Capítulo Uno
Rock «n» Roll High School

Olía a bocadillos de tomate, atún en conserva. Por entonces, más de la mitad de los tíos de la clase ya bebíamos cerveza, aunque no nos gustara su sabor. La escuela secundaria es uno de esos limbos que deciden el porvenir de tu vida sin darte cuenta cómo ni cuándo. En aquellos días, lamentablemente, el resto de mi historia estaba más que resuelta.

Sentados en un banco de madera esperando a que sonara la campana del recreo, algunas chicas desayunaban bollería en un extremo de la pista de baloncesto mientras otras miraban con recelo para mantener su delgadez.

El tiempo les pasaría factura.

A todas.

La envidia es pasajera. Las mujeres con el tiempo enferman entre ellas, sufren histeria y dedican frente al espejo más tiempo que a su familia para que después, algún idiota las destroce emocionalmente con dos frases. Eso es lo que aprendí de mi hermana.

Los días eran un completo aburrimiento, cumpliendo horarios marcados por un grupo de profesores que no les importaba el final de nuestras carreras, sufriendo el miedo de ser penalizados por no terminar el trabajo en casa.

Si he de ser sincero, nuestra relación era equilibrada.

Nos importaba una mierda.

Aunque muchos de los que estudiaban conmigo tenían su pase para acabar en centros de rehabilitación, era difícil comprender cómo los demás aceptaban las reglas que nos imponía una panda de docentes con carreras de tres años. Lamentablemente, mi experiencia me avaló durante años como el exponente del servilismo, la sumisión y la ausencia de agallas.

Mi padre era un completo cabrón, uno de los auténticos. No era necesario saber mucho de él cuando alguien lo escuchaba hablando por teléfono. Un depredador grandote y con ojos azules, capaz de hacerle la vida imposible a todo el que le llevara la contraria. Algunos decían que en el fondo no era más que un tipo con gran corazón preocupado por el bienestar de su familia. Para mí no era más que un desgraciado, aunque no dejaba de ser mi padre.

Mi hermano Ismael se había convertido en su mano derecha después de terminar la carrera de Derecho y formar parte del bufete que regentaba. El siguiente era yo.

Con mi hermana fue distinto, era su hija, y al menos tuvo alternativa para largarse a Londres, estudiar inglés y no regresar jamás. Aún recuerdo la noche en que se marchó. Helia vino hasta mi habitación y me despertó. Estaba oscuro, yo tenía siete años y ninguna idea sobre lo que ocurría. Me dio un beso en la frente y desapareció por la puerta. Ahora es cirujana y vive felizmente casada con Mark, un inglesito de Nottingham con aspecto de hooligan.

Con carácter autoritario, mi padre era el tipo de hombre que solía dar consejos. Desde la niñez, todo lo que salía por su boca era lo correcto, y mi madre, una mujer dócil y humilde, no tenía más opción que apoyarle. Por tanto, así era yo, parte de la escoria adolescente que vivía con el miedo de defraudar a su familia conservadora.

Aquella mañana sentados en el banco, Álex me hablaba sobre un concierto de Bad Religion que había descargado en internet. Hablar de música era interesante. La gente normal dedicaba las tardes a hacer skate o fumar en la parte trasera de las puertas de los institutos. No teníamos motocicleta ni nivel para competir con los mayores que sí y se llevaban de calle a las chicas de nuestra clase. Nuestras semanas se centraban en el contrabando de discos que encontrábamos por la red o comprábamos en las revistas.

Descubrimos el punk rock algunos meses antes.

Alucinábamos con que hubiese gente con historias peores que las nuestras y el coraje suficiente para gritar lo que pensaba y vivir de ello. Al menos, eso es lo que leíamos en las revistas.

Con el tiempo descubrí que todo era mentira.

Las revistas musicales desvirtualizan nuestra realidad, y ya no importaba si la banda era buena o el último disco de Green Day sonaba como el cielo. El crítico musical nos ponía en contra logrando que no comprásemos los discos que no le gustaban. La vida del músico era algo lejano a lo que aspirar. Ideal pero lejana. No sabíamos tocar. Todo se reducía a las tardes en casa de Álex buscando algo nuevo que escuchar y algunas pegatinas hechas por nosotros mismos con los logotipos de The Ramones o The Beach Boys.

—Me duele que las tías como nosotros no existan —dijo Álex al ver pasar a un grupo de adolescentes con falda y polos blancos en los que se comenzaban a marcar las rayas de los sujetadores.

—Sí que existen, pero no aquí —dije y señalé al grupo de chicas que comían bollos.

—Ya. Es una mierda.

—Peor sería escuchar Pantera —dije.

—Definitivamente.

—En unos años todo se habrá acabado, ¿no crees? —dije—. Disfrutemos del momento hasta que tengamos una novia de verdad.

—¿Disfrutar de qué?

—De esto, ya sabes.

—Somos adolescentes, tío. Deberíamos ir con chicas —dijo Álex resignado.

—Encontraremos la forma.

—No lo tomes como algo personal. Solo quiero follar.

La campana sonó desde lo alto de un edificio y todos los estudiantes caminaron de vuelta como un pequeño rebaño de ovejas cercadas por su amo. Quizá era el mejor momento del día, encontrarse con caras nuevas o con esas chicas de otros cursos con las que nunca coincidíamos por diferencias de horario. Chicas bonitas con uniforme que miraban sus teléfonos y escribían mensajes de texto a otros que no éramos nosotros.

Habría hecho cualquier cosa por tener sus direcciones de e-mail. Aquellos días mi testosterona se acumulaba en lo más hondo y solo podía imaginarme besándolas en la boca, desnudas, lamiendo sus bajos.

Subiendo las escaleras tropecé torpemente con una de las chicas que estudiaba en otra clase.

No me había fijado en ella antes.

Era morena con el pelo de color de la regaliz, delgada, larga melena lacia y una delantera terrible que desviaba mi atención de su mirada.

—Lo siento —dije frente a ella.

La joven sonrió sin contestar y alguien la llamó por su nombre.

Cuando Álex y yo llegamos a la segunda planta, cogió mi hombro y me miró a los ojos.

—Joder, Darío. Vaya tía.

—Se llama Cristal.

—¿La conoces?

—No, en realidad.

—Deberías decirle algo —dijo Álex altivo y seguro de sí mismo, tanto que hubiese deseado oler un poco de esa seguridad para conocer su textura.

Hablar con desconocidas, acercarte hasta ellas. Vomitar breves palabras mientras tu cuerpo, nervioso, cruza la línea del pudor y recibe un gancho en la boca del estómago con forma de negativa.

Preferí mantenerme al margen.

Antes de entrar a clase, giré la cabeza, observé de nuevo al fondo del pasillo y mantuve la atención en las escaleras que bajaban hasta la primera planta. Por un instante, pensé en aquella chica, su figura viniendo hacia mí. Una nebulosa idealista que pronto se desvanecería al darme de bruces contra la puerta del aula.


Las mañanas se convertían en un infierno cuando esperaba al autobús. Caras grises de tipos y mujeres que acudían a sus puestos de trabajo con la misma ilusión que yo a clase. Más triste era pensar que aún sin ser ellos, ya podía sentir lástima de mí mismo porque mi futuro no sería diferente. En el trayecto evitaba sentarme en la parte trasera.

Lo reconozco, era poco reactivo.

Mi asertividad y los buenos modales no resultaban muy útiles.

Mi padre decía que no me metiera en problemas y con aquella actitud no hacía más que atraerlos. La adolescencia es un período darwinista muy complicado. Una etapa donde se necesitan pelotas, y eso no se enseña en las aulas. Todo el mundo comienza a buscar la aprobación del resto, la diferenciación entre unos y otros.

Yo era diferente, me consideraba así y ellos me veían igual.

Treinta años después esos tipos serían ejecutivos de grandes empresas gracias a sus padres o simplemente se quedarían donde estaban, en la nada. Lo que más me preocupaba era que podían destrozar tu adolescencia si les dejabas entrar en tu terreno. Bastaba que escucharas heavy metal, tuvieras sobrepeso, vello facial antes que el resto, gafas de miope, acné, la nariz alargada o una cabeza desproporcionada, para lanzarte a lo más bajo y ser el motivo de todas las mofas.

Un mote, solo necesitabas eso, y estarías acuñado para el resto de tu vida, incluso fuera del bachillerato.

Vertían alcohol sobre el suelo de los vestuarios para después prenderle fuego y obligarte a salir de la ducha por falta de oxígeno. Muchos se cambiaban en las escaleras después de la clase de gimnasia para evitar ser lastimados, oliendo a mierda durante el resto del día.

Así era imposible concentrarse en nada.

Recuerdo cómo aquel chico gordo de un curso menos vendió su alma al diablo en busca de popularidad. Ellos la tenían y eso era lo que ellas querían.

Una mañana pegaron chinchetas la silla del pupitre de aquel chico gordo. Yo estaba allí, vi cómo apoyaba el enorme culo sobre ellas y sus gluteos comenzaron a sangrar.

Su rostro lagrimaba de pánico y estrés, girando sobre sí mismo en medio de la clase.

La profesora de física intentaba frenarlo. Todos reían. Conocíamos a los culpables pero nadie hizo ni dijo nada. Ningún valiente quería ser el siguiente.

Si el enemigo es más fuerte y popular que tú, únete a él, aunque sea desde la sombra.

Un buen día, aquel chico gordo se convirtió en un ejecutivo con cuerpo de gimnasio. Una mañana acudió a la carpintería de uno de los bromistas. Aparcó su todoterreno frente al establecimiento y cerró la puerta del local.

Entiendo que no pudiese cargar con aquello durante tanto tiempo.

No sería el único.

Dos paradas antes de llegar a mi destino, un grupo de chicas uniformadas subió al bus. Cristal estaba entre ellas, me miró, y después giró el rostro. Era la primera vez que la veía fuera de las aulas. Yo siempre cogía la misma línea, era mi línea. Conocía a cada uno de los que subían y a veces echaba de menos a aquellos que no lo hacían porque seguramente habrían muerto o estarían huyendo de la policía.

Lancé miradas buscando sus ojos durante un rato. Joe Queer cantaba Tamara is a Punk en mi iPod, pero ella era Cristal y no era una punk.

Me hubiese gustado ser James Dean, cogerla del brazo, arrastrarla hasta mí. Decirle algo, no sé el qué, simplemente algo que no hubiese entendido. Éramos de mundos diferentes. Yo había estado con chicas sin grandes pretensiones, chicas que me dejarían con el tiempo por tipos peores que yo. Ella era el prototipo de chica que podía permitirse elegir a quien quisiera. Su aspecto desenfadado, melena desairada y una mirada verde que contrastaba con su palidez. Cristal era la chica que prefería caminar mientras cinco tipos le invitaban a dar una vuelta en su coche.

Yo solo necesitaba encontrar la manera perfecta de enseñarle mis discos para que se enamorara.

Cuando percibí que hablaban de mí, bajé el sonido de mi iPod.

—¿Has visto a ese tipo? —dijo una chica rubia.

—Es un marginado —dijo otra.

—Cara de asocial —repitió la rubia.

—Dejadlo tranquilo —contestó Cristal.

—¿Acaso te importa? —preguntó otra chica que se pintaba los labios en un espejo.

—Solo he dicho que lo dejéis tranquilo. Puede escucharnos.

—Qué más da. Seguro que es un raro —contestó la rubia.

—Es un marginado —repitió otra chica.

—Seguro que le gusta esa película como a ti, ¿cómo se llama? —dijo la rubia en tono de mofa—. Ah, sí. Ir al pasado.

—Es Regreso al futuro —dijo Cristal a regañadientes.

—Qué más da.

—Os podéis ir a la mierda todas —contestó Cristal.

—Tranquila, estamos de camino —dijo la chica rubia y todas rieron. Después se apearon y desaparecieron entre la multitud. Esperé a ser el último para bajar en mi parada.

Aquella chica rubia tenía razón.

Era un asocial, Regreso al Futuro era mi película favorita.

Estaba acostumbrado a situaciones así.

Malditas zorras.

Si fuera cierto que nos pitan los oídos cuando alguien habla mal de nosotros, hace tiempo que mis tímpanos habrían explotado por una hemorragia.


Sábado, el plan no era muy distinto al de cualquier otro fin de semana. Esperábamos en la puerta de una hamburguesería a que un tipo con acento argentino nos entregara en papel de aluminio hamburguesas con queso y patatas fritas. Las hamburguesas del Chimi Churri eran más baratas y tenían menos colesterol, o eso decía mi madre. Álex y Franco discutían sobre si el nuevo batería de Blink-182 era mejor que el anterior y yo no prestaba mucha atención porque el grupo nunca me gustó demasiado.

Franco era un joven delgado e interesante que jugaba como lateral izquierdo en un equipo de fútbol. Se llevaba bien con todo el mundo. Su expediente de notas no era un caso ejemplar pero lo compensaba con sus dotes para ser el centro de atención de la gran mayoría de chicas del curso.

Con el tiempo se convertiría en uno de los pocos amigos verdaderos que uno puede tener.

Álex y yo éramos nuevos en el instituto. Él había llegado de un colegio inglés y yo me había mudado de ciudad. El día de la presentación, todos se agrupaban en las gradas de la pista de baloncesto.

No sabíamos qué hacer.

Como dos imanes, vino hacia mí y yo fui hacia él.

Resultaba estúpido ser el centro de atención entre tanta gente. Éramos ratas antes de ser mordidas por una jauría de gatos. Nuestro diálogo fue breve.

—Eres nuevo, verdad —dijo Álex.

—Sí. ¿Qué clase te ha tocado?

—Segundo A —dijo.

—Yo voy a Segundo C.

—Genial.

Aquello fue todo y supimos que íbamos a ser inseparables. Estrecharnos las manos significó como un pacto de sangre para afrontar todo lo que se nos venía encima: gente nueva, jóvenes intimidados por nuestra presencia y chicas intrigadas por el misterio que posee siempre alguien desconocido. Meses después todo habría quedado en una broma y nos habríamos disuelto como una aspirina en un vaso de agua.

Franco era de los pocos que escuchaba los discos de su hermana. Solíamos reunirnos en su casa para ver los vídeos musicales que grababa de MTV.

Recogimos las hamburguesas, cruzamos la acera y nos metimos en el único videoclub del centro con sección porno al final de pasillo. Álex vigilaba y Franco y yo disimulábamos interesados en las novedades hasta escurrirnos frente a las portadas de las chicas desnudas. Después, uno de los dos intercambiaba el puesto del vigilante y el otro regresaba.

—Algún día me las tiraré a todas —dijo Franco.

—Jamás podría tener una novia así —dije.

—Son estrellas del porno. Ellas saben cómo hacerlo.

—¿Y qué pasa con las películas? —dije.

—No soy celoso.

—No te creo.

—Sabes que no es algo duradero. Siempre encontrarán algo mejor que tú, una polla más grande. Es algo exótico, solo eso.

—¿Algo exótico? —pregunté.

—Sí. Como las japonesas. Las japonesas son exóticas.

Años después, Franco tendría un historial sexual extenso con mujeres asiáticas.

—No sé —dije y eché un vistazo al mostrador. El encargado era un tipo gordo que miraba Men In Black en un monitor.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —dijo Franco.

—No sé en qué estás pensando tú. ¿Quieres alquilar algo?

—No. No estabas pensando en eso. Deberíamos movernos ya.

Reí y sentí la adrenalina al acercarnos hacia el mostrador.

No íbamos a alquilar nada sino a robar. No era gran cosa, pero el hecho de hacer algo que nos hiciera bombear más rápido merecía la pena para recordar el sábado. Los tipos normales acudían a la bolera del centro comercial y daban vueltas hasta que, aburridos de no encarar a ninguna chica, salían al exterior, fumaban hachís y terminaban la tarde engullendo cubos de pollo de KFC. Nosotros no necesitábamos pagar si lo podíamos pedir prestado, y digo prestado, porque estábamos seguros de que algún día nos sorprenderían.

De camino a su casa, Franco dijo que sus padres se habían marchado unos días. No podía existir nada mejor: beber cerveza y escuchar los discos de su hermana.

—Me han invitado a una fiesta de cumpleaños —dijo Franco abriendo la puerta de su casa—. Podríais venir.

La idea de ir a cumpleaños de desconocidos me atraía. No buscábamos ser populares, no al menos de la forma en que todo el mundo lo era. Sin embargo, tampoco lo seríamos mientras estuviésemos en aquella habitación.

Mucha oferta y poca demanda.

—¿Van tías? —preguntó Álex.

—Eso espero. La última vez fue una mierda.

—¿Qué clase de tías? —dije. Ambos me miraron con mala cara.

—¿Qué clase de pregunta es esa, Darío? —contestó Álex—. Si van tías, ya es bastante.

—Irá gente de otros institutos. Es una fiesta, ya sabes.

—¿Quién organiza la fiesta? —dije.

Franco dudó y se echó la mano a la cabeza.

—La hermana de uno de mi equipo.

—¿Está buena? —dijo Álex.

—Se llama Cristal. Creo que va a nuestro curso.

Álex y yo nos miramos y después me dio un golpe en el hombro.

—Cabrón —dijo con un gesto cómplice.

—Por qué, ¿la conocéis? —dijo Franco.

—No, en realidad —dije y ninguno creyó la mentira que acababa de escupir por mi boca—. Nos cruzamos un par de veces por los pasillos, ya sabes.

Franco abrió un bote de cerveza y alzó el brazo.

—Por Cristal y sus amigas —dijo.

Los tres brindamos y de fondo sonaba en un anuncio de coches I wanna be your boyfriend de The Rubinoos y entonces supe que las membranas del cosmos se habían unido para brindarme la oportunidad de dar el siguiente paso.