IV
Esa misma noche, León no concilió el sueño. Con la mirada clavada en el techo, fue incapaz de quitarse la imagen de la joven Zofia. Algo cambió drásticamente en la vida de los dos.
Las chicas anteriores no habían logrado despertar el interés del profesor. Buenas en la cama, cariñosas, atentas, intelectuales. Todas eran perfectas para un hombre común pero no estaban a la altura de las exigencias de León. Su última experiencia había sido Paulina, la relación más larga de su historia. Anna no fue más que una piedra en un zapato por muy sumisa que fuera en la cama. Paulina había recorrido lo que otras chicas como Aleksandra, Lara o Cristina lograron en su momento. Con ella se inició en la vida en pareja, cambió hábitos y escribió cartas de amor. Pero por mucho que deseó a la joven artista de segunda división, jamás llegó a sentirse carcomido por su ausencia. Su mente era lo suficientemente obtusa para hacer hueco a otras personas. Entonces llegó Zofia, una adolescente por la que volvió a velar de madrugada.
Zofia no volvió a participar en las clases y León solo le hacía preguntas sencillas para que saliera airosa. Ninguna de sus compañeras sospechó nada. Todas se entretenían odiando a Julia, la chica estudiosa que tenía todas las respuestas, mientras León se comunicaba con Zofia dejando notas personales en las redacciones.
El primer contacto se estableció a través de un trabajo escrito. Un encuentro. El profesor había marcado algunas palabras en los folios de la joven, una letra S y un número con un cuatro como nota final. El número indicaba la hora y la inicial, el día.
El profesor confió en su instinto y echó sus cartas. Con abrigo y jersey de punto, se presentó en el Parque Real Łazienki. Las directrices fueron claras. El parque era el lugar donde turistas y habitantes locales disfrutaban de sus paseos, visitando el palacete, recorriendo las largas rutas que lo conectaban con otras partes de la ciudad. Un área tan grande que, cuando caía el sol, los viandantes no salían de las áreas iluminadas.
Zofia lo citó en unas coordenadas precisas. Devolvió el mensaje con varias señales y León se presentó en una de las entradas. La equis del mapa, un puente. El único punto desde el que se podían ver tres entradas a la vez.
Una mujer de agradable apariencia y con ropa deportiva, se cruzó ante el profesor. Cruzaron miradas y ella sonrió.
«Eres patético. Deberías estar con mujeres como esa». Se decía a sí mismo.
«¿Dónde estás, Zofia?»
León se quedó quieto ante el puente. Allí no había nadie. Miró el reloj. Eran las cuatro en punto de la tarde y el sol caía lentamente.
—¿Llevas mucho tiempo aquí? —dijo una voz femenina.
Era Zofia, vestida completamente de negro.
—Pensé que no aparecerías —dijo él ocultando la sorpresa.
—Yo pensé que no darías con este lugar —dijo ella—. ¿Cómo estás?
—Bien. Supongo. ¿Y tú?
—Fatal —dijo ella abatida de repente.
—¿A qué se debe?
—Mi profesor me obliga a citarme con él a escondidas —contestó con una mueca.
León giró el rostro.
—Esto es un error.
—Entonces, ¿por qué me haces venir aquí? —preguntó ella cambiando su tono.
—Tenemos que tomar una decisión acerca de todo esto —argumentó—. Como adultos.
—No hacemos nada malo.
—Oh, no —dijo él—. ¿Estás enamorada?
—¿Por qué dices eso?
—No tienes idea de lo que es el amor… —dijo él.
—Tú sí, ¿verdad? —dijo ella—. Tienes razón, esto ha sido un error… Tengo que marcharme.
La chica dio varios pasos cuando, de repente, León tiró de su brazo y comenzó a correr, arrastrándola por el parque.
—¡Qué haces! —gritó confundida corriendo torpemente—. ¡Me voy a caer, León!
Él rio sin mirar atrás hasta que escuchó las súplicas. La miró a los ojos y la levantó por las piernas como si cargara el cuerpo de un soldado herido, ante la vista de los curiosos. Salieron por la puerta principal, un taxi se detuvo, subieron y el profesor dio las indicaciones. Con el éxtasis y la adrenalina, el vehículo cruzó el Vístula, frío y revuelto hasta llegar a la calle Francuska, una vía de doble sentido, de edificios bajos y pequeños restaurantes. León pagó la carrera y sujetó a Zofia del brazo para que saliera. Ella agarró su brazo, lo apretó contra el pecho y caminaron. León la arrastró hasta un restaurante local de cocina pequeña y abierta y sillas de hierro, cómodas restauradas y ambiente cálido; un lugar pequeño con apenas cinco mesas y una carta limitada. Parejas que comían, otras que no hablaban. Se sentaron en una mesita de madera. León pidió una botella de vino tinto, ella fue al baño. Vislumbró a una pareja que había en uno de los rincones. No se hablaban. Ella parecía triste y deprimida y él solo ponía atención a su teléfono móvil y al plato que tenía delante. Bien vestidos, pero malamente correspondidos. León pensó si eso era algo natural en toda relación humana, si tras vivir años con la misma persona uno terminaba hartándose de ella hasta ignorarla como a un mueble.
—Me encanta este lugar —dijo Zofia—. Me encanta todo.
León sonrió.
—Gracias por todo. Estaba buenísimo —dijo Zofia cuando salían.
—Nunca invito a cenar en las primeras citas —dijo León.
—¿Esto es una cita? —contestó ella.
—A tu edad —dijo él—. Sí, supongo.
—¿Y a la tuya?
—A mi edad solo cenas con quien realmente quieres tener a tu lado.
—Eso no es cierto —contestó ella.
—Lo demás es una pérdida de tiempo… y de dinero.
—Los chicos que me invitan a café, son muy dulces —dijo ella.
—Pero no pasan de ahí… —añadió él—. De un café.
—Es un simple café —contestó ella.
—¿Y una cena? —preguntó el profesor.
—Es algo que tendrás que averiguar.
León la condujo hasta un edificio en el que había una terraza abierta y se escuchaba un piano.
Caminaron hasta la parte superior y salieron a una superficie triangular, como la proa de un barco, con tablones de madera donde la gente se sentaba y tumbonas con telas a rayas donde otros tomaban café y escuchaban el concierto de jazz. Frente a ellos, el cielo raso de la noche y la calle Francuska desvaneciéndose. Bajo la música de Sonny Clark, León y Zofia se besaron en un largo choque de labios, cruce de lenguas y fluidos salivales. La noche derivó en más y más alcohol. Ebrios de alcohol y borrachos de vida, tomaron otro taxi que los llevó hasta el apartamento 166 en el número 35 de la calle Świętokrzyska. Besos y manoseos por el interior de sus ropas en el ascensor. León abrió la puerta torpemente y llevó a Zofia hasta su cuarto.
—Siento el desorden —dijo.
La chica se asomó a la ventana y vio la ciudad de Varsovia, de noche, iluminada por los neones. León sacó una botella de vino de la estrecha cocina de su apartamento y sirvió dos copas pese a mantenerse con dificultad. Elvis Costello en la mini-cadena del salón. León se desvistió dejando la camisa fuera del pantalón. Ella se descalzó y jugueteó con su pie y la pierna del profesor.
—Es aquí donde vives —dijo—. Esperaba algo más… no sé.
—¿Glamuroso?
—No.
—¿Ordenado? —dijo León.
—Me gusta —dijo ella—. Me siento cómoda… ¿No te asusta?
—Asustarme, ¿qué?
—Que vayamos a follar —dijo ella.
León se rio, pero ella hablaba en serio.
—Hace un buen rato que me he olvidado de quién eres.
—Si quieres silencio —dijo Zofia—. Tendrás que hacérmelo como a mí me gusta.
—Estoy ya acabado —dijo con una sonrisa derrotada.
—No digas eso, León —contestó relajada—. Puedes confiar en mí.
La chica saltó sobre el cuerpo de León, colocándose sobre sus rodillas. Tuvo una fuerte erección. Zofia lo besuqueó deslizándose hacia abajo. León dejó la copa de vino e introdujo sus manos bajo la ropa. La chica desabrochó el pantalón, dando inicio a una noche de travesuras sexuales que asombraron al propio León, viéndola tan entregada. Las horas pasaron, la botella de Rioja se terminó e hicieron el amor varias veces hasta quedarse dormidos. Zofia no era virgen, pero ese no era su mayor problema.
—¿Qué pasará con nosotros? —preguntó ella con el rostro de una niña pequeña, desnuda y acurrucada sobre el pecho de León.
—No tiene por qué pasar nada… —dijo sin mucha credibilidad en sus palabras.
Después cerró los ojos y se durmió de nuevo.
El teléfono de Zofia emitió un suave pitido.
Cuando León despertó, sintió el fuerte golpe de la resaca.
Zofia ya estaba de pie, casi vestida.
La luz del cuarto de baño salía por el lateral de la puerta.
Todo le daba vueltas, como si su cabeza fuera un huevo en una sartén. Corrió la mirada por la habitación. Observó el despertador. Vio el bolso de Zofia frente a él, sobre una silla. Estaba abierto. Ella no pareció darse cuenta de que León estaba despierto. Se preguntó por qué no le habría dicho nada y si pensaba marcharse sin avisar. León caminó hasta el cuarto de baño y abrió la puerta. La chica se maquillaba.
—Buenos días —dijo él.
—Tienes mala cara —contestó ella—. No te quería despertar.
—¿A dónde vas? Ni siquiera son las diez.
—Tengo que regresar a casa —dijo intranquila.
León, apoyado con un brazo sobre el marco de la puerta, se giró y regresó a la habitación. La chica continuó en el cuarto de baño. Volvió a mirar el bolso. Pudo ver el monedero de la joven con todas sus tarjetas. Alargó la mano, abrió la pequeña cartera de cuero roja y miró en su interior. No encontró demasiado: dinero, billetes de tren y autobús usados, y finalmente, el carné de identidad. Comprobó la fecha de nacimiento. No cumpliría los 18 hasta pasar el curso. Era menor de edad y le había mentido. Cuando fue a ver el reverso del carné, algo lo detuvo.
—¡Qué estás haciendo! —dijo Zofia frente a él arrebatándole el carné de identidad.
La chica tiró de su bolso e introdujo el resto en su interior, con afán de salir de allí lo antes posible.
—¡Me has mentido! —gritó—. ¿Por qué?
—¿Tan difícil es confiar?
—¡Eres menor!
—¡Cinco malditos meses!
La chica se puso sus zapatos, abrió la puerta y se marchó. León intentó detenerla para intimidarla, pero el forcejeo no sirvió de nada. Ella se libró dándole una patada en la espinilla.
—¡Niñata de mierda! —gritó, pero Zofia ya había entrado en el ascensor.
Un final turbio para una cita tan particular.
Dependería de él y del silencio de la joven, salvarse de los tejemanejes judiciales. Tendría que ganarse la confianza de la chica de nuevo.
La vida personal y profesional de León pendía de un fino hilo a punto de deshacerse por el desgaste.