XVI
En la primera planta de la estación de tren de Victoria, Zofia miraba los horarios en una pantalla.
—¿Por qué has tardado tanto, León? —preguntó la joven dando un sorbo a su refresco.
Él recordó aquel día lluvioso en Varsovia, en el que decidieron tomar un tren por primera vez.
—El mundo se ha convertido en un lugar extraño —dijo.
—¿Qué haremos?
—Iremos a París.
—¿Y el niño?
—Yo te protegeré —dijo León—. Juntos, nada podrá con nosotros… ni siquiera tu padre.
—No volveré a verlos, ¿verdad? —preguntó la joven.
—No creo.
—¿Volveremos a Varsovia?
—Algún día, Zofia —contestó León. Por los altavoces, una voz femenina indicaba la salida del tren con destino a París—: Es el nuestro, vamos.
Subieron al tren en silencio. Zofia se sentó junto a la ventana.
Dos horas más tarde, llegarían a París.
Todo habría terminado.
—Esto no está bien —dijo Zofia—. ¿Qué nos ha pasado?
—¿A qué te refieres? —dijo León.
—No sé… Me olvidé de ti —explicaba—. Fue más fácil de lo que imaginé… Pensé que me estaba traicionando a mí misma, a mis sentimientos… Que las mentiras de mis padres habían surtido efecto en mi cabeza, que lo nuestro no tenía ningún sentido… Puede que me enamorara de ti accidentalmente, en mi deseo de recibir la atención que no obtenía de mi padre. Quizá fue un acto rebelde. No sé, León, nunca lo supe. Pero una vez que sentí algo en mi interior, que no era solo yo, me di cuenta de que todo había sido un error. Que tenías razón y que a eso que yo llamaba amor no había sido más que una explosión de emociones primerizas, experiencias vírgenes. Supe que jamás volvería a ser la misma pero me di cuenta que tampoco quería marcar mi vida para siempre de un modo tan trágico… Soy una adolescente y tengo el privilegio de formar parte de una familia que tiene de todo. No entiendo por qué iba a abandonar mi futuro tan pronto con un error tan estúpido… Estas son las estupideces que marcan tu vida para siempre, los actos de valentía que nos hacen tan débiles después… y yo, León, y yo… Nunca antes había pensado en la maternidad. Todo llegó demasiado pronto y lo que en un principio creí como apropiado, cada día me arrepiento más de tenerlo dentro de mí.
León no se estremeció.
Su cuerpo permaneció rígido, con los ojos puestos en el rostro de la chica.
Ni siquiera un pálpito de impotencia.
Con un movimiento extraño, levantó su mano y la puso sobre la tripa de Zofia, apretando hacia dentro.
Ella se quejó.
La mano del joven estaba congelada.
León, con el rostro pálido ensombrecido por las lentes amarillas, miró por la ventana y exhaló.
En cuestión de una hora y varios minutos, los dos llegarían a la estación de tren de París.
Un equipo armado de nationale lo esperaría para exigirle que liberara a la chica.
—No te das cuenta de lo egoísta que has sido —reprochó León.
—Lo siento.
—Niñata hija de perra… —esputó León—. Tú no puedes sentir nada, malnacida… Si lo sintieras, no estaríamos aquí. Esto no habría pasado.
—Estás tan cambiado…
—Siempre tiene que perder alguien para que otro gane… —dijo León tocando su mano, agarrándole los dedos, apretándolos entre sí.
—Me siento incómoda, por favor… —dijo ella, asustada.
—¿Sabes? —dijo él—. Durante todo este tiempo no he conseguido dormir. Primero pensé que era estrés, después agotamiento. Desde que tu padre te apartó de mí, he tenido una imagen constante, imborrable, bajo la lluvia, besándonos por última vez… Un recuerdo dulce que se convirtió poco a poco en un dolor de cabeza, en una cuchilla rasgando mi cerebro… Soy un alma perdida en el purgatorio. Soy la consecuencia de un mal sueño en el que no existe puerta trasera, del que es imposible despertar… Reconozco haber molestado a la persona equivocada, pero juré no darme por vencido hasta el último latido… Te he destruido tantas veces en mi corazón que no sentiría nada si lo hiciera ahora con mis propias manos, pero no puedo… soy incapaz de hacerlo, porque, a pesar de todo, de los sueños y las alucinaciones, de los dolores agónicos en mi sien, de tu distante forma de hablar, a pesar de que tus pensamientos hayan cambiado de forma, sé que en tu corazón aún existo de algún modo, y mi alma lo reconoce, y siempre lo hará. Sé que en tu corazón existo porque una parte de mi ser está dentro de ti, de los dos, de lo que fuimos. Jugamos a ser dioses y lo logramos… Quizá por eso, porque no existe otra razón, es por lo que no puedo matarte aquí mismo con mis propias manos…
Una voz indicó por el altavoz la llegada a la Estación del Norte de París.
—Este es el final —preguntó la joven.
—Así es —dijo él completamente sereno.
La chica se levantó, cogió su bolso y miró a León.
—Puede que tengas razón —dijo—. Puede que perdonarme la vida haya sido un error. Cada acto tiene sus consecuencias. Ojalá te hubiera conocido en otra vida, en otro momento… Espero no verte nunca más, León.
Zofia salió disparada por la puerta del vagón, meciendo su cabellera dorada, moviendo las finas piernas y unas nalgas apretadas en los vaqueros rotos de color negro.
Aquella fue la última vez que León vería marchar a la joven adolescente.
Todos los pasajeros abandonaron el vagón. Su momento había llegado.
Miró por la ventana, pero no pudo ver nada. Esperó a que salieran todos. Ningún guardia se acercó a revisar a los pasajeros.
Se sintió extraño.
Caminó y salió del vagón.
No le esperaba nadie.
Caminó hasta encontrarse bajo el gigantesco edificio de la Estación del Norte.
A medida que respiraba el aire parisino y se envolvía en el acento francés, tomó consciencia de que su pesadilla había terminado, al parecer, por el momento. Más tarde, vendrían las explicaciones, las actas policiales o el silencio perpetuo, pero si tenía la certeza de algo era de haber abandonado el país para siempre airosamente.
Miró a la gente, se fascinó con la felicidad y la tristeza que se podía encontrar allí a partes iguales. Caminó hasta un cajero y sacó dinero. Después entró en una cafetería de la estación y pidió un café.
Se dio cuenta de que nadie creería su historia.
Komarnicki tenía razón. Los hechos eran tan inverosímiles que no le tomarían en serio. En caso de que hubiese alguna prueba, daba por hecho que habría sido eliminada.
León pensó que lo primero sería volver a su color de pelo natural, y después tomaría notas para reescribir su historia a modo de novela. Su batalla sería hacerle frente a las editoriales y colocarse entre los clásicos de espionaje.
Pensó en los suyos. Mantendría la cabeza ocupada ayudando en el negocio familiar y el resto del tiempo lo dedicaría a escribir.
Terminó el café, pagó, rio frente a la camarera francesa de pelo castaño y dejó propina.
Estaba loco, loco por vivir.
Caminó hasta una cabina vieja de teléfono y marcó el teléfono de la residencia familiar.
Sonó el primer tono.
Una mujer habló al otro lado.
—¿Sí?
—Soy yo, León —dijo excitado.
—¿León? ¡Oh! ¡Hijo mío! ¿Cómo estás? ¿Desde dónde nos llamas? —decía la mujer encantada—. Tu padre está aquí…
—Mamá… —dijo él—. Os quiero mucho, vuelvo a casa.
—¿Que regresas? —dijo la mujer, entrecortada por las voces de otra persona que se escuchaban de fondo.
—Estoy en París… —explicó—. Es una larga historia… No te preocupes.
—¿Qué ha pasado, León? ¿Estás bien? —preguntó la mujer preocupada.
León guardó silencio varios segundos y miró al teléfono que sostenía en su mano. Colgó.
Se apoyó en la cabina.
Rompió a llorar emocionado.
Un poco de amor, era todo lo que necesitaba.
Buscó otra moneda en su bolsillo cuando sintió una presencia, una presión en el aire, después en los oídos.
Un fuerte pitido sonó en su cabeza.
Un golpe seco lo estampó contra la cabina.
León perdió el conocimiento y se desplomó.