VIII

Dos días más tarde, en las portadas de los diarios aparecía la foto de Komarnicki con su familia detrás. Zofia vestía un traje azul junto a su madre, con los brazos agarrados delante de la cintura.

León llamó al señor Chlebek y se tomó un analgésico para aliviar el dolor que padecía. Le explicó al director del centro que había sufrido un accidente, y que sería conveniente guardar reposo hasta que las marcas del rostro desaparecieran.

El señor Chlebek no insistió y tampoco pareció sorprenderle. Durante su carrera en el Liceum Copernicus, jamás se había ausentado.

Bajó a la calle, malherido y vio los diarios en la tienda.

De nuevo, en portada, el rostro de Zofia junto a su madre. Desconocía si había intentado contactar con él.

Compró un par de cervezas y volvió a su apartamento.

Para cenar, encargó una pizza por internet.

Un rato después, alguien llamó al timbre.

León se levantó, aturdido por el ansiolítico y caminó hasta la puerta. Miró por la mirilla y abrió.

—Buenas noches, señor —dijo un joven con acné facial y gorra roja.

León asomó la cabeza.

—¿Ha subido alguien contigo en el ascensor? —preguntó.

—No, señor —dijo extrañado.

—Está bien… —contestó y le dio un billete, invitándole a quedarse con el resto.

—Muchas gracias —dijo el joven—. Que aproveche.

Cerró la puerta y dejó las dos pizzas en la cocina. Abrió las cajas, husmeó la comida. No encontró nada.

—Me estoy quedando gilipollas —dijo.

El timbre de la puerta volvió a sonar.

Cogió un cuchillo de la cocina.

El timbre sonó una vez más.

Se acercó a la puerta, nervioso, hasta que finalmente abrió. No había nadie, pero encontró un sobre en la alfombra. Lo cogió y cerró la puerta.

Observó el sobre al trasluz, lo abrió con una llave y sacó una nota de papel que había en su interior. El sobre olía a aceite, por lo que dedujo que el joven había sido el mensajero.

Reconoció la caligrafía.

Era ella, Zofia.

Lo esperaba en un conocido establecimiento de comida rápida.

La joven fue ávida. Paradójicamente, un fast-food era el mejor lugar para reunirse anónimamente. Clientes móviles, que invierten el tiempo exacto que terminan su pedido. Empleados malamente asalariados, lejos de implicarse en algo más allá de su función, vagamente recuerdan los rostros de nadie, ni siquiera los suyos. Lugares seguros en los que uno pasa desapercibido.

Por la cabeza de León pasaron ideas, charladurías inconexas.

Pensó que Zofia le traicionaría.

Una imagen de sí mismo siendo raptado. Una imagen de sí mismo abatido por disparos, muriendo, cayendo al suelo como un saco de estiércol.

Guardó el cuchillo de cocina en el abrigo y salió a la calle bajo la caperuza negra de algodón.

Caminó hasta el restaurante y cruzó la puerta.

—Buenos días —dijo una empleada.

Él no contestó.

Subió los escalones hasta la primera planta.

Un joven hablaba por videoconferencia con alguien.

Miró al otro lado, allí estaba ella.

Nadie más.

Se acercó a la joven, que estaba sentada en una mesa y se sentó sin decir nada.

—Estás empapado —dijo ella dando un sorbo al refresco. Zofia le ofreció comida.

—No tengo apetito.

—León… —dijo ella.

—Zofia… —interrumpió, sumiéndose en un vacío sin importarle lo que ella dijera, para romper en un delirio, para decirle que la amaba pero que no estaba dispuesto a morir por ella, para contarle que se sentía perseguido, para explicar que lo suyo era imposible. La interrumpió para decirle a alguien, por primera vez, que estaba jodido, acojonado, y no tenía a quién recurrir.

—Estoy embarazada.

El refresco se derramó por la mesa.

Guardó silencio.

Lo supo desde el primer momento que la vio.

Zofia le traería problemas, puede que demasiados, y aún así, decidió proseguir. Por tanto, culpar a Zofia no servía de nada, pensó. Pero en aquel momento no pudo pensar en otra cosa que en desear que abortara. Puede que no la amara tanto, o que su amor se hubiese convertido en odio. Aquel niño era un error y tenerlo, una locura. No estaba preparado para un accidente así.

Se imaginó rajándole el vientre de un golpe.

—¿Estás segura de lo que dices? —preguntó Léon.

—Sí.

—Puede ser un retraso, no sé… —dijo—. Cualquier cosa.

—No.

—Esto no me puede estar pasando.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Zofia. León la miró a los ojos, después a su mano. Le temblaba el pulso. Ella también estaba nerviosa, intranquila.

—Obvio —dijo él—. Abortarás.

Zofia le asestó un sopapo.

León agarró su brazo, con fuerza.

—Me haces daño, León…

—No vuelvas a hacer eso.

Zofia apartó la mano.

—No pienso abortar.

—Ya lo creo que sí —dijo León.

—Ni siquiera lo hemos hablado.

—No hay nada que hablar —lamentó el adulto—. Si lo piensas demasiado…

—¿Qué? —dijo Zofia.

—Lo acabarás teniendo.

—Eso ya ha sucedido.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Deberías apoyarme.

—¿Qué pasa con nosotros?

—Yo me haré cargo del niño —dijo Zofia—. Mi familia tiene dinero.

—Que le den por el culo a tu familia, Zofia —dijo León—. Me echarán del trabajo.

—Posiblemente —dijo y rio.

León pensó en estrangularla y terminar con los dos. Ella y el ser.


Zofia estaba embarazada. El mundo seguía, los árboles perdían sus hojas, algunas personas llegaban tarde a sus citas médicas y un chico compraba entradas de cine por internet. El mundo no terminaba allí y de pronto, León se sintió libre al ver una bolsa de plástico enredada bajo la lluvia en un remolino de aire:

—¿Crees en las casualidades, León?

—Ahórrate la mierda, Zofia.

—Yo creo en nosotros —dijo la joven con los ojos abiertos.

—A tu edad… —dijo él—, las cosas… En fin.

León pensó por un momento en las cosas que tanto prometió en su edad, a otras chicas, a otros amores. Cuántas mentiras que creyó y olvidó con la misma rapidez.

—Tenemos que irnos —susurró interrumpiendo al profesor.

—¿A dónde?

—Me están vigilando —dijo la joven.

—¿Cómo lo sabes? —dijo él.

—Desde hace días, mi padre actúa de un modo extraño.

—Si fuera tu padre, también lo haría.

—Están por todas partes.

—¿Quiénes?

—Sus hombres —dijo ella—. Todos tienen el mismo aspecto. No importa cómo intenten vestir o qué quieran parecer. Los detectas. Son todos igual de rancios.

—Si intentas acojonarme…

La chica sacó el teléfono de su bolso.

—Recibí varios mensajes tuyos pidiéndome que te dejara en paz —explicó ella—. No era tu forma de escribir, supuse que algo iba mal.

—¿Cómo estás tan segura? —contestó León irónicamente.

—Hay cosas que no te puedo contar aquí —explicó Zofia—. ¿Recuerdas aquel viaje que querías hacer?

—Sí —dijo él, incrédulo.

La chica meció el pelo húmedo de León y lo cubrió con la caperuza empapada de lluvia.

—Confía en mí, por favor —dijo Zofia—. Yo soy la única que puede solucionar esto.

Mostró dos billetes de tren con destino a Sopot, una bonita ciudad costera en el norte del país donde muchos polacos pasaban las vacaciones.

—Son para hoy —dijo León. La joven asintió y le dio una hora para citarse en la estación de trenes.

—Dame tu blusa —dijo ella.

—Está empapada —contestó.

La chica cogió la prenda de León y desapareció del local.


Una hora más tarde, León se encontraba en el andén de la estación que Zofia le había dicho. Miraba a su alrededor mientras cambiaba el número de teléfono que había comprado en un kiosco. Lo había dejado todo en el apartamento. Encima solo llevaba el pasaporte, dinero en metálico y una cartera de cuero destrozada.

Compró unos emparedados para el viaje en una tienda de ultramarinos.

Su única fuente era la intuición.

Solitario en el andén, esperaba un tren que llevara su nombre.

Zofia apareció poco después.

El tren llegó.