Capítulo Cuatro
I Wanna Live

Álex y Franco se miraban frente al espejo del armario de mi habitación. Sonaba música en el ordenador y yo me enfundaba en los únicos Levi’s 501 con un roto en las rodillas que había heredado de mi hermano.

—Es una puta maravilla, tío —dijo sosteniendo la guitarra Les Paul frente al espejo—. Toca algo.

Álex había quedado con Carl y sus amigos para beber en el único bar donde podíamos escuchar música que no fuera disco y donde las mujeres, frecuentemente, brillaban por su ausencia. No los había vuelto a ver desde que Carl golpeara a aquel enano cabrón en la fiesta. Después todo se difuminara hasta encontrarme con Cristal en los baños del sótano. Al parecer, ellos sí que habían coincidido durante mi ausencia en un concierto de versiones de rock que el hermano mayor de Carl había dado. Rasgué torpemente algunos acordes de canciones de The Ramones. Todas eran parecidas y mi destreza había aumentado. Cada tarde, después de clase, me enfrentaba al espejo posando como lo hacía Johnny Ramone o las estrellas a las que admiraba. Aprendí canciones sencillas.

Siempre hay que llevar un repertorio bajo aprendido por si alguien te incita a que lo sorprendas.

Todo ha de parecer casual, los dedos posan sobre el mástil y tú te dejas llevar durante un buen rato tocando melodías pegadizas. Eso requiso horas de ensayo en soledad, ampollas en los dedos y repeticiones fallidas que acabaron con mi paciencia.

Franco fue a la nevera y cogió dos botellines de cerveza para nosotros. Mis padres habían salido a cenar fuera y no vendrían hasta la noche.

—Lo del grupo va en serio —dijo Franco.

—Sí —contesté confiado.

—Pareces Joe Strummer —dijo Álex.

—¿Tienes alguna canción propia? —preguntó Franco.

—Estoy terminando algunos temas.

—No me habías dicho que eran algunos —dijo Álex.

—En realidad, es uno. Pero tengo otros a medias, ya sabes.

—Entiendo.

Terminamos las cervezas y caminamos hasta el centro de la ciudad. Álex se citó con Carl y los suyos. Estaba nervioso por conocer gente nueva. Síntomas de una fobia social que se desarrollaría con los años.

Los chicos siempre se llevan bien mientras no haya chicas por medio. Caminamos en silencio mientras daba una y otra vez vueltas a que era un error y seguramente, otra noche de mierda. Álex salía con una chica, Franco había conocido a otras y ahora tenían nuevos amigos. Yo solo había aprendido a tocar una maldita guitarra.

Cuando llegamos a la plaza central de la ciudad, unos tipos esperaban junto a una sucursal bancaria.

—Son ellos —dijo Álex adelantándose.

—¿Va todo bien? —preguntó Franco—. Estás un poco ausente.

—Todo está bien —mentí.

Franco podía leer tus pensamientos sin que abrieras la boca, tenía ese don.

—Leíste mi mensaje, verdad.

—No, no sé. Creo que no me llegó —mentí de nuevo.

—Ya —dijo incrédulo—. Cristal preguntó por ti.

Me estaba tomando el pelo. No sería la primera vez que alguien lo hacía.

—No sé de quién me hablas, de verdad —dije firme en mi posición.

—Sí que lo sabes. No seas imbécil, tío —dijo Álex molesto. No tuve duda de que todos habíamos visto lo mismo.

—Está bien. Y qué dijo —sucumbí.

—Nada, solo eso —contestó y rio.

Era evidente que «nada» significaba algo y que si Franco no quería contármelo era porque podía herirme aún más. Nadie pregunta sin esperar nada a cambio. Sentido común.

La única parte positiva fue que Cristal se acordó de mí, pero obcecado por el negativismo que me caracterizaba, quién no lo iba a hacer después de ser abatido en el salón de su casa.

Cuando llegamos al punto de encuentro, Carl llevaba una camiseta verde con el logotipo de The Ramones idéntica como la que yo tenía. Me sentí afortunado de no haberla llevado encima.

Todo el mundo odia llevar la misma ropa que otra persona en una misma ocasión. El problema de consumir la ropa que venden las multinacionales. Siempre habrá alguien que vestirá como tú en alguna parte del mundo, cientos de ellas.

El ser humano no es original.

Una copia de una copia que se transforma por combinaciones aleatorias.

Jamás pensamos sobre una cuestión tan importante como esta. Pretendemos parecer auténticos y únicos con nuestra apariencia. Jamás pensamos sobre ello hasta que coincidimos con una de esas personas en el mismo bar.

Junto a él había tres tipos más que no conocía. Parecían salidos de bandas inglesas procedentes del extrarradio de la ciudad. Fristian era un chaval con chupa de cuero, más joven y con cierto parecido al cantante de Arctic Monkeys. Su otro amigo era Rubens, otro tipo de la misma edad con el pelo largo y rizado; y finalmente estaba Albert, un joven callado con tupé y calaveras tatuadas que hacían de su cuerpo un lienzo. Las malas vibraciones se disiparon cuando comenzamos a hablar sobre grupos musicales y películas que teníamos en común. Éramos adolescentes y aunque las conversaciones no transcendieran más allá de la cultura pop o el futuro incierto y oscuro que atormentaba nuestras vidas, suponía un logro encontrar a alguien que no estuviera interesado en la cilindrada de un automóvil.

Nos detuvimos para comprar comida en un local 24 horas que había junto a la esquina. Unas chicas ebrias agarraban botellas de cerveza de la misma marca y las metían en su bolso. No eran las más atractivas, pero haciendo números, las cuentas salían pares y todo tenía que acabar en desastre para que esa noche nos fuéramos a casa sin un beso en los labios.

—A dónde vais, chicas —dijo Franco impasivo.

—Al Tupper —dijo la rubia más alta. Llevaba unas gafas de pasta y tenía pequeñas motas azules en la frente como si alguien hubiese garabateado en ella con un rotulador de punta fina.

—¿Y por qué compráis cerveza? —preguntó Álex confundido.

—Nos gusta beber —contestó una morena más bajita con aparato dental.

—Mi amiga quiere decir, que nos gusta beber… sin pagar.

—Pero vais a pagar. No entiendo.

—¿Os gustan los videojuegos? —preguntó la chica de la ortodoncia guardando más botellas en su bolso. Su actitud estaba por encima de nosotros—: El mejor juego de la historia es Pizza Syndicate.

—¿Qué coño dices? —dijo Franco.

—Deberíais pagar —dijo Álex señalando su cintura.

—¿De qué estás hablando? —dijo la rubia alta cerrando el bolso con una sonrisa. El dependiente miraba un monitor de televisión donde echaban una película de Steven Seagal. Fristian y Albert abrían varios sándwiches en la parte trasera de una máquina de Coca-Cola. Había visto esa película antes en algún lado. Puede que en aquel mismo lugar. Fui incapaz de decir nada. Las chicas salieron del bar y una de ellas escribió un mensaje de texto y otra nos llamó idiotas.

—Eran interesantes. Deberíamos seguirlas —dijo Carl.

—Solo nos darán problemas —dije.

—Los problemas son necesarios en tu vida. Todo sería muy aburrido sin ellos —contestó.

—No digas eso. Es relativo —dijo Albert con la boca llena de lechuga.

—Pues yo me cago en la relatividad —contestó Franco.

—Hay leyes que lo explican —dijo Albert.

—También hay leyes que te dicen que no mates y la gente lo sigue haciendo —dijo Franco.

—Eso es cierto —contestó Rubens.

—Sigo pensando, que es relativo.

—Entonces, ¿por qué no vamos a follar esta noche? —dijo Álex con las palmas de las manos descubiertas.

—No lo sé. Yo no hago las leyes —dijo Albert.

—¿Es relativo que no follemos? —pregunté.

—No, no lo es. Eso es una mierda —dijo Rubens. Todos reímos.

Salimos del local 24 horas y seguimos al grupo de chicas hasta la entrada del bar. Era importante asumir que poseíamos la mayoría de edad aunque no la tuviésemos. Para mí, no era un problema. Con 17 años, mi barba era cerrada y equiparable a la de un hombre maduro. El resto lo tenía más difícil. Los corazones se aceleraban vibrando como las teclas de un xilófono. Las caras de Rubens y Fristian nos delataban. Su juventud olía como el filete de carne que un perro salvaje busca entre la basura. El portero nos dejó pasar y una vez dentro prometimos que no volveríamos a salir hasta que nos echaran.

Pedimos jarras de vino barato y nos sentamos en una mesa con sillas de madera. El ambiente estaba cargado y no había reglas de edad. Podías encontrar punks viejos con cresta jugando a las cartas y bebiendo ginebra en una mesa y al otro lado al grupo de chicas que flirteaban con unos roqueros veinteañeros con chaquetas vaqueras.

Tras varias jarras y una hora y media haciendo de la bebida un deporte, el vino comenzó a subir y las náuseas se acrecentaron. Me acerqué a la mesa del pinchadiscos y pedí una canción. Quería impresionarlos a todos.

—Tienes algo de Los Nikis —grité.

El tipo de la mesa de mezclas tenía la cabeza rapada con aspecto de skinhead. Dio un repaso con su mirada y entendí que había pedido la canción equivocada.

—Repite eso —dijo con cara de pocos amigos.

—¿El qué? —grité tembloroso echándome hacia atrás.

—Repite lo que has dicho —insistió con una sonrisa y guardé silencio.

Los acordes de El Imperio Contraataca de Los Nikis comenzaron a sonar. Pensé que todo había sido una broma sin importancia. Varios tipos se levantaron y comenzaron a mirarnos.

—Esta canción me suena —dijo Álex borracho—. Mi padre tiene un disco de ellos.

Regresé a la mesa y le insinué con un gesto que callara. Los tipos de la otra mesa murmuraron entre ellos mirándonos fijamente.

—Creo que están hablando de nosotros —dijo Franco con el rostro serio.

—La has cagado, Darío —dijo Rubens.

—Nos van a dar de hostias —dijo Álex.

—Eso, es relativo —contestó Albert.

No entendí que había de malo en pedir aquella canción hasta que las primeras estrofas sonaron y el ambiente del local ardió como un cofre de pólvora.

El grupo se acercó a nosotros. Gritaron insultos y otras cosas que no entendimos. Nos habían tendido una trampa. Segundos después, todo resulta borroso de recordar. Alguien me dio un puñetazo en la cara y mis gafas cayeron al suelo. Nervioso, me balanceé contra él e impacté mi frente contra su tabique nasal como un pez martillo habría hecho. Sinceramente, nunca supe cómo golpeaba un pez martillo. El cristal derecho estaba partido y cuando quise ver algo, Albert golpeaba la cabeza de otro punk con su cinturón. A Franco lo agarraban del pelo. Un extintor comenzó a lanzar espuma alrededor del local y todo el mundo se desplazaba nervioso como ratas que huyen por una cañería ardiente. Entre el pánico y las mesas que había por el suelo, salimos disparados como zorros salvajes al ver a uno de ellos empuñar el cuello de una botella. Corrimos varios metros que parecieron kilómetros y el alcohol nos asfixiaba pero nada importaba porque solo queríamos correr y correr hasta que nos sangraran las suelas de los pies y todo hubiese terminado. Queríamos regresar a casa, a nuestro hogar y nunca deseé tanto haberme encontrado en pijama bajo las sábanas de mi cama. Tras varias manzanas, nos escondimos junto a la puerta de una frutería y Rubens comenzó a vomitar en una esquina de la calle.

—Joder, ha sido turbogenial —dijo Carl excitado.

—Ha sido culpa de esas zorras —dijo Franco.

—¿Turbo qué? —pregunté sin oxígeno.

—No jodas. Casi salimos vivos —dijo Fristian.

—Qué coño ha sido eso, tío —gritó Álex enfadado y confundido pidiendo una explicación al cielo.

—Casi me cago en los pantalones —dijo Franco recuperando el aliento sobre sus rodillas.

Comenzamos a reír y nos olvidamos de todo, incluso de Rubens, que aguantaba su cuerpo con una mano en el suelo mientras un mejunje de líquido y amarillento salía de su garganta.

Mi ceja estaba hinchada, dolía como el infierno. Cogí las gafas y busqué una explicación rápida con la que mentir a mis padres. Estaba demasiado borracho para pensar, demasiado borracho para abrir la boca. La camisa manchada de vino y cerveza y el cuerpo tembloroso como si cargara con un hueso de melocotón en el culo.

Me puse las lentes y observé el reflejo en la ventanilla de un coche bajo la luz de las farolas. Mis monturas no tenían buen aspecto. El rostro formaba una silueta lamentable.

Quise sonreír.

Estaba excitado.

Aquello había merecido la pena.


Una de las ventajas de estudiar en un centro privado es que siempre existe alguna excusa para realzar la escasa calidad de los estudiantes, es decir, perder el tiempo con ellos. Suponía un honor para el instituto que entre sus filas destacaran varios cerebros, un aspirante a Nobel, un arquitecto reconocido y alguien que hubiese triunfado en el deporte. Menciones honoríficas, conferencias, celebraciones.

El resto éramos un número bancario.

Hacían sangrar las cuentas corrientes de los progenitores con tasas para financiar actividades creativas, actividades que tarde o temprano, había que demostrar en público. Cada año, los estudiantes de secundaria tenían que representar una obra teatral en el auditorio, un salón de actos para actividades lúdicas que se utilizaba con intereses siniestros.

Sobre el escenario, podía ver a un joven hitleriano con aspecto de Boy Scout adiestrando a una masa indiferente con sermones moralistas que se perdían entre la nebulosa del murmullo.

Los lunes, después de las clases, el sindicato de estudiantes se reunía para debatir el porvenir de los estudiantes. Maldita sea, ninguno de los que estábamos allí teníamos un porvenir decente.

Estudiar una carrera o continuar con el negocio familiar no lo era.

A diferencia de la escuela pública, nosotros no teníamos la libertad para decidir.

En las reuniones del sindicato, los miembros se agrupaban en dos filas enfrentadas y respetaban su turno de palabra. Una pandilla de pedantes. No existe adolescente que sea tan pedante a esa edad.

Años más tarde, algunos de los miembros de aquel club serían portada de los periódicos por fraudes fiscales.

Los jueves por la tarde, solía pasar largos ratos en la biblioteca terminando trabajos o garabateando portadas de discos. Era el único día en el que mi padre tomaba la tarde libre. Podía hacerlo, era el jefe de su compañía. Cualquier excusa era más placentera que vivir con él bajo el mismo techo.

El grupo de danza ensayaba en el auditorio. Yo me escondía tras uno de los ventanales exteriores para ver cómo las chicas en leotardos hacían piruetas y se abrían de piernas. Me repugnaba la mirada lasciva de algunos profesores de gimnasia, babosos como perros de caza a punto de morder.

Yo podía hacerlo, ellos no.

Eran menores, pensaba.

El baile no me importaba lo más mínimo. Siempre que esperaba allí, jamás se me ocurrió que subiría a un escenario en algún momento de mi vida. Tenía fobia escénica, miedo a ponerme delante de un grupo de personas sin piedad. Jesucristo crucificado. Subir suponía un respeto, un encuentro con la muerte. Un torero que da su último respiro. Podías salir victorioso en volandas o sepultado bajo una lapidación de insultos.

Mamá prometió guardar silencio sobre el asunto de las gafas. Estaba realmente enfadada. Prometí que no volvería a ocurrir. De algún modo, intentaba protegerme. Sabía que la reprimenda de mi padre podría ser muy dura y después de todo, quien no ha roto unas gafas alguna vez.

Era martes y tenía clase de arte, una optativa en la que nos enseñaban a cómo restregar el pincel sobre el lienzo para después colgarlo en una subasta de eBay y con suerte recibir algo. No poseía talento ni ambición para convertirme en un artista. El arte era aburrido y difícil de entender. Colores y formas que se amontonaban y que no lograba plasmar en el lienzo como las imaginaba en mi cabeza. Si estaba allí era por ellas, las chicas.

Durante su etapa universitaria, Ismael salió con varias chicas que estudiaban Bellas Artes. Me tomé la libertad de seguir su camino. Así conocí a Laura, una chica rubia de un curso menos de origen alemán y mirada perdida que pasaba las horas esbozando cabezas de gatos multicolores. Era extraña y eso me resultaba divertido. A veces hablábamos de música. Era mi único tema y ella la única chica con la que se podía hablar. A Laura le gustaba el pop que sonaba por la radio y Elvis Costello. La relación entre sus gustos musicales tenía el mismo sentido que los dibujos sobre gatos. Durante días, intenté persuadirla con páginas de bandas que salían en Rolling Stone y canciones que le enviaba por e-mail. Pero Laura no tenía interés en mí.

—La música que escuchas es para adolescentes —dijo mientras recogía los materiales en una enorme carpeta.

—No. No lo es —contesté.

—Estamos descubriendo un camino hacia la madurez, Darío.

—Hablas como mi padre.

—Lo que decidas ahora te marcará para siempre.

—Me gustaría ser siempre así.

—Yo no. Quiero tener hijos, algún día.

—No entiendo qué pintan ellos aquí.

—Mucho —suspiró—. Escuchando tu música siempre pensaré como una adolescente.

—Y no podrás tener hijos.

—Sí que podré. Pero no sabría cuidar de ellos.

—No te sigo.

—Pensaría como una adolescente, Darío. En fiestas, chicos.

—Y qué importa eso. En la película de Juno, ella se queda embarazada.

—No es lo mismo —dijo—. Eso te jode la vida.

—Claro, es una película. Es divertida. Nuestras vidas ya están bastante jodidas.

—Ahora soy incapaz de pensar en cuidar a un hijo.

—Eso suena tan aburrido —dije.

Antes de abandonar el aula, cogí mi trenca. Laura esperó quieta junto a la puerta. Por su postura, supuse que quería decirme algo de lo que no estaba completamente segura.

—¿Qué haces el sábado por la tarde? —preguntó.

—No lo sé. Aún tengo resaca —dije.

—Mis padres no están y he invitado a unos amigos, podrías venir.

La idea no me agradó. Me había jurado no regresar a ninguna fiesta. En mi mente aún flotaban los restos emocionales de la anterior. Laura hizo un gesto con la cara agachando la barbilla y suspiró. Sabía lo que pensaba.

—Venga, Darío. No es una fiesta.


El sábado por la mañana recibí un mensaje de Laura con su dirección. La fiesta era a las seis de la tarde, hora complicada para celebrar algo. El transcurso de la semana me hizo cambiar de opinión. Leí algunos libros de auto-ayuda. Era una segunda oportunidad. Prometí no cagarla ni meterme en problemas. Alex, Franco y yo compramos una caja de cervezas y subimos al autobús.

—Tío, son las seis, el sol aún está fuera —dijo Álex.

—Espero que haya tías —dije.

—Espero que haya comida —dijo Franco—. En unas horas estaré borracho y tendré hambre.

Una mujer mayor se sentó frente a nosotros, miró las bolsas y puso mala cara. La miramos y reímos. Deseé decir algo gracioso.

Laura vivía en la última planta del edificio más alto de la ciudad. El ascensor era tétrico, estrecho. Mirábamos cómo los números cambiaban con temor a quedarnos atrapados sin oxígeno.

—Nunca termina, tío —dijo Álex.

—Si se detiene, moriremos —dijo Franco.

—Eso es imposible —dije.

Albert hubiese dicho que cualquier teoría hubiese sido relativa.

—Mierda. Pensad un poco. Nadie subiría tantas escaleras para salvarnos. Moriría asfixiado en el intento —dijo Álex.

—Como un héroe —dijo Franco.

—¿Y los que viven encima? Podrían socorrernos —dije.

—No serviría de nada —dijo Franco—. Llamarían a alguien y moriría de nuevo subiendo las escaleras. Es un bucle.

—La única solución es un helicóptero —dijo Álex.

—No hay de eso en esta ciudad —dije.

—El Gobierno no pagará un helicóptero para salvarnos —dijo Franco.

—Solo nos queda rezar lo que sepamos —dije desesperanzado.

Guardamos silencio durante unos segundos.

—Mierda —dijo Franco.

—¿Qué? —pregunté.

—No recuerdo cómo hacerlo.

—¿El qué? —dijo Álex.

—Rezar, mierda.

—Joder, Franco —dije.

—Ahora me siento fatal —dijo.

—Vamos a un colegio de monjas, algo te sonará —dije.

—Se me dan fatal estas cosas —dijo.

—Tengo una idea, tíos —dijo Álex.

Franco y yo miramos su cara como si fuese la última esperanza para sobrevivir a una muerte anunciada.

—Cojámonos las manos. Lo he visto en la tele.

—Ni de broma —dijimos Franco y yo al unísono.

—La gente lo hace y funciona —dijo Álex.

—Las manos. Suena tan gay —dijo Franco.

—Suena gay, ¿cómo sabes que funciona? —dije.

—No sé, tío. Hagámoslo. Pensemos en algo bueno.

Reticentes, nos agarramos las manos formando un triángulo deforme en la estrecha cabina y guardamos silencio con los ojos cerrados. Cuando las puertas se abrieron, Laura nos sorprendió. La imagen de tres tipos con los ojos cerrados y las manos entrelazadas no era la mejor para una primera impresión.

—Qué romántico —dijo Laura con una sonrisa y cruzó el pasillo de su casa.

El piso era estrecho, un pasillo largo, varias habitaciones y un salón que comunicaba con la cocina. Una pecera con pirañas deseaban ser arrojadas por la taza del váter. Un grupo de chicas descansaba en los sofás del salón con sándwiches en las manos. La fiesta era una basura, y eso me dio seguridad. La televisión emitía imágenes de MTV sin sonido.

—Hemos traído cerveza —le dije a Laura sosteniendo la caja.

—Gracias —dijo—. Aunque no bebemos cerveza.

Después de los veinte, todas las chicas que renegaron de la cerveza serían alcohólicas.

Me asomé al balcón y sentí vértigo al observar toda la ciudad desde allí. Era la decimocuarta planta y la primera vez que me encontraba en un lugar tan alto. Otro grupo de chicas regresó al salón. Franco y Álex comenzaron a hablar con ellas. Husmeé los dormitorios para matar el tiempo y hacer frente a la timidez que me mataba por dentro.

En uno de los dormitorios había un ordenador sobre un escritorio y varios pósters de Guns & Roses. Debía ser el dormitorio de un tío, del hermano de Laura, o de su padre. Imaginé a su padre con el pelo largo y pantalones de cuero.

Junto al armario, una guitarra Stratocaster de color azul se apoyaba bajo la luz que entraba por la ventana. Encendí el amplificador y rasgué las cuerdas. Era mi mantra y el modo de sentirme abstraído de todo lo que ocurría alrededor. Toqué algunas canciones que había aprendido. La melodía distorsionada llamó la atención de algunas chicas que había en el salón y caminaron hasta el dormitorio. Levanté la cabeza. Tres jóvenes con pantalones ajustados y vasos de vino en las manos, miraban expectantes a que terminara lo que estaba haciendo.

—Vamos, sigue —dijo una de ellas.

Me sentí confiado, pero nervioso y sin la suficiente seguridad para no cagarla.

—Vale, pero tráeme una cerveza.

Diez minutos más tarde, me había bebido la cerveza y estaba lo suficientemente suelto para elevarme a lo más alto y tocar, al fin, mi primer y único tema. Lo había escrito una semana antes. No tenía demasiado sentido lo que decía, pero reflejaba por completo mis sentimientos hacia Cristal, su falta de madurez y la sensación de quedarme tirado como un perro la carretera. Arranqué a cantar y continué tocando. Me dolían los dedos. Las chicas se multiplicaban. Cuando terminé la canción, toda la gente que había en el piso estaba en la misma habitación. Vi el rostro de Franco y a Álex levantando el pulgar, señalándome que aquel era el camino. Aplaudieron, sentí un fuerte calor recorriéndome la piel y el vello de mis brazos se erizó. Una chispa eléctrica prendió en mi cráneo. Por primera vez, me sentía capaz de hacer lo adecuado. Una sensación difícil de describir cuando miles de partículas atómicas agitan tu cuerpo como si fuera una coctelera.

Encontré a Laura en la cocina. Estaba sola, sonriente y un poco ebria por el vodka. Abrí la nevera y cogí otra cerveza. Me apoyé junto a ella en la encimera. Anochecía, el cielo anaranjado teñía el cielo de una ciudad que raramente impresionaba.

—Joder, me ha encantado, Darío —dijo dándome un golpe en el hombro—. Nunca dijiste que sabías tocar.

—Pensé que la música para adolescentes no te interesaba —dije.

Laura tenía el pelo corto y liso a la altura de la barbilla y la mirada verdosa de un felino. Pese a la ortodoncia y un escaso busto, poseía un cuerpo bonito que ganaría forma con el tiempo.

—Darío —exclamó.

—¿Qué? —dije.

—Eres idiota.

—Gracias.

Encogí los hombros, nos miramos en silencio, y ella puso lentamente sus labios sobre los míos.


Carl esperaba sentado en el interior de un Telepizza. Junto a él, una chica rubia con el pelo rizado hablaba sin expresar demasiado. Me encontraba al otro lado del cristal, llovía con violencia. Mi trenca parecía una esponja empapada. El primer sábado que no tenía con quien quedar. Un sábado por la tarde junto a una pizzería. Tengo el problema de no saber qué escoger por miedo al rechazo. El dilema universal de aquella tarde se centraba en comer pizza o alquilar una película. Mis padres habían salido y no regresarían hasta el día siguiente. La casa vacía. Un compromiso embarazoso. No podía caer en el error de que alguien me viese pidiendo una pizza. No existe algo tan triste como comer en soledad. Apreciaba a ese tipo de gente que encontraba en restaurantes de comida rápida engullendo su menú frente al cristal, concentrada como si se tratara de un ritual purificador del alma. Había desarrollado un patrón para ellos. La mayoría padecían sobrepeso, acné o rasgos extraños en su lenguaje corporal. Respetaba su valor ante la vida y a la opinión de la sociedad, pero no tenía las suficientes agallas para convertirme en uno de ellos. Pero, si había alguien que se mereciera una ovación, eran los cinéfilos. Tipos extraños que iban al cine en soledad.

Alquilar una película no quitaba hierro a la casualidad de encontrarme con alguien conocido. Era lo suficientemente torpe para conocer chicas como la gente normal.

Imaginé conversaciones aleatorias con amigos de mis amigos, tipos de la escuela, familiares o simples curiosos que preguntan porque son incapaces de regresar a sus casas sin una respuesta.

Allí estaba yo, esperando a que Carl encargara su pizza y marchara con la que parecía ser su novia.

El teléfono vibró en mi bolsillo. Era Laura, una llamada perdida. La tecnología no había evolucionado lo suficiente para que nos pudiésemos comunicar sin pagar. Las llamadas perdidas eran el modo de flirtear sin tener nada que decir. Expresar tanto y tan poco con un tono de llamada, un "sigo vivo, me acuerdo de ti y te echo de menos". Nadie podía acusarte de algo que hubieses dicho porque la interpretación estaba abierta a la imaginación de cada uno. Esperé unos minutos, compré un bote de Pringles, tomé el bus que me llevaba a casa y devolví la llamada.

Una vez en mi cuarto, agarré la guitarra, miré la portada del Rocket to Russia de The Ramones y vomité sensaciones en palabras. Aprendí de la escuela que daba más importancia a una buena melodía que a la letra en sí misma. Cuatro acordes, estrofas de dos frases, un estribillo pegadizo y mucha repetición. Era la fórmula mágica para que alguien las recordara si algún día salieran de aquellas cuatro paredes. El punk rock me lo había enseñado y yo lo dejaba fluir. Una hora después, la canción se convirtió en realidad. Componer era una válvula de escape cuando la vida se ponía en mi contra y no tenía pelotas suficientes para decirlo en voz alta. Escupir todos los aspectos negativos que me frustraban, hacer de ellos algo bello para los sentidos. Hablar sobre chicas con claridad sin haber salido con ninguna; del verano y la triste sensación de que todo terminaba cuando mamá bajaba la persiana de mi habitación y no tenía otro camino que el de volver a las clases. El verano siempre me obsesionó. Había vivido durante años con aquella imagen desde el balcón viendo las olas, escuchándolas romper desde mi ventana cuando todo el mundo dormía. Tardes observando cómo las calles vacías cobraban vida por turistas que venían a broncear sus cuerpos. Disfrutar de un mes de vacaciones y lucir las horas de ejercicio que habían sacrificado durante los meses previos.

En primavera, el sonido de la playa era diferente. El mar hablaba, estaba triste y frío; enfadado cuando había temporal, pero al final, siempre se calmaba volviendo a su forma. Entendí que la vida no era muy distinta a cómo se comportaba el mar. Llegábamos a este mundo del mismo modo que nos íbamos a marchar, partiendo de la nada.

Cuando tienes diecisiete años es trágicamente imposible volverse transcendental mirando al infinito. Aunque tu padre sea la reencarnación de Sócrates y vivas sin una conexión a Internet, seguramente, no prestes atención a sus palabras.


La idea de formar un grupo se convertía en un hecho. Álex estaba ocupado yendo a cenar y viendo películas con su novia. Decidí retomar mis nuevas relaciones. Carl me enseñó a tocar algunas canciones y yo le mostré mis temas con fin de impresionarlo. Él poseía un oído innato para averiguar el tono de las canciones. Tenía todas las papeletas para ser el guitarrista del grupo. Yo no quería quedar en un segundo plano como siempre ocurre en todas las bandas. Tenía que conseguir un bajo. Cantar no se me daba mal, aunque mi voz estaba limitada y me quedaba afónico.

Como cada día, Álex me hablaba a la salida de clase de sus planes. Su vida había tomado interés, disfrutaba de plenitud sexual y eso lo convertía en un punto sin retorno.

—¿Qué haces el viernes? —preguntó.

—¿Lo dices en serio? —dije.

Álex río.

—He invitado a Carl a mi casa. Quiero enseñaros algo.

—¿Has roto con tu novia? —pregunté.

—No, ¿por qué iba a hacerlo? —dijo confundido—. Y no es mi novia.

—Hablas de ella como si lo fuera, ya sabes.

—No fastidies, tío. Estás celoso.

—Estoy jodido. No es lo mismo.

—Qué pasa con Laura, sabes que le gustas.

—Por eso mismo —dije.

—¿No te gusta saber que le gustas? Eres muy raro.

—No. No me gusta que no pase nada.

—Tómalo con calma, son tías —dijo—. Entonces, ¿vendrás?

—Supongo. No tengo otra opción, verdad.

—No. Es una sorpresa.

—Una sorpresa —dije y me vi junto a Carl en el cuarto de Álex viendo en la pantalla de su ordenador vídeos porno.

A Álex le gustaban ese tipo de sorpresas.

—No me gustan las sorpresas —dije.

—Mantén la magia, tío —contestó—. Nada de vídeos, lo prometo.

Sonreímos y me despedí.

El viernes por la tarde, Carl y yo esperábamos en la cocina de la casa de Álex.

Demasiado misterio.

Bebimos una taza de té y nos miramos sin entender nada. Álex daba vueltas buscando las palabras.

—He estado pensando seriamente sobre la banda, tíos —dijo rascándose la barbilla. Lo había dicho con el tono que Álex usaba cuando se ponía profundo e imaginé que se trataba de algo importante—: Creo que es el momento.

—El momento para qué —dije.

—Para montar una banda —dijo.

—Me parece turbogenial —dijo Carlos con las manos sobre la mesa—. ¿Qué haremos?

—Grabar discos, componer canciones, hacer giras, ya sabes —dije.

—Follar. Tocar y follar mucho —dijo Álex.

Todos reímos.

—Suena bien. Pero no iremos lejos con tres guitarras. No somos The Beatles —dije escéptico.

—Nadie ha hablado de guitarras, tío —contestó veloz—. He pensado en todos. Tú necesitas comprarte un bajo. Carl será el guitarrista.

Aquel comentario no me gustó. Puede que no fuera tan bueno como Carl pero me jodía demasiado escucharlo en público.

—Estupendo. ¿Y qué hay de ti, colega? —dije con los brazos cruzados.

Álex hizo un gesto de calma con las manos y sonrió.

—Seguidme.

Caminamos hasta el sótano de su casa, abrió la puerta de una habitación. Era un cuarto que su familia utilizaba para guardar todas esas cosas sin utilidad alguna que se compran en algún momento de la vida y que, con el tiempo, terminan empaquetadas en cajas. Cuando vimos lo que había allí, no supimos qué decir.

Era la batería más desastrosa que había visto nunca, pero la misma que abría un sinfín de posibilidades a nuestra carrera musical.

—Necesito hacer algo de deporte. Los baterías son los preferidos de las tías —dijo Álex.

—Joder —dijo Carl.

—Es cojonuda —dije. En aquel instante lo era.

—Ahora necesitamos un nombre.

—Se supone que tienes que aprender a tocarla —dije.

—Joder, tío. Positividad. Es cuestión de llevar el ritmo y aporrear con sentido. Soy capaz de hacerlo.

—No lo dudo —dije. Y era cierto.

—Me gusta la palabra «water melo» —dijo Carl.

—¿Para un grupo? —pregunté.

—No —suspiró—. Solo he dicho que me gusta la palabra.

—Necesitamos un nombre —dijo Álex.

—Yo puedo escribir las canciones. Tengo varias —dije.

—Tómalo con calma, David Summers —dijo Álex.

—Que te jodan.

—Tus canciones son buenas —dijo Carl.

—No dejes que se lo crea demasiado. No quiero ser parte de una banda conformista —dijo Álex.

Sabía que bromeaba. Sus palabras no eran más que un elogio que estaba por encima de su orgullo.

—Nos llamaremos Los Bikinis —dije.

—Suena bien —dijo Carl.

—A qué coño viene eso, tío —dijo Álex.

—No sé. Por las tías, supongo —dije.

—Y el verano —dijo Carl.

—Y el surf —dije.

Ninguno de los tres había visto a un surfista en su vida.

—Sí. Suena bien, como un puto grupo de los ochenta —dijo Álex.

—Bromeas, ¿verdad? —dije.

—Pretendía ser irónico —dijo.

—¿Qué os parece The Bikinis? —dijo Carlos.

—No sé cantar en inglés —dije.

—Por eso mismo —dijo—. Es más internacional.

—El inglés, vende —dijo Álex.

—No tiene sentido —dije.

—Es un nombre fácil —dijo Álex—. Siempre podemos poner ropa interior femenina en la batería.

Encerrados en la habitación, discutimos durante horas el nombre del grupo. Una elección que nos marcaría de por vida. Elegir el nombre para una banda no es sencillo. Todo nombre tiene su significado, una historia detrás. Nosotros carecíamos de ella.

En aquel momento, tener un nombre solo nos acreditaba para poder contar a terceros que formábamos parte de una banda. Tener un grupo era algo que no todo el mundo hacía. Vivíamos cerca de la costa y nos quedaban muy lejos los deportes acuáticos. Si The Beach Boys no hubiese existido, seguramente seríamos ellos, pero la situación se complicaba cuando las ideas se esfumaban y no llegábamos a un punto en común.

—Necesitamos un uniforme —dije.

—¿Un uniforme? —dijo Carl.

—Para que nos tomen en serio —dije. Lo había visto en otros grupos. Una signo de identidad que nos diferenciara.

—No somos enfermeras, tío —dijo Álex resignado.

—Somos la voz de nuestra generación —dije.

—No sé qué significa eso —dijo Carl.

—Eres la voz de nuestra degeneración —dijo Álex.

Continuamos discutiendo sobre la identidad del grupo hasta que regresé a casa. Pese a las diferencias que había para encontrar un sello de identidad, había pasado mucho tiempo desde la última vez que me había sentido feliz.

No sabíamos tocar ni teníamos contratos millonarios, pero a partir de entonces, era alguien, era el cantante de un grupo de punk rock.