UN ETRUSCO IMPULSADO POR ORO MAL ADQUIRIDO
PARALIZARÁ LAS ARMAS ROMANAS Y TODAS TUS
PROEZAS PASARÁN COMO AGUA
Los tres sótanos: oro, el de Eros Latiniano; armas, el puñal largo de Mucáphor; tumba etrusca, el ancestro de éste; y, al fondo, el cauce subterráneo de agua corriente, fluyeron un instante por la mente de Aureliano como una iluminación providencial, umbral de su muerte que alivió la última miera de su vida terrena, desplazando de su mente todas sus últimas sensaciones, deseos o palabras. Y era pura evidencia, se dijo en aquel instante de suprema visión de su descuido: cualquier augur un poco listo lo habría deducido en un momento, y una purga urgente de etruscos en la cúspide del ejército imperial habría conducido a la pista de los generales descontentos, apresurándola con el apoyo seguro de la masa legionaria contra los enemigos del emperador; y así, de paso se habría colmado la esperanza secreta de éste:
«¡Yo y el ejército, a solas, contra los bárbaros!»
Aureliano siguió en pie los segundos que requirió su corazón para detenerse. Con las dos manos cogidas por otros tantos generales, y apretado en corro por los otros, no necesitaba apoyo sobrenatural para no caer al suelo. Entre el tremendo ruido de voces que había despertado la puñalada de Mucáphor, como si hubiera sido súbita e inesperada en lugar de meditada y calculada, se diría que Aureliano, muerto y todo, era uno más de los que gritaban cosas dispares sobre lo sucedido, hasta que Mucáphor mismo se apartó del corro, y los otros, como movidos por un resorte, le imitaron, demasiado nerviosos para hacer otra cosa que no fuese imitación, con lo que Aureliano, ahora sin apoyo, cayó aparatosamente al suelo, como un guiñapo, lo que ya era, vacía su cascara de cuanto había hecho hasta entonces un gran hombre de él. Quedó de bruces, y con brazos y piernas abiertos de par en par, y uno de los generales se inclinó y lo volvió boca arriba, cuidadosa, respetuosamente, pero sus piernas y sus brazos volvieron a abrirse de par en par. Todos se le quedaron mirando, ahora en silencio, como si le vieren por primera vez, o como si por primera vez se vieran solos, cada uno en su propio mundo, ante una víctima que no conocían, reconociéndola de pronto y reconociéndose a sí mismos en ella. Y entonces se dieron cuenta de su apremiante realidad: estaban encerrados con el emperador muerto en el caserón de Quenonfrurio, y eso quería decir que tenían muy poco tiempo para discurrir la forma de salir de allí.
Los generales se agitaron de pronto como movidos al mismo tiempo por un mismo resorte, o como hormigas cuyo hormiguero acaba de ser pisoteado, aunque se volvieron a aquietar un instante al ver de pronto una avecilla revoloteante de la que uno de ellos juró que era el espíritu del héroe caído:
—¡La vi salir de su boca!
En sus mentes aleteaba la necesidad angustiosa de salir cuanto antes de la funesta situación en que se hallaban, pues el destino, al no necesitarles ya, prescindía de ellos con brutal indiferencia.
¡Mucáphor, se decían, Mucáphor era el único culpable!, ¡Mucáphor, que había apuñalado al emperador aprovechando la piña de generales que rivalizaba por saludarle amorosamente, y sin darles tiempo a defenderle!
Se apretujaron de pronto en torno a Mucáphor, que no pudo parar tal diluvio de puños y puñales, mientras al otro lado del portón cerrado, el centurión enviado por Aureliano en busca de Eros Latiniano encargaba al jefe de la guardia comunicar cuanto antes al emperador la total desaparición del secretario griego. Muchas fueron las puntas que coincidieron simultáneamente en el corazón de Mucáphor, mientras la avecilla, enloquecida, no acertaba a dar con una tronera por la que escapar de allí. Los asesinos, agrios y estridentes, tiñeron de sangre el pecho de su víctima al tiempo que la avecilla salía, por fin, al aire libre, espantada por la afanada cacofonía que se tupía en torno al silencio del asesino asesinado. Eran hombrones recios y musculosos: abultados bíceps bajo hombreras de cuero, vientres planos y sin grasa tras holgado y ancho cincho, rodillas fuertes y accidentadas de tendones pantorrillas abajo y entre el faldellín y las grebas, rostros tostados y duros, contraídos ahora por el pánico, ojos agudos y barbilla prominente, barbada de un día, entre los guardamejillas metálicos del casco encrestonado de rojo que a ninguno se le había ocurrido quitarse.
Hombres duros, bruscos sus movimientos, cortantes sus palabras incluso en la ternura momentánea del peligro compartido, y otra no conocían, pues hasta su vida familiar cobraba un filo militar que sólo en muy contadas ocasiones se enromaba. Ni amplios ni hondos sus pensamientos, reducidas sus acciones y sus pasiones al único mundo posible: Roma y los bárbaros, visión cósmica ésta que era dictador y puntal único de su imaginación. La angustia de la guerra interminable era en ellos serena, permanente agresividad, y tan natural que la habían recibido con los jugos ventrales y la leche de sus madres.
El eterno desasosiego de un imperio atacado por sus mismos defensores, atascado en fronteras de nefasta estaticidad, no tenía sentido para aquellas cascaras rellenas de brutalidad y lujo estridente, cuyo vivo olor dulzón sería para nosotros acre marchamo olfativo del hombre romano: olor que sobrenadaba capas de suciedad, vencía abluciones y unciones oleaginosas y aromáticas, como dicen que ocurría con el hedor natural de los esclavos traídos otrora de África por los negreros europeos. Se defendían de pensar agobiando a insultos y acusaciones, empellones y patadas, el cadáver caído de Mucáphor, hasta mancharse de su sangre, que aún manaba de heridas casi frescas; esperaban, sin pensar siquiera en ello, que esa sangre les ganase méritos ante los legionarios, cuya reacción temían.
Piña de febril ansiedad y alarmado desconcierto que se apartó de pronto de ambos cadáveres: el de Aureliano, frío y coagulado; el de Mucáphor, tibio todavía. Entre todos separaron el uno del otro, como reconociendo su incompatibilidad, invulnerable a la muerte.
El círculo se ampliaba al tiempo que su perplejidad. Todos pensaban con creciente urgencia en los legionarios que esperaban, esparcidos por el vasto campamento, el final de la conferencia de guerra entre un emperador en quien las tropas veían la encarnación del legionario triunfante y unos generales que les parecían fácilmente sustituibles.
Sólo el general Publio Attiliano se paró un momento a pensar con pena en la campaña persa, que los otros ya habían descartado como innecesaria para apuntalar el actual ten con ten romano-persa: tantísimo esfuerzo, se decía Publio Attiliano, tan impecable obra maestra de organización, digna de otros tiempos, iba a disolverse ahora en miedos, añoranzas y vanos deseos, pues la fuerza motriz de tan clara inteligencia bélica había desaparecido; las legiones reharían fútilmente el largo camino a sus campamentos permanentes con la rapidez, la necesariedad, la elasticidad de la catapulta que vuelve a su posición de reposo sin haber lanzado el pedrusco, porque el gancho que sujetaba toda su cordamenta se ha roto, cortado en su base misma por las apetencias de ratones medrosos.
Publio Attiliano no veía en esta tragedia más que triste falta de voluntad e inquietante, desmoralizadora deslealtad a un gran hombre. Él no creía, ni, en el fondo, deseaba que Aureliano, ni nadie, pudiese acabar para siempre con Persia. Derrotarla, sí, pero destruirla... La frontera, persa o germana, era en su mente algo consubstancial a la existencia misma de Roma. Roma, para Publio Attiliano, eran sus fronteras, en las que él había pasado toda su vida activa.
Nunca se le había ocurrido pensar, por ejemplo, que la frontera estática del Rin y del Danubio fuese la negación viva de Roma, cuya misión consistía, en lo esencial, en absorber Germania entera y crear una Europa madura y señora de pueblos con sangre germano-romana.
Otro general rompió de pronto la confusión en que sumía a todos su nefasta situación, cortando así de cuajo cualquier posibilidad de que en la mente de Publio Attiliano surgiera, siquiera fuese por azar, la idea clave: «Las fronteras imperiales están únicamente para ser cruzadas, escudarse tras ellas es traicionar la idea misma de Roma.»
Euricio Bannio abrió los brazos en ademán ecuménico. Cuando los otros se volvieron para mirarle, se llevó a los labios los dedos índice y corazón de la mano derecha, indicando así su voluntad de hablar:
—Escuchad —dijo—, tenemos que salir de aquí, y tendrá que ser entre los legionarios, de modo que cuanto antes nos enfrentemos con ellos, mejor para todos. El silencio general fue estruendoso asentimiento a estas palabras. Todos sabían que Euricio Bannio tenía razón.
—Además —añadió otro, aunque pudiéramos eludir a los legionarios, ¿a dónde escaparíamos?
—¿Adónde puede escapar un general romano? —resumió un tercero. Ninguno de ellos era gran experto en historia de Roma: sabían las tradiciones y las leyendas, fabuladas por poetas, tabuladas por historiadores, tergiversadas por madres y esposas sobre sus cunas mecientes y en sobremesas vesperales. Todas las cuales, tradiciones y leyendas, coincidían en una cosa: fuera de Roma, recinto sacro cuyos límites variaban con la experiencia vital de cada uno, no había salvación.
—¿Adónde —repitió, reflexivo, otro de los presentes— puede escapar un general romano?
—Vamos todos juntos —remató alguien.
Dos de ellos recogieron el cuerpo, ya frío, de Mucáphor, poniéndoselo delante a modo de escudo; los otros se apiñaron detrás. Y todos se enfrentaron, sombríos y nefastos, con la salida.
Euricio Bannio se subió al montón de piedras que había ante el quicio del portón, abierto ahora de par en par a fuerza de empujones por los generales, súbitamente ansiosos de salir. Desde aquella cima, a la altura, más o menos, de un cuerpo humano descabezado, Euricio Bannio dominaba apenas el vasto claro abierto ante el caserón, en el que se iban congregando los legionarios. Sus compañeros se apretujaban a ambos lados de él, y sus cabezas apenas le llegaban a media pantorrilla.
Euricio Bannio estaba como en un pulpito, pero el corazón le latía como si estuviese en la cima de un haz de leña seca a punto de arder con él encima. El sol le envolvía, punzante, poniéndole nervioso. En cuanto se vio rodeado por bastantes legionarios, se lanzó a contar a su manera el asesinato de Aureliano:
—¡Mucáphor —gritó, en medio de un silencio tangible como voces— se había acercado al emperador con unos papeles en la mano, y, aprovechando su distracción, le hincó un puñal en el pecho! ¡Todos corrimos a impedírselo, pero era demasiado tarde!
Más de un general pedía fervorosamente piedad al espíritu del muerto, prometiéndole más y más vistosas ofrendas y pródigas reparaciones. Alguno se dijo, con un escalofrío, que las piedras sobre las que estaba encaramado Euricio Bannio tenían todo el aire de un túmulo.
Las palabras de Euricio Bannio llegaron a todos sus oyentes como un haz de flechas que se dispersa al tiempo en todas las direcciones. Los hombres de la legión Cuarta Flavia, tanto bisoños como veteranos, se agolpaban ante Euricio Bannio y sus colegas en creciente muchedumbre, cuyo espantoso hedor escocería nuestras narices: dulzón y acre al tiempo, como erizado de púas fuertemente putrescentes. Tan tupida llegó a ser la masa de hombres sudorientos que se diría un océano de cuero híspido y granujiento, apretujado entre el caserón y las escarpadas, neblinosas laderas del fondo.
Euricio Bannio y sus colegas tenían bien apretado entre las muelas y el carrillo el pomo de veneno reglamentario para los oficiales que iban a la guerra persa. Generales y legionarios se contemplaban ahora en peligrosísimo silencio. El temor recíproco entre soldados y oficiales era el gran cemento del ejército romano: ambos se temían por igual, como púgiles que se agarran por miedo a los golpes que habrían de asestarse si se soltasen.
Comenzó de pronto a oírse, partiendo del fondo de la vasta muchedumbre, un rumor de avalancha inminente: el siniestro barritus, el mugido de la embestida de la legión romana. Los legionarios ya no escuchaban la voz de Euricio Bannio, trémula de incertidumbre ahora, cada vez más impotente contra el creciente trueno y algarabía; un centurión se encaramó de pronto al montón de piedras, acercó la boca a su oído:
—Mi general, el emperador me ordenó buscar a Eros Latiniano: estaba hoy en Quenonfrurio, pero ha desaparecido, y hemos cogido preso a un cierto Auréolo Aurelio, que llevaba encima gran cantidad de monedas de oro y no sabe explicar para qué las quería.
Euricio Bannio sudaba frío. Estas palabras le parecieron providenciales. Alzó
la voz cuanto pudo:
—¡Legionarios, no fue Mucáphor el único culpable! —medio ronco ya de tanto esfuerzo:—, ¡uno de los inductores de tan vil acción se ha fugado!, ¡es el secretario de nuestro amado emperador, Eros Latiniano, repulsivo liberto griego, sembrador de cizaña!, ¡pero hemos cogido a otro, un cierto Auréolo Aurelio, iba cargado de oro con destino a...!
Una lanza se le hincó en el pecho con tal fuerza que le dejó clavado contra los ladrillos del caserón. Euricio Bannio quedó con la cabeza ladeada, los ojos de par en par, la boca a medio abrir, como pidiendo explicaciones al cielo. En pocos instantes de agitada inmovilidad perdió por la herida la poca vida que le había dejado el lanzazo. Del grueso de la muchedumbre surgió una voz desgarradora:
— Manus ad Ferrum!
Y todos los demás, a una:
— Manus ad Ferrum!
Coincidencia cara al alma militar que el vítor al jefe sea también llamada a las armas. Los legionarios echaron mano a la espada, se precipitaron contra el montón de pedruscos, devenido en aquel momento verdadero túmulo, y no sólo de Euricio Bannio, pues la tromba militar laminó a los demás generales sin concederles casi el tiempo de morder sus pomos de veneno, y tampoco tuvieron los legionarios verdadera necesidad de darles estocadas o golpes de gracia, pues todos ellos quedaron hechos pulpa, pisoteados por la turba enloquecida, menos Euricio Bannio, que seguía en lo alto, clavado a la pared de un lanzazo, como insecto hincado de un alfilerazo en la tabla del entomólogo. Y esto fue obra de la turba imparable de la
legión Cuarta Flavia, concentrada en Quenonfrurio de Tracia, como ellos creían, para seguir al saqueo y la devastación de Persia, pero ignorantes de una realidad que sólo Aureliano y los suyos, muy pocos, sabían: la fuerza centenaria de Persia era obstáculo final para la refundación de Roma que el Sol había encargado a Aureliano, y cualquier saqueo o devastación era una mera anécdota dentro de tan vasta misión, totalmente ajena a sus futuros artífices, los legionarios romanos del Rin y del Danubio.
El vasto claro que se extendía ante el caserón de Quenonfrurio retumbaba entero, como en un bárbaro Te Deum, en medio del hedor, de la brutal tosquedad de la soldadesca romana, más atroz en su luto que en su júbilo, y bajo el calor asfixiante de un sol envolvente como un sudario.
Un joven italiano recién enrolado en la legión Cuarta Flavia, clamaba en desgarradora retahila:
— Manus ad Ferrum!
Estaba enloquecido de ira y de ansia de sangre, violencia con la que quería vengar la por él sufrida en la persona de Aureliano Manus ad Ferrum, ídolo en cuya imitación se había sumido desde el momento mismo de ponerse por primera vez el uniforme, pensando que así, con sus miras fijas en lo más perfecto, podría curar enseguida su imperfección de legionario bisofio, asustado cerrilmente por la guerra. Aureliano le había dado un instante casual de su campechanía entre afables pescozones:
—¡Cada legionario lleva la púrpura en la mochila, pero sólo si se tiñe el manto con la sangre de mil persas!
El joven italiano había tomado esto por una predicción, y desde entonces suspiraba sin tregua: «Matando persas llegaré a emperador.»
Ahora, con la muerte de su ídolo, la campaña persa se aplazaría: ¿hasta cuando?, y su tensa impaciencia por horadar persas quedaba frustrada. Buscaba con frenesí en quién desahogar furia tan súbitamente concentrada en ardor bélico y sed de venganza. Fue de los primeros en precipitarse hacia el caserón, pisoteando generales, y tras él corría la masa compacta y erizada de la legión Cuarta Flavia. Al llegar al umbral del portalón, el joven italiano cayó de bruces sobre el cuerpo, ya muy magullado, de Mucáphor, arrojado allí por los que habían pensado usarlo a modo de escudo. Se levantó y lo cogió en vilo, se lo tiró a los que le seguían, quienes, a su vez, se lo tiraron a otros, y así hizo Mucáphor su viaje postumo por todo el claro de Quenonfrurio, yendo y viniendo entre gritos y mofas: desangrándose, desaguándose, deshuesándose, despellejándose, deshaciéndose, desmigajándose, viscosa masa informe, entre los puños y los pies de los legionarios en aquel atardecer tracio que puso fin a la fortuna romana en Oriente.
«¡Quién tuviera un ejército sin oficiales!», había pensado, sin pensarlo apenas, el joven italiano, «¡emperador y legionarios sin nadie que tergiverse y frustre su voluntad unida...!».
En el interior la escena era patética. Los legionarios se agolpaban a la entrada y el joven italiano lamía como un perro la cara del emperador muerto, repitiendo, entre gemidos caninos: «Padre...., padre..., padre....», muy seguido, cantinela sin otro sentido que el puro sonido, leve anestesia de angustia.
Un veterano galo, todo él músculos rebeldes y pelo hirsuto, se abrió paso entre los legionarios. Al ver el cadáver, exhaló un rugido le bestia herida: gutural, estrangulado; se arrodilló junto al italiano, desciñó suavemente la espada del muerto, cuyos ojos abiertos siguió mirando con fijeza, mientras se la ceñía en lugar de la
suya, que había tirado al suelo de tierra apisonada.
El clamor que llegaba de fuera era ensordecedor, y rebotaba contra las paredes de la vasta estancia como un eco brutal. Los legionarios apiñados en torno al cadáver guardaban tenaz silencio contra los gemidos del galo y del italiano. El aire estaba lleno de espíritus airados. De pronto irrumpió en la sala un tropel de legionarios. Iban como una tromba, llevándose por delante a los que seguían a ambos lados del portalón, retraídos de entrar. Forcejeaban entre sí, como poseídos de súbita urgencia por recoger el cadáver para sacarlo al aire libre, echando a un lado al italiano y al galo, que se unieron a ellos. Forcejeo en el que no había saña u hostilidad, sólo discordes esfuerzos unidos por mantener vivo el espíritu del muerto a fuerza de acompañarle, como si quisieran fundirse con él: compañía y fusión que, siendo militares, habían de ser violentas.
El muerto salió de allí, llevado en alto con tosca ceremonia. Le dejaron a la entrada, sobre un catre improvisado. Le desnudaron entre todos, y quedó al descubierto el bello cuerpo atlético e hirsuto: ni na gota de grasa atarazaba los músculos de Lucio Domicio Aureliano Manus ad Ferrum, cuyo grueso pene era lo único que aún parecía vivo en aquella carne al borde de la putrescencia. Todos fueron besándole la boca con brutal devoción, estorbante unos a otros en la prisa por ser los primeros, y esto alargó considerablemente una ceremonia de la que, para muchos de ellos, dependía la supervivencia del muerto en el aire que allí se respiraba. Le cortaban mechoncitos del pelo grisáceo y ensortijado de la híspida barba blanquecina, o del pecho, o de los sobacos, y algunos, pensando en su descendencia, también de la áspera mata púbica, cuya fuerza genesíaca creían potente.
Todos cuidaban al principio no deformar el rostro sereno, cárdeno ya, el cuerpo gélido, perfecto como un edificio largamente estudiado. Se repartían mechones, dividiéndoselos hasta lo indivisible, y se los enganchaban a las hombreras de cuero de la coraza para sacarles buena suerte bélica. Algunos comenzaban a vender pelos de la entrepierna, tanto más caros cuanto más cercanos al pene, que no tardó en desaparecer, furtivamente cortado, quedando en su lugar un somero boquete que permitía hurgar en las entrañas genitales, aunque nadie se había atrevido aún a hincar un cuchillo en ellas.
El cadáver seguía tercamente frío a pesar de tanto calor táctil y añorante, tanto hálito emponzoñado de vino y ecos gástricos, y de la hirviente, concentrada ira de los espíritus que todos sentían aleteantes en torno, en un aire cada vez más espeso de alientos y hedor.
Se sorteó entre los centuriones el honor de transportar al muerto en procesión por Quenonfrurio. Los tres ganadores lo extendieron sobre otros tantos escudos juntados con correas, levantaron cuidadosamente tan extrañas andas cuan alto pudieron, salieron en lenta procesión, salmodiando:
— Manus ad Ferrum, Manus ad Ferrum...
Salmodia urgentemente puntuada por golpes de pomos de espada contra escudos; torpe, desgarradoramente entrecortada por los gemidos del veterano galo, que iba a la zaga de la procesión blandiendo con furia la espada de Aureliano, entre las miradas, peligrosamente codiciosas, de los demás.
Los legionarios levantaron un imponente túmulo de pedruscos: escueto y grandioso en su brutal sencillez. Se pasaban los pedruscos de uno a otro y el último de la cadena los arrojaba sobre el montón,sin que ni uno solo resbalase de él o cayese fuera. Cuando el hombre más alto de la legión, un gigantesco primipi o tracio, ni alargando los brazos de puntillas pudo alcanzar la cima, la legión entera aclamó el túmulo como digno del gran cadáver que iba a coronarlo.
Cuatro legionarios sostuvieron sus escudos juntos sobre sus cabezas, sólida plataforma a la que se subieron otros dos, cuyas manos depositaron sobre la áspera superficie el cadáver de Aureliano, desnudo y calvo, rapado hasta los sobacos y la ingle y el pecho, decapitado el bajo vientre de pene y testículos. Allí quedó, tumbado en oferente cruz de San Andrés, a los rayos del sol poniente. Los legionarios aplilaron en torno al cadáver grandes brazadas de leña seca, le derramaron encima una gran bota de vino puro entre aclamaciones interminables y danzas improvisadas.
Legión sin general, donde las órdenes rebotaban de grupo en grupo hasta encontrar quién quisiera ejecutarlas. Los oficiales superiores se mezclaban sin insignias entre la masa de legionarios, evitando cualquier arriesgado asomo de autoridad.
Todos los bastimentos de la legión Cuarta Flavia se repartieron entre sus hombres, apretadamente acampados ahora en torno al túmulo: comían y bebían a la eterna gloria del emperador muerto, entre canciones alusivas, algunas improvisadas, otras antiguas, de sus infalibles victorias contra Oriente y Occidente. Legionarios orientales y occidentales mezclaban por igual sus añoranzas en un mismo luto, pues, como decía el viejo y elocuente proverbio godo: «La patria del guerrero es un buen jefe», y ninguno de ellos, sirios o hispanos, armenios o galos, egipcios o británicos, recordaba, ni de oídas, ni por tradición ancestral siquiera, mejor general que Aureliano, cuya leyenda, nacida en vida suya, obraba ahora nuevos vuelos. Las botas pasaban de mano en mano, ningún gaznate atacaba su contenido sin apuntar antes un chorro al túmulo.
A medida que el cielo se cerraba en noche, el aire se tupía de espíritus llegados de todas las comarcas del imperio, y aun de regiones bárbaras colindantes. Un legionario dotado de sensibilidad sobrenatural declaró, entre ovaciones y protestas, que veía el túmulo cubierto de espíritus de grandes germanos muertos, y que el del gran Arminio lo estaba sobrevolando en aquel momento, impacientes todos por festejar con Aureliano la futura hermandad germano-romana; hasta el sol, añadió el vidente, mandaba ahora sus rayos al amparo de la luz lunar. Con la borrachera creciente que a todos atacaba, comenzaron a proliferar las arengas, algunas recordadas palabra por palabra de vísperas de batallas, en las que Aureliano, subiéndose en equilibrio a la silla de su caballo, repetía a los legionarios su perentorio deber de derrotar al enemigo: «¡No puedo prometeros otro premio que sangre, sudor y muerte!», les gritaba, «y advertiros que Roma espera de vosotros que cumpláis con vuestro deber!, ¡y ya sabéis cuál es el deber del soldado: vencer!». Esta franqueza militar arrancaba alcohólicas lágrimas a los veteranos más tundidos por armas e intemperies, y por ella se lo perdonaban todo: ocasión hubo en que hubieron de renunciar al saqueo de una riquísima ciudad, solemnemente prometido días antes por Aureliano, aceptando en su lugar la jocosa oferta de repartirse los perros que bullían por sus calles.
Corría de boca en boca la trémula frase de un centurión cuya brutalidad era legendaria: «Oye, tú, tenemos que vencer, que si no el emperador se va a poner como una fiera.»
Muchos lloraban como niños, otros comenzaban a cabecear. Unos cuantos treparon túmulo arriba, antorchas encendidas en alto, y prendieron fuego al crecido cerco de leña seca que aislaba al muerto del frío vespertino. Al primer chisporroteo se pusieron todos en pie, blandiendo espadas y lanzas, haciendo resonar los escudos, encendiendo teas improvisadas, gritando:
— Manus ad ferrum!, Manus ad Ferrum!
El viejo galo ceñía la espada de Aureliano, y ya había tenido que defenderla contra la rapiña encendida de algunos comilitones. Corrió al montón de piedras en
cuya cima Euricio Bannio seguía clavado contra la pared del caserón por una lanza tan impetuosa que sólo dos tercios de su astil le asomaban del pecho. Parecía un gigantesco, abigarrado insecto hincado allí por un coleccionista lunar. El galo le desclavó, sin parar mientes en la súplica: «¡Paz!, ¡paz!», que exhalaban los ojos del muerto, abiertos como platos; lo levantó en vilo, se lo echó al hombro como un fardo a medio llenar, corrió al túmulo, pidió ayuda para subirse a su cima. Varios legionarios le alzaron sobre sus hombros, y él, dominando justo la hoguera con tan fúnebre fardo, tiró lo que quedaba de Euricio Bannio de forma que cayera a los pies del muerto, medio comido ya por el fuego. El galo, sostenido todavía por sus camaradas, habló a la masa apretujada de legionarios ebrios:
—¡Así!, ¡el gran cazador!, ¡con perro a los pies!
Súbitamente, el fuego dejó de arder; se oyeron gritos:
—¡No le quiere!, ¡no le quiere!
El galo, asustadísimo, alargó los brazos, tiró de los restos de Euricio Bannio, quemándose casi las manos, los arrojó por tierra; los legionarios se apresuraron a echarles tizones ardiendo, mientras las llamas del túmulo volvían a cobrar crepitante fuerza.
Tan clara evidencia de una voluntad viva e inteligible impuso silencio a todos. El campamento se fue aquietando en torno a las últimas llamas del túmulo; cuando éste quedó tan oscuro como el cielo mismo, apenas se oía ya en toda la extensión otro ruido que los ronquidos de la crespa masa humana, en cuyos brutales sueños la grandeza de Roma era puro botín, y Roma una patricia que sólo a ellos se rendía.
Los tizones que medio cubrían los maltrechos restos de Euricio Bannio habían horadado el cuero de su peto, facilitando a los colmillos de los perros vagabundos la tarea de llegar hasta la carne.
Hacia la misma hora en que el cadáver de Aureliano era pasto del devoto ardor de sus fieles, el tribuno militar Aucio Valeriano llegaba con tres legionarios al pie de un fortín emperchado en un verde altozano cuya base rocosa penetraba un poco en el Danubio, el mismo fortín romano al que había llegado antes noticia fidedigna de que los godos tenían en su poder a Eros Latiniano. El fortín databa de tiempos de Tiberio, y hasta poco antes había servido de posta y almacén de grano. Con la evacuación de Dacia, se amplió y reformó, y se le añadieron dos pisos, convirtiéndose así en atalaya y faro de señales. Los hombres de la legión Cuarta Flavia habían enviado a Aucio Valeriano a esta misión porque su arrogante porte y displicentes maneras les parecían lo más apropiado para impresionar a los bárbaros con el talante militar romano. Aucio Valeriano era alto y fornido, altivo y firme, rostro agradable y al tiempo duro que ocultaba un inamovible complejo de superioridad sumamente romano. Su sonrisa, decían de él sus comilitones, tenía dientes de hierro a poco que se la mirase de cerca. Aucio Valeriano procedía de vieja estirpe militar muy venida a menos, cuyo primer antepasado documentado se había enriquecido como gobernador de Arabia en tiempos de Septimio Severo; los antepasados inventados por aquél se remontaban a la república y algunos hasta salían en las páginas de Tito Livio. Aucio Valeriano estaba decidido a todo con tal de rehacer la fortuna ancestral, incluso, si necesario fuere, a optar por la púrpura o a tomarla por asalto: arriesgado sacrificio, ciertamente, sólo comprensible por falta de mejor remedio, pues pocas profesiones, como no fuese la de gladiador, eran tan autoinmolatorias en el mundo romano como la de emperador.
Aucio Valeriano, optimista por naturaleza, se decía que la púrpura, con un poco de suerte y mano izquierda, dos cosas que a él le sobraban, compensaba su efimeridad con positivas ventajas postumas: dejaba pingüe viudedad, y daba impulso soberano a los parientes.
«Además», pensaba, «cinco años como Aureliano valen más que cien como simple tribuno».
Aucio Valeriano y sus tres legionarios dejaron sus siete monturas en manos de los que salieron del fortín a recibirlos: las suyas, más dos espléndidos caballos blancos que llevaban para el jefe godo, y un recio trotón para el cadáver viviente de Eros Latiniano.
Los godos pedían por Eros Latiniano un centenar de monedas de oro, pero Aucio Valeriano había persuadido a los hombres de la legión Cuarta Flavia a que añadiesen los dos caballos blancos y un uniforme completo de gala de general romano con todas sus armas.
—Así —les dijo— mantendremos fluidas nuestras relaciones con los godos mientras llega el momento de echarles de Dacia.
Los legionarios sin jefe, deseosos de mantenerse fieles a la política goda de Aureliano, que era exactamente ésa, accedieron. Aucio Valeriano, que no carecía de sentido del humor, rió mucho de cosa tan pintoresca como que un tribuno militar tuviera que descender a persuadir de algo a simples legionarios.
«Lo malo de este sueño de echar de Dacia a los godos», se dijo, mirando desde aquel alto la impresionante anchura del Danubio, tardíamente impetuoso, «es que no se va a poder realizar; bueno, a menos que los dioses nos deparen un nuevo Aureliano».
Los recién llegados cenaron, bebieron y durmieron en el fortín, y el oficial que lo mandaba advirtió a Aucio Valeriano que la entrega de Eros Latiniano iba a tener lugar tierra adentro, pues el jefe godo, Ardaburio, había expresado deseos de enviar al nuevo emperador de los romanos un importante recado por intermedio de él; Aucio Valeriano se encogió de hombros: todavía no había emperador nuevo.
—Bueno, sí —comentó—, el nuevo emperador son los legionarios. El oficial le comunicó cautamente sus temores por la caótica situación reinante: ¡una legión entera sin mandos! Aucio Valeriano, más cauto que él, asintió, pero sólo con un destello casi incaptable de ambos ojos y un asomo de sonrisa en media comisura de sus labios.
A la mañana siguiente, los cuatro romanos y sus caballos cruzaron el Danubio en otras tantas barcazas militares. En la otra orilla les esperaba una patrulla goda, cuyas monturas pastaban cerca mientras los jinetes se liberaban de sudor y mugre en las aguas del río. El calor, intenso y húmedo, rascaba los huesos. Las salutaciones fueron implícitamente afables: los godos, hirsutos y serios, se pusieron a toda prisa sus bragas de tejido basto, sujetas en las pantorrillas con lazos y correas, y los jubones contrastantes, tan ceñidos que parecían segunda piel de sus torsos. Rodearon ansiosamente a los romanos, tratando de explicarles, entre mal latín y elocuentes ademanes, que Ardaburio, su jefe supremo, tenía un importante mensaje para el nuevo emperador de Roma.
Mientras sus hombres se entendían con ellos, Aucio Valeriano oteó el horizonte agreste, que hasta poco antes había sido romano: le deprimió ver construcciones militares, algunas del tiempo del divino Trajano, abandonadas ahora a la ruina a lo largo de la orilla. La poca gente que se veía por allí era toda guerrera, o apéndices de guerreros. La zona seguía siendo agorera, ominosamente militar, como en tiempo romano, pero la ruina y la desidia suplantaban ya su sereno orden anterior. Aucio Valeriano no quería imaginar la desaparición de Roma y su imperio. Su razón le decía que todo lo humano cambia o desaparece a la larga: Escipión
mismo, y tantísimos más, habían llorado la futura desaparición de Roma. El alegaba que Roma no era realmente humana. Así y todo, en momentos de depresión como éste, lamentaba también por anticipado la inevitable ruina final, acusando agriamente al destino de injusto, hasta de necio, por permitir tan catastrófico disparate. El grupo de jinetes tardó bastante tiempo en llegar a un lugar más densamente poblado: mujeres, y hasta algún niño, miraban con franca curiosidad a los romanos, fijándose, sobre todo, en el espléndido uniforme de su apuesto jefe: tan apuesto en cetrino como el ideal germano en rubio, y sin cederle un ápice en fuerza; la madre de Aucio Valeriano tenía fama de haber pasado todo su embarazo pensando intensamente en el dios Marte. Rebaños de ovejas pastaban tranquilas, y potros sueltos sacudían al aire sus largas crines. A la vuelta de un montículo apareció ante los ojos de Aucio Valeriano una perfecta imitación de una villa romana de un solo piso, reluciente de puro nueva.
—Aquí vive Ardaburio -—dijo uno de los godos, en pésimo latín. Desmontaron ante la cancela del jardín. Tres guerreros hirsutos indicaron por señas a los romanos que tenían que entregar sus armas antes de seguir adelante. Al ver vacilar a sus compañeros, Aucio Valeriano les ordenó obedecer. También sus acompañantes godos se desarmaron.
Aucio Valeriano sentía hasta la médula la ardiente humedad del sol, y esto, en cierto modo, le daba aplomo. Tibio adorador del Sol antes por disciplinada admiración al emperador vivo, lo era ahora fervoroso en solidaridad con el emperador muerto.
Estaba llegando a la idea de que el Sol lo era todo: bondad y maldad supremas, justicia e injusticia totales; esto, en la medida, muy pequeña, en que su escepticismo innato permitía totalidades en cualquier orden de cosas. Por eso le inspiraban tal desdén los cristianos, siempre hablando en términos absolutos y evitando las trampas de lo concreto por el pueril sistema de refugiarse en lo abstracto.
Él había tenido que vigilar de cerca a los cristianos, pocos, que había en la legión Cuarta Flavia: no se les perseguía, pero se les excluía de ascensos y de misiones importantes o confidenciales. A los instructores que resultaban ser cristianos se les ordenaba abstenerse de instruir mientras no reconocieran que los clásicos latinos eran superiores a cualesquiera otros textos, religiosos o no. Algunos se convirtieron enseguida a la religión oficial ante tan total relegamiento, y nadie inquirió muy a fondo en la sinceridad de tales conversiones. A los que persistían en sus creencias se les dejó en paz con sus fetiches, pues se pensaba que la mejor forma de desanimarles era no nutrir su ego con acosos. El núcleo irreductible llegó a ser muy pequeño en la legión Cuarta Flavia, y ahora era fácil de vigilar, y hasta de olvidar.
Había en la legión un puñado de judíos que no se metían con nadie. Tenían una ingeniosa sinagoga desmontable que armaban cada vez que la legión acampaba en algún sitio. Como los cristianos les provocaban innecesariamente, dando lugar a frecuentes altercados, se dio orden de que vigilasen siempre la sinagoga legionarios imparciales: adoradores del Sol o de los dioses tradicionales, de Wotan o de Mitra, y hasta ateos confesos, lo cual calmó las cosas.
Aucio Valeriano había oído que Mucáphor, el asesino de Aureliano, era un cristiano, mártir y santo ahora entre los suyos, que se había autoinmolado para provocar ardientes persecuciones en el ejército; legionarios y oficiales cristianos estaban, al parecer, muy descontentos, porque la persecución contra sus correligionarios civiles iba mucho más en serio.
Aucio Valeriano había interrogado, curioso, a uno de los legionarios cristianos de la legión Cuarta Flavia:
—Si vuestro Dios es la suma justicia, ¿por qué hubo que ajusticiarle?, y, sobre todo, ¿por qué rezáis?: si lo que pedís es justo, ya estará hecho, y, si injusto, nunca accederá vuestro dios a hacerlo. Incluso darle las gracias huelga, porque es poner en duda lo inevitable de su justicia.
El cristiano, reglamentariamente firme, guardaba silencio, y Aucio Valeriano, creyendo notarle en los ojos afán de martirio o, cuando menos, de polémica, decidió
frustrarle no urgiéndole a responder.
El jardín de Ardaburio, todo él fuentes rumorosas y macizos de flores delicadamente policromas, denunciaba manos romanas, pero un poco, se dijo Aucio Valeriano, en estricta versión quiero y no puedo; también difería de los jardines romanos en que junto a la entrada de la villa había cuatro cruces en fila, y las cuatro con crucificado: Rostros contraídos por la angustia, cuerpos desnudos surcados de sangre, amoratados de magulladuras, relucientes de sudor reseco, sujetos con clavos y cuerdas a maderos sin cepillar. Por un brazalete nmetálico que vio en la muñeca de uno de los crucificados, Aucio Valeriano dedujo que tenían que ser soldados romanos.
—Rebeldes —le contestó el que parecía capitán de los godos, encogiéndose de hombros.
—En nuestra tierra —bromeó Aucio Valeriano ante la inexpresividad de su interlocutor— a los esclavos díscolos los crucificamos en la huerta de atrás. Salieron a recibirles dos hombres semidesnudos que les hablaron en perfecto, elegante latín, sin responder en modo alguno a las miradas con que los recién llegados trataron de conectar con ellos. Aucio Valeriano insistió, dirigiéndose al godo:
—¿Romanos?
Y el godo, indiferente:
—Esclavos.
El vestíbulo de la villa era amplio y luminoso: blanquísimas paredes tachonadas por toscos bustos de hombres hirsutos y ceñudos, que Aucio Valeriano supuso antepasados, reales o inventados, de Ardaburio.
Éste les esperaba en el patio. Se entraba a él entre dos espléndidas estatuas de caudillos romanos cuyos hombros le llegaban a Aucio Valeriano a la nuca, y sobre cuyos torsos perfectos campeaban ahora cabezas muy toscamente talladas de bárbaros barbudos: más simiescos, se dijo Aucio Valeriano, que muchos monos vistos por él en jardines zoológicos particulares. En el centro, una fuentecilla gorjeaba juguetona por la boca de un sátiro de delicadas proporciones y desmesurado falo enhiesto. Aucio Valeriano le miró como a un compatriota exiliado: «Con lo que llueve aquí, muchacho», le transmitió mentalmente, «ya puedes ir aprendiendo a nadar».
Ardaburio le abrazó con brutal afabilidad, cubriéndole con su corpachón. Salió
con él a extasiarse ante los caballos, pero lo que más le gustó fue el uniforme: lo midió
con las palmas de ambas manos contra la ropilla ceñida que llevaba y dijo que le estaría muy bien. Se volvió, jubiloso, a Aucio Valeriano:
—Para matar enemigos de Roma.
A Aucio Valeriano seguían obsesionándole los esclavos recién vistos, en quienes su impotente indignación permitía adivinar a oficiales romanos inducidos a latigazos a servil silencio.
—Tendrás que darte prisa —improvisó, bromista, dirigiéndose a Ardaburio—
, Roma se va a quedar muy pronto sin enemigos.
Ardaburio, rehusando la solícita interpretación de uno de los esclavos, quiso saber por qué.
—Pues porque si los godos son nuestros amigos —replicó Aucio Valeriano—
, ¿quién se atreverá a declararse enemigo nuestro?
Ardaburio se le echó encima como un oso y le abrazó entre risotadas. Era un hombrón alto, fornido, compacto, pesadote de movimientos; muy ágiles, en cambio, los ojos en su carota accidentada y enmarcada en una maraña de barba y cabellos tan rojos como su gruesa nariz ancha y roma. Romano y godo se midieron un instante, asidas sus mentes a extremos opuestos de la misma idea: «Hasta que os metamos a todos», pensó el romano, «en la ergástula».
Y el godo: «Hasta que abrevemos nuestros caballos en el Tíber.»
A una palmada de Ardaburio los dos esclavos salieron inmediatamente del patio. Momentos más tarde entraron dos guerreros godos arrastrando innecesariamente a Eros Latiniano, maniatado y cubierto sólo por un exiguo taparrabo.
Eros Latiniano, en cuanto pudo ponerse derecho, se mantuvo firme, mirando a los romanos con patética dignidad. No tenía magulladuras, parecía bien alimentado, pero estaba muy sucio.
«Si los godos llegan al Tíber», se dijo Aucio Valeriano, rematando instintivamente el pensamiento de Ardaburio, «será por culpa de perros como éste». Ardaburio se dirigió a Aucio Valeriano en trabajoso latín germanizante, cuyas frases le salían perfecta, confusamente encajadas en el orden germánico; aquí lo volveremos al orden nuestro:
—Este hombre quiso convencerse de que le hiciese maestro de latín de mis hijos, pero yo le reconocí, porque es el que tomó las notas de una conversación que tuvo lugar entre Aureliano y yo. Ahí le tienes. Y ahora quiero darte un mensaje para el nuevo emperador, y quiero que se lo repitas palabra por palabra. Nosotros tenemos a Aureliano en respeto, y si os pedimos oro a cambio de este hombre es porque nada se da a cambio de nada, pero yo quiero vengar a Aureliano. Nosotros, godos, preferimos quitar el oro a nuestros enemigos vencidos. Aureliano era un hombre de verdad, y con él hemos perdido tal enemigo que nos lo envidiaban nuestros otros enemigos. Vosotros, romanos, debierais llorarle sin tregua, y entonces quizá Wotan se vería movido a devolvérosle, y nosotros así recuperaríamos a un enemigo que nuestro valor merece. Le llamamos Totila, o sea, el que no muere. Ardaburio gritó una orden y uno de los esclavos volvió a entrar en el patio con una jarra y dos vasos de reluciente plata. Ardaburio mismo escanció el vino, derramando la mitad del suyo en honor de Aureliano, un gesto que Aucio Valeriano emuló; luego apuró el resto, mirando a los ojos de Aucio Valeriano, que también le imitó.
Las palabras de Ardaburio y la libación infundieron súbita ternura a Aucio Valeriano. Estrechó impulsivamente los hombros del jefe godo, que le correspondió
con calor; su rostro, serio y franco en su dureza, hizo pensar a Aucio Valeriano que quizá Aureliano tuviese razón al decir que los germanos eran romanos descarriados, dignos de la ecúmene.
Sus hombres, en tanto, ataban a Eros Latiniano por el cuello y las muñecas y tiraban de él hacia la puerta con deliberada brutalidad; Eros Latiniano se dejó
arrastrar sin resistencia ni quejidos, tratando de cerrar su mente al espantoso fin que le esperaba. ¡La cruz, cuando menos, y ni una gota de veneno a mano!
Recordó, como un agorero puñetazo en plena cara, la espantosa indiferencia que rodeaba a los esclavos, y que a él tanto le había angustiado cuando lo era: caricias o amenazas con idéntica voz e idénticos ademanes que a una herramienta parlante, capaz sólo de estricta utilidad.
Los romanos recuperaron sus armas al salir al camino, y Aucio Valeriano ordenó a sus hombres arrancar a Eros Latiniano el taparrabo, entre las carcajadas de
los godos. Luego le sujetaron de través con correas sobre el espinazo del trotón. Los romanos salieron al trote hacia el Danubio, despedidos con gritos de bárbara afabilidad que encendieron un nuevo chispazo pro germano en la mente de Aucio Valeriano: «Sí, dignos de la ecúmene», se precisó a sí mismo, «pero en la ergástula».
Cada salto del trotón se transmitía agoniosamente a todos los nervios y huesos de Eros Latiniano, anestesiándole de paso con su tenaz regularidad. Aucio Valeriano oteaba al trote la llanura dacia que se extendía ante sus ojos. Algún día los godos la usarían de trampolín para lanzarse a ocupar auténticas villas romanas.
La imagen del emperador muerto se alzó de pronto en su mente como quebrada garantía postuma contra tal profanación.
«Carne de lanza, los germanos», se dijo, «carne de lanza».
Aucio Valeriano decidió multiplicar los sacrificios a la memoria de Aureliano, divino ya en su corazón, aún no en el del senado.
Participaron en el sorteo todas las centurias de la legión Cuarta Flavia, y le tocó la suerte a una con mayoría de legionarios italianos, lo cual se interpretó como providencia divina, porque los italianos eran los que más ganas le tenían al asesino del salvador de un imperio que ellos seguían considerando suyo, al restaurador de la unidad y consolidador de las fronteras del imperio: hasta el haber levantado murallas en torno a Roma la Invencible les parecía buena cosa, sobre todo si sus familias vivían allí, pues las murallas defendían mejor contra un ataque bárbaro, cada vez, por desdicha, más posible, que cualquier prestigio reforzado por victorias de siglos. Esa centuria recibió el encargo de elegir el tormento de los dos culpables que aún vivían. Mientras las botas seguían corriendo de boca en boca, se barajaron los tormentos más extravagantes, hasta que uno saltó con una idea genial:
—¡Al que atentó contra lo más alto, matémosle por lo más bajo! —y, ante la incomprensión general, el ocurrente aclaró—: ¡Sí, hombre, eso, por el culo, a pollazo limpio!
Al principio la idea pareció cuajar, y los tragos arreciaron entre chisporroteos de saliva y vino e incontables risotadas al correrse la voz por todo el campamento. La hilaridad devino ensordecedora en aquel ambiente de brutal jovialidad, disputas y hasta riñas, donde los insultos más atroces y las agresiones físicas más arrolladuras se disolvían en risotadas o bailes muy agarrados, porque su único motor era el vino, sin otro impulso que ahogar en ruido y violencia un luto común a todos. Prostitutas y efebos, congregados al aroma de anarquía que exhalaba la legión Cuarta Flavia, se ofrecían por doquier para calmar calenturas, relajar nervios, acallar ímpetus; una germana defendía su prestigio de ex puta imperial esperando a sus clientes en su propia tienda, a cuya entrada imponía estricta cola con ayuda de un mocetón tracio alquilado para hacer menester de ujier. A las otras, y a los otros, los legionarios los tumbaban sobre el terreno. Enseguida se formaban corros en torno a los mejores, mientras, en el centro de la liza, la centuria encargada de elegir el tormento viraba ya hacia otra idea, no tan original, pero más tranquilizadora de ímpetus de venganza: entregar a los dos culpables a una jauría de perros hambrientos.
Dos legionarios trajeron a Eros Latiniano y Auréolo. Se notaba en éste la huella de los golpes que le habían dado para sacarle una confesión que él rehusó
hacer, mientras a Eros Latiniano nadie le exigió ninguna, por innecesaria. El contraste entre ambos condenados no podía ser más evidente: Auréolo, medio
matado a golpes, ya no pensaba en la vida, único objeto de los pensamientos de Eros Latiniano, cuyo sentido de patética dignidad le impedía pedir piedad a gritos, ofrecer su tesoro escondido a cambio de la simple existencia.
Cuando oyeron la sentencia, Auréolo no se inmutó: tan atontado estaba que no la había entendido, ni sabía a punto fijo qué hacía él allí. A Eros Latiniano, en cambio, le fallaron las piernas, y hubo que sostenerle: por un instante buscó irreal consuelo en su oro, que relucía en su mente como un rayo reventado a los pies de Virgilio.
«Menos mal», se decía, «que no han descubierto la existencia de mi tesoro escondido, y que el oro no se corroe: tarde o temprano alguien lo encontrará, y yo reviviré en la dilapidación de mi inútil fortuna, que ya no servirá para el altísimo fin a que estaba destinada».
Lo de siempre: del estiércol nacen flores, pero hay veces en que hasta el estiércol es estéril, y ésa iba a ser una de ellas. Eros Latiniano, contemplando con envidia a su compañero, totalmente ido en medio de su atroz suerte, trató de cerrar también su mente a cuanto estaba a punto de ocurrirle a él, atontarse contra lo que ya casi sentía en su cuerpo.
Fue entonces cuando trajeron los perros, bien atraillados: estaban famélicos, y los dos condenados, desnudados y untados de sangre, iban a quedar a merced de las bestias hambrientas en medio del crespo, tupido público de legionarios y de la gente que se pega a ellos, cuando dos ex oficiales entraron por el corro de espectadores y cogieron a Eros Latiniano en vilo y se lo llevaron de allí entre la estupefacción general, dejando solo a Auréolo ante los perros, que tiraban, ansiosos, de las traillas. A Eros se lo llevaron a Sirmio, donde, en una casa bien custodiada por legionarios armados, un grupo de legionarios y ex oficiales le ofrecieron una muerte más dulce a cambio de revelar el paradero de su tesoro. Un general recién llegado al frente de un destacamento de caballería había revelado lo que nadie sabía en aquella multitud rasa y plebeya: que el verdadero delito de Eros Latiniano, por el que estaba ya condenado por Aureliano mismo, era haber cobrado pingües comisiones por encargos militares ofreciendo su influencia cerca del emperador para dárselos al que más oro le ofreciese. Eros oyó esta revelación y se dijo que mejor era morir dulcemente que desgarrado por los perros, que entretanto acababan en un momento con la poca vida que aún quedaba en el cuerpo magullado de Auréolo. Los pocos huesos que quedaron de Auréolo fueron arrojados a un albañal, y allí los encontraron aquella noche perros menos afortunados, que no se demoraron en hincarles a su vez esperanzados colmillos. Legionarios borrachos les azuzaban para que no dejasen una sola túrdiga en los baqueteados huesos del que pasaba por haber engrasado con oro la conspiración contra la vida del emperador legionario: se corrió
la voz de que los dioses mismos sancionaban el castigo haciendo crecer en aquellos huesos mondos incontables piltrafas de carne fresca para prolongar postumamente el suplicio del culpable, mientras Eros Latiniano aguardaba, en medio de la más atroz incertidumbre, la vuelta de los legionarios y oficiales destacados para comprobar la existencia oculta de su tesoro, a cambio del cual se le había prometido «una muerte más dulce», pero no, se daba cuenta él ahora, una muerte dulce y apacible.
BIBLIOGRAFÍA
–«Escritores de la Historia Augusta», prefacio, traducción y notas de Balbino García, en: Biógrafos y panegiristas latinos, Madrid, 1969.
– Histoire Auguste. Les empereurs romains des IIe et IIIs siecles, edición bilingüe latín-francés, trad. de André Chastagnol, París, 1994.
–Homo, León, Essai sur le Regne de l'Empereur Aurélian, Roma, 1967.
–Stoneman, Richard, Palmyra and its Empire, Zenobias Revolt against Rome, Michigan, EEUU, 1992.
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Este libro se terminó de imprimir
en junio de 2001 en Artes Gráficas Huertas, S. A