XIV
León y Anna llegaron al aeropuerto de Cracovia. Embarcaron en el vuelo que los llevó hasta el aeropuerto londinense de Gatwick. Se encontraban lo suficientemente alejados de los hombres de Komarnicki como para llamar la atención a aquellas horas. Tres horas y media más tarde, tomaron un tren que los llevó a la estación de ferrocarril de Liverpool Street.
Estaban fuera del país.
Observó por la ventana las casas bajas de ladrillos de las afueras de Londres, banderas con la cruz de San Jorge o la Union Jack colgando en ventanas y balcones. Ladrillos anaranjados, amontonados verticalmente y las viviendas, todas con un aspecto similar, que determinaban el color de una nación.
Anna y León no hablaron demasiado durante el viaje.
La joven estaba nerviosa, parecía arrepentida.
La estación de Victoria era un hormiguero de personas que entraban y salían. León compró dos emparedados en un restaurante.
—Necesitas energía —dijo.
—Necesito un desayuno normal —dijo ella mirando a la hamburguesa envuelta en papel. Caminaron hasta la puerta principal donde la calle se cerraba en forma de flecha.
Entraron en una cafetería, pidieron dos cafés y se sentaron en una mesa cuadrada.
—¿Ahora qué? —dijo León.
—Mi amigo aparecerá pronto.
—¿Quién es?
—Un viejo amigo. Nos conocimos hace dos años. Se llama Jack… —dijo Anna bajando los párpados—. Es escritor, como tú.
—Jack, Jack… —murmuró jugando con la cucharilla de café—. ¿Te has acostado con él?
—¿Estás celoso?
—Te has acostado con él —afirmó León.
—Es mi vida, mi pasado.
—No te juzgo —dijo él.
—No me arrepiento.
—¿Estabas con Maciej?
—Ya te he dicho que no me arrepiento.
Un chico de color, alto y fuerte, con labios carnosos y nariz chata, entró en la cafetería. Tenía el pelo muy corto y llevaba un abrigo negro cruzado.
—¿Anna? —preguntó el chico.
—¡Jack! —dijo ella levantándose.
León, un poco celoso por la falta de protagonismo, le tendió la mano.
—No me habías dicho que él era…
—¿Sí? —preguntó ella.
—¿Negro? —dijo Jack.
—Maldita sea, has hundido mi autoestima, tío.
Todos rieron.
—Pensé que yo era el único escritor en tu vida —dijo Jack a Anna.
—Creo que se lo dice a todos… —comentó León.
—¡Basta! —exclamó la joven—. No estamos aquí para hablar de mí.
—¿Cuál es el plan? —preguntó el inglés.
—No tenemos mucho tiempo —dijo León.
Tomaron un metro hasta Ladbroke Grove. Londres tenía un encanto singular. Imaginó cuánto le hubiese gustado en otro momento, en otra vida, caminar por las calles de la capital británica, perdiéndose entre ellas, enamorándose en cada esquina, viviendo allí como un juntaletras cualquiera, comprando cada mañana el mismo cartón de zumo al tendero más cercano. Lamentablemente, la situación era otra.
Encontrar a Zofia iba a ser una cuestión, entre otras, de azar. León, terco y en sus trece, solo quería venganza. La venganza, un plan frívolo y meditado, una pérdida irrevocable.
Para León, el ser humano aún distaba de la perfección mientras no trabajara en la evolución de su psique. Un eslabón débil de la especie en desarrollo. Había estado equivocado todo aquel tiempo. Amaba a Zofia, pero sus intenciones eran otras. El amor, tan maleable como el cristal líquido, se decía. Así pues, no tenía reparo alguno en jugarse la vida. El objetivo no era la salvación, si no la culpa, la tortura psicológica que sufre un padre tras perder a su hija. Quería que Komarnicki mordiera el polvo, y poco le importaba el embarazo, la joven o que el mundo se resquebrajaba en pedazos. León era un hombre afligido con un orgullo malherido, y había visto una ocasión única para devolverle la patada que había dado el otro.
Sabía que encontraría a Zofia y a Komarnicki.
Ella era el señuelo, y pronto se acercaría a él.
Lo llevaba dentro.
Solo tenía que esperar.
El apartamento de Jack era un estudio con una habitación y un sofá frente a la tele. Anna y León dormirían en el sofá. En la casa no había demasiadas cosas. A Jack le gustaba el orden, los colores claros y los muebles minimalistas. Trabajaba en un escritorio, junto a la ventana del salón. Había un ordenador portátil conectado.
León encendió la televisión y buscó el canal BBC 24 horas. En el informativo, aparecía el rostro de Komarnicki junto al primer ministro británico, estrechándo las manos. En una toma rápida, reconoció el rostro de Zofia. León escuchó atentamente y llamó a Jack para que le dijera dónde se encontraban.
—Downing Street. Es la casa presidencial. No está muy lejos si tomas el metro —explicó.
—La noticia es de ayer —dijo León—. Se reunirán hoy. Tenemos que encontrar el hotel donde se encuentra Komarnicki.
—Tendrá seguridad por toda la calle —dijo Anna.
—Su mujer no.
—¿Eso qué importa?
—Quiero encontrar a Zofia.
—No me dijiste nada de eso…, yo pensé…, yo pensé que… —reaccionó Anna nerviosa.
—No es un secuestro —explicó León—. No lo puedes entender.
—No, León. No lo entiendo…
—¿De qué mierda estás hablando? —dijo Jack.
—Tengo que marcharme —dijo León recogiendo sus cosas.
—¿Adónde vas a ir? —preguntó Anna.
—Al Sheraton de Park Lane —contestó—. Allí está Zofia.
León pidió a Jack su número de teléfono y prometió que les contactaría más tarde.
El cielo se había despejado, entró en una tienda para comprar una tarjeta de teléfono. Al salir, tropezó con un viandante que caminaba en dirección opuesta.
Las piezas del aparato cayeron al suelo.
—Joder —dijo León.
—Perdón —dijo la otra persona en español y se agachó.
—Tranquilo. No pasa nada… —dijo León agachándose también.
Levantó la mirada y miró al hombre que tenía delante.
—Toma —dijo entregándole las partes del teléfono.
—¿Español?
—Sí… —contestó el hombre—. Es una ciudad interesante, ¿verdad?
—¿Vives aquí? —preguntó León.
—No, no, qué va. Soy escritor… Diviértete y disfruta por aquí.
—Gracias, tú también, supongo… —contestó. El tipo continuó caminando cuando León se dio cuenta de quién era aquel tipo, recordando sus libros, y corrió hasta alcanzarlo.
El extraño se giró cuando León miró su rostro, que no era de carne sino de fuego, humeante. El tipo lo señaló con el dedo índice, a un metro de él.
—Un día despertarás y todo habrá terminado. Tú no existes, jamás lo has hecho. Todo es parte de tu imaginación. Tu propósito solo te ha llevado hasta aquí. Recuerda que eres energía, que la energía forma parte de un todo así que jamás podrás ser destruido, tan solo transformado, recuérdalo.
León pestañeó y cayó al suelo, mareado.
El hombre se acercó a él.
—¡No! ¡Déjame!
—Oye, ¿estás bien? —dijo. León lo miró y su rostro volvía a ser humano—. Pareces cansado.
—Todo está bien, gracias.
El hombre, asustado, se despidió y siguió su camino, girando la esquina hasta desaparecer por completo.
—Qué cojones… —pensó León en alto.