Vuestra honorable familia no se deshonra / por el brillo de la bolsa o de la espada
—Señora mía, mi amor eterno, sigue ahí, que ni un solo cabello de tu abundosa cauda se mueva mientras mis ojos la absorben entera, la guardan en mi memoria para siempre, como prenda, ¡oh!, inamovible de este irrepetible instante... El esclavo, alto, nervudo, de estilizado, reluciente torso, cuyas caderas, casi inexistentes, se dirían insuficientes para sostener hombros tan musculosos, revoloteaba en torno a Flavia, que, con setenta años, no podía justificar racionalmente tan garrida, alada, perfilada reciedumbre: ni una gota de grasa, ni una arruga en todo el cuerpo; los pechos pequeños y firmes sobre piel tersamente reluciente; su rostro, escueto y fino, suave y adusto como de inteligente ave de presa, enmarcado por revuelta melena color azabache y rematado en el centro por nariz ligeramente curva; sus caderas estrictas y su redonda, altiva grupa descendían, duros muslos abajo, hasta rodillas apretadas como de corredor de fondo. Nadie en toda la comarca se explicaba al principio tal lozanía en mujer tan vieja, excepto como privilegio especial otorgado por los dioses a Flavia y a Marco Aurelio Próculo, su marido, setentón también y ágil. Inmunes ambos, en apariencia, al paso de los años.
Los ingenios de la comarca no pensaban que esa longevidad fuese premio divino a alguna acción ancestral, pues, en el caso de los Aurelios, los dioses ya habían inducido al divino Trajano a dar abundante oro dacio al primer antepasado conocido de la familia Aurelia.
Fue so pretexto de una proeza militar cuyo mérito se habría satisfecho con un ascenso o una condecoración, o incluso con una exaltada mención honorífica; tan desproporcionada recompensa hizo sospechar a muchos, que citaban cierta alusión de Juvenal a «un fogoso tribuno» como clave del enigma:
—Ese Aurelio, primero de la estirpe —decían los que así pensaban— tenía muy buen aspecto, y Trajano, que de joven era, efectivamente, un tribuno muy fogoso, quedaría en honda deuda erótica con él, por lo que aprovecharía el oro dacio y el pretexto de una oportuna hazaña militar para saldarla.
Esto en cuanto a los Aurelios, porque en cuanto a los Flavios, la cosa variaba: su riqueza era tan antigua que no se sabía qué necesidad podían tener los dioses de adjudicar a esta Flavia otra recompensa que confirmar en ella la secular incapacidad de esa familia para agotar su fortuna pese a persistentes despilfarras. Flavia se teñía el pelo y se daba afeites con oriental sagacidad, eso a nadie se le ocultaba, ni ella, por su parte, lo negaba, pero su asombrosa fortaleza, apostura y agilidad no eran achacables, como en el caso de su marido, a la sana vida militar y al contacto constante con la naturaleza. Y la tersura de su tez, en contraste, mientras vivió Próculo, con las viriles arrugas que daban a éste un imponente, autoritario aplomo, era imposible de falsificar. Mejor, por consiguiente, reducir la juvenilidad del marido a simple buena salud y admirar la perennidad de la mujer con temor religioso o envidiosa maravilla: o bien, como apuntaba más de un devoto de los dioses, adjudicarla a la intercesión de su marido, desaparecido seis años antes en las fauces de la policía militar del divino Marco Aurelio Claudio, imperial exterminador de godos: sabido era, después de todo, que los dioses, y aquéllos a quienes éstos aceptaban en sus filas a título postumo, podían intervenir retroactivamente en las
fortunas humanas: por ejemplo, anticipándose en su mente insondable a lo que Próculo, todavía por nacer, iba a hacer por su mujer después de muerto, y entonces Flavia nacería condenada a eterna juventud gracias a las futuras plegarias de su futuro marido. Aceptada por muy pocos esta explicación y rechazada, o jocosamente admitida, por los más, todos, crédulos y escépticos, coincidían en maravillarse de que tal milagro pudiese ocurrirle a una mortal tan corriente como era Flavia. Viendo a Flavia gozar tan vivamente de su mente y su cuerpo en la séptima década, todos, con sosegada unanimidad, acabaron dando su inmortalidad por supuesta.
—Flavía milagro vivo de Venus —le decía un vecino escéptico—, tú serás la única persona de todos nosotros que presenciará el último día de Roma. Tus décadas
—añadía— acabarán compitiendo con las mismísimas de Tito Livio. Desde el día de la desaparición de su marido entre dos soldados, Flavia le consideró muerto, porque nadie que estuviera en su sano o insano juicio, pero juicio a fin de cuentas, podía abrigar la menor duda de que el senador Marco Aurelio Próculo había sido ejecutado mucho antes de llegar a Roma:
—Muerto por la Roma eterna —resumió el mismo vecino que no creía en la eternidad de Roma.
Y en eso Flavia le daba en parte la razón, convencida de que su marido había muerto por la verdadera Roma, eterna o no.
Marco Aurelio Próculo había desaparecido del mundo mental y cotidiano de su mujer en un carromato cerrado, flanqueado por un destacamento de caballería ligera uniformado de gala y guiado por un tácito y gigantesco decurión cuyo rostro sólo tenía un registro: la seriedad, y su boca sólo una palabra:
—No.
«Al menos», pensaba Flavia, «habrían debido enviarnos coraceros enlorigados de oro macizo».
El decurión, justo al arrancar, había tendido a Flavia en silencio un documento que ella leyó distraídamente:
«No se ha tocado absolutamente nada de cuanto pertenecía al senador Marco Aurelio Próculo ni se ha molestado a nadie de su familia o servidumbre, cuando, una vez que se hubo procedido a la detención del mismo, abandonó su domicilio por su propia voluntad y sin la menor violencia o daño físico.»
Flavia firmó justo encima de la fecha, y el decurión, firme como un poste, saludó solemnemente, dio media vuelta, montó de un salto en su caballo, hizo una seña a los jinetes expectantes, y el coche arrancó a buen ritmo entre un velo de reflejos y estridores metálicos.
Flavia conservaba tan reciamente impreso en su memoria aquel mediodía soleado para llevárselo intacto a la tumba, ya, sin duda, muy cercana. Su cráneo, roído por la humedad, transmitiría la imagen fresca de aquel instante a cuantos por azar lo excavasen en el futuro, como ella misma había visto a hombres serios y eruditos excavar en torno a las tumbas etruscas de la finca paterna, cuando, muchachita virgen de mente y cuerpo, soñaba con el hombre que apareció justo por entonces como llamado por sus propios pensamientos, y que resultó ser el jovencísimo oficial de infantería Marco Aurelio Próculo, casi coetáneo suyo, pero mucho mayor que ella en aplomos y saberes de muerte y vida.
Cuando pensaba en aquella última despedida, Flavia recordaba a su marido por duplicado: anacrónicamente gallardo y mozo, a pesar de los más de cincuenta años pasados a su lado; y al tiempo como era cuando se lo llevó la policía imperial: erguido y recio anciano, inmune a las circunstancias exteriores, por duras que fuesen.
Este recuerdo doble, y como mutuamente suplementario, no se enturbiaba en modo alguno por otros recuerdos: rencillas conyugales, por ejemplo, contra los que era hermético, ni menguaba en modo alguno la intensidad de su añoranza. «Ningún ser vivo te sacia», se decía Flavia, «por mucho que le quieras o te quiera él a ti, y lo único que realmente te roba su muerte prematura es la oportunidad de seguir quejándote de esa insuficiencia, que es inevitable hasta el punto de que sentirte ahita de su amor sería alarmante milagro o pésimo agüero de malevolencia divina». Más tarde, sin embargo, cuando se recibió en la finca noticia fidedigna de la muerte del senador, resultó que ésta no había sido inmediata, lo cual desconcertó a Flavia y a Plautila, su nuera, porque iba en contra de la norma en tales casos: Un hombre de la calidad de su marido, detenido en una provincia por lesa majestad, pues otra cosa no podía ser, nunca llegaba vivo a Roma: se le estrangulaba en el coche mismo en el que iba preso, y luego se desfiguraba su cadáver para arrojarlo a los perros. Llegar vivo a Roma sólo podía augurarle larga y científica tortura en busca de delaciones y falsos testimonios.
Lo cual tampoco resultó cierto en su caso, pues, por una de esas circunstancias inexplicables que a veces ocurren, el senador Marco Aurelio Próculo había sido llevado a Roma e invitado cortésmente a suicidarse apenas bajado del coche, y sin pregunta alguna sobre complicidades; en vista de que desdeñaba cuantos medios de suicidio se le brindaron, sus guardianes le estrangularon rápidamente, sin sufrimientos innecesarios, despojándole de cuanto llevaba encima y arrojándole, cadáver anónimo, a la Cloaca Máxima; por una cortesía achacable, quizá, a su rango, Próculo no fue enviado postumamente al circo o al parque zoológico del emperador para ser pasto de los leones.
La policía militar pasó revista a su ropa en busca de pistas cosidas al dobladillo o de insólitos indicios delatores, pero sus esfuerzos se vieron coronados por el mayor fracaso. Marco Aurelio Próculo no sería inocente, pero sus ropajes sí. Lo único tangible que quedaba de él dos siglos y medio después, cuando los bárbaros de Alarico prendieron fuego a los papelorios del archivo secreto imperial para guisarse el rancho a su calor, era la copia de seguridad de un minucioso informe policial sobre Marco Aurelio Próculo, que ardió alegremente ese día, animada por tan súbito cambio en su aburrida inanidad, ya casi trisecular.
—¡Oh, tú, en quien veo mi pasado, mi presente y mi futuro reflejados en inmutable divinidad —declamaba, en tanto, el esclavo—, y cuya compañía multiplicará mis días, si no en el tiempo, pues a los mortales no nos es dado prolongarlo, sí en felicidad...!
Etcétera, etcétera, pensó Flavia, que se sabía todo aquello de memoria por haberlo copiado con sus propias manos para que el esclavo aprendiese a declamarlo. Todas y cada una de aquellas palabras estaban tomadas de las cartas y los poemas que su marido le componía, o, mejor dicho, hacía componer a uno de sus esclavos de lujo, excelente escritor grecolatino, para firmarlos él, sin molestarse siquiera en copiarlos de su puño y letra, y enviárselos desde dondequiera que estuviese: en medio de una batalla, por ejemplo, o de su eterna conspiración contra algún traidor imperial a la patria romana, o mientras escrutaba las cuentas de sus inmensas posesiones y sus variopintos negocios, algunos tan audaces como la importación de esclavos esteparios capturados por los germanos en los límites más norteños de su nebuloso territorio.
Flavia recordaba con especial cariño algunos, pocos, versos y algunas, pocas, cartas que le parecían fruto real de la mente y la mano de su marido: «Bien malos, por cierto, los primeros», se decía, «y rutinarios en extremo los segundos», añadiéndose, al tiempo, añorante, «¡sí, bueno, pero qué sinceros!».
En el fondo daba igual que fuera Próculo o el esclavo el autor de aquellos versos y aquellas prosas: la inspiración del esclavo, como todo cuanto hiciera, escribiera o pensara, era necesariamente propiedad de su amo, y esa propiedad constituía su única razón de ser. Por encima de tales razonamientos, sin embargo, Flavia encontraba en la torpeza literaria de su marido un calor muy especial y único. Flavia había concebido la idea de dormirse acunada por aquellos poemas y cartas a la semana o así de la desaparición de su marido, y ahora ya no sabría recogerse a dormir sin esa música de fondo. Ella misma recopiló todos los escritos que quedaban de él en la casa, e incluso solicitó a parientes, amigos y colegas copias de cartas y poemas suyos, y fue copiando con letra clara de muchachita educada por pedagogos griegos cuantos pasajes le parecieron propios para mantener vivo el recuerdo, destruyendo el resto.
«¡Que sólo quede lo que fue mío de él!», se repetía, «¡lo demás no tiene razón de ser!».
Le había costado meses dar con un esclavo que no sólo se pareciese físicamente al muerto, sino que tuviera también su voz, o casi. Cuando, por fin, le encontró, le examinó minuciosamente, vestido y desnudo, y le pasó por las manos de expertos en el arte de descubrir los apaños con que los mercaderes de esclavos disfrazaban de joven y lozano al vejestorio achacoso; y luego, comprobándolo todo a plena satisfacción, pagó sin chistar su altísimo precio, y en oro, pues de los denarios devaluados por sucesivos añadidos de metal vil ya no se fiaba nadie; y lo pagó con gusto, y así empezó el largo infierno del desdichado:
¡Un hombre libre como era él de nacimiento, y bilingüe de latín clásico y griego homérico, y diplomado en retórica, condenado ahora a ver pasar los años repitiendo prosas y versos ajenos en latín de pastiche, y pendiente en todo momento de las miradas censoras de su analfabeta dueña, para quien la sacrosantidad de las palabras de su marido no toleraba el menor error!
—¡Menos aspavientos!, ¡más naturalidad!
O:
—¡No es «cubículos de amor en verde vivo», idiota, sino «carbúnculos», fíjate bien...!
Era imposible mantener claros en la mente conceptos tan necios, se decía el esclavo, asustado. Año tras año: ¡casi seis ya!, repitiendo lo mismo, como una retahila para cocineras. Cada vez que Flavia le llamaba al orden, el pobre hombre se descomponía de miedo, forzándose a serenarse, convenciéndose de que no iba a ocurrirle nada, de que aquello era un juego del que quizá acabase saliendo convertido de nuevo en hombre libre, capaz de volver a sus juveniles estudios que tan feliz le hicieron hasta el día aciago en que unos bandidos le cogieron en volandas a la vuelta de un camino para venderle en un mercado de Italia.
Nunca olvidaría la última mirada de su viejo ayo al verle desaparecer en manos de sus fornidos captores: ojos de asombro donde apuntaba ya la desesperación. Y, luego, su intento de ser rescatado: ¡inútil!, ¡nada!, como si los suyos no quisieran verle más, ni siquiera a costa de una cantidad que para ellos era calderilla. Cualquier reconcomio era inútil. Su única posibilidad de libertad era ser fiel y bueno, y poder así, antes de la muerte, publicar sus propios poemas, escritos en clave en unos papelitos que guardaba cosidos a la ropa.
Todas las noches así: desnudo, como el difunto esposo de su dueña a la hora de acostarse, y ungido con los mismos perfumes, y hasta educado en los mismos ademanes y movimientos, pero sin poder nunca dormir con ella o tocarle siquiera la punta de los dedos, pues Flavia no olvidaba en ningún momento que aquel esclavo, a pesar de la ilusión casi perfecta de sus declamaciones, y del ímpetu que ponía en los diálogos de amor que ella iniciaba de pronto en momentos de añorante pasión, y en
los que el infeliz cooperaba con plausible originalidad, no era ni podía ser su marido vivo y difunto; a la inspiración del esclavo le faltaba ese matiz único e insignificante de la autenticidad que sólo se da en la gente libre y que, además, no es posible improvisar.
Flavia, lista ya para acostarse, se dijo que, quizá, con el tiempo, a este o a otro esclavo les sería posible aprenderse papeles enteros de auténtico diálogo conyugal con ella: diálogos que ella misma compondría hasta en sus detalles más únicamente íntimos, y que, bien ensayados por ambas partes, podrían acabar sumiéndola en una tensión tan real y viva como si realmente fuese Próculo el declamante, y hasta justificando el abrazo más sensual de su vida, pues su marido entraría con gusto en una mente capaz de tales pericias. Claro que para que fuese así el esclavo habría de transformarse: sacar auténtico talante de hombre libre de la presión mental a que le someterían esos aprendizajes de memoria. Flavia sonreía ante la posibilidad de cometer adulterio con una reencarnación, por servil que fuese, de su marido. Ella había oído hablar de técnicas egipcias de reencarnación. Si se pudiera dar con el cadáver de Próculo y cortarle el pene, bastaría con hacérselo comer al esclavo declamador para que cobrara el mismo calor amoroso de Próculo, menguado y todo, pero suyo, como en realidad había sido, y esto ella podría fomentarlo en el esclavo elegido a latigazos si necesario fuese; mas no era posible tal solución a sus apetencias: ¿dónde estaría ya el cadáver?, ¿y cómo tendría el pene?: un médico le había dicho que el pene y el cerebro son lo primero que se disuelve en la tierra, de modo que ya nada quedaría de Próculo que fuese específicamente suyo. Flavia se estremecía imaginándose tales órganos convertidos en inminente excremento en el vientre de algún león circense.
En este instante la arrancó de sus pensamientos una estridencia intolerable:
«carta» por «casta», como un gallo en la voz de un gran cantante. Se sobresaltó, se levantó de su asiento ante el espejo triple del tocador donde estaba dando el toque final a su toilette nocturna, cogió el puñalito de plata que siempre tenía a mano, se lo hincó al hombre en un muslo:
—¡«Casta», so imbécil, «casta»!
El esclavo se encogió, blanco de impotente, resignada rabia, y repitió el verso con tan temblorosa pasión, camuflaje de su sordo afán de venganza, que Flavia, transida de gozo, le sonrió, incitándole a seguir, al tiempo que se encogía a su vez sobre la cama, llena, por un momento, de pingüe, expectante ansia. El esclavo tenía muslos y caderas acribillados de pequeñas cicatrices. Cuanto deseo le inspiraba al principio su ama desnuda ante el tocador se había trocado hacía tiempo en húmedos impulsos de atroz represalia; no le engañó, por tanto, la súbita expresión de anhelo en el rostro de su ama hasta el punto de sentirse deseado por ella: era al difunto, no a él, a quien aquel rostro apuntaba. Una vez, una sola, pero con ésa le bastaba, había visto él crucificar a un esclavo rebelde:
Entre cuatro matarifes lo clavaron en la cruz por las muñecas y el empeine con largos clavos que uno de ellos tenía apretados en la boca mientras los otros sujetaban al condenado contra el áspero madero y éste se debatía entre gritos de espanto.
Los martillazos le resonaban al crucificado cabeza adentro, sumiéndole en creciente niebla de dolor cada vez más ciego y retorciéndole todos los nervios, en tanto sus verdugos levantaban la cruz, la hincaban en tierra y la calzaban con pedruscos sin hacer caso de sus aullidos y convulsos tirones, excepto para maldecir de lo que dificultaban su tarea; a la víctima le servían de paradójica anestesia, pues acrecentaban su dolor hasta el atontamiento total.
El crucificado se habría desclavado a fuerza de esforzarse por no sentir nada
de no ser porque uno de los matarifes le amarró fuerte a los maderos con una gruesa cuerda que llevaba al cinto en previsión de tales serpenteos. Los aullidos salvajes, entrecortados, como acuciándose a sí mismo a hacer algo que los clavos, aun desgarrándole carne y ternillas, no le permitían, iban haciéndose, hora tras hora, más y más roncos, hasta que su voz quedó reducida a un jadeo arrastrado, y sus retorcimientos a una tenue agitación, y fue entonces cuando una última oleada de dolor, rompiendo la niebla de sopor que le envolvía, aprovechó
su decaimiento para atenazarle, atarazarle entero, hasta que las miradas atentas de los curiosos, y, sobre todo, del ama joven, Plautila, la esposa de Fusco, el hijo de Flavia, ahora fugitivo en Germania, pudieron saborear el estertor final, concretado en un grito insensato que nada decía de cuanto quería decir.
Plautila llevaba varias horas comiéndose al crucificado con sus ojos y oídos, mientras el esclavo espectador, llamado a sus deberes, hubo de dejar su suplicio a la mitad, aunque él, por su gusto, habría seguido contemplándolo hasta el final: otros esclavos indóciles, cerriles, indómitos, llevados allí para que tomasen ejemplo, ya se habían ido. Hasta Plautila, que, así y todo, vio el espectáculo entero, acabó
cansándose de tan larga y agitada agonía, pero sus nervios siguieron infundiéndole durante varios días gratos escalofríos de un acre, punzante dulzor. Flavia estaba lista para acostarse, indiferente al esclavo desnudo que seguía recitándole palabras de amor desde el fondo del cuarto medio a obscuras. La esbelta, reluciente figura del esclavo le recordó de pronto una gran fiesta que ella y su marido habían dado tiempo atrás en su palacio de Roma: La escalinata de mármol muy blanco, flanqueada por atléticos negros muy negros, enteramente desnudos y con grandes antorchas doradas, llameantes de fuego muy rojo, y media Roma subiendo las gradas: ¡el escándalo había sido tremendo!
—¡Pero, por todos los dioses! —se había defendido Flavia ante los que le echaban en cara cosa tan impropia—, ¡si no son gente!, ¡y tú misma! —dirigiéndose a una matrona que estaba entre los más protestones—, ¡si me dijiste, que todavía me parece oírte, que los esclavos negros no son ni más ni menos que toros!
Pero su idea había cuajado, hasta que de la casa imperial se recibió orden de desistir: el emperador Valeriano no encontraba de su gusto tales exhibiciones, por no ser «propias de nuestro tiempo». Y todos hubieron de renunciar cuando la broma estaba en su mejor momento.
Flavia se levantó del tocador y se echó en la cama, envolviéndose en una suave manta de media seda mientras los versos del muerto le arrullaban los oídos. Mirando fugazmente al recitador, se dijo, súbitamente inquieta: «Cualquier día me viola y me mata.»
Alguna vez, sobre todo al principio, Flavia había captado destellos de lujuria, y también como ahora, de puro odio, en los ojos del esclavo, cuyo nombre había olvidado, o quizá nunca lo supo. Desde entonces le calmaba la lujuria haciendo que le subiesen alguna hembra de su laya al cubículo contiguo a su dormitorio. Pero del odio no sabía cómo curarle.
Ni, en el fondo, le preocupaba: Flavia, destilación viva de generaciones de elitista selección de fondo y a fondo, nunca relacionaba lo servil con lo humano, excepto en tanto que puro espectáculo.
A muchas de sus amigas, en cambio, sí les gustaba la promiscuidad con esclavos atléticos, y de Flavia decían que exageraba arcaizantemente, quizá para chocar:
—Nadie puede negar —le había dicho una de ellas— que los esclavos son tan hombres como nuestros maridos, y a veces más.
«Catón con faldas», la llamaban.
Flavia tenía siempre presente una tragedia ocurrida hacía poco tiempo en una
finca vecina, cuyos esclavos, conchabados contra un amo tiránico, le habían malherido bárbaramente, dejándole por muerto y escapando, antes de que les alcanzasen los matarifes enviados en su búsqueda.
Ese hombre, además de tratar a sus esclavos peor que a bestias, había cogido últimamente la costumbre de retratar con pincel y color la expresión consciente de muerte inminente del esclavo torturado hasta el fin, y él aguardaba impávido, pincel en mano, la llegada del instante fatal, para pintarlo con cuanta minuciosidad le permitía el poco tiempo disponible.
Cuando cundió entre sus esclavos esta nueva manía de su ya odiado dueño, todos ellos cayeron presa del pánico más cerval, sobre todo los más viejos o menos diestros en las tareas cotidianas; también los más fuertes y resistentes, por pensar que serían ellos los que más aguantaran los tormentos, y, en consecuencia, los que más prolongarían el tiempo que su amo necesitaba para retratar fielmente su muerte. Los esclavos fugitivos murieron entre espantosos tormentos, y el maltrecho amo pudo disfrutar de esa venganza antes de exhalar, él también, el último suspiro.
«Menos mal», se consolaba Flavia, «que, en el fondo, no me importa morir». A veces se pasaba las horas nocturnas mirando anhelantemente el cielo en vana búsqueda del astro donde el senador Marco Aurelio Próculo, de esto ella no tenía la menor duda, la protegía y la esperaba.
La alcoba, ahora del todo obscura, seguía retumbando en declamaciones, y Flavia ascendía ya en sueños hacia los brazos abiertos de su marido. A una señal suya, el esclavo desnudo se refugió en su cubículo, cuya puerta se cerraba automáticamente con un agorero clic al empujarla el que entraba, y ya sólo podía abrirse desde fuera.
Allí tenía que pasarse días enteros a la luz de una sola lámpara cuyo aceite se le racionaba estrictamente: la diurna apenas entraba por una hendidura practicada entre pared y techo. Y sin otra ocupación que añorar la libertad perdida y ensayar los poemas y las cartas del día siguiente, en espera de que volviese la noche y su ama le requiriera de nuevo para acunar su sueño con nuevas declamaciones. Encerrado en su celda y en sí mismo, el infeliz sentía repetirse en su interior y en su torno, agravada y entenebrecida por angosturas y tinieblas íntimas y exteriores, la espantosa soledad del esclavo crucificado ante sus ojos entre la indiferencia y la curiosidad generales. No era sólo que él no tuviese verdadero contacto mental con los demás esclavos de la casa: porque se sentía superior a todos ellos, distinto, sino que su inaceptada condición servil le aislaba tras una barrera infranqueable para él mismo, a pesar incluso de algún prudente esfuerzo por cruzarla, como para cuantos le rodeaban, libres o no.
Trataba de olvidar esto concentrando su atención en el dolor que le causaba la brutal punzada del puñalito de plata en el muslo; quejándose, lo atenuaba, y se engañaba al tiempo hasta el punto de pensar por unos momentos que aquella punzada era su única tragedia.
«Si alguna vez vuelvo a ser libre», se decía a veces, como una lucecita de insuficiente humor en su eterna, negra desesperación, «quizá pueda prosperar como actor cómico».
Aquel cubículo incómodo y estanco del resto de la casa, con cuyos numerosos esclavos apenas tenía contacto, pues Flavia no quería que los sacrosantos poemas y cartas de su difunto amo y señor corriesen, quizá en chunga, entre bocas serviles, probablemente acabaría siendo su tumba, y entonces, sus poemas, lo único que realmente podía llamar suyo, se perderían sin remedio.
El último pensamiento terreno de Flavia fue aquella noche para su nieto Auréolo, que andaba por los montes, como todos los años por estas fechas, jugando a los gladiadores incruentos, y para su hijo Fusco, cuya última noticia era que cruzaba
Germania, sin prisa, pero sin pausa, camino del Danubio.
El mismo día en que se llevaron preso a Próculo, desapareció del palacio romano de los Aurelios el hijo único de Flavia, Quinto Aurelio Fusco, que llevaba algún tiempo conspirando con otras personas de rango senatorial, obsesionados en igual medida por imponer a Roma emperadores de su mismo rango, o incluso volver a ese emperador colectivo: el senado, en el que durante siglos se había encarnado la esencia misma de Roma.
Muchísima gente de rango senatorial pensaba que no eran los bárbaros, por mucho que creciesen en número e ímpetu contra las fronteras fluviales del norte, quienes más ponían en peligro la estabilidad del imperio, planteando así la necesidad de elegir emperadores militares, sino, más bien, los generales ambiciosos, siempre enturbiando las aguas de la política romana con sus eternas rencillas intestinas por el poder y el dinero, hasta el punto de que los bárbaros ya casi podían pescar en ellas poco menos que impunemente.
Fusco no estaba enteramente de acuerdo con los que así pensaban, ni, menos, con los pocos que buscaban solapadamente la destrucción del imperio pensando que el caos resultante: una confusión de reinos de taifas bárbaros guerreando constantemente entre sí, sería beneficioso para sus empresas comerciales, que prosperarían como nunca en tan caótico y virgen mercado común a ambas orillas del Danubio.
A estos traidores había que fumigarles, y él, Fusco, ya había comenzado a hacerlo, denunciando anónimamente a cuantos conocía. Y asistió gozoso a la detención sucesiva, y ejecución o desaparición subsiguiente, de todos ellos a manos de la policía militar. El peor pecado de su decálogo político era precisamente el derrotismo extremado de quienes pensaban en el final del imperio romano, diciendo, con sonriente encogerse de hombros: «¡Todo lo que tuvo comienzo ha de tener fin!,
¡adiós a la Roma eterna!»
Más de acuerdo estaba Fusco con los que apuntaban a un cambio verdaderamente revolucionario para los males del imperio: abrir la frontera del Rin y el Danubio y dejar entrar en territorio romano a cuantos germanos lo pidiesen, siempre y cuando llegasen desarmados y dispuestos a cultivar las inmensas extensiones de tierra fértil cuyos dueños, exterminados o espantados por los bárbaros, o demasiado ocupados politiqueando o socializando en Roma, las habían abandonado a los excesos de la naturaleza.
Estos inmigrantes traerían, además, sangre nueva para las legiones, más escasas cada vez de buenos reclutas, hasta el punto de que había sido preciso relajar mucho las normas tradicionales de altura y reciedumbre física que eran antes obligatorias para entrar en sus filas. Y las legiones, así reforzadas, podrían lanzarse a nuevas empresas; por ejemplo: cruzar pacíficamente toda Germania, delinear una nueva frontera romana en su extremo oriental, a lo largo de los ríos Viadua y Maro, frente a la inmensa estepa de donde ya amenazaban extrañísimos invasores procedentes de lo más profundo de Asia.
La fuga de Fusco fue complicada y arriesgada en extremo, y, vista retrospectivamente, divertida y curiosa también.
En el sótano de su palacio romano había una trampilla muy bien disimulada que lo comunicaba con un islote de la Cloaca Máxima, y por ella desapareció Fusco bajo los ojos insobornables de su liberto favorito, que la volvió a cerrar en cuanto le
vio desvanecerse en la oscuridad a merced de una lámpara acristalada, borrando él mismo de su mente, al mismo tiempo, todo recuerdo de tal fuga. Fusco se vio en medio de un ancho río excrementicio y funéreo, apestoso a mierda y carne podrida, cuyas aguas corrían impelidas por la ligera pendiente que allí
les imprimía su cauce hacia el Tíber, que las llevaría al mar. Desde su islote Fusco pudo pasar el reborde que costeaba la corriente, saltando por otros islotes menores puestos allí por sus prudentes antepasados a insabiendas de los poderes imperiales. Estos islotes iban justo por encima de la superficie, de modo que Fusco, mareado por la peste y asqueado por el agua, gruesa de horror y porquería, hubo, además, de inundarse repulsivamente sus botas de cuero. Contuvo el asco fingiéndose juguetonamente en el infierno y oteando el negro y parvo horizonte en busca de la barca de Caronte que iba a sacarle de allí para llevarle al infierno particular que su alcurnia y su prestigio personal merecían. Así
consiguió no vomitar, y hasta reír, y dándose por contento con verse, por fin, en el reborde de la cloaca, que era suficiente para dejar paso sin peligro a una persona, pudo seguir, costeando el gigantesco tubo subterráneo, hasta llegar fatigadamente muy lejos del centro de Roma, afueras adentro, a un lugar donde un boquete tenuemente iluminado le indicó la salida.
Fusco, saliendo a duras penas por una grieta, se vio en el interior de una cueva, donde, bien guardado al abrigo de curiosos e inclemencias temporales, había cuanto pudiese necesitar para camuflarse de forma que nadie le reconociese. Sólo entonces, como cuando se siente de rebote el horror recién superado, se dijo Fusco que el aviso luminoso de aquella cueva había sido tan sumamente tenue que prefería no pensar en lo que pudiera haber ocurrido de haberle pasado inadvertido: morir entre mierda y despojos pútridos de delincuentes ejecutados, esclavos furtivamente ajusticiados o simples suicidas. Apestando a sus co-condenados para toda la eternidad.
El mismo día en que Fusco y sus cómplices desaparecían de la escena romana, tuvo lugar en Roma un curioso suceso:
Esa misma mañana llegaron muy espaciadamente hasta veinticinco literas cerradas de aspecto modesto y poco llamativo a un vetusto y avejentado caserón sito en la parte de la ciudad que más agobiada estaba por el tráfico; llevaba largo tiempo deshabitado por causa de un eterno y muy sonado pleito por su propiedad entre dos grupos de herederos.
Para que llegasen a la cita estas literas se habían tomado considerables precauciones. Se procuró, ante todo, que pareciesen más propias de pequeños comerciantes o de horterizantes libertos, y no de auténticos peces gordos, dedicados, nada menos, que a conspirar contra el emperador, y se les buscó un itinerario tupido de literas de los más contrastantes tipos y formas en la hora punta por un verdadero laberinto de calles y callejas, y donde más abigarrada era la turba de hombres libres y esclavos.
Además, desde muy temprano, se había hecho que medio atascase el tráfico en la encrucijada donde comenzaba la vía que conducía al caserón una litera articulada, ancha y larga, grande como cuatro carromatos familiares juntos, sostenida por un auténtico ejército de esclavos, más casi otros tantos a ambos flancos a modo de previsor relevo. Encajonado entre tanta y tan agobiada estrechez, este monstruo hizo de auténtico tapón, y a su socaire las prudentemente espaciadas literas de los conspiradores pudieron deslizarse, sin que nadie se fijase en ellas, hacia una parte del barrio que lindaba con el de la Suburra y donde apenas había tráfico a aquellas horas. Mastodontes de este tipo no eran raros y con ellos se trataba de burlar la prohibición, rutinariamente vigente, de tráfico rodado en el casco urbano de Roma.
Durante el mediodía y parte de la tarde, los conspiradores estuvieron encerrados en el vetusto palacio, aunque un duende que les hubiera seguido no habría notado nada ilegal, audible siquiera, entre ellos. Dejando a los porteadores de las literas en la huerta de atrás del caserón, los conspiradores habían seguido derechos hasta un vasto sótano vacío y sin ventanas, mal iluminado y con un par de largas mesas cargadas de comida y bebida y varios bancos alineados contra las paredes, y allí, cerrando la puerta y quitándose en silencio las togas, quedaron en bastas y escuetas túnicas de un blanco sucio. Cada cual se sentó donde pudo o quiso, algunos en el suelo; como sabían lo que les esperaba, no se recataban de mostrarse sombríos y poco parcos en el hablar, bebían vino abundante, pero sin apenas comer nada. Sabían que uno de ellos era un delator, y ése era el único toro que les tocaba lidiar antes de poner fin a sus vidas.
Al cabo de varias horas, uno se levantó de pronto, gritando:
—¡Senado!
Los demás fueron respondiendo, uno tras otro, distintas palabras en clave, aisladamente incomprensibles, pero que, en su conjunto, expresaban un concepto coherente, aunque banal.
Uno de ellos no decía nada. Fue dejando hablar a los otros hasta quedar el último: arrinconado, blanco de todas las miradas, guardaba silencio, preguntándose qué decir, sintiéndose ya ratoncillo en fauce de innúmeros colmillos. Los demás, mirándose entre sí, se levantaron a una y convergieron sobre él, lentos y funestos, hasta que, pálido, rígido, mudo, apenas alcanzó el desdichado a sentir en su carne el tremendo apretujón que le sofocaba, de modo que, cuando sus atacantes se apartaron de él, cayó al suelo, inerte como un fardo. Murió con la amargura de no haber intentado, siquiera fuese por elemental dignidad profesional y fútil reto humano, dar con la palabra clave que le habría abierto la confianza de tan siniestro ambiente; sin haber podido, cuando menos, burlarse de sus verdugos ofreciéndoles una frase escarnecedora en lugar de la palabra que esperaban de él y que él, para vergüenza postuma suya —¡él, policía político profesional y veterano, orgullo de su promoción!— no había sabido prever. Cuando los otros comprobaron que estaba bien muerto, siguieron bebiendo en un silencio apenas roto por escuetos comentarios sobre nimiedades. Hacia media tarde, como movidos por un resorte, volvieron todos a embutirse en sus togas y salieron al portal, donde sus literas aparecían casi instantáneamente ante la puerta del caserón para recibirles a un aviso gritado por el que había quedado allí de portero. Cada uno de ellos se subía a su litera y se retrepaba tras las cortinillas mientras los porteadores arrancaban a buen paso; enseguida se les unía un destacamento de soldados armados que salía del edificio contiguo y les guiaba hacia la sede romana de la policía política imperial, en las fauces de cuyo portalón desaparecían para siempre. Así, una tras otra, todas las literas. Una vez dentro, los encargados de detener a los enliterados se fueron dando cuenta, al principio con erizada sorpresa, luego con creciente e impotente irritación, de que las literas no contenían otra cosa que cadáveres. Todos los conspiradores habían muerto por el camino, víctimas del mismo veneno, cuyos restos, torpemente derramados por el vaivén o por los nervios de la muerte inminente, manchaban los almohadones y los colchoncillos. Todos parecían apaciblemente dormidos, menos uno, cuyo rostro contraído y rígido cuerpo delataban otro tipo de muerte, y revelaban cierto sufrimiento, sin que hubiese en él una sola herida ni en su litera restos de veneno o huellas de sangre.
Para mayor perplejidad de la policía militar ninguno de los cadáveres era de los conspiradores cuya identidad constaba en sus listas; y todos, menos el que no había muerto envenenado, llevaban en la ingle o sitio parecido la marca a fuego del
esclavo, borrada hasta la ilegibilidad a fuerza de raspaduras, someras quemaduras cutáneas o ungüentos corrosivos. Y uno tenía en la frente, muy maquillada para cubrirla, la ignominiosa marca a fuego: FVR, del esclavo ladrón. Alguien recordó entonces que uno de los que salieron del caserón iba hacia la litera como apoyado en otros dos, que se le mostraban solícitos en extremo y le ayudaron a subirse: éste era, evidentemente, el misterioso asesinado, único hombre libre de toda la redada.
Por todo lo cual resultó imposible identificar a los muertos en una ciudad como Roma, con bastante más de medio millón de esclavos de los que nadie levantaba censo.
El jefe de la policía militar sabía, pero no lo dijo, que el misterioso hombre libre era también el único que no había ido allí a conspirar contra la sacra persona del emperador, sino a tomar notas mentales de lo que se dijese en las reuniones de los conspiradores: él mismo le había designado en estricto secreto para vigilarles, y era un prometedor investigador llamado a Roma con ese objeto de una fuerza provincial de la policía militar. Se había infiltrado entre los conspiradores dispuestos a unirse al golpe que se planeaba contra el divino Claudio para poner en su lugar a un senador, pero era evidente que su conducta había despertado recelos y suscitado pesquisas. Los verdaderos conspiradores ya no estaban en Roma, y sus parientes, interrogados, juraron no tener idea de su paradero. El emperador, consultado, ordenó
que se les siguiese vigilando, pero dejándoles en paz por el momento. La desaparición de tanta gente conspicua en medio de silencio tan general contribuyó a intensificar el ambiente de terror que había cundido entre la clase dirigente romana, sobre todo la aristocracia senatorial, que se sentía peligrosamente vigilada. Y los parientes de los desaparecidos, ante el insólito comedimiento del emperador, vivían ahora en la más mortal zozobra, soñando con súbitas redadas y tormentos importados del lejano país de los séricos.
El emperador destituyó fulminantemente al jefe de la policía militar y se contentó con enviarle de legionario raso a una legión danubiana, advirtiendo a sus jefes de que se le procurase gloriosa muerte en batalla lo antes posible, pues los importantes secretos de que era portador así lo requerían.
Su sucesor, en tanto, ordenó enseguida una discreta redada de esclavos confidentes de los desaparecidos, a fin de sonsacarles con torturas o premios el paradero de sus amos, aunque, incluso entonces, se cuidó de reembolsar a los familiares de éstos el precio de los que murieron o quedaron tan inútiles para el trabajo que fue preciso despenarles. En la finca de los Aurelios no fue posible hacer nada, porque todos los esclavos confidentes de Fusco habían desaparecido con él, y de los demás se sabía que no compartían ningún secreto suyo. Así pasaron los años, y, mientras algunos de los conspiradores, amnistiados o descubiertos, afloraban acá y acullá, el paradero de Fusco seguía siendo incierto. Flavia y Plautila le sabían vivo en algún lugar de Germania que los apoderados de las factorías aurelias en esas tierras aseguraban no conocer.
Ellas se encargaron de correr convincentemente la voz de que Fusco había muerto en un abrupto descampado del Lacio, arrinconado contra un abismo, donde, retador hasta el final, se despeñó cayendo al agua que se encrespaba al fondo en el instante mismo de erizarse de flechas su cuerpo. Allí seguiría su cadáver, pasto de buitres y peces, mientras su espíritu vagaría para la eternidad sin reposo digno de un patricio romano.
Al oír, ya mocito, y de bocas tan fidedignas, la historia, primero, del fin de su abuelo, y luego del de su padre, Auréolo se llenó de creciente consternación y se afirmó más aún en su idea de que la sacro-santidad de Roma estaba siendo
mancillada por soldadotes brutales: Claudio, Aureliano, todos eran lo mismo para él. Lo que más le irritaba, más incluso que el asesinato de su padre, era el uso blasfemo que aquellos auténticos bárbaros con uniforme romano hacían de los mecanismos sagrados que habían dado gloria al imperio:
El senado, por ejemplo, pero, sobre todo, la legión, de origen tan evidentemente divino que incluso en manos de tan profana gentuza seguía siendo invencible.
«Mejor los godos», se decía Auréolo, «que esta abominación». Su deber era vengar a su abuelo y a su padre, pero él solo no podía con enemigo tan poderoso. Se decía que matar a un emperador sería expiación suficiente, a ojos de los dioses más exigentes, para cualquier ofensa que su padre y su abuelo hubiesen cometido contra ellos. Sobre todo, pensaba Auréolo, si se tiene en cuenta que son los esclavos quienes deben expiar las culpas de sus amos: para eso están, y Aureliano, que acababa de subir al trono imperial, era hijo de una liberta de su familia, lo que le ponía muy cerca de un esclavo, y hacía de él emperador y, al tiempo, casi esclavo: la víctima perfecta para desagraviar a dioses ofendidos. Auréolo, sin embargo, no se hacía muchas ilusiones: acción, se repetía, tan meritoria como difícil, imposible sin duda.
Flavia y Plautila se comunicaban en el mayor secreto las tablillas en las que Fusco les decía, muy anónima y escuetamente, y muy de vez en cuando, que seguía vivo y bien; y sus tablillas siempre terminaban así: «Si estáis bien, todo está bien, yo estoy bien.» En una de ellas les añadió, en breve postdata, que lo que él quería, por el momento, era seguir pasando por muerto a ojos de todos.
Sus mensajes a su madre y a su esposa estaban concebidos siempre de tal forma que no fuese posible deducir de ellos la identidad o el paradero de quien los enviaba, ni, menos, el verdadero sentido de ciertas frases y palabras. Así, poco a poco, fue creándose entre destinatarias y remitente un verdadero idioma esotérico para cualesquiera lectores profanos, por íntimos que fuesen en otros terrenos. Ellas, además, siempre borraban las tablillas de Fusco sin copiar más que datos o simples fechas. Esas tablillas les llegaban tan exactamente encajadas en cajitas de madera que ningún traqueteo o sacudida podría alterar mínimamente la superficie de cera, deleble, sin embargo, a la más leve presión de la yema de un dedo.
Corrían tiempos aciagos, justificadores de las precauciones más extremas: De una finca cercana, varios soldados se habían llevado detenido al amo de la casa, un venerable anciano de estirpe senatorial, por el flagrante delito, denunciado por un esclavo al que el Estado inmediatamente compró y liberó, de servir la cena a sus invitados en mesas con manteles de púrpura, como escarnio a la púrpura imperial, se interpretó en las alturas, que así se volvía instrumento de pura gula y se manchaba de grasa y vino. Se fomentaban abiertamente las delaciones serviles, y nadie se sentía seguro en su propia casa.
No podía decirse que tales extremos fuesen idea original de Aureliano, porque Plautila recordaba perfectamente la desaparición de un tío suyo en el último año del reinado del emperador Decio, auténtico gañán panonio por su forma de conducirse, aun cuando descendiese por su madre de gente digna y clara. Un día, cuando más alegre y confiada vivía la familia, entraron en la finca de su tío varios soldados dirigidos por un centurión: iban uniformados de gala, y el único que habló, y siempre con gran cortesía, fue el centurión: El emperador, dijo, daba al caballero Sexto Plauto Cervilio la opción de ir
con ellos a Roma o matarse allí mismo, ante sus ojos, de la forma que estimase más oportuna; Plauto tomó el veneno a la vista de todos, alegando innecesariamente que cortarse las venas era complicado y sucio, y preguntó, mientras le preparaban la pócima, cuál era la razón de su condena, a lo que el centurión se excusó con evidente sinceridad:
—Señor, es que no lo sé.
Plauto, pues, murió sin saber por qué, y Plautila, que entonces tenía dieciséis años, jamás olvidó la festiva afabilidad con que su tío le dijo, voz y ojos empañados ya por el veneno:
—La fuente de la eterna paz, hija, está abierta a todos —y llevándose la mano a un costado—: vaya, ya me trepa el veneno al corazón.
El último pensamiento del viejo caballero, cortado de raíz por el fustazo final del veneno, fue una vuelta trunca a su juventud militar:
—... Acabaremos con los soldadotes, ya lo veréis. Yo también lo veré, desde mi estrella, que es Marte, conjuntada con...
Su mujer se inclinó a toda prisa sobre él y le dijo apresuradamente al oído el resto de este pensamiento, que ya le había oído en otras ocasiones:
—... con Venus, que es la mía.
Y él tuvo tiempo de darle las gracias con un súbito breve relucir de ojos, antes de morir.
Plautila oyó más tarde a su padre, que era hermano del muerto, la causa de la condena:
Los esclavos de su tío, por costumbre antigua en la familia, gritaban a coro al tiempo que encendían las luces de la casa al atardecer:
—¡Venzamos!
Denunciada al emperador Decio tan sospechosa costumbre, éste cerró el puño, apuntó hacia abajo el pulgar:
—¡A muerte!
Y cuando le contaron el fin de Sexto Plauto Cervilio, rió con ganas:
—¡Espléndido! ¡Genio y figura! ¡Una auténtica muerte romana! ¡Voy a tener que matar a muchos como él para confirmarme en mi idea de que la entereza romana sigue entera!
Lo peor, se decía Auréolo, oyendo estas cosas a su madre y a su abuela, era el terrible silencio de que se rodeaba tan sistemática y extremada represión, emperador tras emperador, como si todos ellos estuviesen cortados por el mismo patrón, cualquiera que fuese su conducta en paz o en guerra: «Está visto», se decía, con creciente convicción, «que no hay más remedio que devolver el poder al senado». Nadie se fiaba de nadie ni de nada, nadie hablaba con nadie de nada importante para la salud del imperio. La elocuencia, viva arma suasoria de política entre iguales, era ahora instrumento de temblorosa defensa contra delaciones anónimas, o de servil halago ante purpurados soldadotes, que preguntaban, por ejemplo:
—¿Quién es más grande? ¿Júpiter o yo?
—¡Tú, señor! —respondía, candido, el preguntado; y, entonces, la pregunta trapera:
—¿Y por qué?
Momento éste en el que tus estudios de elocuencia y retórica te valían de muy poco, a poco vacilante que fuese tu reacción a ojos del imperial gañán de turno. El recelo era la pauta de toda relación humana, la amorosa incluida:
—Te quiero.
—¿Más que al emperador?
El enamorado escrutaba entonces instintivamente los ojos risueños de su amada: ¿habría trampa en ellos?, ¿su padre, quizá, querría hacer méritos ante el emperador para salvar su finca de Bayas? Mejor, por si acaso, no contestar claro:
—¡Qué pregunta!, ¿qué duda puede caberte?
Y así se confirmaba el famoso hemistiquio de Abilio Básulo:
(...) el amor, mezcla de intriga y entrega (...).
El jefe de la policía militar del emperador Galieno había bautizado en broma esta cauta, implacable arbitrariedad del poder con el nombre de «política de noche y niebla»: nada se aclaraba, jamás se disipaba la tiniebla de tantísima culpabilidad o inocencia latente con normas claras o noticia precisa de la suerte mediata o inmediata de nadie. Nunca se sabía nada, al menos oficialmente, de nadie que cayera en poder de la policía militar:
—El terror, para que surta efecto político —había dicho el emperador Valeriano—, no ha de tener otros límites que la resistencia de cada uno de sus blancos potenciales.
Sin sospechar, el infeliz, que él mismo iba a poner antes de mucho tiempo a angustiosa prueba tan severa máxima en la hedionda mazmorra persa donde, único emperador romano en quien recayese tan atroz ignominia, acabaría sus días, revolcándose, enloquecido, entre sus propios excrementos, ante las sonrisas y los comentarios chuscos del rey Sappor, que iba de vez en cuando a visitarlo para presenciar sus frenéticas, crecientemente incoherentes protestas. Y, una vez muerto, su cuero, ¡oh, ludibrio de Rómulo, Augusto, Trajano!, convenientemente curtido y henchido de aire, recobraría la forma del muerto, pero arrodillado, y con ojos y cabeza bajos. Y Sappor lo llevaría siempre a su lado, diciendo, carcajeante:
—¡Soy el único rey persa con emperador romano particular, portátil, y siempre a mis pies!
Auréolo trataba de olvidar la patriótica angustia que le consumía entre devociones a Venus, Marte y Némesis, patronos de los gladiadores, pues la gladiación era su afición obsesiva, aun cuando fuese en su versión incruenta, nunca vista hasta entonces en los circos romanos.
Y no era que la cruenta no le gustase: al contrario; la belleza, después de todo, con sangre y lágrimas se moldea. Pero la incruenta le parecía más maleable y más práctica, porque le permitía conservar largo tiempo a los miembros de su cuadrilla, ejercitarlos y formarlos a su gusto en lugar de perderlos constantemente en combates desafortunados y tener que buscarles substitutos a quienes ejercitar de nuevo; resultaba, además, más original, desde luego en los pueblos y las pequeñas ciudades de la comarca, que era donde él la ejercía, y había acabado por gustar mucho tras un cierto rechazo inicial que Auréolo atribuía más a perplejidad que a otra cosa.
Su cuadrilla se componía de Auréolo mismo y tres esclavos de su casa: jóvenes y fuertes y audaces como él. Los había sacado del trabajo doméstico prometiéndoles la libertad en cuanto tuviese autoridad para dársela, pero a condición de que, como libertos suyos, seguirían en la cuadrilla mientras su ex dueño se lo exigiese.
Los cuatro cuidaban de inventar constantemente tretas y números nuevos, y ya llevaban tres años saliendo de gira: siempre en primavera y verano; la gente les esperaba cada año con más curiosidad e impaciencia que el anterior:
—¡A ver qué traerán este año!
Los ensayos de Auréolo y su cuadrilla, muy concurridos por la gente, libre y esclava, de la finca, eran casi la única nota de humor que amenizaba la sombría existencia de la familia Aurelia, siempre pendiente de la redada que nunca llegaba, cuya persistente demora contribuía a incrementar su inquietud. Y sin el sentido del humor de algunos vecinos, que se confortaban ante lo aparentemente inevitable estableciendo una tupida red de apuestas sobre a quién le tocaría primero. Este año Auréolo y su cuadrilla presentaban un número nuevo en el que el dios Pan derrotaba, con sólo su siringa mágica, a dos samnitas y un reciario, armados, aquéllos, con espada y escudo, y éste con tridente y red, todo ello, menos la red, de madera plateada.
Flavia había pensado en algún momento ir a arrojarse a los pies de Aureliano, el nuevo emperador, a quien de niño había tenido en sus rodillas y llamado arrapiezo y pilluelo, y hasta castigado a pan y agua con orejas de burro y de cara a la pared, para mendigarle, en nombre de tan vieja, casi filial amistad, la vida de su hijo Fusco. Se imaginaba la escena: ella, desmelenada, entre oficiales que corrían desalados de un sitio a otro, dando información al emperador, recibiendo sus órdenes, bruscas y precisas, y repitiéndolas estentóreamente; ella se abriría el vestido, mostrándole el pecho desnudo, y Aureliano, entre dos bramidos a sendos generales, le diría que se levantase, que su hijo estaba perdonado.
Esto, Plautila se lo desaconsejaba vivamente:
—No puedes hacer eso sin permiso de Fusco, y ya sabes cómo es, siempre con su dignidad a vueltas. Y, luego, no te engañes: Aureliano ya no es el muchacho que conociste y protegiste; todos dicen que se ha vuelto peor que Claudio. ¿No ha hecho ejecutar a dos sobrinos suyos por adulterio con esclavos?
Aunque la muerte de su padre le dejaba a él convertido en cabeza de familia, dueño absoluto de sus vastas inversiones y posesiones, y aun de quienes las poblaban, Auréolo había accedido de buen grado a la petición de su abuela de dejarlo todo inapelablemente en sus manos mientras el gobierno imperial, sordo hasta entonces, decía ella, a sus peticiones, se decidía a reconocer oficialmente la muerte de Fusco.
De esta forma quería Flavia impedir que Auréolo cometiese la locura de casarse con Ligeia, la esclavita nacida en la casa de una pareja de esclavos sirios comprados por Próculo por sus conocimientos musicales: la cítara, sobre todo, utilizadísima entonces para amenizar veladas y dispersar melancolías. Auréolo, así y todo, advirtió a su abuela y a su madre que, en cuanto su padre resultase oficialmente muerto, él pensaba dar la libertad a Ligeia, pero como ingenua, esto es: nacida libre, no como simple liberta. Al mismo tiempo la sacó de la ergástula y la instaló en una amplia alcoba en plena parte noble de la casa, hasta con una doncella especializada en cosméticos que cuidase de sus afeites y de su guardarropa; esta insolencia puso a Flavia y a Plautila en el extremo de la estupefacción y sembró concentrada envidia entre los esclavos domésticos, aunque a Ligeia no pareció ensoberbecerla: era afable, modesta, discreta persona, obediente y alegre en todo momento, muy sumisa ante Flavia y Plautila, las cuales, por su parte, mostraban con ella una condescendencia tolerante que escocía mucho a Auréolo por más que no lo aparentase.
Ligeia decía que su próxima situación de persona libre era pura justicia, porque sus padres habían nacido libres: capturados por unos malhechores que habían sido prendidos y ajusticiados luego por varios delitos de secuestro y venta de gente libre, entre los que en el juicio se mencionó el caso de sus padres; aseguraba tener la documentación fehaciente en manos de una persona de toda confianza, residente en
Antioquía.
Flavia y Plautila habían pensado al principio eliminar a Ligeia de forma discreta: había venenos que no dejaban huella, pero, en vista de lo irrevocablemente que parecía decidido el muchacho a tomarla por esposa, a pesar de lo sencillo que sería retirarla del servicio doméstico y tenerla por amante hasta cansarse de ella, las dos mujeres llegaron a la conclusión de que lo mejor iba a ser que fuese Fusco mismo, a su regreso, quien resolviera el asunto, como verdadero cabeza que era de la familia.
Auréolo insistió también en imponer su autoridad cambiando de nombre por sí y ante sí: de Gneo Aurelio Umidio que se llamaba, cambió al más eufónico y publicitario de Áureo Aurelio Auréolo, que a Flavia y a Plautila les parecía más propio de un cómico de la legua que de un futuro senador, o, ¿quién sabía?, emperador Aurelio, pero lo toleraron como mal menor, como también toleraban, entre risas y chistes, aunque la procesión fuese por dentro, que el primogénito de los Aurelios errase con una troupe de esclavos gimnastas por los pueblos de la comarca. En fin, se decían las dos, fuera lo que los dioses quisiesen, y ojalá volviese pronto Fusco de sus viajes por Germania.
Plautila estaba sumida en su espectáculo favorito.
Se había hecho construir en la parte trasera de la casa, al fondo de la inmensa huerta: tan lejos que tenía que ir allá en litera, nada menos que un pequeño circo:
«Mi círculo», lo llamaba ella, para su uso y abuso personales, y también, raras veces, para invitados que compartiesen su erudita, exquisita pasión por la gladiación. Entre los esclavos más fuertes y ágiles de los campos de la familia, que tras la tapia trasera de la huerta se prolongaban hasta perderse de vista, Plautila tenía ordenado a sus capataces que eligieran a los más apropiados para la lucha gladiatoria: si le gustaban, les ofrecía que se sometieran a intensos entrenamientos para luchar por parejas en su circo, pero siempre a última sangre, pues a Plautila no acababa de convencerle la gladiación incruenta en ninguna de sus formas: la consideraba una excentricidad muy cargante, además de socialmente impresentable en grado sumo, sobre todo en la forma que le daba su excéntrico y polémico hijo. Al que saliese victorioso se le otorgaba la libertad y se le ayudaba, aunque más bien tacañamente, a rehacer su vida con modestia; y los derrotados recibían una sepultura digna. Todos aceptaban, naturalmente: cualquier cosa con tal de salir del infierno sin esperanza del trabajo rural, de sol a sol, de por vida.
—Pero ¡ojo! La lucha ha de ser a muerte —insistía Plautila—, y nada de trucos o acuerdos previos entre vosotros, porque me los sé todos; cualquier trampa y volvéis derechitos a la ergástula, o peor.
Era curioso y estimulante cómo estas palabras encendían automáticamente chispas de odio mortal entre los aludidos, que, de compañeros de sufrimiento, amigos quizá, que eran, se volvían de pronto obstáculos mutuos en la lucha por la libertad. Eran mocetones embrutecidos por un trabajo bestial, sólo interrumpido por unas horas de sueño, las justas, y un par de ratos, todo lo más, para engullir el forraje, calculado de modo que siempre les dejase ligeramente hambrientos:
—El esclavo que no esté durmiendo —decía Flavia— debiera estar trabajando.
Por todo lo cual no cabía esperar de ellos otra reacción, al oír las palabras de Plautila, que una recíproca dentellada mental a la yugular.
Aquel día Plautila estaba disfrutando más que nunca de su deporte favorito. Orondamente arrellanada en el vasto sofá de piedra cubierto por gruesos almohadones de seda henchidos de plumón, seguía la lucha con arrobada intensidad. El circo era pequeño, pero perfecto en todos sus mínimos detalles, y con arena
frecuentemente renovada, incluso en medio de un combate especialmente sangriento, para que siempre reluciese de puro limpia; suficiente arena, en todo caso, para que los combatientes, un samnita y un reciario, blindado el uno, semidesnudo el otro, evolucionasen muellemente cuando el recíproco acecho requería. A Plautila le encantaba el juego tradicional: samnita contra reciario, o sea espada corta contra red y tridente, metal y músculos contra agilidad y astucia. Lo veía como una parábola de la vida misma, y hasta llevaba tiempo pensando escribir un largo ensayo sobre esto.
A veces hacía traer gladiadores de fuera. O se los traían de regalo: una pareja de tracios, por ejemplo, obsequio de Flavia, lidiados en su última fiesta de cumpleaños, murieron de agotamiento contra cuatro parejas de reciarios de sus campos, que los atacaron sucesiva, incesantemente.
¡Cuánto disfrutó Plautila ese día! La lucha, sabrosamente interminable, no acabó hasta pasada la medianoche, y sin el menor atisbo de juego sucio: una representación realmente ejemplar. A medida que anochecía, se multiplicaban en torno a la arena grandes antorchas crepitantes, substitutas eficaces de la decreciente luz del día, y esto no sólo por consideración a los combatientes, sino también porque Plautila no quería perderse una sola estocada, una sola finta. Cuando la última pareja de reciarios domésticos remató a los dos tracios de importación, no fue mérito de aquéllos, ni culpa de éstos, gigantescas moles de músculo y brutalidad, tan agotados de luchar sin descanso que ni moverse podían.
—Un verdadero crimen —dictaminó Plautila—, pero ¡qué maravilla, ver morir con los ojos abiertos a esos dos gigantes!
Su familia en pleno, y lo más granado de la aristocracia comarcal, que habían seguido el espectáculo en religioso silencio, incómodamente apretujados en las gradas, le dieron toda la razón:
—¡Y no sólo morir —comentó un vecino de los Aurelios, viejo hincha de cuanto oliese a sangre y arena—, sino, fijaos en lo que os digo: ir muriendo pulgada a pulgada, sin ceder terreno ni mostrar el menor miedo!, ¡eso sí que es raro!, ¡eso sí
que es genio!, ¡e instructivo!, ¡casi un estudio científico que nuestros generales debieran hacer a fondo para calcular los límites de la resistencia de los godos!
Sí, muy bien, pensaba Plautila, escuchándole, todo eso estaba muy bien, pero lo que a ella le fascinaba era ver la última chispa de vida en aquellos rostros contraídos por el dolor y el espanto; se inclinaba cuanto podía desde su grada para captarla a través de la reja del casco, que siempre procuraba que fuese bastante abierta.
Agradeció, como hacía siempre, la gracia y los esfuerzos de los dos vencidos con sepulcros dignos y un modesto sacrificio a su manes, pero a los reciarios victoriosos decidió no darles la libertad hasta dentro de unos cuantos combates más: que se conformasen por el momento con un donativo a modo de consuelo; tampoco era cosa de desperdiciar así a ocho mocetones que tanto prometían. Desde niña, Plautila se sentía sojuzgada por el espectáculo de la violencia. En la finca paterna nunca se perdía los castigos de los esclavos: palizas, sobre todo, o, con menos frecuencia, azotes con gato de nueve colas rematadas por puntas metálicas, que dejaban exhausto, inconsciente a veces, al azotado: listo, solía decirse, para la cruz. Y cuando había cruz, que era poquísimas veces, tenían que auparla para ver mejor: de mayorcita se subía ella sola a alguna piedra para ver clavar al reo a vista de pájaro. Su padre, en una ocasión, demoró unos días el suplicio de un esclavo fugitivo hasta que Plautila, enferma, pudiese levantarse y contemplar su muerte.
—¡Con qué ganas se volverían estos dos contra mí si ello les sirviese de algo!
—se decía Plautila, contemplando a sus gladiadores.
Daba gracias a los dioses por la existencia de esclavos de quienes disponer a
su gusto para estos placeres:
—Mucho más complejos y satisfactorios —se decía— que los de la caza, y posiblemente incluso que los de la guerra.
Plautila no era cruel: nunca hacía daño innecesariamente a esclavos o animales, ni les condenaba casi nunca, cuando dependía de ella, a otra cosa que azotes o días sin comer. Los castigos duros se los dejaba a su marido, Fusco, o a su suegra, Flavia, que eran fríamente implacables.
Con Auréolo, Plautila bromeaba:
—Cuando seas el amo de todo esto, seguro que optarás por crucifixiones incruentas.
Cuando le hablaron por primera vez de los cristianos, Plautila pensó que crucificaban a un esclavo en su ceremonia semanal, y jugó con la idea de hacerse de su secta ante la perspectiva de tal y tan frecuente espectáculo; al enterarse de que no era así, desistió.
Plautila seguía sumida en su espectáculo favorito.
Había llegado el momento clave de la larga lucha entre el samnita y el reciario, ambos realmente excepcionales; y el lanista, casi encima de ellos, les vigilaba con tensa atención. Plautila se decía con orgullo:
—Y entrenados aquí, y bajo mi dirección personal.
Ambos sabían perfectamente que uno de ellos tenía que morir. El señuelo de la libertad y la riqueza, porque, para sus menguados horizontes, mil sestercios eran riqueza, había cambiado radicalmente su actitud vital, suicida unos meses antes, cuando su vida era desesperadamente bestial: ahora se esforzaban, con creciente, febril ahínco, por agarrotarse el uno al otro; su dueña nunca alzaba el dedo pulgar: el combate era a muerte.
El samnita comenzaba a dar muestras de fatiga: entre el cuello del yelmo y el borde superior del peto la piel le relucía de sudor frío: le salpicaban gotitas del hierro abollado de la armadura; y el reciario parecía cobrar ánimos a medida que veía, en las fuerzas mermantes del oponente, su salida a una próspera libertad.
—Es la armadura lo que va a tumbarle —se decía Plautila.
El reciario acosaba al samnita a suficiente distancia para que su espada no le alcanzase, mientras con el tridente le pinchaba, apuntándole, con esa certera parsimonia que es fruto de la desesperación, entre las junturas de la armadura: así le iba desangrando a fuerza de minúsculas heriditas, que, juntas, acabarían sumando agonía, ceguera, blanco mortal seguro. El cuello unas veces, el antebrazo y el hombro las más: dondequiera que la juntura metálica fuese imperfecta, cabía una punta de su tridente.
A cada ataque, por nimio que fuese, el reciario oponía un ágil salto, blandiendo red y tridente y prorrumpiendo en un grito cortante y ronco, como de bestia de presa al borde del mordisco final. Este alarde, siempre repentino, aunque esperado por el oponente, desconcertaba a éste como un susto en un callejón oscuro y hacía soltar una carcajada a Plautila, que se fijaba en el rostro contraído del reciario, los ojos muy abiertos, el entrecejo anudado en un solo mechón de cejas. Preparadas tan concienzudamente la impunidad del asalto final y la desmoralización de la víctima, cuyos nervios debieran estar ya tensos y gastados como sus músculos, pero nunca tan segura la victoria que no cupiese temer un ímpetu resurrecto de la bestia moribunda, el reciario dio un súbito salto, blandió sus dispares armas, descerrajó un tremendo alarido y cayó de golpe sobre su agotado enemigo, que blandía patéticamente espada y escudo, cayendo de espaldas contra el empuje, únicamente, de tan desequilibrante salto, cuyo autor se echó ágilmente para atrás mientras el caído se encontraba envuelto como por arte de magia en un laberinto de mallas que apenas le dejaba moverse.
Y allí quedó, chirriantemente jadeante, lastimosamente vuelta a Plautila la rala rejilla del casco: una simple cruz metálica que dejaría pasar púas y puntas, mientras el reciario, un pie sobre el pecho del caído, el tridente bien hincado entre el cuello del yelmo y el borde del peto, miraba también a su dueña, relucientes de esperanza su enorme sonrisa y sus ojos muy abiertos.
Plautila bajó lentamente el pulgar, disfrutando con cada instante del descenso, y el reciario, al ver el pulgar de su ama tocarle a ésta el pecho a modo de remate, remató a su vez la faena hincándole con ambas manos y considerable furia el tridente al samnita hasta clavarle en la arena, decapitándolo casi.
Plautila disfrutó lo indecible con el fútil pataleo del rematado, entre sanguinolentos estertores: espeso gluglú de sangre y aire y arena; un brevísimo vahído la desplomó, batida en brecha su veteranía por tan fuerte impresión, contra el mullido respaldo de seda de su pétreo asiento, y su doncella trató apresuradamente de reavivarla con los acres olores de un pomito de nácar, cuyo impacto acabó por volverla a la realidad para contemplar el último, rabioso, aparatoso estertor del samnita, y todo ello por el peor delito que conocía el decálogo romano: la derrota. Plautila gozó del ronco suspiro final, más elocuente que cualesquiera últimas palabras; aún estaba medio embargada: los ojos apenas abiertos, presa todavía de un placentero, sudoroso sofoco.
Así la dejaba también el amor con Fusco, e incluso el recuerdo del amor con Fusco: amor y muerte, sus dos experiencias clave, tanto en la realidad como en el recuerdo, eran para ella la vida.
Cuando recomenzó la primavera, Auréolo se dispuso, como solía desde hacía dos o tres años, a lanzarse de nuevo a campo traviesa con su cuadrilla de gladiadores incruentos, pero antes de salir dejó a varios esclavos de confianza el encargo, bien aliñado de promesas y amenazas, de estar siempre alerta para proteger discretamente a Ligeia del peligro que corría en su enrarecido ambiente familiar, mientras, como él pensaba que acabaría ocurriendo, se calmaban los ánimos en torno a ella. La cuadrilla de cuatro mocetones formaba una de las atracciones más pintorescas de la comarca, cuyas lindes su fama ya había trascendido. Lo nunca visto: dos parejas de gladiadores que, vencedores o vencidos, sólo derramaban sangre por error o accidente.
Eran dos samnitas y dos reciarios: reciario, por cierto, Auréolo. De madera espadas y tridentes; de madera también los escudos. Allí lo único metálico eran las armaduras. Las redes, de excelente cáñamo, tenían remates de bronce en las esquinas, para poder aterrizar con fuerza en torno a la víctima, y el nombre que les daba el ingenio popular, «telarañas», era exacto.
Este extraño espectáculo, tan lúdico como inocente, había chocado y provocado burlas al principio entre las fuerzas vivas de la comarca: labradores modestos y señores campesinos de mayor o menor prosapia, y algún que otro señorón: senador, caballero, traficante al por mayor, cuyos abucheos habían ido trocándose en aplausos; y ahora, los espectáculos de Auréolo y su cuadrilla, por más que no llegasen a tomarse del todo en serio, estaban siempre abarrotados. Sus tres acompañantes eran hijos y nietos de esclavos de la casa, ninguno de ellos seguro de la identidad de su padre, pues la promiscuidad de la ergástula era general, y fomentada por los capataces, que así hacían méritos, cubriendo gratis las bajas que pudieran producirse en la masa de reses humanas, y aun les sobraban cabecitas de siervo que vender en el mercado de Sirmio.
Auréolo y sus tres compañeros habían consolidado, entre constantes ejercicios y alegre trabajo, una amistad que era insólita entre amo y esclavos. Más de un ojo se libró milagrosamente de saltar de su cuenca, más de un hueso de romperse
tras una zancadilla echada a destiempo. Y todo se arreglaba entre risas. El vínculo jurídico que unía y separaba a vida y muerte a Auréolo y sus tres esclavos estaba ya casi olvidado entre ellos, y hasta lo tomaban a broma, a pesar de su agorera, íntima realidad, pues, dijeran las leyes lo que dijesen sobre cierto derecho del esclavo a la vida, nadie iba a poner en duda la palabra del propietario de tres esclavos muertos, según él, en accidente de trabajo; eso, si la noticia trascendía, y si las autoridades se interesaban, cosas ambas más que dudosas.
Auréolo meditaba mucho sobre la cuestión servil, cuya legitimidad nunca puso en duda, pero que a sus parientes y amigos únicamente ocupaba, sin llegar a preocuparles, como peligro a su seguridad personal, o como fuente de gastos. A pesar de tanto discurrir, sin embargo, Auréolo seguía sin tener las ideas muy claras: la calidad humana, eso estaba claro, no la daba el simple hecho de aparentar tenerla, sino la ley.
Cualquier hombre dejaba de serlo con sólo que le declarasen esclavo quienes tenían potestad para ello, y entonces perdía todo derecho sobre sí mismo: su vida, su tiempo, hasta su nombre dejaba de ser suyo; únicamente con la muerte o el suicidio, que era un delito contra la propiedad, y merecedor de la última pena, podía escapar a la potestad de su dueño.
Pero cualquier esclavo se convertía en semipersona, o en persona completa, también había casos, si su dueño le declaraba legalmente libre. Ahora bien, y aquí era donde la mente de Auréolo comenzaba a atascarse: si el cambio de res a persona se decidía en la mente del propietario, ¿qué ocurría en el tiempo en que éste maduraba esa decisión?, ¿se iba volviendo el esclavo menos esclavo en la misma medida?, ¿era ya semilibre?, ¿o semiesclavo todavía, lo que no quería decir exactamente lo mismo?, ¿o sería la simple expresión jurídica, oficial, lo que daba súbito remate válido a esa sutil transición mental?
En el fondo de sus sentimientos Auréolo no podía menos de considerar a sus compañeros con ojos de propietario. Él se esforzaba por tratarlos como si fuesen libres, pero le repugnaba concederles la libertad legal. El que jurídicamente siguiesen siendo sus esclavos le daba ciertas garantías: aun cuando no le gustase confesárselo a sí mismo, Auréolo no se fiaba totalmente de ellos como seres humanos: el hombre libre, sin libertad que merecer ya, pensaba y se comportaba distinto que la res servil, interesada sólo en hacer patente su fidelidad.
Auréolo miró a sus compañeros: cabalgaban delante, cantando a coro canciones que ellos mismos improvisaban. Por enésima vez se motejó de hipócrita:
—¿No son amigos míos?, ¿pues qué más quieren? Claro que, si osasen tocarme, yo podría hacerles crucificar. Lo que tú quieres, Auréolo —se interpeló, medio en broma— es eterna fidelidad expectante.
Auréolo, el último de la cabalgata, rememoró su despedida de Ligeia, que había durado la noche entera. Y tan hondamente la echaba ya de menos que casi le dolía. Ahora que la esclavita tenía su propia alcoba en la mejor parte de la casa, le daba la impresión de que Plautila y Flavia habían perdido sus inhibiciones iniciales a tener en su medio a una esclava actuando como mujer libre, aunque siguiesen vetando su acceso al comedor familiar, lo que él dejaba pasar sin protestas; tampoco a la muchacha parecía esto importarle: una vez salvada Ligeia del apretujamiento obsceno de la ergástula, y conseguida para ambos la intimidad nocturna total, lo demás, por ser, en sus mentes, provisional, les daba lo mismo. Cuando Auréolo les dijo a su madre y a su abuela que Ligeia no era para él un simple desahogo carnal, las dos se echaron a reír; luego se extrañaron y protestaron. Pero esto era ya historia pasada.
Auréolo se dijo que sus relaciones con Ligeia no podían compararse con las que le unían a sus compañeros, aunque sólo fuese porque la libertad de la muchacha,
cuando la tuviera, iba a ser brevísima: de un día para otro, o casi, el vínculo servil volvería a oprimirla en su variante conyugal, y era ella misma quien más lo deseaba:
—No necesito otra libertad —le repetía— que la de estar contigo. Yendo la cuadrilla por el camino que conducía a la montaña, Auréolo se fijó
en un nutrido grupo de jinetes que pasaron a su lado sin apenas dedicarles otra cosa que miradas fugaces y algún saludo.
Once hombres a caballo, con cuatro caballos más a la zaga sobrecargados de voluminosos bultos. Hombres y bestias igual de hirsutos: cabellera, barba y bigotes, por un lado; tupida pelambre y larguísimas crines por el otro, de modo que apenas se les veía de humano o de equino otra cosa que los ojos. Desastrado, sucio, el equipo de viaje: calzas germánicas los hombres; excelentes jaeces, muy romanos, las bestias. Fue entonces cuando Auréolo notó que el hombrón que iba a su cabeza, y de quien, entre tanta y tan híspida pelambre, apenas se captaba facción reconocible, le miraba con tal intensidad que hubo de fijarse más en él. Al encontrarse ambas miradas, Auréolo sintió como una sacudida en todo su ser: aquel hombre se parecía extraña, hondamente al recuerdo que él guardaba de su padre muerto. Hasta tal punto le agitó este encuentro que sus talones apretaron bruscamente, como un movimiento reflejo de su mente, los ijares de su caballo, el cual, a su vez, apretó el trote, seguido enseguida por los de sus compañeros, en apretado grupo, mientras los desconocidos desaparecían en un recodo del camino. Iban muy juntos, y Auréolo se dijo que, si eran romanos y venían de Germania, habría de ser tras largo viaje por territorio bárbaro, siempre apiñados en prevención de algún ataque, siempre posible y siempre, al tiempo, inesperado.
«No es bueno dejarse llevar por espejismos», se dijo, tratando de apartar de su mente aquella ansiosa mirada.
Persistió, sin embargo, en su memoria la difuminada impresión del profundo silencio en que iban sumidos los desconocidos, hasta el punto de que, a pesar de la distancia, creyó seguir sintiendo el golpeteo de los caballos contra el terreno pedregoso:
«Van a nuestra finca», pensó, confirmándose un instante en su disparatada sospecha de que aquel hombre hirsuto pudiera ser su padre, pero su sentido común se la refutó inmediatamente: «Mi padre está muerto, ejecutado por orden del emperador.» Hizo rápido voto a Némesis, su principal patrona: «Te dedicaré un cabritillo blanco, sin mácula...»
Aunque aquello no era una visión sobrenatural o agüero llegado por bondad divina, pues el hirsuto personaje que tan insistentemente había mirado a Auréolo era, en efecto, Quinto Aurelio Fusco, su padre, que en aquel mocetón alto y hercúleo, de fino y recio rostro largo y agudos ojos grises muy hundidos en sus cuencas y muy juntos a ambos lados del exiguo puente aguileno, reconoció inmediatamente a su hijo Auréolo, por mucho que le hubiesen cambiado los seis años de su exilio.
«Mi vivo retrato», se dijo, apretando también los ijares de su bruto y haciendo seña a los otros de que le imitaran.
Su retrato exacto, pero de otros tiempos, pues la cabeza de Fusco mostraba ahora canas prematuras en torno a un rostro surcado y socavado y teñido por la intemperie; irreconocible de arrugas e inlavablemente atezado. Y su corazón, tan encallecido como la piel del dorso de sus manos.
Quinto Aurelio Fusco volvía a casa a insabiendas de todos; incluso de su
madre y de su mujer, que le esperaban sin saber a punto fijo cuándo. Y él se decía que era mejor así: sentía pesar sobre su familia el agorero ceño del nuevo emperador, de quien se decía que se había vuelto sombrío y caprichoso, y Fusco temía que fuese de los que, con la edad, comienzan a no perdonar viejos favores: criadito y protegido de su padre, hijo de una liberta de su familia que vivió hasta el fin de sus días en la finca, sujeta a ellos como sacerdotisa del Sol.
Fusco recordaba muy bien a Aureliano, pero no se fiaba de él: hacía mucho tiempo que no le veía, y pocas cosas cambian tan hondo y tan rápido a un hombre como ejercer el poder omnímodo. De jefe supremo de la caballería imperial a emperador de todos los romanos. Y eso que ellos dos habían sido compañeros de juegos infantiles, y llegado a una intimidad casi inconcebible entre niños de tan dispar edad y tan opuesto origen social.
Aunque a su padre, el senador Marco Aurelio Próculo, que había favorecido celosa y eficazmente los primeros ascensos de Aureliano en el ejército, le hubiese condenado a muerte el divino Claudio, Fusco sabía muy bien que tal era ya el peso de Aureliano en el círculo más íntimo y cerrado de ese emperador que, de habérselo propuesto, no le habría sido difícil disuadirle de ejecutar a su protector, de modo que, si no lo hizo, hubo de ser por considerarle enemigo jurado del poder imperial, que ambos, Próculo y Aureliano, ambicionaban para sí; tan notorio era esto que en los mentideros políticos de Roma se les apodaba con epigramática concisión «la cenefa y la espada a la greña por la púrpura».
Fusco había llegado a la conclusión de que tenían razón quienes pensaban que la salvación de Roma estaba en la resurrección del senado republicano como gobernante inapelable de la urbe y el orbe, y en la degradación del jefe de las legiones a simple ejecutivo militar, perteneciente siempre, a ser posible, a una familia senatorial, y en todo momento a las órdenes del senado.
«Yo no tengo nada contra Claudio o Aureliano», se decía Fusco, «ni es suya la culpa de que se comporten así: su poder les fuerza a ello. ¿Qué diferencia hay entre Aureliano y Claudio, o entre éstos y Galieno, pongo por caso, con ser, individualmente, tan distintos? Es la especie lo que conviene exterminar; la institución espuria que en mala hora se buscó Roma: el jefe militar, el general, convertido, de herramienta dócil del senado, en espadón perversor de la esencia misma de Roma».
Muchos, incluso gente apolítica, oponían a esto que Roma no podía prescindir ya de la figura imperial, supeditada al ejército, no al senado, por la fuerza misma de las cosas: el pueblo, según ellos, estaba demasiado apegado a una institución que les aseguraba comida y espectáculos para tolerar fácilmente su supresión; los legionarios, además, tampoco lo permitirían, pues sólo por intermedio del emperador podían controlar las arcas de donde salían sus soldadas y sus recompensas:
—El pueblo —alegaban los que así pensaban— ha hecho del emperador su despensero y su maestro de ceremonias, y los legionarios su interventor en jefe; y ambos, de la hacienda pública, su pagaduría.
La desaparición de Fusco había tenido lugar al tiempo que la de su padre, y fue, ciertamente, muy oportuna, porque, a raíz de ella, le avisaron de Roma de forma muy secreta y fidedigna de que ya estaba dada la orden de detenerle también a él a continuación.
Fusco salió en secreto de Roma y de Italia y cruzó la frontera del Danubio con un séquito de diez esclavos fieles que habían ido a su encuentro, avisados por él, desde la finca de Sirmio. En territorio germano no le faltarían medios, pues su
familia tenía centros de negocios distribuidos por casi toda Germania, desde la confluencia, o casi, de los ríos Rin y Danubio hasta el Mero y el Viadua, cerca de la vasta llanura oriental. Los Aurelios llevaban varias generaciones comerciando con los germanos y mantenían buenas relaciones, al margen de la paz y la guerra, con muchos de sus jefes y principículos, a quienes abrían cuenta en Italia para la compra de toda clase de artículos de lujo, y hasta les enviaban artesanos romanos especializados en diversas artes suntuarias y prácticas.
Durante casi seis años vagó Fusco por toda Germania, siempre bien acogido por reyes y reyezuelos. Fue por llanuras y montañas, vadeó ríos y cruzó lagos, dejándose una luenga barba muy poco romana y curtiéndosele y arrugándosele hasta tal punto las manos que habría podido tomársele por un jornalero errante. Vivió en poblados y aldeas germanas, unas veces como invitado del jefe y otras como un germano más, pues había llegado a aprender bastante bien la especie de lengua franca gotizante en la que se entendían entre sí tribus lingüísticamente distantes y a veces completamente distintas. En estas estancias, Fusco no cesaba de sorprenderse de lo diferentes que eran los poblados germanos de los romanos: apiñados éstos, como temerosos de su entorno, esparcidos aquéllos por grandes extensiones de llanura, como golosos de acaparar mucho apretando poco, a pesar de lo cual eran los romanos quienes más territorio poseían, mientras la dispersión germana tenía que ser pura apariencia, pues su ardiente deseo de cruzar el Danubio y el Rin a paso de vencedores sólo podían satisfacerlo hasta ahora como prisioneros o como turistas. La añoranza que Fusco sentía por Plautila era más social y dinástica que sentimental, de modo que enseguida encontró a una familia germana pobre dispuesta a contratar los servicios eróticos de su bellísima hija a cambio de una buena casa sin goteras ni corrientes y un pedazo de buena tierra de labranza; cuando le llegó a Fusco el momento de quitarse de encima a la chica, uno de sus apoderados se la pidió en traspaso, y así se hizo, previo nuevo acuerdo pecuniario con los padres. La chica, por su parte, no opuso ninguna objeción al cambio, que tampoco era el primero de su experiencia: muy en su papel de bien mueble o enser arrendable, se abría de piernas bajo quien su padre le dijese, viendo aumentar la fortuna familiar a golpe de alquiler; era experta en hierbas anticonceptivas y le decía a Fusco que a ella lo único que le importaba era la prosperidad.
El apoderado de una de sus factorías mostró a Fusco con mucha reverencia y sigilo una de las águilas perdidas por el general Publio Quintilio Varo en la asechanza del bosque de Teotoburgo, donde Augusto, gracias a los dioses, como pensaba ahora Fusco, cada vez más convertido a la idea de que germanos y romanos estaban hechos para entenderse, hubo de renunciar a toda esperanza presente o futura de conquistar Germania.
«A Augusto», pensó Fusco, contemplando el águila, «le dolió esa derrota como si estas águilas se las hubiesen quitado de su propia faltriquera». Y en voz alta, conteniendo a duras penas la emoción que le embargaba:
—¿Por qué no me avisaste antes de esto?
—Tu padre, señor —le respondió el apoderado—, me hizo jurar silencio: pero ahora ya no está entre nosotros, de modo que dispon tú. Ante él relucía el águila.
«Una joya», se dijo Fusco, «sin precio calculable a ojos de cualquier romano».
Era de oro macizo, y parecía mirarle decidoramente, rapazmente posada sobre el pequeño soporte, también de oro, en el que hincaba las garras relucientes. Militar desde muy joven, Fusco nunca había visto nada tan elocuente, agoreramente bello; la mirada del águila, como cargada de reproche, le llegó de pronto a las raíces
mismas del corazón: fue un instante irrepetible, tan irracional cuanto decisivo para él.
«¡Maravilloso agüero!»
El águila estaba diciéndole, como otros tantos picotazos en el cerebro, que era él quien tenía que seguir la obra de Augusto, pero imprimiéndole otro rumbo: el rumbo para el que sus visitas a jefes germanos, con quienes trataba de igual a igual, le habían hecho ver, a lo largo de sus años de exilio, que Roma y Germania estaban ya maduras: fundirse en una sola espada.
¿Como emperador, acaso? Gente más baja que él había ceñido la púrpura: Aureliano, sin ir más allá: hijo de una liberta. Y en cuanto a la legitimidad, allí
estaba: los dioses mismos se lo exigían.
Haciendo un gran esfuerzo, Fusco consiguió dominarse:
—El astil es nuevo —le dijo al apoderado—, ¿lo mandaste poner tú?
—No, fue el jefe germano a quien se lo compré; me dijo que el antiguo se había perdido, o podrido. El tenía el águila en su casa, tal y como la ves. De adorno. Y decía a sus hijos que se la había capturado... —el apoderado, hombre viejo y humorista, hizo una pausa de mucho efecto—... ¡Al mismísimo emperador de Roma en persona!
Muy preocupado por la inesperada, turbadora revelación del águila, Fusco ordenó al apoderado que guardase silencio absoluto sobre el hallazgo y le enviase el águila discretamente a su finca de Sirmio, porque en el palacio Aurelio de Roma, donde estaban las colecciones familiares, un objeto tan polémico y codiciado no estaría seguro. Él había visto águilas antiguas en la colección de armas históricas del Palatino, pero aquélla era la primera que le hablaba.
Junto con el águila, Fusco mandó por el apoderado un largo mensaje a su madre y a su mujer, advirtiéndoles, en términos sumamente vagos, de sus andanzas germanas y de su intención de volver a casa en un futuro más o menos próximo. Añadió en postdata, refiriéndose a lo que las dos mujeres le decían sobre las intenciones de Auréolo de casarse con Ligeia, que accedieran a todos los caprichos del muchacho excepto a que diese la libertad a la esclavita: de eso, y del disparatado proyecto de matrimonio, ya se ocuparía él personalmente a su vuelta a Sirmio. No les dijo nada de sus recientes noticias sobre un complot senatorial contra Aureliano, mucho mejor pensado y más discretamente organizado que el que se había tramado antes contra el divino Claudio, tan chapucero que éste lo había desarticulado sin la menor dificultad ni ruido; tampoco les habló de las urgentes revelaciones del águila. Antes de volver, sin embargo, Fusco decidió redondear su viaje germano subiendo hasta Escandía, el extremo más nórdico del país, lo que nosotros llamamos ahora Escandinavia, junto al mar helado, donde la tradición familiar de los Aurelios situaba una colonia romana fundada por un antepasado suyo, fugitivo de las iras del emperador Hadriano.
Ese antepasado, Adibieno Aurelio Rotundo, escapado con una pequeña hueste de aguerridos libertos cuando los emisarios imperiales estaban a punto de alcanzarle, había empezado a enviar a casa, tras varios años de inquietante silencio, hasta el punto de que ya todos le daban por muerto, largas misivas en las que narraba a los suyos sus éxitos en lo más profundo de Germania: a orillas del mar Báltico, aseguraba, había fundado un pequeño imperio bilingüe; llegó incluso a imponer a las tribus vecinas una jerga latino-germana, de la que su hijo, habido de una princesa germana, y todavía buen romano, enviaba a sus parientes romanos divertidos ejemplos en las afectuosas postdatas que añadía a las epístolas de su padre. Este hijo, que se llamaba Ulf Aurelio, heredó el trono del minúsculo imperio y enseguida apareció de visita en Sirmio con una extraña escolta de híspidos, recelosos germanos. Iba con ellos un destacamento romano que les vigilaba tras haberles desarmado, cortés, pero enérgicamente, en la frontera danubiana.
Sus parientes romanos, encantados con él, enseguida le pusieron de mote Regulo Victorino, sin que él lo tomase a mal. Durante los meses que pasó en Sirmio y en Roma, donde le llevaron de visita, alojándolo en el palacio romano de la familia, las vistosas ocurrencias, ideas y maneras de Ulf Aurelio, y, sobre todo, su curioso, barroco, contorsionado latín, causaron una verdadera revolución entre amigos v conocidos, mientras sus germanos despertaban recelo al pasarse las horas muertas en intrincada, hermética conversación con muchos de sus compatriotas entre los esclavos de la casa.
Finalmente, Ulf Aurelio y sus hombres volvieron a su tierra, a pesar de lo mucho que insistían sus parientes en que él se quedase. Hubieron de conformarse con su retrato, bellamente compuesto en mosaico por un artesano llegado con ese objeto de Milán; ahora adornaba la pared principal del tablinio o comedor pequeño de la casa. Ulf Aurelio prometió seguir en contacto con ellos, y, en efecto, a los dos o tres años de aquello, sus parientes de Sirmio recibieron una carta suya, larga y algo confusa.
Al volver a su imperio lo había encontrado dividido, pues un hermano menor suyo, aprovechando su ausencia para levantarse con el poder, había tenido que conformarse con la mitad ante la enérgica reacción de los legitimistas en defensa del ausente; la mitad rebelde quedó con el nombre de «imperio de oriente», y todos los intentos de Ulf Aurelio por reconquistarla fueron inútiles, hasta que llegaron noticias de que tupidas hordas de pequeños nómadas asiáticos, bigotudos centauros, se acercaban en son de guerra por las estepas hacia los bordes norteños de Germania. En el momento de escribir su última carta, Ulf Aurelio estaba negociando con su fementido hermano cómo coaligarse ambos contra los inmigrantes invasores, de quienes le llegaban noticias a cuál más espeluznante. Y terminaba prometiendo una nueva esquela con el relato de su futuro triunfo, la cual, sin embargo, nunca llegó. Algunos emisarios, enviados por sucesivos cabezas de la familia Aurelia en busca del curioso imperio latino-escándico, desaparecieron en la inmensidad del barbaricum, o volvieron sin haber averiguado nada.
Dos o tres generaciones más tarde, el entonces jefe de la familia, Lucio Aurelio Antonio, llevó personalmente a Roma un informe detallado sobre el imperio romano-escándico de sus parientes, subrayando lo más posible que se trataba de una aventura pintoresca y completamente casual y espontánea, sin la menor relación o contacto y, desde luego, sin el menor apoyo del resto de la familia. Así se trataba de poner coto a los peligrosos rumores sobre un supuesto imperio germánico de los Aurelios y de evitar recelos políticos en el emperador, que era entonces el difícil Cómodo. Se hizo cargo del documento la secretaria latina imperial. Meses tarde se recibió un cortés pero escueto acuse de recibo, y en eso quedó la cosa. Fusco acabó: primero de su familia, dando con el lugar donde habían reinado sus antepasados, convertido ahora en vasto páramo moteado por restos de construcciones híbridamente romanas, algunas de buen tamaño, en ladrillo y madera. Entre ellas se levantaban ahora chozas de campesinos y pastores escándicos que hablaban un idioma vagamente reminiscente del gótico, pero, en lo esencial, distinto de todas las variantes que había oído Fusco en sus errabundeces, y, llegado el momento de tener que entenderse en él, difícilmente comprensible. A poca distancia de allí, Fusco localizó los restos de un puerto de piedra encajado en la rocosa costa báltica: evidentemente romano en espíritu, si no enteramente en obra. Y también localizó los comienzos de una red de carreteras claramente romanas que parecía cortada de cuajo en su comienzo mismo, sin duda por un ataque inesperado.
Fusco pudo colegir, de diversas tradiciones y relatos en verso y prosa que
acopió por la comarca, que el último de los Aurelios germano-romanos: un cabecilla medio salvaje que se hacía llamar Aurel Kaisar, y su hueste, que del latín sólo conservaba los gritos de mando, y aun éstos muy corrompidos, habían sido exterminados por una avalancha de brutales guerreros patizambos llegados del remoto este a lomos de pequeños caballos muy crinudos. Los escándicos decían que aquellos engendros eran una avanzadilla del reino de los muertos, cuyos habitantes, hartos de vivir en tinieblas subterráneas, querían volver a la luz del sol y les habían enviado a la tierra con el fin de que la tornasen apta para ellos, los muertos, despejándola por completo de seres vivos.
De todo esto Fusco coligió que Ulf Aurelio habría acabado por ser derrotado y muerto por su hermano rebelde, y éste, a su vez, por los misteriosos recién llegados. Se le ocurrió escribir un poema sobre tan exótico suceso:
«Una nueva Eneida», pensó, « La Derrota del Nuevo Eneas, por ejemplo». Llegó incluso a escribir los primeros versos, pero enseguida se aburrió y lo dejó inconcluso entre sus papeles.
Lleno de curiosidad sobre los invasores asiáticos que tanto inquietaban a los germanos, Fusco hizo cuantas averiguaciones pudo.
Según los prisioneros que caían en manos germanas, el grueso de la horda, la nación bárbara entera, había sido rechazado por los séricos, que habitaban el gran imperio asiático situado más allá de Persia, al norte de la India, y que estaba protegido por una infinita muralla todo a lo largo de una frontera tan larga como la del imperio romano. Los jefes de los séricos, deseosos de quitarse para siempre de encima a los molestos advenedizos, habían despertado su gula hablándoles de otro imperio mucho más vasto y rico que el suyo: el romano, cuyas fronteras no tenían murallas, y, ahora, la horda innumerable, con guías séricos a la cabeza, cruzaba estepas y tundras, famélica nube de langosta: carromatos y caballos, en dirección al lejano Danubio, cuyas aguas, en sus sueños, eran de oro fundido. Fusco pidió a su anfitrión, un jefe escándico que sabía bien la lingua franca gotizante, que le llevase a la zona donde, en precaria, recelosa paz, se confundían germanos fronterizos y salvajes esteparios, y allá llegó en un viaje que duró varios días por comarcas brumosas y grises, verde oscuro y húmeda sequedad, en compañía de varios guerreros acaudillados por el hijo del jefe; y así fue como Fusco se vio en el lugar donde él pensaba que debería estar la frontera del nuevo imperio romanogermánico con el que soñaba: el agorero fin del mundo civilizable, confín de la verdadera ecúmene.
Varios contingentes de prisioneros bárbaros emprendían entonces camino hacia el Danubio, donde ya habían sido adquiridos por mayoristas romanos; iban sin domar, le explicó uno de los guardianes:
—De domarlos se encargarán los romanos antes de llevarlos a sus mercados. Desde allí Fusco envió recado a sus apoderados de Germania para que incrementasen en lo posible sus compras de aquellos engendros, pues, le decían sus anfitriones, bien domados eran muy fuertes, resistentes y dóciles, propios, sobre todo, para el trabajo agrícola, pues amortizaban enseguida su precio y entonces se les podía agotar hasta la muerte en puro beneficio.
Había pensado también ir substituyendo poco a poco a sus esclavos agrícolas por éstos, que, además de más pequeños y baratos, y, en consecuencia, más manejables y económicos de alojar que los heterogéneos mocetones germanos o getas que él guardaba en sus tierras, no tenían la menor idea de la vida urbana, y no estaban, por tanto, permanentemente atormentados por el tentador espejismo de una existencia muelle y complicada como la de sus amos, en la que ellos no podían participar, pero que sentían cercana y deseaban con creciente rencor y amargura: lo cual les hacía muy peligrosos, como confirmaban las numerosas rebeliones de
esclavos que había en los grandes latifundios panonios y galos: siempre se acababa dominándolos, pero dejaban largo recuerdo por las devastaciones de propiedad y las matanzas de gente libre que producían. Estos bárbaros nuevos eran muy distintos del resto de la servidumbre, con la que no tenían ningún contacto, y más fáciles de aislar en el recinto de altas tapias que separaban los campos de cultivo de la casa y la huerta. Para evitar que acabasen conchabándose, por difícil que esto fuese, Fusco pensó que quizá fuera buena idea cortarles a todos la lengua: se prometió meditarlo. Como tenían que cruzar media Escandia y toda Germania hasta llegar a la frontera de Panonia, y el viaje era, además de largo, penoso y peligroso, sufrían muchas bajas, lo que los encarecía. Así y todo, el precio resultaba asequible. Se le ocurrió también crear una sociedad por acciones para la explotación sistemática de aquella cantera, que él pensaba que sería inagotable si, como esperaba, se formaba un frente germano-romano contra ellos, pues tal frente sería invencible. Se prometió
hablar con amigos suyos sobre negocio potencialmente tan pingüe. Fue éste el momento más hilarante, excitante de su vida: veía en aquel panorama nuevo y tentador un reto y una solución para el futuro de Roma, un punto de interés común a germanos y romanos, capaz de forjar entre ambos un vínculo de confianza y miedo. Allí y entonces se juró a muerte obedecer al águila ciñendo la púrpura para salvar al mundo.
De vuelta al Danubio, Fusco estuvo a punto de toparse con una delegación imperial que iba a entrevistarse con un grupo de importantes jefes germanos para quienes llevaba un mensaje del emperador Aureliano, dominus et deus, señor y dios. El jefe germano que le contó esto juró no conocer la índole de tal mensaje, pero le dijo que esos contactos llevaban algún tiempo creciendo en número e interés recíprocos, y le aconsejó que se anduviese con cuidado, porque muchos germanos eran espías de la policía militar romana.
—En todo caso —le aseguró—, puedes contar con mi discreción. Fusco trató de fundirse en el gris y el verde del paisaje germano, pero quedó
muy intrigado: a lo mejor Aureliano estaba fraguando también planes para una entente cordiale romano-germana.
No tuvo más encuentros desagradables, ni, que él supiera, detectó su presencia allí la red del espionaje militar romano, cuya eficacia confirmaron todos sus anfitriones germanos. Decidió apresurar el regreso a la palestra. Y ahora, Fusco volvía a casa.
Sus fieles esclavos, libertos ahora, le acompañaban, vivos como él, y, como él, muy curtidos y llenos de experiencias e ideas nuevas sobre Germania y Roma. Al final del viaje, Fusco les había dado la libertad y la elección entre volver con él a Sirmio o quedarse en la Germania renana, de cuyos bosques eran indígenas, y tuvo la satisfacción de que todos ellos optasen por seguir a sus órdenes. Ex amo y ex esclavos estaban de acuerdo en que las recientes contundentes victorias romanas sobre los germanos debieran aprovecharse como trampolín para negociar un esfuerzo común contra los nuevos bárbaros cuyos pasos agoreros amagaban barrer muy pronto el horizonte estepario. Llegado el momento sólo se les podría frenar y destruir con la disciplina y el armamento de Roma apuntalados por masas frescas de germanos libres, para muchos de quienes el emperador romano era todavía un gran mago, o incluso el mismísimo Thor el del Martillo, rey de todo el panteón germano; Fusco había podido comprobar esto en una lejana aldea escándica: muchos germanos ni siquiera sospechaban la existencia de Roma y su emperador; y los que la conocían, llamaban a los romanos en su idioma «moscones», porque, como uno de ellos explicó solemnemente a Fusco, siempre estaban metiéndose en lo que
no les importaba.
Fusco acababa de saber por sus cómplices de Roma que Aureliano pensaba detenerse en la finca de Sirmio camino de la gran campaña persa que iba a resolver,
«de una vez por todas», como él mismo no se cansaba de repetir, el eterno problema de las fronteras orientales del imperio, y temía que el verdadero objeto de tal visita fuese vengar su desaparición y sus intrigantes vagabundeos por Germanía exterminando de una vez a toda la familia Aurelia y dando la finca a alguno de sus libertos.
El espanto de que las cenizas de su madre, su mujer y su hijo se mezclasen con la cera fundida de las máscaras de sus antepasados entre las ruinas calcinadas de la gran casa ancestral llenaba a Fusco de ira anticipada: hizo voto, en cuanto fuese emperador, de borrar de los anales el recuerdo del divino Claudio y el de Aureliano, y de raspar sus nombres de todos los monumentos y de todas las inscripciones: «Ni una estatua en el poblado más remoto», se decía, cada vez más iracundo, «ni una mención en las actas del municipio más insignificante».
Y echaría abajo los flamantes muros de Roma como indignos de la capital del mundo: «Roma», se repetía, «ciudad abierta, sus muros son sus fronteras».
Y celebraría grandes juegos romano-germánicos con miles de prisioneros esteparios.
Apresuró la marcha: era preciso llegar a Sirmio cuanto antes, enviar nuevos mensajes cuanto antes a sus cómplices de Roma.
Lo que nadie le había dicho, porque nadie de su entorno lo sabía, era que el emperador Lucio Domicio Aureliano estaba perfectamente al tanto de todas sus andanzas por Germania, y hasta de sus planes y visiones, y había decidido hacer escala en Sirmio, entre otras cosas, para juzgarle personalmente por alta traición. En la mente de Aureliano, Fusco ya estaba muerto.
La red de espionaje militar romano cubría todas las grandes casas senatoriales, tanto en Roma como en provincias, en ninguna de las cuales faltaba un esclavo, un liberto y, en ocasiones, incluso un pariente, pobre o rico, pero íntimo de la casa, que informaba regularmente a las autoridades sobre las cosas más nimias. Esa red era cada vez más completa, y día llegaría, según sus más ingeniosos jefes, en el que cualquier suspiro o gemido patricio sería debidamente anotado; no era raro que entre los agentes de la policía militar hubiera esclavos cubicularios, encargados de velar los desahogos eróticos, conyugales o no, de sus amos, y, en ocasiones, hasta de insertar hábil y placenteramente los penes de los más indolentes de éstos en las vaginas de esposas, amantes o bellas esclavas del gineceo familiar. Aureliano había heredado esa red muy perfeccionada por Claudio el Gótico, ampliándola él luego con inteligencia y minuciosidad hasta convertirla en una perfecta máquina de información subversiva que ahora se extendía también por casi toda Germania hasta el punto de ser raro el principículo germano que no fuese objeto de su atención, cuando no era él mismo quien la prestaba, informando a Roma sobre cuantos se le acercaban, romanos o germanos, para gozar a cambio de la esplendidez y la estima del emperador romano.
El jefe de este vasto tinglado: Nasco Crupilio, liberto favorito de Aureliano, era el hombre más temido del imperio, más incluso que el mismo Aureliano, el cual, a pesar de su proverbial severidad, tenía prontos de clemencia ajenos por completo a la mente de Crupilio, sensible sólo a los intereses del imperio, personificados ahora en su antiguo propietario y actual señor: Lucio Domicio Aureliano, a cuyo servicio había comenzado como simple mozo de caballos.
Fusco entró finalmente en lo que él llamaba su país: sus tierras ancestrales, y con la idea, entre consoladora y alarmante, de haber visto a su hijo, que iba, supuso, de caza por los montes cercanos, quizá de gladiación incruenta, como le habían dicho Flavia y Plautila que hacía de vez en cuando. Se echó a reír: «¡Pintoresco!»
De que era su hijo no le cabía duda. Aunque llevase más de seis años sin verlo, y eso en una edad en que los niños cambian mucho, se había visto dramáticamente retratado en el rostro juvenil que le miró un instante con sobresaltada fijeza.
Este parecido le tranquilizaba.
«Es mi hijo», se dijo, «irrefutablemente mío».
En una sociedad como la romana, en cuyas esferas dirigentes nadie estaba nunca seguro de ser padre físico de sus hijos oficiales, entre tanto esclavo bien parecido como pululaba por las grandes casas, no era infrecuente que algunos de éstos fuesen padres naturales de sus futuros señores, y vano en extremo tratar de averiguarlo si la madre no confesaba.
Fusco recordaba el caso de un vecino suyo cuya esposa había dado a luz un hijo negro, siendo blancos, no sólo su marido, sino todos los amigos, clientes y esclavos de la casa. Condenada por su marido a morir de hambre, la madre, en el momento de ser emparedada, y convencida de verse castigada por los dioses con un monstruo de la naturaleza, reveló la identidad de su amante: un esclavo blanco como la harina de trigo, el cual, a cambio de morir de un veneno rápido y no clavado en la cruz por los cojones, muerte atroz cuya perspectiva bastaba para acabar con la más férrea resistencia, confesó ser nieto de un mulato, nieto a su vez de negros retintos. Lo cual produjo honda impresión en la comarca, y el consenso fue que los dioses, por razones difíciles de elucidar, habían resucitado al bisabuelo en el tataranieto, con lo que el falso padre hizo vender al niño a un mercader que prometió no revenderlo hasta llegar a África, donde iba en aquel momento en viaje de negocios. Fusco estaba ya en la vasta finca familiar, familiar también para él palmo a palmo a pesar de su inmensidad, más familiar que cualquier otra parte del vasto imperio romano, del que él sólo conocía bien la historia. Ni Roma, con ser Roma, le era tan familiar como las tierras aurelias que se extendían Panonia abajo, desde casi la orilla del Danubio y desde los tiempos en que Marco Ulpio Trajano concedió al primer Aurelio mencionable, nieto de humildes libertos, una pingüe tajada de oro dacio en premio a haberle despejado eficaz y raudamente el camino de Sarmizegetusa cuando más tupida y terne era la desesperada defensa dacia. Con ese oro, Gneo Aurelio Umidio compró la primera de las sucesivas esposas nobles que iban a cambiar el color de la sangre de la nueva estirpe, y las primeras hectáreas de tierra panonia, provincia elegida por él para sede ancestral de sus descendientes por su cercanía a la Germania libre, cuyas posibilidades de compra y venta atraían su certero instinto de comerciante, pero también su incierto instinto político como refugio seguro de reos fugitivos de alta traición. Y así comenzó la opulencia de los Aurelios, que llegaron a no saber, literalmente, a cuánto ascendían sus riquezas o por cuántas provincias se extendían sus propiedades: «Mis fincas, dondequiera que se encuentren», era uno de los latiguillos del primer Aurelio, cuyas maneras distaban de ser tan pulidas como las de sus descendientes tardoimperiales. Fusco entró por una portezuela discretísimamente practicada entre los gruesos troncos de la valla que cercaba sus tierras por el lado oeste de la huerta: pocos conocían esa entrada, y hubiera sido difícil localizarla sin cierta noticia previa de su existencia: los esclavos que la cortaron en la recia valla pasaron luego a un mayorista en reses humanas y sólo los dioses sabían dónde los habría vendido. Fusco y su gente se vieron en una gran pradera de altas y tupidas hierbas y
ralos y enclenques árboles, llena de veredas y vericuetos y sin el hilo de Ariadna que les facilitase el acceso al vasto edificio bajo puntuado por dos torres laterales de tres pisos y una central de cinco que se levantaba frente a ellos como una gran atalaya bajo la espesa niebla vespertina.
Momento éste en el que apareció ante ellos una esclava ahijando a un ternero. Fusco se la quedó mirando: era hermosa y apuesta, tentadora en la tosca funda de tela basta cuyo escote le cerraba el cuello, llegándole apenas a las rodillas el faldellín. Una incipiente plumbescencia fálica fue punzante tirón mental:
—¿Tú quién eres? —le preguntó, añadiendo—, soy tu amo, Quinto Aurelio. Y ella, bajando automáticamente la vista, con fuerte acento gótico:
—Huida, señor, soy un regalo de tu primo Amidio a tu madre.
—Deja aquí ese ternero —contestó Fusco, recurriendo a su jerga gotizante—, y avisa al mayordomo que al anochecer tienes que venir a mi apartamento de la torre, pero ni él ni tú digáis a nadie que estoy aquí.
Ella dio media vuelta en silencio; la tela, muy ceñida, le marcaba el cimbreo a Fusco en todos los nervios. El y sus hombres rodearon al ternero: Fusco se cubrió la cabeza con el extremo de la túnica y le asestó una certera estocada con su cuchillo de caza, inmolando la víctima a la diosa Fortuna, acción de gracias por haberles llevado a tan buen término de su arriesgado viaje.
Poco antes de llegar a la casa, Fusco y tres de los suyos desmontaron y se desviaron, éstos echándose a cuestas algunos de los bultos, hacia un roquedo ceñido de árboles frondosos. Fusco buscó entre dos rocas una angosta entrada cubierta de maleza. Entró delante, rápido, y los otros le siguieron con dificultad, por estorbarles la carga. Una vez dentro, empero, la cueva, apenas iluminada por restos de luz vespertina, era amplia. Los tres libertos dejaron sus bultos por tierra, mientras los demás del séquito se dispersaban con las bestias por la vasta huerta, como si tuvieran distintos trabajos que hacer.
Fusco cruzó a ciegas el amplio espacio interior. Entreoyó maldiciones a sus espaldas y se dijo que las aristas de piedra y ladrillo habrían desgarrado alguno de los envoltorios, esparciendo su contenido por el suelo rocoso. Encontró, tras algún tropezón, la escalera abierta en el interior del grueso muro, y la empezó a subir con gran prisa, impaciente por llegar a su paraíso, como él llamaba a su apartamento secreto.
Enseguida se vio en el tercer piso, que no tenía puerta. Abajo, sus acompañantes se repartían los bultos para emprender la empinada subida contra la áspera pared de la torre.
Fusco buscó una antorcha donde sabía que se guardaban y la encendió con yesca y pedernal que también supo dónde encontrar. La hincó en una anilla sujeta a la pared y escrutó el almacén, pues tal parecía aquella estancia grande y sin ventanas, cuadrada y de techo plano, llena de sacos, cajones y grandes paquetes envueltos en gruesa, mallosa tela de saco.
Fusco fue derecho al fondo, apartó un enorme cajón y dejó al descubierto una portezuela cuyo vano estaba cortado en la pared misma. Apretó un resorte y empujó, abriéndose un escueto cuadrado de pared; lo cruzó y volvió a cerrar cuidadosamente la apertura.
La escalera, que comenzaba al borde mismo de la entrada, era ahora más empinada y angosta, pues su caja estaba excavada en la pared de la torre. Al fondo del primer rellano, Fusco se vio ante una puerta de madera, que abrió con una llave que le colgaba del cinto.
Así se llegaba al umbral de su paraíso: una vasta habitación gemela de la inferior, sólo que lo contrario de ciega, pues tenía ventanas protegidas por laminitas
de cristal opaco unidas entre sí con listones de madera embreada. Un puro e intrincado mosaico: delfines, Neptunos, sirenas, Narcisos reflejando sus bellos rostros en agua clara que se los devolvía grotescos. Y el suelo, todo piscina, con un reborde corrido que apenas permitía andar a pie enjuto en torno a ella. Fusco se inclinó a probar el agua: fresca estaba, crujiente, como a él le gustaba decir.
Le satisfizo sobremanera ver que durante toda su larga ausencia Flavia se hubiese seguido ocupando de su piscina. Era ésta una obra de arte. Él había tratado, con distintas y originales ideas, de hacer que el agua subiera sola hasta la piscina desde el sótano, bajo cuyo suelo cruzaba un canal cubierto que iba y venía del río cercano.
Finalmente, hubo de recurrir al más tradicional de los métodos: una serie de grandes cangilones de metal muy fino, sujetos a una cadena y elevados y bajados por un juego de poleas, llegaba desde el sótano hasta la parte inferior del piso plano de la terraza, donde derramaban su contenido sucesiva e incesantemente en un tubo que desaguaba en el fondo de la piscina; el agua de ésta desaguaba a su vez en un orificio situado en una esquina, por el que caía en un grueso tubo de plomo que bajaba por el interior del muro de la torre hasta refluir en la corriente del canal cubierto que iba y venía del río cercano.
Esta operación de enagüe y desagüe tenía lugar al abrigo de cualquier curioso impertinente, pues los cangilones, como el tubo de plomo, bajaban y subían por el interior de la pared de la torre, que era muy gruesa. En el sótano, de donde partían, estaban encastillados los esclavos que se turnaban día y noche, de un contingente de treinta destinados exclusivamente a este trabajo. Esos desdichados nunca salían de sus cubículos subterráneos. Enterrados en vida, al margen casi de la luz, el aire y el espacio, quedaban en poco tiempo aptos solamente para el sacrificio o el retiro en algún muladar de esclavos invendibles: ciegos, torpones, fofos, autómatas, incapaces casi de hablar y comprender.
Lleno de orgullo y humildad filial, Fusco se despojó de su bragas germánicas, se desanudó el paño entrepernil, se quitó pelliza y túnica y quedó desnudo. Su cuerpo era un curioso estudio en contrastes: Blanquísimo donde no le hubiesen tocado nieve y sol, viento y brisa, rayos y granizo; atezado, surcado, devastado el resto hasta devenir tosca estatua esculpida a golpes de gubia. Se zambulló en la piscina, invocando mentalmente a Natacia, diosa de la natación, y dedicando su zambullida a los manes de su madre, cuya diligencia le brindaba ahora tan sabroso y fresco, vigorizante ejercicio. Y cuidando, por saberlo somero, de no darse con la cabeza en el fondo.
Nadó rápidamente hasta el extremo opuesto, y allí buceó hacia donde la pared se concavaba. Se perdió entonces de vista, y tan por completo que ni en la superficie ni a través del agua límpida fue posible volverlo a ver.
Fusco salió a la estancia superior alzando con la cabeza una trampilla hasta la que se llegaba por una escala compuesta por tres asideros metálicos hincados en la obra, al primero de los cuales había que izarse desde debajo del agua. La subió a pulso, a despecho de sus años, muy gastados por los esfuerzos físicos, la ambición y la incertidumbre. La trampilla quedaba tan perfectamente encajada en el pavimento de mosaico que, sin conocimiento o recelo previo de ella, nadie la detectaría. Con la seguridad de quien conoce su camino en la oscuridad más densa, Fusco fue donde estaba el recado de encender y reavivó una a una, con regodeante pausa, las lámparas que moteaban las paredes, hasta dejar bien iluminado el corazón de su paraíso a unos ojos como los suyos, ya miopescentes.
Suspiró hondo, miró en torno a sí: «¡Seis años!», pensó, «¡se dice pronto!». La estancia era exactamente igual de grande que las de los pisos inferiores,
pero mucho más baja de techo, y sin ventanas, para que su existencia no se coligiese desde fuera. Las paredes, al contrario que el suelo, cuyo intrincado mosaico mostraba con gran detalle una batalla fronteriza contra bárbaros pelirrojos, estaban desnudas de toda pintura que no fuese estrictamente abstracta, esto es: polícroma y herméticamente geométrica.
Era, o trataba de ser, una estancia secreta: sorda, muda, ciega, propia para refugio de gente cuya vida dependía de que todos les creyesen muertos. Estancia tan anónima como los esclavos que la hicieron, cuya suerte ulterior nadie conocía con certidumbre. En el centro del techo una trampa permitía airear el cuarto, y a Fusco salir a la amplia terraza, protegida contra curiosos por un alto reborde del que se levantaba un parapeto almenado.
El lujo de aquella estancia era verdaderamente republicano, o sea, pleno, pero discreto, sin los excesos asiáticos con que el imperio corrompía a la romanidad: una amplia cama baja, bien cubierta con mantas y sábanas y almohadas de media seda, recién rellenadas éstas con plumón de gallina, propio, por su bastedad, para dar al durmiente sueños más reminiscentes de un Catón que de un Calígula, y recién esponjadas, como todos los días durante seis años, por manos no serviles; una gran mesa de madera rematada de mármol negro y flanqueada por dos sillones de asiento y brazos duros; un gran armario que ocupaba una pared entera, y en el que había de todo: ropa y zapatos de todas clases, abundante recado de escribir, amplia reserva de tablillas y rollos de finísimo, suavísimo papiro; y dos grandes arcones llenos de cosas heteróclitamente necesarias.
Sobre una larga balda fija a la pared a la altura de la cabeza de su dueño se alineaban objetos personales: recordaticios unos, útiles los más: eran los talismanes de Quinto Aurelio Fusco, sus dioses familiares, para los que, sin embargo, no tuvo en aquel momento de reencuentro el menor pensamiento o cuidado, a pesar de que le habían acompañado mentalmente durante todo su largo viaje germano. Mientras sacrificaba a Crepitito, el dios de la defecación, en un gran orinal de plata maciza con la A de los Aurelios engastada en oro en el fondo, Fusco seguía dando vueltas y más vueltas a sus experiencias germánicas, lo que más le preocupaba entonces:
«¡Los germanos saben por qué luchan!», se dijo, encarándose con el pardo y hediondo fruto de sus esfuerzos, «Luchan por la libertad y por la patria, y mueren a porfía por ambas!, ¿y nosotros?, ¡nosotros ya no sabemos por qué luchamos, como no sea por dinero, en defensa de una fiscalidad opresiva o en apoyo de la omnisciencia de soldadotes ignorantes!, ¿es eso lo que nos legaron los Catones, los Mucios, los Régulos?».
En uno de los arcones estaba su magnífica colección de manuscritos, cuyas joyas eran varias Décadas de Tito Livio pasadas a limpio por su autor; y el original, sin corregir, aunque con muchas notas al margen de varios asesores militares y gramaticales, de La Guerra de Dacia, de Marco Ulpio Trajano. En otro arcón, Fusco guardaba su Historia del Pueblo Romano, a la que, durante sus estancias en Sirmio, añadía constantemente apostillas y correcciones y recorrecciones, o tachaba párrafos enteros por repetitivos u ociosos, o bien porque en el intervalo había cambiado de opinión sobre el tema.
Manuscrito que, con tanto cambio y descambio, iba poco a poco volviéndose ilegible panfleto político que su madre estaba siempre alerta para quemar o, cuando menos, ocultar al primer amago de registro policial, pues cualquiera de sus líneas bastaría para condenar al autor a la cruz con aderezos de fantasía, como un clavo extra en la entrepierna, o boca abajo y con la cabeza cogida en el sustentáculo de los pies.
Fusco pensaba en su libro, que en seis años casi había olvidado; se dijo que
iba a tener que pasarse unos días revisándolo a fondo a la luz de sus sobrecogedoras experiencias germánicas.
«¿"Germania, Nuestra Provincia Rebelde"?», se propuso de pronto como título del capítulo que pensaba intercalar, «no, excesivo; mejor: "Nuestra Hermana Díscola"».
Añadiría también el episodio de la revelación divina ante el águila de Varo; y enseguida: si no, sus recuerdos, todavía casi físicos, perderían fuerza y frescor. Desnudo como estaba, Fusco cogió de la balda una estatuilla de su primer antepasado, caracterizado de Júpiter Panonio, advocación por él mismo inventada, y la besó cálidamente en el rostro, los miembros, el cuerpo:
—Padre mío —oró—, en ti confío ahora que empieza la fase más importante de toda mi vida, y no sólo para mí, para todos los romanos.
Se dejó caer sobre la cama, republicanamente muelle, y quedó inmediata, imperialmente dormido.
Cuando Flavia oyó los golpes, cuidadosamente espaciados, contra el otro lado del tabique, a la altura precisa de su cama, apartó toda su atención de las declamaciones del esclavo para concentrarla en el lugar donde sonaban. El corazón le latía de pronto, con sofocante precipitación:
«¡Fusco!»
O, mejor dicho:
«¡Próculo, en la persona de Fusco!»
Más Próculo era Fusco, en todo caso, que cualquier esclavo, por mucho que éste se pareciese a Próculo en tipo, músculos, maneras, voz incluso. En su mente siempre los había confundido, y en el niño Fusco vio desde el primer día un nuevo Próculo enviado por los dioses para otorgarle a ella, Flavia, el insigne, insólito don de ver a su marido por duplicado: creciendo ante sus ojos, mientras, paralelamente a ese milagro, envejecía, perdía gallardía y aplomo. Viéndolos juntos a su lado, aunque en direcciones temporales opuestas, Flavia se sentía confusa como una gata entre dos ratones igualmente apetecibles; y cuando, ausente Próculo, no tenía ante sí más que a Fusco, le resultaba difícil contenerse de abrazarle hasta fundirse en él en cuerpo y mente. Nerviosa, temblando de pies a cabeza, Flavia ordenó al esclavo encerrarse inmediatamente en su cubículo, y él, interrumpido en plena declamación epistolar, quedó como desintegrado de puro desconcierto. No era raro que su ama le interrumpiera: para corregirle, por ejemplo, pero nunca hasta entonces le había echado antes de terminar; al contrario, tenía que ser él quien se fuera de puntillas, dejándola oníricamente en brazos de su marido.
Flavia, impaciente por ver a su hijo, se levantó de un salto, desnuda como estaba, y empujó brutalmente al hombrón hacia la puerta de su cubículo, cerrándola a sus espaldas con un clic cuya estridencia dio dentera a la septuagenaria, que, al borde del colapso nervioso, se apresuraba ya a responder a la llamada de Fusco. El esclavo cayó al suelo en su angosta madriguera, gimiendo de miedo: no sabía qué iría a hacerle ahora su ama, y le aterraba el angustioso, claustrofóbico paso de las horas sin otra luz que la que alcanzase a entrar por un boquete practicado entre techo y pared; por el cual entraba también, sin tamiz alguno, cuanto frío o calor hiciese fuera.
Normalmente él distraía su soledad ensayando nuevas sesiones declamatorias, para las que, con el forraje y el orinal, le traían por las mañanas una lámpara de aceite con suficiente repuesto para tres o cuatro horas de trabajo, pero ahora sudaba frío, temiendo que apareciesen en el vano de la puerta la cabeza calva y la boca desdentada del cómitre mayor de la finca con alguno de sus matarifes. No había oído
los golpes de Fusco, y el grosor de la pared y el hermético encaje de la puerta no le permitían seguir ahora lo que pudiese estar pasando entre madre e hijo. Por primera vez en tantísimo tiempo, Flavia iba a tener inesperadamente a su lado a Fusco, hijo y vicepróculo, desde que ambos desaparecieran, casi al tiempo, de su entorno: el uno para ir a aguardarla en las alturas astrales; el otro, para tentarla con crípticas cartas desde tierras germanas.
Al ver que se abría de pronto un cuadrado de pared y entraba en la alcoba Fusco completamente desnudo, Flavia corrió a echarse encima una larga bata blanca con bordados negros y a encender dos de las muchas lámparas que había a lo largo de las paredes.
La débil luz así encendida sólo descubrió miopes atisbos de los bellos frescos que decoraban las paredes del cuarto: delicadas escenas de suave y nostálgico erotismo, pasadas e irrepetibles hazañas carnales. Tres o cuatro lámparas más habrían bastado para desvelar los rostros jóvenes de Flavia y Próculo en aquellas figuras enlazadas en amorosa gimnasia, sólo vistas hasta entonces por ellos dos, y también por Plautila y Fusco, únicos seres libres que entraban allí, y sabido era que los esclavos carecían de ojos capaces de captar apetencias íntimas en el perfil humano. Fusco se irguió de un salto ante ella:
—¡Madre!
—¡Mi Fusco! —exclamó ella, añadiéndose al tiempo: «¡Como una orquídea!»
Recio y musculoso, a pesar de sus cincuenta años bien cumplidos. Sin que la recíproca desnudez les apurase mínimamente, Flavia y Fusco se abrazaron, besándose boca, carrillos, frente, ojos; ninguno de ambos decía nada. Finalmente, Flavia, impaciente, prorrumpió:
¿Cuándo había llegado?
¿De dónde venía?
¿Sabía que el emperador Aureliano, su viejo amigo Aureliano, estaba al llegar?
Calló de pronto, haciéndole señal de silencio, añadiendo a poco, confusa:
—¡No!, ¡aguarda!, ¡habráse visto, distraída!, ¡si nos llegó el águila! Aquí la tienes...
Corrió al armario del fondo, lo abrió, sacó penosamente el águila: agorera, siniestramente reluciente a la escasa luz.
La dejó en pie contra la cama, mientras Fusco caía de rodillas ante su fulgor, tan siniestro en la semiluz de la alcoba como esplendoroso y vibrante al fuerte sol de Germania.
Tocándola, contando sus plumas con todos los dedos de ambas manos, Fusco repetía:
—¡Qué alivio, madre!
—La guardé aquí, nadie sabe que está aquí, ni que ha llegado siquiera. Subí
yo misma el paquete sin permitir que me ayudasen, ¡lo que pesaba!, algo me decía que tenía que ser un tremendo secreto.
—¡Otro signo de los dioses esa iluminación tuya!, ¡ellos te inspiraron!
Dominándose a duras penas, Fusco se apartó del águila, se sentó sobre la mesa, miró a su madre, cuya bata se había entreabierto con el esfuerzo. Los pechos de su madre no cedían al tiempo, pero esto Fusco lo pensó pasajeramente, fija de nuevo su atención en el águila.
—No sabes, madre —se afanaba—, una verdadera revelación: fue padre quien la mando comprar, y sin decirnos nada, y bien hizo, porque es posesión letal a poco que cunda la noticia. Bien cara le salió, no creas, si te digo la cifra te asustas,
pero vale con creces cada sestercio. Una revelación, te digo: en el momento mismo de verla, los dioses me iluminaron: ¡Tú, Fusco, traerás Germania al imperio! ¡y no por la fuerza!, ¡sin disparar una flecha! ¡Y entonces lo comprendí todo!, ¡todo!, ¡de golpe, como un mazazo!, cuatro años llevaba yo recorriendo Germania entera y viendo toda esa fuerza fresca, ¡y tan romana!, campesinos germanos que dejaban el arado para correr a ponerse a la cabeza de sus hombres, como tantísimos de nuestros antepasados, y poniendo, como ellos, vida y honor en defensa de la patria, amenazada ahora por extraños bárbaros del otro extremo del mundo. ¡Sólo nuestra cabeza, ayudada por sus brazos, puede exterminar a esos bárbaros, y mi misión consiste en hacérselo ver a los germanos: Germania y Roma, llegado el momento de la verdad, son necesariamente una!, ¡tonto de mí!, ¡no haberlo visto así de claro hasta ahora! ¡Toda esa sangre fresca y virgen se puede traer a Roma y revivir con ella los días del ejército republicano, cuando todos luchaban por la patria, y no por la soldada, o, peor, por el poder personal!, ¡tenía que ser el águila, Júpiter mismo, quien me hablase así con su sola presencia!, ¡fue ella, ella, quien me lo dijo, y sin una sola palabra!, ¡he comulgado con Júpiter, así como lo oyes!, ¡es la púrpura, madre!, ¡la púrpura!, ¡pero para ganar Germania, la renovadora de Roma!
Cayó, jadeante, sobre la cama, se sofocaba mental y físicamente con la visión de lo que los dioses ponían a su alcance, y Flavia, que había escuchado sus palabras con creciente inquietud, se sentía ahora tan aterrada que ni hablar podía:
«¡Insensato!», pensaba, «¡Es la muerte, si alguien sospecha esto!, ¡la muerte tuya, y la ruina de todos!».
Temblaba entera, inclinándose sobre Fusco, empujándole suavemente cama arriba para que se acomodase mejor, apretándole contra sí, y él, medio despertando un instante, metía la cabeza bajo la bata de su madre, hincándosela entre los pechos, y así fue quedándose dormido, con el águila bien arropada en su mente y repitiéndole el mensaje de los dioses:
«¡Júpiter y Marte, y la diosa Fortuna: Fortuna Romana, los tres a una!»
Mientras, su madre le acariciaba suavemente, cuerpo arriba, cuerpo abajo, conteniendo a duras penas su creciente angustia:
—Sí..., sí... —susurrante—,... Fusco mío..., la púrpura..., y Germania..., toda Germania...
Ya le veía entre dos soldados, que le asfixiaban con sus escudos. ¡O entre dos fieras! ¡O, peor, entre dos esclavos: ludibrio atroz y funesto ejemplo de soñadores!
Mirando el águila, cuyos ojos parecían fijos en ella, Flavia se estremeció: Ojos huraños, rapaces, que a ella no le decían nada.
Tentada estuvo de pisotearla, pero se contuvo, miedosa. Se contentó con hacerle un ademán obsceno:
«¡Pajarraco de mal agüero, no nos mandes la misma suerte que a Varo!»
Se le soltó al tiempo la cabellera, mal prendida con dos alfileres, desparramándosele cuello, hombros abajo, hasta cubrir el pecho de su hijo con sus ondas relucientes a la luz escasa y temblona. Confesaba teñírsela, pero sólo para matizarla de negro cerrado, «porque», se apresuraba a añadir, «los años apenas la han empalidecido».
Flavia le avisó por el tabique medianero: quería hablarle, y Fusco, despertando a Huida, que roncaba suavemente en un extremo de la ancha cama, le dijo, brusco y urgente:
—¡Hale, vete! —pensando, como un reflejo simultáneo: «Tiene que ser algo importante.»
El reflejo de la germana fue servil, inculcado rápidamente en su índole nativa de mujer libre. Capturada poco antes en un bosque ribereño por una patrulla de
cazadores de esclavos, la habían domado en muy poco tiempo a fuerza de latigazos administrados por un especialista en no echar a perder la preciosa piel de bellas y lozanas muchachas bárbaras nacidas para esclavas de lujo.
Sin decir una palabra, Huida saltó de la cama, cogió su tosca túnica, levantó
la trampilla del suelo y desapareció por el boquete que conducía a la piscina, que cruzó a nado mientras Fusco abría el cuadrado de la pared y asomaba la cabeza en la alcoba de su madre:
—¿Qué pasa?
Flavia, envuelta en su bata blanquinegra, casi sin resuello:
—Acabamos de recibir noticia de que Aureliano está al llegar, te lo digo para que estés al tanto; y también —bajando la voz, como temerosa de ser oída incluso allí— de que los cuatro emisarios que enviaste a Roma por distintos caminos han sido detenidos, ¡los cuatro!, en cuanto llegaron a Italia los cogieron, como si supieran la ruta que iban a tomar. Yo me voy, tengo que hacer los preparativos, hay que tenerle dispuesto un apartamento abajo.
Desapareció casa adentro, mientras a Fusco se le echaba encima el mundo entero.
Estaba siendo vigilado. Se seguían sus pasos, tenía traidores en su propia casa, quizá incluso entre los fieles libertos que le habían acompañado por toda Germania; desde luego, entre sus amigos germanos.
Lo cual daba un cariz muy distinto a la visita de Aureliano, que hasta entonces no le había parecido preocupante, pues ya sabía, por habérselo comunicado sus cómplices de Roma, que quería pasar por la finca panonia de sus años niños antes de empezar la campaña persa, donde podría morir. Estaba claro que había adelantado súbitamente su llegada, y esto, en el contexto de la detención de sus emisarios, le puso de pronto la carne de gallina.
Trató de dominarse:
¡Qué demonios!, ¡él no era un fugitivo de la justicia imperial, y, aunque supieran dónde estaba, no podían tener nada en contra suya! Sus emisarios, esperaba él, habrían cascado entre los dientes la ampollita de finísimo vidrio llena de veneno fulminante que llevaban siempre en la boca.
Mejor no perder los nervios, por mucho que le costase.
Tentado estuvo de volver a llamar a Huida, camino ahora de la clausura de esclavas guapas, donde no podía revelar a nadie la situación de su apartamento secreto, conocido sólo de Flavia, Plautila y Umnio, eunuco en jefe del servicio, y de un reducido número de esclavos sobre cuya fidelidad le entraban de pronto escalofriantes dudas.
Otras esclavas, sabedoras, como Huida ahora, del secreto, andaban perdidas por lejanas fincas aurelias; ya se acercaba el momento en que a Huida le caería en suerte la misma suerte.
En fin, olvidarlo: él, desde luego, no pensaba perderse la llegada del emperador a la finca; allá Flavia y Plautila, que se las arreglasen con sus problemas domésticos.
Desechó de su mente un agorero atisbo de sospecha: Aureliano venía a por él, y a por los nombres de sus conspiradores, si no los conocía ya. Se encogió de hombros, llamó en su ayuda a los principios estoicos en cuyas doctrinas se había reeducado en sus veladas a solas en los páramos germanos: nada vale lo que la vida humana, y la vida humana no vale nada.
Cogió el voluminoso manuscrito de su Historia del Pueblo Romano, esparcido sobre la mesa en largas tiras de papel, lo ordenó cachazudamente, lo ató
con unas cintas color púrpura y lo guardó en un nicho disimulado en la pared, el cual, cerrado, resultaba casi invisible, porque su contorno coincidía exactamente con las
líneas del fresco geométrico: una sucesión de cuadrados concéntricos multicolores. Sacó del armario un pomito de veneno y se lo guardó en el cinturón:
«Quinto Aurelio Fusco», se dijo, «ante todo, recuerda esto: nada, absolutamente nada vale un instante de inquietud, ni de desasosiego siquiera, en la mente de un hombre libre».
No se perdió la llegada del emperador: en la terraza de la torre, mirando hacia abajo entre dos almenas, Fusco dominaba bien todo el panorama de la entrada principal de la gran casa aurelia, por donde haría su entrada imperial Aureliano, hijo de una liberta de su familia.
Allí siguió Fusco, al acecho, acurrucado de modo que nada de él pudiera verse desde abajo, y con su caja de cristales de colores al lado: la había comprado en uno de sus viajes a Asia, y le servía para cambiar los colores de las cosas, y, con los colores, esperaba él, el talante que le provocase verlas. A Aureliano, su amigo de juegos de la infancia, quería verlo color púrpura, muy propio de un emperador romano, o color sangre, perfecto para un usurpador del sacrosanto poder de la loba. La madrugada comenzaba a hervir en estío de plena primavera cuando dos jinetes aparecieron al fondo del paisaje. Iban al trote cerrado y emprendieron la suave cuesta que conducía a la casa: fijándose bien, Fusco percibió, lejana todavía, una ancha polvareda, como las barbas que le salen al sol cuando la ira le domina hasta el punto de preparar un acto de ardiente venganza contra sus criaturas humanas:
«Que el sol, por ejemplo», se dijo Fusco, «turbe la mente de los emperadores romanos hasta el punto de inducirles a atacar a los persas en pleno verano, que es su estación favorita para la caza de soldados romanos». Aureliano, por lo menos, iba a iniciar su campaña persa en el otoño.
Cuando ciñese él la púrpura se la lavaría con sus propias manos en sangre persa, pensó; la campaña del emperador Aurelio Fusco sería en lo más frío del invierno, y llegaría, dioses mediante, hasta la mismísima frontera india, donde los reyes fronterizos le estarían esperando con atabales y cornamusas. Tenía planes grandiosos: devastar Persia entera, convertirla en un desierto: incendios, matanzas, dejarlo todo llano y ceniciento, vasta tierra de nadie, a repartir entre romanos, indios y séricos, mientras el persa, gente e idioma, se borraba de la faz de la tierra.
Más aún: conservar criaderos de esclavos persas totalmente analfabetos, embrutecidos y obligados por años de terror a considerar al romano su señor natural; esos criaderos estarían muy controlados, y nunca se permitiría que nacieran demasiados niños.
Además, se mezclaría a los esclavos con negros y bárbaros esteparios para crear una raza mixta, infrahumana, sin norte mental o geográfico ni sentimiento de autoestima o dignidad elemental; gente nacida para obedecer, capaces sólo de entender las órdenes de sus señores: órdenes dadas de una en una y, a ser posible, monosilábicas.
Fusco se dejó llevar en alas de este sueño.
Sueño, se repitió, perfectamente plausible en cuanto Roma pudiera olvidarse de su persistente pesadilla renana y danubiana; y que, además, dependería exclusivamente de los dioses, cuya buena voluntad quedaba explícita en su conversación con el águila.
¿Cuánto se tardaría en borrar Persia entera del mapa? ¿Cien años? Cinco o seis legiones estratégicamente apostadas, dedicadas exclusivamente a arrasar el país, provincia a provincia, pueblo a pueblo, hombre a hombre, y con el acicate del botín:
¡todo para los legionarios!; y las mujeres persas, a parir ciudadanos romanos, que buena falta hacían. Y..., ¿por qué no?, miles de germanos emigrantes a Persia, a la parte de Persia que se acotase para ellos: una nueva Germania asiática, verde y fértil.
Fusco hubo de frenar su imaginación, que ya saltaba en busca de nuevas conquistas: ¡tantas legiones, bien mechadas de legionarios germanos, y con oficiales romanos, no podían quedar inactivas...!
Uno de los jinetes llevaba en alto un pabellón blanco con la insignia solar en el centro, y, debajo, el lema:
CON ESTE SIGNO VENCERÁS
Él y su compañero frenaron en seco ante la entrada principal, cuyos portones se abrieron como por ensalmo. Umnio, sorprendentemente delgado para ser eunuco, muy serio y con amplios ademanes muy orientales, se adelantó hacia los recién llegados, les saludó con mucha ceremonia y se hizo a un lado, mostrándoles franca la entrada. El jinete del pabellón solar se lo tendió a Umnio, que lo recibió con otra inclinación y se dirigió, levantándolo en alto y situándose entre los dos jinetes, al interior del caserón.
A lo largo de la alta valla, que se perdía en el horizonte, se iban concentrando los legionarios en doble o triple fila, manteniendo entre sí cuidadosa distancia, mientras los oficiales corrían entre los grupos, y al fondo o a los lados trotaban otros, alerta todos, más por disciplina que por inquietud, contra cualesquiera sorpresas. Desde su torre, protegido de la vista ajena por dos altas almenas, Fusco observaba engrosarse las filas: la guerra era su amor platónico, pues él, en las legiones danubianas, no había hecho otra cosa que satisfacer su afán, innato y cada vez mayor, de mando de hombres libres. Nunca había luchado, limitándose a mandar. Que a él, hombre, al cabo, de aspecto poco impresionante, se le pusiesen firme aquellos mocetones de músculos saltones, aquellos viejos nervudos, era cosa que, excepto hacer el amor, le excitaba más que cualquier otra: siempre salía de tal experiencia convencido de ser alguien; sensación que la política no le daba, ni la vida casera, a pesar de ser dueño de tantas extensiones, de tanta gente y de tantas riquezas. Ahora, por primera vez desde que dejó el ejército para volver a Roma como senador, Fusco tenía ante sus ojos, bellamente desplegada en filas y grupos, que le recordaban un creciente y vivo tablero de ajedrez, una legión armada entera, y en estado de alerta. Espectáculo más bello, si es que lo había, él no lo conocía. Roma, para él, era eso: fuerza viva y fértil, y en orden: un orden voraz, creador de riqueza y paz.
Fusco recordó como un relámpago el día en que, siendo niño él y Aureliano ya un muchacho, vieron los dos pasar por aquel mismo una legión entera y de pronto se le juntaron ambas visiones en la memoria: la recordada y la tangible, la infantil y la actual, formando una unanime marcha marcial hacia el norte bárbaro. Fue como un relámpago, los dos, Aurelariano de quince .años y Fusco de nueve, se sumieron de pronto en reverente silencio ante tan vivo alarde de fuerza venerantemente sentida, pero nunca vista hasta entonces.
Los legionarios iban de cuatro en fondo. Sus escudos grandes colgándoles de mochilas grandes y abultadas, y sus espadas cortas, uncidos a los anchos cinturones oscuros, les golpeaban espaldas y muslos al ritmo de sus pasos, sonoras las tachuelas contra los guijarros del camino: espadas y escudos, como sendas batutas isócronas, iban marcando no solo el ritmote la marcha física, sino también el de la ronca, estentórea marcha militar que cantaban todos a coro entre los avisos que se cambiaban los oficiales a caballo por encima de tanta cabeza encascada de metal
mate.
¡Adelante! ¡Quien se quede atrás pague la multa!
¡Adelante! ¡Quien más avance más cobre!
¡Adelante! ¡Del enemigo solo conozcamos la espalda!
¡Adelante! ¡Matémosle para verle por fin…!
Y, aquí, súbita pausa como para dejar que el eco de sus voces retumbase contra las nubes, cayese inmediatamente sobre ellos
¡Por fin…, la cara!
Fusco y Aureliano ante tan contundente afirmación de inteligente fuerza bruta, deseaban unirse a los legionarios, y Fusco se soñaba, pequeñazo y todavía imberbe, poniendo su botaza militar sobre los hombros caídos de algún enorme jefe godo, humillado ante él, mientras Aureliano se veía entrando, a la cabeza de un tropel de soldados, en plena formación enemiga, desbaratándola, dispersando a sus soldados, germanos o persas, por toda la llanura. Ambos se miraron, y Fusco, sudoroso, rompió el reverente, soñador silencio:
—¿Qué te recuerdan?
Y Aureliano, ardiente, tembloroso:
—¡Escarabajos! ¡Envainados en estuches de hierro, como escarabajos!
—¡Pues a mí me recuerdan catafractarios, enjaezados, acorazados, enalbardados como catafractarios!
—¡Musculados de hierro, como escudos!
—¡Escamados de hierro, como cocodrilos!
—¡Compactos, barbudos, como tiburones!
—¡Cinchados y aguijonosos, como dogos!
—¡Tensos sus músculos, como catapultas!
—¡Tensos sus tendones, como tiendas de campaña!
—¡Ansiosos de gloria!
—¡No!, ¡qué va! —le contrabramó Fusco—, ¡de lo que están ansiosos es de cobrar pluses de audacia, sus pensiones de retiro!
Aureliano se le echó encima, le apretó el cuello:
—¡Retráctate!, ¡retráctate!, ¡no insultes el brazo armado de la loba!
Rodaron por el suelo, riendo, olvidados de los legionarios, cuya canción les llegaba ahora más y más lejana, y Fusco, besando a Aureliano en la boca y levantándose y echando a correr, le sacó la lengua:
—Anda, que voy a ser general y senador, y tú no, y te voy a castigar, y voy a decir: «Ahí va ése», voy a decir, «¡a por ése, que le den de palos, por desobediente, y además no es esclavo de puro milagro!»
Al fondo, abriéndose paso entre las filas de los legionarios, apareció de pronto ante Fusco el coche imperial, tupidamente rodeado de la guardia germana, cuyos oficiales, de escrupuloso blanco, contrastaban con los soldados rasos, tribalmente abigarrado su atuendo,con predominio del negro y el pardo, a modo de contradictorio uniforme; ambos unánimes, empero, en llevar gruesos collares de oro y los cabellos rojizos revueltos al ritmo de sus caballos, pues sus cabezas rehusaban casco o tocado alguno. Los escudos, enfundados de gris y fijos contra el blanco de sus monturas, apenas se movían al acompasado trote.
Los apliques de oro del coche imperial, confuso su sentido solar contra el sol asaetante, relucían entre el contingente germano, que a Fusco pareció paradójico símbolo de orden y quietud, como un luminoso islote acompasadamente móvil entre el estruendoso hormigueo de hombres uniformados; la guardia penetraba ahora por el
escaso pasillo que le dejaba el grueso de la legión, entre el paisaje en cuesta que se alzaba al fondo y la alta cerca de la finca.
En torno al coche de Aureliano iban los altos oficiales que le acompañaban y rodeaban a la persona imperial: generales danubianos en su mayor parte, matado en mate gris por el polvo del camino el relucir de sus corazas, de modo que sólo los crestones rojos de sus cascos y el revolotear de sus obscuras capas cortas daban empaque a sus movimientos. Algunos de estos hombres procuraban mantenerse juntos delante y detrás del coche imperial, pero las peripecias del camino les forzaban continuamente a mezclarse con los germanos, y hasta a salirse del círculo mágico para entrar, por brevemente que fuera, entre las filas de los legionarios. Fusco contó hasta treinta, pero era inevitable que se le escaparan algunos. El agorero empuje de tanta gente cubierta o moteada o erizada de metal, al que el sol creciente de la mañana panonia apenas conseguía sacar brillo, indujo a Fusco a recurrir a sus cristales de colores para concentrar mejor su visión. Así se les veía bien.
Miró primero con el cristal verde, y le parecieron todos grandes, relucientes, agitadas plantas antropomorfas, sólo algunas de ellas florecidas en los crestones, verdes ahora, de los generales, mientras los demás se obstinaban en mostrar el redondo y mondo botón cerrado del casco verde contra la flamante, flameante primavera que reinaba por doquier.
Puso el cristal negro y el panorama se le ensombreció tan hondamente que, temeroso de algún ramalazo de mala fortuna, preguntándose por un momento si quizá había un dios al frente de tan funesto color, lo cambió, sin más, por el rojo: se le tiñó entonces todo color sangre; o púrpura, se recordó, con un golpe de súbita emoción asestado simultáneamente a todos sus nervios, turbador como la aparición inesperada de una culebreante gaditana desnuda.
En ese momento distrajo su atención un incidente: varios legionarios rodearon de pronto el coche imperial, que acababa de parar frente al portalón de la finca, cuyas grandes puertas abiertas parecían listas para tragarles a todos como una fiera ávida, y comenzaron a tirar de la capota de cuero oscuro repujado en púrpura, taladrada solamente por unas ranuras que no permitían a los de fuera ver nada de su interior.
Fusco apuntó bien el cristal rojo, extrañado:
¿Qué estarían haciendo?
El coche imperial se mecía sobre sus correas al ritmo de los esfuerzos, algo torpes en apariencia, de los legionarios, que, finalmente, comenzaron a levantar un poco la capota.
Un par de ellos, subidos a los hombros de sus compañeros, les ayudaban, tirando desde arriba.
El coche imperial se descapotaba, dejando al descubierto su interior como en los coches ligeros de verano, y Fusco se dijo que aquel invento nuevo, pues tal tenía que ser si él no lo conocía, merecía imitación inmediata en beneficio de su parque móvil privado.
Siguió fijándose: olvidó por un momento al egregio ocupante mientras los legionarios bajaban la capota, que parecía haberse plegado sola, y la encajaban en un hueco con ganchos que había en la parte trasera del vehículo, donde quedó colgada sin sobresalir apenas del chasis.
Bien sencillo, en el fondo, se dijo Fusco: ¿cómo no se le habría ocurrido antes a alguien?, ¿a él mismo, por ejemplo?
Y entonces vio a Aureliano.
Estaba sentado en el único asiento del coche. Muy derecho, la cabeza
descubierta, la mano abierta protegiéndole del sol, la mirada apuntada a la almena que ocultaba a Fusco.
Aunque su rostro se veía muy indistintamente, era evidente que la mirada le apuntaba a él. ¡A él, que, en su apartamento secreto, o tras las almenas, se creía ausente e invisible!
Al lado de Aureliano se veía a un general que parecía estar diciéndole algo al oído.
Con un fuerte escalofrío, nublándosele un instante la mente, Fusco se retiró
de la almena, recogió de cualquier manera sus cristales de colores, se deslizó hacia la trampilla que comunicaba la terraza con su apartamento.
Recapacitó enseguida:
«¡Al diablo!, ¡no puede verme: no pue-de ver-me! Y si, por milagro, me viese, pensará que soy un reflejo de mí mismo; ha de creerme todavía errando por Germania.»
Fusco y Aureliano se habían visto por última vez siete años antes, cuando, como se pudo deducir más tarde, ya los generales danubianos habían decidido asesinar a Galieno y poner en su lugar al divino Claudio o a Aureliano; llegado el momento, éste accedió sin dificultad a dejar que el sucesor fuese Claudio, sabiendo que él habría de ser necesariamente el siguiente, y que, entretanto, iba a ser algo menos que emperador, pero también algo más que general.
Aureliano le dijo a Fusco que tenía que volver rápidamente a la frontera, donde godos o carpios, o lo que fuesen, habían roto la defensa romana y amenazaban Sirmio. Y Fusco, a su vez, se limitó a explicarle que había decidido dejar el ejército porque tenía que entrar en el senado y atender al tiempo a los negocios de su familia, muy descuidados por su padre:
—Las legiones no me echarán de menos —dijo, forzándose a sonreír—, yo soy un militar de salón.
—Mientras tus actos se limiten a la estrategia —dijo Aureliano, con un destello de jovial crueldad en la mirada—, y en un salón, el imperio saldrá ganando. Que siga así. Ah, y otra cosa —añadió—, dile a tu padre que conspire menos y trabaje más.
Fusco se contuvo, sonrió a su vez:
—¿En qué quieres que trabaje, a sus años?
—Pues, por ejemplo, en mejorar su imagen, porque la policía militar le tiene muy fichado, cualquier día le ocurre un accidente.
—Se lo diré.
Aureliano le dio un abrazo, le besó en los labios:
—Cuídate tú también. Y, ahora, en serio: haz como yo, no te metas en política.
Lucio Domicio Aureliano, a sus cincuenta y ocho años, seguía tan erguido e imponente como de joven. Su rostro, sus movimientos exudaban inteligencia humana y energía animal; sus ojos, extrañamente penetrantes, socavaban las defensas del oponente con una sola mirada.
—Yo mismo —solía decir— me convierto en oponente de mí mismo con sólo mirarme al espejo.
Su rostro, pequeño y redondo, daba la impresión de una comadreja chata, y cuando contraía sus facciones, lo que hacía con frecuencia, devenía tan pequeño en el espacio en que éstas se agolpaban que se diría un laberinto de apretados surcos centrados en la nariz plana y rematados por la boca pequeña y casi sin labios. Amusio Casio, el nuevo jefe de la policía militar, susurró unas palabras al
oído de Aureliano:
—Fusco te observa desde lo alto de esa torre, entre la segunda y la tercera almena, es allí donde tiene su apartamento secreto.
Aureliano alzó la cabeza y se fijó en el lugar que Casio le indicaba: tan fuerte era el sol que hubo de llevarse a la frente la mano abierta a modo de pantalla. Por mucho que se fijó, sólo vio un reflejo tan cortante que no tuvo más remedio que entrecerrar los ojos:
—No le veo —dijo—, hay algo que reluce, como metal.
—Seguramente son sus cristales de colores —respondió Casio, flamante en su uniforme de general, tan nuevo y bien ajustado que inmediatamente denunciaba al policía, militar o no, pero siempre ratón de retaguardia—, tiene un juego de ellos, lo compró en Asia. Estará observándote en verde, en rojo, en azul, en amarillo.
—Rojo y amarillo más bien —Aureliano seguía mirando, ahora con más curiosidad que antes—, la púrpura y el oro le apasionaban.
Ya no recordaba cuánto tiempo hacía que no le veía. Y ahora iban a volver a verse. Y sería por última vez, porque poco después ambos estarían muertos. Varias veces les había avisado a él y a su padre de que dejasen de jugar a la conspiración; no haberle hecho caso le había costado la vida al viejo Próculo, y ahora, lástima, verdadera lástima, iba a costársela también a Fusco, que había ido mucho más lejos que su padre en aquella fantasía anacronizante que estaba llevando al otro mundo a tantos romanos que, ocupados en otras actividades, habrían podido seguir siendo útiles. Aureliano se pasó la mano por la frente: no le gustaba el parricidio, ni, menos, el fratricidio, pero su misión imperial era lo único realmente importante, sobre todo ahora que se sabía con los meses de vida contados. Levantó los ojos al sol, esplendoroso en aquel momento: no pudo resistirlo y los tuvo que cerrar, encerrando miles de estrellitas solares entre ellos y los párpados.
«No soy yo», se dijo: ahora tenía al Sol en su interior, «padre mío, no es mía la culpa».
Aureliano volvió la vista hacia el gran portalón donde ya se habían concentrado todos los habitantes de la finca que no vivían escaleras abajo o tras la alta valla que la separaba de los vastos campos cultivados. Con Flavia, Plautila y Auréolo a la cabeza, este último mandado llamar a toda prisa y llegado a uña de caballo desde el pueblo cercano donde sus representaciones de gladiación incruenta cosechaban entusiastas silbidos y arrobados o sarcásticos aplausos. Detrás de ellos se apretujaban esclavos, libertos y criados libres, pocos estos últimos, deslumbrantes todos con sus vestidos nuevos; más de cien parecían en total. Llevaban en alto antorchas encendidas, a pesar de lo esplendoroso del día, y miraban fijo el rostro solar del emperador, como expectantes.
Aureliano saludó, mostrándoles la palma de la mano derecha, y todos, imitando a Flavia, Plautila y Auréolo, abrieron a una los brazos, como invitando un cálido abrazo imperial:
— Caesar, imperator et dominator!—gritó Flavia, coreada, al repetir la salutación, por Plautila y Auréolo; y cuando los tres callaron, la turba servil añadió, a coro:
— Caesar, domine et dee! —agitando al tiempo las antorchas, y Aureliano, ahorrador instintivo, se decía que aquello era un derroche innecesario, sobre todo cuando la antorcha de su padre, el Sol, bastaba y sobraba para todos; enseguida olvidó tales futesas, súbitamente angustiado por la visión de Flavia y Auréolo. Hacía cuarenta años que no veía a Flavia, y, al aparecérsele ahora exactamente igual que su memoria la evocaba de entonces, Aureliano se dijo que estaba frente a un claro aviso de los dioses: no era posible tal lozanía en una
septuagenaria, como no fuese a modo de advertencia divina.
¿Pero qué advertencia? ¿Estarían diciéndole los dioses en aquel rostro que no había pasado tanto tiempo, que él seguía siendo el joven protegido de aquella garrida anciana, protección simbolizada en tan persistente lozanía, a contrapelo de las leyes naturales de decadencia y muerte? ¿Le mostraban acaso el rostro milagroso de Flavia a modo de espejo de su verdadero rostro, vivo y joven tras las arrugas y el pelo entrecano, como diciéndole: ¡éste eres tú en realidad, joven y con larga vida por delante, no hagas caso de dictámenes de médicos ignorantes! ¿O sería, por el contrario, la muerte misma: su propia muerte, quien le miraba desde su infinitud invulnerable, recordándole su inevitable y próxima desaparición?
Todo lo cual, con ser angustiante y, para la mente humana, aparentemente contradictorio, se complicaba más aún con la aparición del joven que estaba a la derecha de Flavia, el mismo que le había saludado reverencialmente por el camino, solicitándole audiencia, presentándole a los tres jóvenes esclavos, a caballo como él, y pidiéndole les concediera el honor de ofrecerle un espectáculo algo raro: gladiación incruenta, idea que habría sido recibida en Roma con despectivas risotadas y que a él no pudo menos de despertarle curiosidad; y luego, contemplando aquel prodigioso espectáculo de agilidad y pericia: no gladiación, ciertamente, prestidigitación corporal más bien, le había encantado hasta el punto de recompensar espléndidamente a sus ejecutores, entre palabras de elogio y ánimo por su parte y humildes inclinaciones de cabeza por la de ellos, mientras en la suya surgían de pronto temores de haber asistido a la celebración de sus propios juegos funerales: lo cual, ciertamente, sólo podría ser así por solapado designio de los dioses. Se dirigió a Casio:
—¿Quién es el muchacho ése?
—Auréolo, señor —le susurró Casio al oído: su instinto policíaco le inducía a envolver en innecesarias precauciones la revelación más inocente—, el hijo único de Fusco.
De pronto Aureliano se fijó en que Auréolo estaba mirándole fijamente. En aquellos ojos pertinaces le pareció ver por un instante los de Fusco, augurándole reveses, llamándole usurpador de la púrpura. Y los tres, Flavia, Fusco, Auréolo, se le tornaron de pronto siniestros enviados de los dioses para eliminarle antes incluso de que la muerte llegase en alas de la enfermedad, tan inesperadamente revelada, que le carcomía desde hacía quién sabía cuánto tiempo.
«Aclaradme esto», insistió, suplicante, a los dioses, mientras terminaba de bajarse del coche, «si ésta es o no vuestra decisión».
Se recogió un instante en sí mismo:
«Si me concedéis vida hasta que la campaña de Persia vaya bien encaminada y Probo esté bien sentado en la silla del imperio, os prometo una hecatombe de persas: la población entera del imperio persa, una inmensa hoguera cuyo humo llegará hasta vosotros; o, si no, una hecatombe de vírgenes persas, de ambos sexos, blanquísimos todos, impolutos.»
Los germanos formaron inmediatamente en su redor, desplazando de su cercanía no sólo a los altos oficiales, sino incluso a los generales, y dejándole libre el paso hacia donde Flavia y los suyos le esperaban con los brazos unánimemente abiertos.
En cuanto Aureliano inició la marcha hacia la entrada de la gran casa, una ola de esclavos salió apresuradamente de ésta con grandes cuévanos henchidos de flores; los germanos se tensaron, dispuestos al contraataque, pero los recién aparecidos arrojaban ya a porfía nubes y nubes de flores ante Aureliano a modo de alfombra fragante y multicolor. Flavia, igual que el director cuando alza la batuta, rompió el silencio expectante en los oídos de todos, y volvió a gritar:
— Caesar, domine et dee!
Lo que fue repetido por todos a ensordecedora voz en resonante cuello, y Aureliano saludaba, muy serio, sin poder quitarse de la cabeza la obsesión de no saber si era la muerte o, quizá, la vida, quien le abría los brazos en la lozana persona de la madre, o bien la venganza más implacable del padre en los ojos opacamente relucientes del hijo.
Fusco despertó al ruido que hacía el tabique de su madre al abrirse sin previo aviso. Se quedó mirando, muy alarmado, y enseguida vio salir de la apertura un hombre alto y fornido, cuya cabeza estaba coronada por una diadema de rayos solares. ¡Aureliano! Sí, justo, Aureliano, el emperador, se irguió en el apartamento secreto de Fusco, que le miró en silencio.
Estaba muy serio, y Fusco se dijo que había cambiado desde la última vez que se vieran: más viejo, pero todavía bien parecido de rostro y recio de cuerpo. La atención de Fusco enseguida se distrajo, porque por la apertura del tabique seguía entrando gente: un hombre grandote con uniforme de general, que, casco en mano, se situó junto a Aureliano, y un ser extraño: calvo, bajo y esbelto, de rostro escueto y grandes ojos negros.
«Será», se dijo Fusco, mirando su ropa ajustada y corta, «el secretario de Aureliano».
Los tres seguían mirándole sin decir nada, y Fusco, bajándose de la cama, se puso derecho:
—Bienvenido, señor.
Aureliano asintió sin hablar, y fue al fondo de la estancia, seguido por los otros dos. El secretario, Eros Latiniano, se sentó a un lado, sacando de la bolsa que llevaba en bandolera un mazo de papeles que dejó sobre la mesa, mientras el general se sentaba cubriendo el otro flanco del emperador. Fusco, en pie ante ellos, se sentía como el acusado que se enfrenta con el juez, y las primeras palabras de Aureliano le confirmaron en estos temores.
—Fusco —dijo Aureliano, yendo al grano—, he venido aquí a darte personalmente la condena a muerte de que te has hecho merecedor. A ti, mi amigo de la infancia, no puedo enviarte un verdugo, tengo que ser yo quien te condene. Aureliano se dijo, mirando el rostro impasible de Fusco, que él mismo también estaba condenado a muerte, de modo que era, en cierto modo, como compartir su propia condena con su amigo de la infancia.
El médico que le vio en Roma días antes de salir para la guerra de Persia le había dicho que tenía una enfermedad anónima y terrible, inmisericorde: entre seis meses y un año de vida le daba, y él ahora concedería a Fusco unos minutos más de respiración tan sólo; tenía que morir antes de que él saliese de aquella estancia. Nadie más que él, y el médico, naturalmente, sabía que el emperador estaba enfermo de muerte. El general Probo, su gran amigo, su sucesor en la púrpura, estaría ya camino de Bizancio, donde Aureliano le adoptaría, dándole así la sucesión, de modo que su muerte en Persia no causase trastorno en las cosas del imperio ni turbase la contundente victoria que esperaba. Probo conocía sus ideas y las seguiría, convirtiéndose en su prolongación postuma para todo cuanto a él ya no le quedaría tiempo de llevar a cabo.
Aureliano quería que su muerte fuese en la primera batalla contra los persas, como un acto épico: sería la vocatio tradicional, el emperador se lanzaría de pronto al galope contra los enemigos, dejando atrás a sus soldados, y perecería hecho pedazos por las espadas persas, forzando así a los dioses a dar la victoria a los romanos: la
primera batalla de una guerra imprime carácter de buen o mal agüero: y si es victoriosa, decide la guerra.
—Fusco —prosiguió Aureliano—, estás condenado a muerte por conspiración contra el emperador. Alta traición. Eros Latiniano va a leerte los cargos. Escucha.
Hizo un gesto a su secretario, que sacó del montón una hoja de papel y comenzó a leer.
Fusco no daba crédito a sus oídos. La lista, porque era una lista de delitos, pasaba revista a todo cuanto había hecho él en Roma primero y en Germania después, y con tal minuciosidad que Fusco se dijo, aterrado, que la policía militar romana tenía que tener espías en todas partes, porque no habían omitido nada. Era terrible pensar que quizá hasta sus esclavos más fieles, los que le habían acompañado por Germania, y su propio secretario, en quien confiaba plenamente, eran confidentes. Ni su madre sabía tanto de él como la policía militar, cuyo jefe, se dijo Fusco, era indudablemente el general que estaba sentado al lado del emperador. Cuando Eros Latiniano hubo terminado de leer, Aureliano miró a Fusco en silencio, pero Fusco no dijo nada.
—¿No tienes nada que decir? —le preguntó Aureliano—. ¿No te defiendes?
El silencio se prolongó, terrible, unos minutos más. Luego Aureliano volvió a tomar la palabra:
—Poco tengo yo que añadir, excepto que Eros tiene aquí una confesión plenaria para que la firmes. Te advierto una cosa, si no la firmas haré incendiar esta casa y confiscaré la finca, en cambio, si la firmas, todo ello seguirá siendo propiedad vuestra, y la única limitación que impondré a tu mujer y a tu madre será que no puedan salir de la finca sin un permiso especial del gobernador de Panonia. Elige tú. Eros cogió otra hoja de papel y se la tendió. Fusco la leyó automáticamente, todavía demasiado asombrado para pensar claro: en ella se confesaba culpable de todo cuanto había hecho, y de muchas cosas más. Por ejemplo: había intentado organizar una confederación germánica para atacar la frontera romana por todos sus puntos clave al tiempo.
—Aquí hay cosas que no son verdad —dijo, por fin, a pesar de que había decidido no abrir la boca y morir en silencio—, yo no he organizado una confederación germana contra el imperio.
De sobra lo sabía Aureliano, pero los diez senadores que tenía presos en Roma habían firmado, a cambio de no confiscárseles sus propiedades, acusaciones igual de falsas, sólo que mucho peores. Era preciso que el senado quedase como el enemigo de Roma a ojos de todos los romanos, y los diez senadores no vacilaron en firmar para salvar postumamente su fortuna. Nasco Crupilio, su liberto favorito, que estaba a la cabeza de la acción policial en Roma, le había dicho que aquellos viejos ilustres no mostraban la menor dignidad: se tiraban al suelo pidiendo clemencia. Cuando Nasco les dijo que tendrían que aprenderse las acusaciones de memoria, con todos sus detalles, algunos pintorescos, para recitarlas en el juicio público con tal verosimilitud que convenciesen a los espectadores, ninguno de ellos vaciló: lo que fuese, con tal de salvar la fortuna familiar.
—Puedo enviarte a Roma e inducirte a confesarte culpable de todo eso y de mucho más —le dijo Aureliano a Fusco—, pero lo que tus colegas del senado van a hacer como perros, a ti quiero evitártelo. Tu confesión firmada y testificada se añadirá al proceso, pero tú no tendrás que participar en él. Bueno, eso, si firmas; si no, es posible que cambie de idea y te mande a Roma, donde Nasco Crupilio sabrá
convencerte.
—Firmaré.
—Muy bien.
Aureliano hizo una seña a Eros Latiniano, que le dio pluma y tinta. Fusco firmó, sin decir nada, y Eros cogió el papel, lo secó y lo puso con los otros.
—¿Cómo quieres morir? —preguntó Aureliano—, he traído veneno.
—Tengo yo el mío.
Aureliano hizo una seña a Amusio Casio y a Eros Latiniano.
—Dejadnos solos —les dijo, y, dirigiéndose a Casio—: manda poner dos germanos en la habitación contigua, que no nos moleste nadie. Mientras los dos se iban y llegaban los germanos, Aureliano y Fusco se miraron en silencio. Al cabo de un rato Aureliano se levantó y desapareció ágilmente por la apertura. Fusco le oyó hablar en godo, y oyó las voces de dos germanos que le contestaban. Luego reapareció, y le dijo a Fusco:
—Siéntate.
Se sentó él de nuevo y prosiguió:
—No soy yo quien te condena a muerte, es el emperador; traté de disuadirle, pero en vano, aunque conseguí la vida de tu madre, a pesar de que es cómplice tuya sin el menor género de duda. El emperador es uno, y yo, que te quiero profundamente, soy otro. Piensa esto en tu último instante, y no me guardarás rencor
—hizo una pausa, y luego—: mira, esto no lo sabe nadie: a mí me quedan meses de vida, tengo una enfermedad terrible que no tiene nombre, aunque no me cabe duda de que pronto la llamarán en latín «mal de Aureliano», pero Probo me sucederá, espero, en plena campaña persa, y de ésta acabaremos para siempre con Persia, y la inundaremos de germanos, porque Germania se va a unir a nosotros, y no como esclava, sino como provincia favorita, como una nueva Italia. Tú no lo verás, ni yo tampoco, pero lo sabemos, y será Probo quien lo haga en recuerdo mío. Fusco seguía en silencio, sin que Aureliano pareciese irritado por ello, pero su desconcierto no hacía sino crecer:
¡Aureliano, se decía, tenía los mismos planes que él, exactamente los mismos!
Le vio mirarle con rostro serio:
—Y ahora —le oyó decir, como si estuviese muy lejos de él—, toma tu veneno, si no quieres el mío. Y recuerda, mientras puedas recordar, que yo no te obligo a morir, pues te queda la opción de ir a Roma a participar en el gran proceso en el que diez senadores se disputarán el privilegio de denunciar la traición a Roma del senado romano —rió con ganas—, ¡fíjate, el senado romano! Bueno, toma tu veneno.
Fusco sacó su frasquito de un pliegue de la túnica y lo destapó: le temblaba la mano, prefería no pensar. Con la mente en blanco lo apuró y se retrepó en su asiento para morir cómodamente, lo que consiguió, sin apenas contracciones o visajes, con un solo instante de dolor y en unos pocos segundos.
Aureliano se levantó, se inclinó sobre él, le cerró piadosamente los ojos, le besó en la boca y dio unas palmadas para llamar a los germanos y a Amusio Casio, que entró seguido de Eros Latiniano.
Aureliano pasó cuatro días encerrado en su apartamento de la casa aurelia. Salió un par de veces al parque en busca de incentivo a la nostalgia, pero no reconoció allí nada que se la encendiera, de modo que renunció a la caza de recuerdos y sugerencias íntimas.
Le llegaba toda clase de correspondencia de todo el mundo romano, y algunos informes de Persia tan secretos que iban encerrados en la memoria del enviado, el cual se los comunicaba a puerta cerrada y a solas hasta que Aureliano le pasaba a Eros Latiniano para que éste anotase lo más importante. Trabajaba en el tablinio, una amplia azotea cubierta y adornada con estatuas y
pinturas que formaba el centro del apartamento destinado por Flavia para su estancia en la casa. La gran mesa central de mármol estaba cubierta de papeles cuyo orden hermético, porque aparente no lo había, sólo Eros conocía. Metido en su trabajo, sólo interrumpido por parcas colaciones de carne asada y vino tinto, Aureliano rehusó las invitaciones a cenas que le enviaba Flavia, la cual, asustada por tanta hosquedad, y angustiada, con Plautila, por la súbita desaparición de Fusco, no sabía qué pensar, llegando a temer por su vida, sobre todo cuando Aureliano rechazó una solicitud suya de hablarle a solas.
Finalmente, el día de su partida, y justo cuando se iba, Aureliano la mandó
llamar, y ella acudió presurosa: el corazón le latía peligrosamente; apareció en el tablinio, bajando los ojos y murmurando:
—Señor...
Los ojos del emperador, aterradoramente penetrantes e inquietos, parecieron horadar su mente al verla entrar, impartiéndole una orden de rendición incondicional a cualquier indagación de su interior, era una mirada ajena a circunstancias temporales, desconcertante y angustiosa, pues no revelaba lo que su dueño pensaba de ella en aquel momento. Ahuecaba su interior, escrutándolo, posándose con ágil inmovilidad sobre cuantos pensamientos o sensaciones encontrase a su paso. Al cabo de unos segundos, como satisfechos de su escrutinio, los ojos de Aureliano se calmaron, y éste habló:
—Flavia, siéntate —y, tras una pausa—: Fusco está muerto, se mató él mismo a instancias del emperador romano, a quien no he podido persuadir de que tuviese clemencia. Pero el emperador te perdona a ti, que fuiste su cómplice, y no confiscará vuestras propiedades. Únicamente insiste en que no podréis salir de esta finca sin un permiso especial del gobernador de la provincia. Hablaba en pie, quieto en medio de la estancia, en la que el sol entraba por todas partes. Su cabeza era redonda, facciones crispadas y cejas tupidas sobre ojos pequeños, separados por gruesa nariz coloradota, como de buen bebedor. La barba, tan rizosa y gris como tupido el bigote que cubría sus labios carnosos, mientras la cabellera, cortada muy corta, dejaba pequeños puntos de calvicie.
—Yo ahora me voy y probablemente no nos veremos más. Pero vosotras no corréis peligro si os atenéis a mis órdenes. Cualquier infracción recibirá un castigo tremendo. Os aconsejo prudencia.
Flavia no dijo nada mientras Aureliano daba media vuelta y se iba. Llevaba uniforme de viaje: coraza de cuero acolchado y repujado, con bordes metálicos, centrada por una placa de bronce cuya gorgona estaba desfiguradísima a fuerza de abolladuras, ennegrecido su dorado por la intemperie; las hombreras le sujetaban la capa corta, de un rojo amoratado, macerada por la lluvia, que dejaba al descubierto las rebeliones musculares gemelas de los brazos, contenidas apenas por la piel atezada e híspida, hendida, como la coraza misma, por más de un desgarrón mal cicatrizado. Al salir Flavia vio llegar a Eros Latiniano con cuatro ayudantes, dispuestos a poner orden en aquel caos de papeles y llevárselos al archivo ambulante que tenían en el séquito del emperador.
Flavia se dijo, al cerrar a sus espaldas la cortina del tablinio, que aquello era, de todas formas, el fin de su vida. No veía otra perspectiva que el suicidio; quedaban en el mundo Plautila y Auréolo: allá ellos y sus circunstancias. Así desaparece Aureliano de la historia, que no se interesa por quienes, su tiempo terminado, parten, como él, para ir derechos a la muerte, ese túnel sin fondo donde la tierra deja de saber de ti, y en el que Aureliano nunca pensaba, pues, con realismo de soldado, consideraba que la vida está en la punta de una espada blandida por manos que raras veces conoce el que la va a recibir. La muerte, para un hombre
como Aureliano, vendría necesariamente a caballo, y espoleada por alguien que no sería él.
Al salir de la finca aurelia, rodeado de sus germanos y seguido por sus generales, a la cabeza de la legión que le acompañaba, Aureliano tomó el camino de Persia, adonde los dioses no querían que llegase, y dejó de ser personaje de la historia, pero no de nuestro relato.
PARTE II, AURELIANO
ed el s'ergea col petto e con la fronte
com avesse l'inferno m gran dispitto. *
Dante Alighieri, Divina Comedia, I, 10, 35/36