del mundo, olvidando que el resto ya tenemos suficiente como para ir por la vida actuando de tampones emocionales. Y entonces el odio se vuelve recíproco y todo se jode, formando una espiral de malas vibraciones que termina con un desenlace trágico.
Los psicólogos son las prostitutas de la conciencia. Alguien a quien pagas por escucharte. La gente no debería dar consejos, y menos pagar por ellos. La vida nos prepara para aceptar quienes somos, nos guste o no.
Salí al balcón, vi de nuevo la ciudad desde lo alto y me di cuenta de que tenía que salir de ese piso.
Miré el teléfono móvil y lo metí de nuevo en el bolsillo.
—Creo que tengo que irme —dije.
—¿Ya?
—Sí. Es tarde.
Laura suspiró y agachó la mirada.
—Darío. ¿Ocurre algo?
Me hubiese gustado decirle que sí, que no era suficiente para mí, que mi vida pedía a alguien que removiera las entrañas. Jamás lo entendería, y por tanto, resultaba difícil que funcionara. En aquel instante, me hubiese gustado decirle que era la chica más aburrida que había conocido.
—No, nada grave —contesté—. Exámenes, ya sabes.
—Entiendo —dijo inexpresiva, pálida.
Caminamos hasta la puerta y giré la espalda. Al comprobar que ella no se inmutó, tiré de su brazo hacia mí y le di un pequeño beso.
Frío, desnudo y sin vida.
Nuestras miradas se desconectaron y escuché el sonido de la puerta al cerrar, la extraña sensación del adiós, de una última vez para todo.
Saqué la chocolatina de mi bolsillo y di un bocado.
Cuando uno se encuentra en el momento más alto de la vida, no es consciente de los pequeños detalles que lo hacen especial. Solemos darnos cuenta de esto cuando forma parte del pasado. Cada día es una oportunidad para dar gracias de que seguimos vivos. Somos tan desgraciados que preferimos sepultar la maravilla de nuestro alrededor con montones de mierda emocional.
La vida retomó su normalidad, apenas quedaba con Franco y los demás. Veía a Álex y Carl cuando quedábamos para ensayar. El ambiente en casa parecía haberse calmado. Mi padre estaba demasiado ocupado en sus negocios como para hundirme más.
Mamá apenas hablaba.
Me había ahogado en mi mundo interior, abandonando las clases de arte, evitando a Laura, buscando una vía de escape. No componía canciones desde antes de la grabación del disco, y me convencí de que con Laura, la inspiración también se había esfumado.
Hans escribía correos programando la gira, hablándonos de dinero y gastos de alquiler. Volveríamos a Madrid, el momento perfecto para huir de nuevo, llenar mis recuerdos con estaciones de servicio y hacer un sinfín de fotografías mentales. Recorreríamos el caluroso litoral mediterráneo.
Esperando para encargar una hamburguesa con cebolla para llevar, una mano meció mi hombro.
—¿Darío? —dijo una voz sensual y dulce.
Vestía en una chaqueta vaquera y tenía el pelo recogido. Era difícil ignorar la mirada de Cristal y esos pechos con forma de pequeñas colinas que resaltaban bajo la camisa de seda.
—Hola —dije sorprendido—. ¿Qué tal todo?
Ella cruzó los brazos.
—¿Por qué nunca me escribiste?
—No sé. Tú también podrías haberlo hecho.
—Las chicas no solemos hacerlo.
—No estoy de acuerdo —contesté.
—Las chicas como yo.
Guardé silencio y tragué saliva.
El encargado me dio una bolsa de plástico con una hamburguesa envuelta en papel de aluminio.
—¿Estás solo? —preguntó Cristal con los dedos sobre sus tejanos.
Giré la espalda y fingí estar junto a alguien, pero no le hizo gracia.
—Sí, ¿y tú?
Ella levantó los hombros y miró al suelo.
Por detrás de su cabeza, un tipo con gorra y gafas de pasta miraba el teléfono móvil en una mesa, y junto a él, el bolso de Cristal.
—Qué ingenuo —dije—. Las chicas como tú no sabéis lo que es eso.
—Darío.
—Tengo que irme —contesté.
Era la frase que más resonaba últimamente en mi cabeza.
Nos miramos a los ojos. Cristal tocó mi muñeca y yo no moví la mano del bolsillo de mi pantalón. El tipo del fondo continuaba mirando su teléfono. No me interesaba saber quién era, ya no. Pude haber sido yo en algún otro momento. Las chicas como Cristal jamás pertenecen a nadie, almas sin cadenas, ángeles sin alas. Es mejor aceptar la verdad y aprender a vivir sin ellas que permanecer siendo presa del delirio.
Abandoné el restaurante y esperé al autobús mientras saboreaba mi comida. En momentos como aquel, me hubiese gustado parar el tiempo y quedarme allí sentado, sobre un banco de madera, bajo la luz de las farolas y los focos de colores de los vehículos; mirando el infinito de la avenida, forzando las pupilas para observarlo todo más turbio.
Un mensaje de Álex me hizo cambiar de destino. Tenía que firmar los contratos y estaban en su casa. Al fin una buena noticia. No era demasiado tarde para regresar a casa y mamá aún no sabía que había dejado las clases de pintura.
Él esperaba en la cocina con una botella de medio litro de Coca-Cola. Desde la mini cadena sonaba un disco de punk rock americano. Álex saludó con una sonrisa.
—¿Dónde está Carl? —pregunté.
—No te preocupes, ya los ha firmado.
—¿Qué hay de las condiciones? Deberíamos revisarlas.
—Darío, tío —dijo Álex—. Firma, no lo pienses. No sabemos si tendremos otra oportunidad así.
—Tienes razón. Vendamos nuestras almas al diablo —dije en tono cínico.
—¿Qué nos podría suceder? —Preguntó ofendido—. Como mucho, acabaríamos en la cárcel.
—Eso es lo mejor que me podría pasar ahora mismo.
Reímos sin sentido, dejando a un lado toda la mierda que entonces ocupaba mi cabeza. No comprendo cómo pude haber olvidado lo que era aquello. Saber que no estaba solo.
Salimos al porche de su casa y abrió una caja de pastas y comimos algunas. Hacía tiempo que no disfrutaba de una conversación como la que tuvimos, un diálogo profundo y cercano en el que lo vomité todo hasta quedarme seco como un pan desmigajado. Mi mundo interior explotaba en pedazos lentamente. En ciertos momentos, uno no puede ocultar al niño que lleva dentro, una persona insegura, asfixiada en busca de respuestas inmediatas que no aparecen en los libros. Álex escuchaba mi verborrea acelerada, mi bloqueo, la inseguridad constante de que algún día todo terminaría con el peor de los finales; una envidia entristecida por no recibir el mismo apoyo familiar como el que tenía el resto; un fracaso sentimental con las chicas que pasaban por mi vida.
Romper las reglas de lo establecido puede que fuera para mí. En ocasiones, necesitamos del otro para expulsar todo el veneno que nos pudre por dentro, saber que hay un rostro al lado que se emociona con nuestras palabras. Un gesto purificador y no el de hablarle a una pared blanca. Entendí por qué las personas solitarias se volvían adictas a las chicas de compañía que ofrecían conversación por teléfono.
Pasada una hora, caí en la cuenta de que solo había hablado de mí.
Él suspiró. El sonido de las burbujas chisporrotear se apoderó de nuestra distancia. No necesitaba que dijera nada, tan solo a alguien que me escuchara.
—Gracias —dije.
—Todo saldrá bien, tío —contestó—. Somos carne de triunfo, ya lo sabes.
—A veces, lo olvido.
Él se puso de pie y miró a los setos del jardín que se tumbaban por la brisa del viento.
—¿Recuerdas cuando me quisiste convencer para que montáramos un grupo? —Dijo.
—Sí.
—Me dijiste aquello de…
—Los artistas son artistas porque tienen algo que decir —pronuncié interrumpiéndolo.
—Sí —contestó.
—Tú dijiste que no teníamos mucho que decir.
—Ahora estoy seguro de que estaba equivocado.
De vuelta a casa, junto al portal de mi casa, encontré a Cristal sentada, acurrucada con un cigarrillo en los labios.
—¿Qué haces aquí? —Pregunté.
No era frecuente que las chicas esperaran a mi llegada.
—No sé, quería verte… —dijo mirando al suelo.
Me senté junto a ella.
—No sabes lo que quieres.
—¿Por qué dices eso?
—Aprendo rápido de vosotras —contesté.
Cristal me ofreció su cigarro y le di varias caladas.
—Envidio que seas tan seguro de ti mismo.
—Eso no es cierto.
La agarré del brazo y caminamos hasta un banco de madera cercano a mi casa.
—Darío.
—¿Sí?
—¿Crees en el amor? Ya sabes, en el amor de verdad.
—No sé, supongo —dije confundido.
—Hablo del amor real, de poder conectar con alguien que te sorprenda a diario. No sé, como lo que tienen nuestros padres.
Entonces pensé en mi familia, y si aquello era el amor verdadero, ya podía perder toda mi fe.
—Me gustaría creer que eso es así. A veces pienso que todo es una mentira que creamos en nuestra cabeza. Tendemos a idealizar a las personas con las que no tenemos nada en común, creyendo que son de un modo hecho a nuestra medida, y sin embargo, ignoramos a las que merecen no serlo. No sé, el amor es estúpido, las personas lo somos.
—Gilipolleces —contestó rotunda—. Solo tienes miedo.
—El miedo es algo que sientes cuando ves el peligro frente a tu rostro. Puedes olerlo, saber que está cerca de ti.
Ella calló y acarició mi mano.
—Nunca has perdido a nadie, ¿verdad? —Dijo—. Un ser querido, para siempre.
Negué con la cabeza.
La abracé por encima y ella rompió a llorar.
Caminamos hasta una tienda 24 horas cercana y compré dos porciones de pizza con jamón y unas latas de refresco. Salimos de allí y nos sentamos en otro banco que había cerca de un parque con palmeras, columpios y un pequeño lago artificial que brillaba por el resplandor de la luna.
—Eres enigmático —dijo mirándome desde un lateral.
—Define eso.
—Soy incapaz de averiguar lo que tienes en la cabeza —contestó—. No sé, supongo que es lo que te hace atractivo.
—No sé —suspiré—. Cuando te beso, miro hacia delante y pienso qué será de ti, de mí, de esto. Si es que significa algo… Nos imagino escuchando discos en mi casa. Planteo situaciones que no tendrían por qué suceder. Necesitaríamos tanto tiempo…
—Tenemos todo el tiempo del mundo.
—No, no es suficiente.
—No busques más excusas —dijo Cristal.
—Todo se irá a la mierda en el momento que el tiempo de uno, le pertenezca al otro, ya sabes.
—Ahora entiendo por qué siempre estás solo.
—Tienes un don para aparecer en el momento más oportuno —contesté.
Cristal se sentó frente a mí y con sus dos manos apretó mis carrillos.
—Darío —murmuró seria.
—No digas nada.
Y nos besamos.
Cristal ya no era la misma chica nerviosa que desconfiaba de sí misma. Aquella noche estuvimos durante un buen rato abrazados en el parque cómo todas esas parejas que me producían arcadas cuando los veía en los bancos.
Me había convertido en uno de ellos, pero qué importaba.
La inspiración floreció de nuevo, los exámenes terminaron, la gira de verano estaba preparada. Contratos firmados, un disco a punto de llenar los mostradores. Entrevistas en emisoras de radio, programas de televisión, diarios. Había recuperado la motivación. Cristal era la causa. Sería nuestra primera gira oficial subidos en una furgoneta.
Celebramos el cumpleaños de Álex en su casa rodeados de cerveza y sándwiches caseros. Cristal hablaba con la novia de Álex y Carl mientras yo compartía una lata de cerveza con Ximo, un tipo moderno con chaqueta americana y zapatos Doc Martens de color granate. De su oreja derecha colgaba un pendiente de anilla y en su rostro, una descuidada barba de varias semanas cubría su cara. Hablamos de festivales, de la banda y de los sueños que algún día cumpliríamos. Una vez más, el azar me abría a nuevas personas.
Fristian, Rubens y Albert cocinaban un pastel de marihuana en la cocina. El jardín olía a felicidad y tranquilidad al saber que habíamos dejado todo atrás de una maldita vez, al ser conscientes de que no existía otro camino que el de la música.
Aprendí a vivir el momento, a no pensar en un mañana que me aterrara, porque todo dependería de ese verano, de cómo saldrían las cosas, y no existía otro destino.
Franco, enfundado en un Fred Perry blanco, levantó una cerveza y pidió silencio.
—Me gustaría brindar por algo —dijo alzando la voz.
—Por que no volváis a llevar ese uniforme horroroso —gritó Rubens desde un escalón.
—Lo hemos conseguido —prosiguió Franco.
—Esto parece el final de una comedia adolescente —comentó Fristian.
—Pero sin follar —dijo Albert.
Todos sabían que Cristal y yo no habíamos tenido sexo.
—Brindemos por que nos vamos de gira —dijo Carl.
Juntamos las cervezas y nos miramos con complicidad.
Las chicas agacharon la mirada.
Fue divertido.
Cristal se acercó a mí.
—No he dicho nada, te lo prometo —dije.
Ella sonrió.
La adolescencia, era mágica.
Por mucho que mis amigos pensaran que me había marcado un tanto con Cristal a mi lado, ella no dejaba de ser una adolescente insegura, perdida entre la multitud de chicos hormonados que buscaban acostarse con ella. Cristal buscaba un príncipe azul, alguien que la cobijara. Tenía miedo a ser abandonada, usada como un trapo de cocina. Un temor que no desaparece jamás.
Albert y Fristian pusieron sobre la mesa un pastel de color marrón y comimos, bebimos más alcohol, Ximo y Franco ponían canciones en un ordenador portátil y el sol rojizo se escondía en un cielo raso tras el palmeral que se contemplaba desde la casa de Álex.
Las primeras risas se hicieron notables cuando las bromas de Rubens nos hicieron gracia a todos. Humedecía la saliva pastosa con más cerveza y vi que todos estaban en la piscina animándome a que saltara. Fotografié en mi mente aquel instante y me recordó a una de esas postales que circulaban por la red o a uno de los anuncios de bebidas en los que un grupo de amigos hacía un viaje en carretera hasta el fin del mundo. Me acordé de Kerouac, de su prosa y sus libros y puede que fuera por el efecto del pastel o un momento onírico entre tanta felicidad ebria, pero entendí sus palabras por primera vez, dándome cuenta que la vida era como una página en blanco, un lugar que llenar con experiencias que se quedarían grabadas para los que llegaran más tarde.
Algunos fueron cayendo sobre las tumbonas de playa cuando Álex me dijo que subiera a su cuarto con Cristal. Le guiñé un ojo y cogí a esta de la mano, envuelta en una toalla. La luz de la noche la hacía más bonita que nunca.
Arrollados por el deseo, nos quitamos la ropa interior y entre besos, pegamos los cuerpos húmedos sobre la cama. Hicimos el amor varias veces. Cristal se corría con la bravura de una hiena, fundiéndose en un largo suspiro. La mejor experiencia que había tenido, y sentí lástima al pensar que pudo ser más bello si ella hubiese sido la primera.
Así era yo, tan romántico e inexperto.
Con el paso de los años, la experiencia me ha dictado que las primeras veces nunca cesan cuando las personas son únicas.
Los rayos de la mañana levantaron mis párpados. Encontré a Cristal apoyada junto a mí, contemplándome.
—Hola —dijo con un tono muy dulce.
Quiso besarme y apreté los labios.
Mi aliento sabía como el cenicero de un casino.
Bajamos a la cocina. Estaba hecha un asco. Preparé tostadas con mermelada de frambuesas y café. La tranquilidad de la mañana era opuesta al interior de mi cabeza.
—En una semana te vas —dijo moviendo la cucharilla en la taza.
Guardé silencio.
—Sí.
Me hubiese gustado decirle que viniese con nosotros, pero era un riesgo que no podía asumir al recordar las palabras de Hans. Las novias no funcionaban en los viajes de carretera. Nunca sabías a qué situaciones te ibas a exponer, y mi relación con Cristal tenía un futuro incierto.
—No es para tanto.
—¿Prometes escribirme?
—Claro.
—Nunca me han gustado los artistas —añadió.
—¿Con cuántos has estado?
—Qué importa eso.
—Debo ser la excepción.
—No —replicó—. Tan solo le estoy dando una oportunidad a la vida.
—Vaya —dije sorbiendo los restos de café—. Debo sentirme afortunado.
—Simplemente no la cagues, Darío. Tendría que matarte —dijo y sonrió.
Cristal tenía miedo, como cualquier persona que no desea perder lo que posee tras una larga lucha. Nadie quiere algo que ignora. Pero no hay nada más incierto que la creencia de lo eterno, lo material, el ser humano. Vivimos en un cambio constante, una sucesión de decisiones regidas por el corazón, celos y emociones descontroladas que nos produce este mundo desconocido.
Ser conscientes de que todo es perecedero debería ser la primera lección. Todo posee un comienzo y un final. El miedo a la muerte como concepto del todo.
Y eso le ocurría a Cristal, tenía miedo a la muerte de sus sentimientos, emociones que comenzaban a ser más intensas y de las que no quería desprenderse. Razón por las que una persona sería capaz de hacer cualquier cosa.