* A lo que gritaban todos ¿dónde caes / Anfiarao?, ¿por que abandonas la guerra?
Eros Latiniano sentía por la cultura grecolatina y por Aureliano auténtica devoción acrítica; en cuanto a lo primero, el nombre que él mismo había elegido al obtener la libertad no era tapadera de tosca barbarie recién corregida, sino mote que proclamaba su vasta y profunda cultura grecolatina, de la que la latina le merecía, a pesar de no ser la suya, más orgullo que la griega. Así: Eros Latiniano, amor griego por el latín.
Los griegos que le oían ponderar a Virgilio muy por encima de Homero pocas veces podían esgrimir contra él una erudición homérica tan honda y amplia y minuciosa como la suya; los latinos veían en tal opinión una torpe intención de halagarles, o bien una verdad tan evidente como infrecuentemente reconocida. En cualquier caso, no era Virgilio tema habitual de debate entre los generales de Aureliano Manus ad Ferrum, casi ninguno de los cuales había leído uno solo de sus versos. Eros Latiniano vivía enteramente para Virgilio y Aureliano, hasta el punto de haber vuelto por su propia voluntad a la más estricta servidumbre a la sombra de Aureliano para poder regodearse mejor en la admiración ciega que éste y Virgilio le infundían: estudiar apaciblemente al uno bajo la violenta protección del otro. Estaba al servicio de ambos como un sacerdote a la de un extraño dios bicéfalo. Eros Latiniano era bajo, delgado y ágil, tez renegrida y ojos negrísimos; facciones agudas y miembros finos en constante agitación explicatoria. Hablaba el latín como un Plauto virgilizante, y pensaba como un panonio imperialista. Sólo con Aureliano se forzaba, por repugnancia que le diese, a hablar el latín militar de éste, pidiendo al tiempo a los dioses que infundiesen al salvador del mundo romano una lengua más digna de su incultísima grandeza; en tal esperanza vivía, eximiendo en tanto a Aureliano de toda crítica: tosco, brutal, grosero, malhablado, de acuerdo, pero semidiós solar, salvador de la ecúmene, es decir, del latín, amenazado por bárbaros interiores y de fuera.
Roma, madre nutricia, protegía la civilización contra el desorden y la barbarie, la incuria y el caos. Roma había salvado a Grecia, su patria, de desaparecer entre germanos y semitas, las dos razas más despreciables del mundo, o de convertirse en involucionada caricatura de sí misma.
Roma había extendido su cultura y su sangre al mundo entero, imponiendo la primera a bárbaros de todas las razas y reforzándose la segunda con heteróclitas sangres recias y sutiles, y sin perder por esa mezcla su propia sutileza y reciedumbre, que salían tan gananciosas de ella como los bárbaros con la cultura y el orden que la fuerza romana les había impuesto al tiempo que les quitaba la libertad. En el ambiente cerrado y ruidoso, brutal y eufórico del cuartel general de Aureliano, Eros Latiniano vivía, en apariencia, abierto a todos, pero, en realidad, cerrado a cuanto no fuese su contacto cotidiano con su jefe. A todo lo demás oponía dos formidables baluartes: la servicialidad de sus bien ensayadas maneras de liberto consciente en todo momento de su pasado, y la firme protección de su amo, que confiaba plenamente en su lealtad y su eficacia, pero no le quería y, seguramente, le tenía vigilado.
Eros apenas prestaba atención al desdén que su presencia inspiraba a los generales de Aureliano. La mayor parte de ellos eran analfabetos, o casi: pronunciaban atrozmente el latín y su sintaxis resultaba, en el mejor de los casos, elemental. De su vocabulario, mejor no hablar: de cada dos palabras, una era «joder»
y la otra «cojones».
Gente para quienes los libros, no siendo listas de bajas, vituallas o pertrechos, sólo servían para encender la lumbre; la vida humana era mero puntal de victoria militar, matizado únicamente por consideraciones tan materiales como la falta de proyectiles. Sólo la vida de sus allegados o favoritos se salvaba de tan fría clasificación.
Muy pocos de ellos tenían una idea panorámica, orgánica, del sistema fronterizo romano, que cada uno reducía en su mente a la parte de frontera confiada a su cuidado: y la veían desvinculada del resto, y hasta trataban por todos los medios de desguarnecer parcelas ajenas en refuerzo de la propia.
«A mí mi provincia no me la invaden», parecían pensar. «Allá Urso Calpurnio y Duilio Rústico, que se las arreglen como puedan en las suyas.»
La compleja red de equilibrios y compensaciones: refuerzo y desrefuerzo, avance y desavance en puntos geográficamente opuestos, pero táctica o estratégicamente concordantes o complementarios, era para ellos puro galimatías: ¿a quién con dos dedos de frente podía ocurrírsele pensar en Numidia cuando de lo que se trataba era de defender Britannia?
Cabalgando con el resto de la hueste imperial por el paisaje tracio, Eros Latiniano rememoraba su pasado, en parte para ahogar en él su presente, súbitamente alarmante: un pasado que todavía le acuciaba la memoria tanto como trataba de ocultárselo a los demás. Algunos, Aureliano y pocos más, lo conocían con detalle, pero siempre se habían mostrado muy discretos con noticias cuya difusión tanto daño podía hacerle.
Eros había sido esclavo hasta los veinticinco años.
Bueno, más o menos: él no sabía su edad exacta.
Su dueño, viendo en él gran talento literario en bruto, precoz y sediento de alimento urgente, le enseñó a leer y a escribir. A los trece años o así le puso un buen profesor de latín y griego clásicos, y enseguida le hizo bibliotecario y lector suyo en la casa de campo donde pasaba la mayor parte del año, y donde Eros había cuidado hasta entonces mulas y caballos.
A partir de entonces su vida cambió radicalmente. Eros cayó desde el principio en poder de Virgilio, hasta el punto de desdeñar a Homero y sumirse por completo en aquel idioma extraño: el latino, que acabó considerando como el más bello y rico de toda la historia humana.
Un día Eros escapó de la finca con ayuda de una banda de especialistas en fugas de esclavos que operaba desde Atenas y a la que pagó con dinero laboriosamente distraído del que su amo le daba para comprar libros para su biblioteca. Así consiguió llegar sano y salvo a Italia, donde se puso el nombre de Latiniano e hizo trabajos literarios y de copista por cuenta de varios ilustres personajes: oradores y gramáticos sobre todo, entre quienes cobró enseguida fama de erudito, diligente y hondo conocedor de las lenguas griega y latina. En medio de tal holgura intelectual, Eros Latiniano vivía en permanente angustia de ser devuelto a su amo, que le buscaba, ansioso de recuperar la fuerte inversión que suponía para él aquel esclavo.
La indiferencia total de que había sido objeto, tratado como una cosa a la que se puede cebar con gachas o con gramática latina, y no como un ser humano, y el espanto del castigo que indudablemente le esperaba eran acicate invencible para optar por el suicidio antes que volver a la esclavitud.
Entró como temporero en la secretaría latina de Claudio el Gótico, donde urgía un elegante traductor greco-latino y latino-griego, y acabó quedando fijo, con buen sueldo y cierta categoría profesional y social, en el séquito técnico del emperador. Esto le hizo sentirse más seguro: enseguida fue muy popular entre sus jefes y compañeros de trabajo.
Aureliano le nombró secretario particular suyo, impresionado por sus conocimientos, cuando, recién muerto Claudio el Gótico, Eros hubo de ir al cuartel general de Sirmio para transmitir al nuevo emperador un florido documento con los parabienes del senado.
A los pocos meses de recibir tan vistoso cargo, una agencia romana de búsqueda de esclavos fugitivos denunció a Eros Latiniano al nuevo emperador:
«Señor, entre tus funcionarios de confianza hay uno que no te corresponde.»
Se procedió a un examen de la persona de Eros Latiniano y se le encontró en la ingle la marca a fuego de su dueño.
Así y todo, Aureliano decidió conservarle a su servicio, compensando debidamente al dueño y condenando al fugitivo a cincuenta azotes: a su juicio, ningún acto delictivo de un esclavo, por comprensible que fuese en un hombre libre, debía quedar jamás totalmente impune. Luego le dio la libertad, so condición de fidelidad feudal a su persona, y le confirmó en su puesto.
Tan deslumbrante contrapartida: ser dueño de sí mismo hasta la muerte, compensaba con creces tal humillación. Las cicatrices de los cincuenta latigazos eran muy distintas de las otras que marcaban su cuerpo, porque significaban el comienzo de su libertad: cuando le escocían, a modo de barómetro, él agradecía el escozor como se agradece una carta de manumisión.
Aureliano le puso a cargo de su archivo secreto, en parte verbal y en parte escrito, y así pudo Eros penetrar en un cúmulo de arcana imperii que dejó su ingenuidad sumida en el mayor de los terrores.
Ilustres personalidades muertas en accidentes cuidadosamente preparados por la policía secreta del emperador, cuyos agentes más peligrosos camuflaban su verdadera actividad bajo pomposos títulos cortesanos, administrativos o militares, y llevaban en la frente, tan patente como invisible, la garra del león: nolli me tangere. Uno de ellos, destacado empresario de pompas fúnebres, se encargaba de celebrar deslumbrantes funerales públicos a importantes o principales víctimas secretas. Eros no tardó en convertirse en depósito ambulante de todos los secretos del emperador, o tal llegó él mismo a creerse. Algunos tan secretos que no se podían poner por escrito.
Al principio llegó a sentirse en peligro: tantos secretos en sus vulnerabilísimas manos eran, tarde o temprano, sentencia cierta de muerte; Aureliano, brutalmente suspicaz, caló enseguida en sus temores:
—Tú séme fiel —le dijo— y no temas nada.
Eros Latiniano iba camino de la litera imperial. A poca distancia de ella oyó a una germana afirmar a gritos que el emperador acababa de darle la libertad, y ofrecerse a los legionarios por dinero contante.
Era moza robusta, tan pechugona como traseruda, larga maraña rojiza, pómulos muy salientes, blanco lechoso el rostro, adusto y duro de angulosa, turbia belleza, ojillos cuyo azul se desteñía en violeta de puro claro. Varios legionarios pujaban ya por ser los primeros en suceder a su emperador entre sus piernas, y la germana, captando esto, subió al doble el precio de entrada. La puja se disparó enseguida, entre carcajadas, y Eros, al pasar junto al corrillo, que engrosaba rápidamente, echó una ojeada distraída a la escena. Aureliano le saludó, eufórico:
—Eres puntual.
—Señor tus órdenes dan alas a mi mediocridad.
Eros no sabía que la policía de Aureliano acababa de confirmar a éste los persistentes rumores de que su secretario llevaba tiempo cobrando pingües comisiones por contratas de equipamiento militar para la campaña persa; la demanda de armas y pertrechos era tal, y tan creciente, que las fábricas imperiales no daban abasto, y había habido que recurrir a empresas privadas de cuya selección se encargó
a Eros Latiniano.
Aureliano había decidido no hablar de esto con nadie. Las pruebas que le
mostraron sus escuchapedos, como él llamaba a sus espías y agentes secretos, eran irrefutables. Después de pensarlo mucho ordenó a la policía militar, dirigida por gente de su absoluta confianza, detener discretamente a Eros Latiniano en Bizancio en cuanto las últimas tropas romanas hubiesen cruzado el Bosforo y ejecutarle sin más trámite que la tortura imprescindible para arrancarle los nombres de sus cómplices.
Visto y no visto: se echaría de menos a Eros Latiniano, pero nadie preguntaría por él; la garra del león, o, mejor dicho, del águila, planearía tan elocuentemente sobre su ausencia que sólo un tonto arriesgaría preguntas sobre su paradero.
Aureliano le miró subirse a la litera y vio un cadáver. Le sonrió
inequívocamente:
—Bueno, vamos a ver.
Eros se sobrecogió: los ojos de Aureliano acababan de decirle que la muerte era la única salida para un hombre con tal conocimiento de los planes más secretos del amo del mundo:
«Y luego», le decían también aquellos ojos, «habrá que imposibilitar a tu cadáver comunicarse postumamente con los vivos».
Aureliano se incorporó en su lecho, se apoyó contra la gruesa lona de la litera cubierta, trató de poner en orden sus ideas:
—Bueno —gozando del pésimamente disimulado susto de su secretario: de sobra se lo merecía—, antes de salir para Persia quiero dejar bien explicadas unas cuantas cosas de la mayor importancia. Así se van elaborando y estarán listas a mi vuelta. Tú me las pones en claro, ya sabes, y sacas dos copias de todo: una para archivar y otra para dar a quien pueda estudiar y resolver los problemas que plantea cada documento.
—Señor, tú dictas con gran claridad.
—Los cojones, me embrollo en cuanto me salgo de lo mío, que es la guerra. Eros se dispuso a tomar notas a contrapelo de su creciente angustia, porque el talante, el tono del emperador eran inequívocamente mortales, y Aureliano, mirándole de refilón, encontró cómico que tan obvia avecilla de paz, por mucho que hubiese resultado tener garras ávidas de ratón de presa, entrara ahora en la gran purga de peces gordos con la que iba a limpiar su vanguardia y su retaguardia. Larga lista, en la que había militares y civiles.
A estos últimos se les iría eliminando so capa de accidentes, o empapelándolos con denuncias; y de los dieciséis generales díscolos o desleales cinco desaparecerían en los primeros días de la campaña en puestos de primera línea, donde las flechas persas y las dagas de la policía secreta romana se encargarían de liquidarles; los demás irían cayendo entre los flujos y contraflujos del avance. Sólo los militares podían despertar un sentimiento de ternura en Aureliano, que aún jugaba con la posibilidad de perdonar a algunos de los generales culpables: tentándoles, por ejemplo, con vistosas y pingües jubilaciones prematuras; con los civiles, innecesarios en el mejor de los casos, no habría piedad. Aureliano soñaba con cambiar el lema tradicional de Roma: « Senatus Populusque Romanus», por
« Legiones Populusque Romanus».
Todos los condenados estaban ya sometidos a diligente y discreta vigilancia, y Eros Latiniano lo estaría también a partir de ahora.
Aureliano se pasó la mano por la frente, mientras Eros seguía sintiendo en la médula la mirada gélida de su amo, sumido ya en otros pensamientos.
«Es evidente», se repetía Eros, «mi memoria se ha vuelto demasiado peligrosa para mi amo», sin que se le pasase siquiera por la mente que se hubieran podido descubrir sus enjuagues.
—Bueno, a ver. Tú, mis ideas, en general, ya las conoces. Ahora de lo que se trata es de exponerlas bien. Lo mejor es ir por partes.
»Primero, Germania. Sí, lo más importante.
»E1 imperio estará cojo mientras su frontera norte no llegue al Mar Báltico.
»Nuevo sistema: palos y halagos.
»Bueno, tú eso lo pones bien.
«Conceder tierra a los germanos, pero lejos de las fronteras, y, sobre todo, en Oriente. Y que entren en el imperio en tandas desarmadas, poco numerosas, y mezclando las tribus lo más posible, así será más fácil desgermanizarles. Su unidad es la tribu, no tienen verdadero sentido nacional.
»Y, en el interior de Germania, ver qué territorios podríamos anexionarnos sin alarmarles: los Campos Decumates, por ejemplo, alegando que siempre han sido nuestros, y otros también, allende el Rin sobre todo. E ir limando asperezas en el resto de Germania hasta que la presión de los pueblos asiáticos sea tal que la defensa de su propia tierra se les convierta a los germanos en lo que realmente es: un problema germano-romano.
»Podríamos atraer a esos asiáticos hasta el Danubio, y allí machacarles: los germanos desde el norte y nosotros desde el sur; ese tipo de acción conjunta, victoriosa o no, une mucho.
«Estudiar todo esto, tantear otras posibilidades.
»Latinización macarrónica del Oriente a fuerza de germanos a medio romanizar, romanos en bruto.»
Aureliano se volvió de pronto a Eros, riendo:
—¿Y si, de paso, os ajustamos las cuentas a vosotros, los griegos, que os seguiréis comiendo vivos al mundo entero mientras nos tengáis a nosotros para servíroslo en bandeja, eh?, ¿qué me dices a eso, Eros?
A Eros le temblaba la mano; su mente era un revoltijo de perplejidades y repulsas: ¡germanizar el imperio romano so capa de romanizar a los germanos!, ¡y germanizar el Oriente hurtándoselo a los griegos, que ya hablaban el segundo idioma del mundo!
Su indignación crecía sordamente, se mezclaba con su angustia, atenuándola, mientras Aureliano proseguía por otros derroteros:
—Racionalización de las tierras de labranza, o sea: pan abundante para todo el mundo.
»Si la propiedad es buena, habrá de serlo para todos.
»Confiscación o expropiación, y parcelación de latifundios desaprovechados. Hay senadores, y otros que no lo son, con casi provincias enteras, y sólo cultivan una pequeña parte.
»Levantar un catastro de todo el imperio, ver panorámicamente cómo está la cosa.
»Los germanos harían verdaderos milagros con tanta tierra, juntarían parcelas, formando pequeñas granjas mancomunadas.
»Todo esto, bien estudiado, para cuando yo vuelva de Persia.»
Corrigiéndose, al tiempo, in mente: «Para quien vuelva de Persia.»
Guardó silencio un momento, luego pareció ocurrírsele algo:
—Volviendo a los germanos: de esa forma —añadió— reduciremos la población de Germania a la mitad o así, porque los demás estarán dentro de nuestras fronteras, romanizándose a sí mismos y dando ejemplo a otros, y viviendo prósperamente, porque tendrán tierras que labrar, y eso se sabrá en Germania. Y esos bárbaros que comienzan a atacar las fronteras del norte de Germania tendrán más éxito, al enfrentarse con menos enemigos, por la misma despoblación de Germania, de modo que los germanos acabarán pidiéndonos ayuda, eso está claro, para que
vayamos a defender sus fronteras, justo lo que nosotros queremos.
«Estudiar todo esto: posibilidades, obstáculos.
»Claro que lo más probable es que todo esto lleve mucho tiempo, no sé si siquiera mi sucesor tendrá posibilidades de encauzarlo.»
Aureliano hablaba con los ojos fijos en el vacío, como soñando. Acabó
dominándose, concentrándose como quien se fija, de pronto, en un obstáculo con el que no había contado:
—¿Y si los germanos se alían con los persas, como ya intentaron hacer los dacios? Esto consta en los archivos, y hay también un par de documentos que parecen indicar algún intento germano, aunque no se detalla por parte de cuántas tribus, de negociar con los dacios. Un ataque conjunto germano-persa me parece, por supuesto, una fantasía, pero si se nos atacase por todas nuestras fronteras al tiempo no nos podríamos defender.
Lo desechó todo de un manotazo:
—Hale, realidades inmediatas, a ver, reforma monetaria:
»Que el dinero romano vuelva a ser como antes de Nerón, o sea, que valga realmente lo que representa.
»Y un centro fiscal que invierta lo recaudado en adquisición de latifundios inútiles y en construcción y mejora de fábricas imperiales: fábricas de armas, pero también de otras cosas necesarias que se vendan baratas al pueblo trabajador. Así los impuestos producirán riqueza en lugar de irse como vinieron. Pero todo esto va a ser muy complicado, me dejo llevar de la fantasía.»
«Y del masoquismo», pensó, «¿dónde se ha visto esto?, ¡un moribundo haciendo planes para el futuro lejano!».
Y, alzando la voz:
—También racionalización del cobro de impuestos, que actualmente es caótico y corrupto. Estudiar bien todo esto.
Hizo una pausa. Prosiguió, encadenando las ideas:
—La capital del imperio:
«Haremos de Roma un donativo al Sol, y trasladaremos la capital a Sirmio o a algún lugar cercano a la curva del Danubio, así se podrá vigilar de cerca la romanización de Germania, que ha de comenzar, claro, desde Dacia, como una cuña latinizada. Y una o dos subcapitales, que ya veremos cuáles serán: Alejandría, quizá, para impulsar el comercio con la India. Bueno, ya veremos...»
Y, dirigiéndose a Eros:
—Yo, si vivo, me retiraré a Panonia después de domada Persia. Terminaré
mis días montando a caballo, cultivando rosas o coles, oyendo mi música favorita: el galope de los caballos contra una banda de tubas...
Sonrió, melancólico:
—¿Sabes lo que te digo, Eros?, pues que el que siente que le fallan las fuerzas, lo mejor que puede hacer es quitarse de en medio.
»Y tú te vienes conmigo, ¿eh?, a tomar mis memorias al dictado, pero en mi latín, no en el tuyo, y luego, en tus ratos libres, escribes las tuyas a tu aire: en hexámetros virgilianos, ¿qué te parece mi plan?»
Eros Latiniano tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para sonreír. Los ojos y la sonrisa del emperador eran funestos, como diciéndole: despídete de la vida; un escalofrío le recorrió entero, le atenazó la mente.
Volvió a mirar a Aureliano, cuyos ojos se le transformaron de pronto en colmillos al rojo blanco: los tocó con sus ojos y ios encontró gélidos, como su propia sangre, congelados en ardiente sensación de muerte inminente. Se sobrepuso como pudo a esta súbita pesadilla. Le parecía no verse por dentro: como si la letal mirada del emperador hubiese enceguecido sus ojos mentales,
entrándole en ellos por los del rostro, como en una bruma sonora. Eros Latiniano se dio cuenta de pronto de que Aureliano seguía hablándole:
—Todo esto que acabo de decirte, por supuesto, no son más que tonterías. Olvídalo. Vamos a cosas más importantes, como el idioma del imperio: a ver, escribe.
Eros se dispuso a escribir, pero su mente no estaba en lo que hacía. El emperador, se repetía, le había condenado a muerte: él sabía demasiado, y ya no hacía falta; en el cuartel general de Persia, sin duda, esperaban a Aureliano doce secretarios igual de eficaces.
Aureliano carraspeó, concentró sus ideas:
—Hay que crear un latín común a todo el imperio, y que esté basado en la realidad, o, mejor, en las muchas realidades, tantas como provincias latinas hay, de modo que todos se entiendan entre sí en cualquier sitio sin necesidad de recurrir a una lengua muerta, y a Virgilio y los de su cuerda los relegamos al foro, donde, además, jamás se habló su latín. Todo esto del latín clásico es artificial. El que quiera quemarse las pestañas estudiándolo, muy bien, que lo estudie, pero yo por quien tengo que velar es por la gente de a pie, los que trabajan y pagan impuestos y ganan batallas.
»Un idioma universal para el imperio universal que quiero impulsar. El mismo idioma para el emperador y el panadero. Y, además, así se evitan malentendidos peligrosos, como la carta que mandé a Tétrico y que por poco nos hizo perder la reunificación con Galia. No la escribiste tú, fue un suplente tuyo que era un piernas; bueno, bien caro le costó. Quiso imitar tus elegancias virgilianas y estuvo a punto de echarlo todo a perder, porque el pobre Tétrico creyó ver una amenaza donde no había más que una cordial invitación a volver al seno maternal de la Roma eterna. Menos mal que intervine a tiempo y con mi buen latín panonio lo arreglé, pero en un tris estuvo...
»El latín militar podría servir de modelo, porque es autosuficien-te, tanto que lo que no se pueda decir de él no vale la pena decirlo, y tiene eufemismos y cacofemismos para todo lo que se quiera.»
El mejor latín, pensaba Aureliano, era el de Panonia, y, si de él dependiera, se impondría hasta en Grecia.
—Bueno —volviendo a incorporarse en la litera—, vas bien servido. Quiero un resumen claro y completo, por partes, y dos copias. Y si se te ocurre algo, lo añades. Bueno, te puedes ir.
Eros no se movió: lo que miraba a Aureliano era una fragilísima careta de seriedad, un tenue camuflaje de ira y espanto, un dique inseguro de llanto, gritos o risa histérica.
Aureliano le miró:
—¿Qué hay?
—No, nada, señor. Quería pedirte permiso para salir ahora mismo para Quenonfrurio y terminar allí todo el aluvión de correspondencia y documentos que se nos ha vuelto a acumular, y, encima, lo que nos espera allí. Si no, no vamos a acabar nunca.
Aureliano encontraba la situación regocijante. Sonrió a Eros con mal disimulado sarcasmo, le dio un golpecito en el hombro. Tal era su corpachón que, sentado y todo, cubría entero a Eros Latiniano.
—Mira —le dijo, paternal—, tú trabajas mucho, te mereces un buen descanso. Tráeme todo esto en limpio y las copias que te he dicho y tómate unas vacaciones. Sal para Quenonfrurio y pásalo bien hasta que nos volvamos a poner en camino. Yo allí me quedaré unos días. Y no te preocupes por la correspondencia atrasada, casi todo pueden hacerlo tus ayudantes, y luego, tú, cuando te reincorpores
a la secretaría, haces lo demás. Pero no te lleves contigo nada de lo que has tomado aquí al dictado.
—No temas, señor, en unas horas estoy de vuelta con todo.
La cosa no podía estar más clara. Eros, demudado, se bajó de la litera: acababa de oír su sentencia de muerte, pero esto, aun acongojándole, dejaba espacio en su mente para acongojarse también por la suerte del latín, eco de siglos, condenado a muerte para dejar sitio a una jerga militar, y germanizada, y por la suerte de Roma misma, que iba a dejar de ser la capital del mundo. Eros Latiniano estaba decidido a defenderse y a defender a Roma y al latín. En su mente cobraba cortantes perfiles un plan desesperado, concebido apenas segundos antes como movimiento reflejo que salta contra un golpe certero:
«La suerte está echada.»
Era un plan apresurado y borroso, pero podía funcionar.
Eros Latiniano se culpaba agriamente de no haber conseguido a tiempo un frasquito de veneno de los que se repartían en los cuarteles a los oficiales que iban a Persia; él no era oficial, y esos frasquitos estaban muy contabilizados, pero no le habría sido demasiado difícil conseguir uno.
Buscaría un poco de veneno. Aceptaría su destino. Si salía vivo de este trance, Aureliano moriría, y él vería la forma de propiciar luego sus manes. Aureliano tenía que morir para que él, y Roma, y el latín, viviesen. Pero el latín sobre todo. Había llegado el momento de arriesgar la vida en defensa de la lengua latina y su más alto artífice: Virgilio... ¿Cómo había dicho el emperador...?
¡Ah, sí!:
«Virgilio y los de su cuerda», refiriéndose, sin duda, a Horacio, Ovidio, Lucano..., los maestros de la lengua más viva que habían visto los siglos. Ahí estaba la verdadera culpa de Aureliano, se decía Eros, tratando de justificar sus oscuros designios contra el emperador, más que en cualquier sentencia de muerte de que él pudiera ser objeto; y en cuanto a Roma: ¿qué era Roma sin su lengua?; Roma y su lengua, una y la misma cosa, ¿y cabía imaginar un imperio romano sin Roma en su centro?
Ya tenía él más que suficiente dinero escondido, fruto de sus comisiones y trapícheos, sólo le faltaba la oportunidad de utilizarlo. Muerto Aureliano, podría actuar bajo la oportunidad del tiempo y la distancia, grandes camufladores de entuertos. Bueno, y de la fortuna, gran protectora de cuantos la poseen. Su idea consistía en fundar con ese dinero, en Lusitania o Mauritania, una colonia donde se hablase el latín más puro, donde los niños nacieran hablando como Virgilio.
Algo le decía, inquietándole, que Aureliano tenía que tener noticia de sus maniobras; después de todo, los escuchapedos del emperador eran famosos por su perspicacia, y estaban en todas partes.
Eros Latiniano trataba de desechar tales recelos: no había ninguna pista de sus desfalcos, lo que se dice ninguna. Trató de reír, al ocurrírsele esta sospecha en aquel momento. Lo único que el emperador podía tener contra él era el recelo de que conocía demasiados secretos imperiales.
Hincó talones en los ijares de su mulo: el caballo le parecía un animal demasiado militar para sus instintos de plumífero, y eso que él era buen jinete: en su niñez servil, en Grecia, tenía que vigilar los animales de su amo, guiándolos al paso a lomos de alguno de ellos.
Se imaginó su futura colonia latina en lo más lejano del imperio, a orillas del Atlántico, y ya le parecía oír los infantiles gorjeos en purísimo latín. Acalló los ataques de su conciencia:
«Lo que tú quieres es salvar tu vida, lo demás te importa poco, conocías demasiado bien a Aureliano para hacerte de nuevas cuando te dijo sus planes sobre Roma y el latín, lo que de veras te alarmó fue la evidencia, que creíste captar en sus ojos, de que estabas condenado a muerte...»
Le zumbaba la cabeza, le flaqueaba el ánimo. Todo se desmoronaba en torno a él.
Paró ante una posada caminera que tenía buen aspecto: una casa blanca de dos pisos en medio de un jardín silvestre; paredes cubiertas de hiedra y un gran emparrado umbroso ante la entrada.
Consignó la mula al mozo y pidió una habitación lo más recóndita posible y una esclavita mona y rechoncha. Blandió su rango de secretario imperial para conseguir paredes limpias y cama sin colchón henchido de bichos, y el huésped acabó cediéndole su propia habitación, levantada sobre el tejado plano de la casa, y yéndose a dormir, como él mismo dijo, riendo, entre chinches y cucarachas. Era un cuarto aislado, fresco y silencioso. Eros tomó un trago de vino puro y tanteó golosamente a la esclavita, que estaba dura y bien torneada. Luego encendió la lámpara, puso sus papeles sobre la mesa. Por un instante se sintió muy satisfecho. Entre sus papeles, previsor que era él, había una lista de generales, escrita tiempo atrás por Aureliano mismo. Entre los quince nombres que allí constaban estaban los de seis de los generales tan recelados de deslealtad cuanto recelosos de haber caído en total desgracia. Estos sólo necesitaban confirmación de sus recelos para tomar la decisión de defender su vida quitándosela al que quería quitársela a ellos. Eros añadió, copiando cuidadosamente la tosca letra imperial, su propio nombre y los de otros tres generales de quienes sabía con certidumbre que también estaban en desgracia. Se dijo, contemplando su obra, que el famoso tozudo, brutal rencor de Aureliano era sobrado acicate para hacer creíble cualquier amago de purga en su alto estado mayor.
Se sirvió otro vaso de vino puro y se dijo que ahora ya sólo era cuestión de hacer circular la lista poniéndola en manos de alguno de los en ella mencionados, y eso, en Quenonfrurio, donde ya había tantos altos oficiales esperando la llegada del emperador, sería fácil. Echó una ojeada a la cama, donde la esclavita se adormecía: pequeña, redonda, como a él le gustaban.
Se repitió su juramento de dedicar el resto de su existencia, y todo su dinero, a crear un paraíso en algún lugar remoto del imperio, Lusitania, por ejemplo, donde se hablase el más puro latín, y a propiciar los manes del emperador asesinado. Implacable sería su lealtad postuma cuanto iba a ser ahora su justicia: porque justicia era, no venganza o autodefensa.
Acabó la jarra de vino, pero sus nervios derramaron la mitad por el suelo.
«Cuidado, Eros», con un escalofrío, «no sea ésta tu propia libación funeral». Montó a la esclavita, ya dormida, desanudándose al tiempo el paño entrepernil, contra el que pujaba, ansioso, su falo hecho piedra.
La cercanía creciente de Quenonfrurio, la primera escala hacia Persia, le volvió tenso y arisco.
Era la gran jugada de su vida: todo lo anterior, con ser ciclópeo, no pasaba de mero preparativo.
Veía a sus grandes vencidos: Tétrico, el emperador ilegítimo de Galia, Hispania y Britania, que se le había rendido secretamente antes de la batalla final, batalla fingida, entre Roma y él; Zenobia, reina de Palmira, usurpadora de todo el Oriente romano, fugitiva y presa por sus hombres, rendida a sus pies; Felicísimo, el
jefe de los monetarios rebeldes, cuya sumisión le había costado siete mil bajas, y en batalla sacrilega: entre romanos, y en las calles de la misma Roma. Pensando en toda esta gente y en muchos más, Aureliano se maravillaba de lo imaginativamente que les evocaba ahora que ya no podían tocarle un pelo de la barba. Y sentía esto sobre todo pensando en Zenobia, Septimia Zenobia: la memoria y la imaginación se conchabaron de pronto para atascarse en su recuerdo de ella, sobre todo hoy, que le había llegado por el correo de Roma una curiosa carta de la ex reina:
«A Lucio Domicio Aureliano, señor del Orbe y de la Urbe, Septimia Zenobia, su humilde esclava: si estás bien, todo está bien; yo estoy bien.
»Señor: mi marido, el senador Manlio Agrícola, es inocente de todo cuanto se le acusa. No así el presidente del senado, que sigue en libertad a pesar de haber sido quien más hizo por levantar a los funcionarios de la ceca, y quien más ha participado en la conspiración que tus sabuesos creen haber desmontado por completo, aunque todavía parecen quedar de ella cabos sueltos que escapan a mis conocimientos, aunque no a mis serias sospechas. La astucia de este hombre ha sabido ocultar sus delitos a tu perspicacia, pero te juro por mi vida que sé de lo que estoy hablando, como te podrá confirmar uno de tus prisioneros: el senador Pompilio Musco Zenón, si das órdenes de que se le apriete lo suficiente, o si tientas su justificada angustia con promesa de indulto. Esto que te digo no lo supe yo misma hasta el momento de escribirte estas líneas. Felicidad y triunfos.»
Con tan importante carta en manos de la policía militar, Aureliano se dijo que fuese de Zenobia y su marido lo que el Sol quisiera. Él se sentía ya lo bastante acosado para no cuidarse de la vida de nadie. Lo probable era que ahora también Zenobia fuese detenida y torturada; y hasta Tétrico, pues incluso en torno a él se erizaban las sospechas. Él ya les había levantado a los tres la protección imperial. A Zenobia, como a Tétrico, Aureliano les había perdonado la vida a contrapelo de la tradición, e incluso abierto camino, a aquél, a los derechos civiles, y a ésta a una cierta prosperidad privada y hasta felicidad doméstica, pues le había dado un palacio, rentas y un marido senador que ahora se volvía contra él. Pero Tétrico y Zenobia hubieron de pasar antes por la vergüenza de un triunfo romano; con Felicísimo, no había habido piedad; ni triunfo ni nada: la cruz, y fuera. Tétrico desfiló en el triunfo de Aureliano vestido de senador y con pantalones galos, y fue escarnecido y ridiculizado por la masa de los espectadores; Zenobia, trabada por pesadas cadenas de oro macizo, se vio convertida en blanco inerme del más soez ludibrio: de los insultos que recibió, «puta del emperador» había sido, probablemente, el más suave.
Así como la transición, para Tétrico, de la vergüenza al favor había sido rápida, Zenobia tuvo que pasar por larga y angustiosa incertidumbre entre el triunfo afrentoso y el áureo perdón.
La blanca reina esperaba la libertad o el carro del verdugo, incluso la cruz, se rumoreaba. Estaba en una celda amplia y cómoda, pero hermética de barrotes e híspida de centinelas y guardianes: en sus momentos de más honda depresión la agitaban pesadillas de humillantes suplicios.
Curioso del sabor de las hembras asiáticas, Aureliano se había apresurado a probar a la recién cogida prisionera, pero fue una posesión brutal y rápida, entre dos decisiones militares: ni a él le supo a nada, ni ella pudo hacer otra cosa que abrirse de piernas y cerrarse de ojos.
Hasta después del triunfo no encontró Aureliano tiempo para ampliar y consolidar su cabeza de puente en la entrepierna de la reina cautiva. Invadió
militarmente su celda, pero esta vez ella le esperaba con todas sus armas en ristre: le
cogió desprevenido y supo volver las tornas y otorgar a su captor un momento placentero de su angustia vital, como tantas veces, según se decía, había conminado a hercúleos soldados a su lecho para arrojarles a los perros después del quinto orgasmo. Lo cual desconcertó por completo el juego de Aureliano, cuya intención era gozar doblemente de ella: hendiendo su cuerpo y no respondiendo a sus aterradas preguntas ni plegándose a sus súplicas de perdón: pensando jugar con ella como el ratón con el gato, fue él, por el contrario, quien se vio sumido en hondo pasmo doble en el que su experiencia no supo deslindar lo mental de lo puramente físico. La blanquinegra reina le atarazó los nervios, le hurgó en los sesos, le incandesció el glande: nunca habían gozado tanto los cincuenta sentidos de Aureliano. El silencioso asalto de la asaltada desvencijó en mate y soso amasijo sin sentido todo el acervo de recuerdos eróticos de Aureliano, reduciendo a insípido espliego conyugal el acre sabor a trigo y cerveza rancia, orines y sudor, de sus recias y esquivas germanas.
En los brazos de la serpentina reina asiática, Aureliano perdió el dominio de sí mismo, como quien cae en poder de un blanco ciempiés. Y Zenobia olvidó
golosamente la espantosa incertidumbre de su presente domando los músculos del panonio y poniendo la lujuria por encima de la muerte; llegó a desleírse entera en su captor y posible verdugo hasta devenir falo omnívoro en torno al cual el fálico emperador se desintegraba en pura, agresiva nada.
Durante mucho tiempo turbaron los sueños de Aureliano las uñas pintadas de verde de Zenobia, más expertas que las suyas en la exploración de sus más sensibles recovecos; sus ojos, negrísimos, circuidos de rojo; su entrepierna, cuidadosamente afeitada y perfumada; su triángulo esmaltado de púrpura y acotado en negro hasta el ombligo: inteligentes colores mágicos que el talento erótico de la cautiva hizo innecesarios, y menos mal, porque enseguida se disolvieron en sudor y semen, sin tiempo a que la inexperiencia de Aureliano comenzase siquiera a descifrarlos. Y así fue como el cabeza de un imperio que era cabeza del mundo perdió la cabeza sobre la tersa, polícroma, aromática hendedura subventral de la reina destronada de Palmira, perdiéndose en gimnasias incompatibles con la dignidad imperial que su pragmática, tosca inteligencia llevaba años cultivando; y cuando se anunció oficialmente la pingüe jubilación de Zenobia, el sutil poeta Attilio Págulo pudo lanzarse a ironizar sobre el breve idilio imperial, que, debidamente exagerado en un punzante epigrama que enseguida saltó de boca en boca, era comidilla de media Roma, y había desternillado a la otra media:
El gatillazo que más caro ha costado al imperio romano
tuvo lugar entre un panonio y una siria:
aquél creyó a ésta parte del botín,
mas fue la siria quien dejó resecos los ríñones y las arcas del panonio. No era la carta de Zenobia la única que recibía hoy Aureliano. Acababa de llegarle también un mensajero especial con una irritante misiva del rey de Persia:
«Retírate de Asia hasta los estrechos, de Siria hasta el mar, de Egipto hasta Nubia. Esas tierras eran de mis antepasados, y por lo tanto son mías. Entonces sellaremos nuestra amistad para muchos siglos.»
Ya era la cuarta o quinta que recibía de ese rey, y siempre en el mismo tono. Las coleccionaba para hacerle tragárselas todas crudas en cuanto llegase el momento. Su guardia le seguía a pocos saltos de caballo con orden de no permitir que nadie le molestase; si llegaba algún mensajero, por urgente que fuese su recado, tendría que seguir derecho hasta Quenonfrurio y esperarle allí. En Quenonfrurio estaba la legión cuarta Flavia entera, y con ella podría hacer frente a cualquier conato de insubordinación por parte de los generales de su estado
mayor, de varios de los cuales no se fiaba.
Se esperaban también tropas del Rin y del Danubio, algunas incluso de Hispania y Britania. El traslado de toda esa gente al Eufrates y a Armenia habría de funcionar con absoluta precisión.
En el instante mismo en que él hincase el talón en los ijares de su caballo en la orilla romana del Eufrates, toda esa masa humana, ¡dieciséis legiones!, se pondría en movimiento, iniciando una invasión como la historia nunca ha visto otra. Dos grandes cuñas: una desde Armenia y otra desde el Eufrates, entrarían simultáneamente Persia adentro, uniéndose en la frontera india y convirtiendo Persia en una vasta bolsa. Y todo ello, contando, por primera vez, con el clima y las habituales tretas de fuga sistemática y tierra quemada de los persas; por ejemplo, tras una larga tradición de invasiones estivales, ésta iba a ser a comienzos del otoño. Y luego: fomentar constantemente la discordia entre las comarcas persas: incesantes redadas de gente a la que embrutecer a fuerza de grandes obras públicas, innecesarias incluso, para las que el genio y la iniciativa del hombre libre son un estorbo; caza del hombre a tanto la cabeza; exterminio sistemático de cuantos supervivientes se obstinen en tener más cabeza que músculo.
¡Poner fin a dos siglos de irracional fuerza defensiva! Cada persa arrogante, cada germano reacio a Roma era un insulto al Sol.
Más allá de Germania y de Persia, sólo había masas crespas de humanidad extraterrestre, y los tentadores imperios de indios y séricos. Las informaciones de que disponía Aureliano coincidían en que ninguno de estos dos pueblos se había salido jamás de sus fronteras, de modo que podrían ser enemigos, pero no rivales de Roma.
En vastas extensiones, los reajustes fronterizos no podrían ser obstáculo a una paz duradera. Aureliano, suelta su imaginación, pensaba incluso en ensayos de condominio, de coexplotación, basados en el temor mutuo.
Le interesaban especialmente los séricos: había oído que eran maestros en el arte de levantar murallas, hasta el punto de que su país entero estaba amurallado; y que tenían unos polvillos negros mortíferamente explosivos; y que producían la mejor seda del mundo, no se sabía bien si extraída de árboles o de animalitos. Contiguos a los séricos había unos isleños que hacían una especie de hierro flexible más duro y cortante que ningún otro.
Su impaciencia cobró de pronto insólitas alas:
«Algún día inventaremos ingenios que remeden el vuelo de las aves, y volcanes portátiles que nos liberen de guerras largas e inseguras: ¡un volcán de polvillo sérico lanzado desde el aire sobre el grueso del enemigo!»
El relevo postal de Petradava le sacó de sus ensoñaciones.
Un caserón de ladrillo con grandes cuadras laterales, y en el centro un portalón flanqueado por altas atalayas de madera. A la entrada le esperaba el jefe del correo imperial de Bizancio, llegado la víspera a Petradava para recibirle con todos los honores. Detrás de él formaba la guardia del edificio; asomados a las ventanas, los esclavos y el personal libre.
Aureliano desmontó de un salto. Su caballo agitó las crines, relinchó
suavemente bajo sus caricias.
Era aquél un paisaje desolado y llano, sin apenas árboles. Aureliano parecía una torre junto al jefe del correo imperial de Bizancio, un retaco rechoncho que apenas le llegaba a las orejas. En aquel calor intenso, estaba ridiculamente togado, jadeante y sudoroso. El hombrecillo, vigilado de cerca por dos de la policía militar, se acercó a Aureliano y le hizo una profunda reverencia, luego se lanzó a una florida salutación en clasicísimo latín que él mismo no parecía entender bien, porque se
trabucaba mucho, sobre todo en los verbos. Siguió impertérrito, hipérbaton adelante, sin percibir la creciente irritación de Aureliano, mientras los especialistas de la policía militar se distribuían rápidamente por las estancias del caserón, registrando la ergástula, los cubículos del personal libre, la vasta y fresca estancia preparada para el emperador; salieron enseguida del caserón, sin dejar en sus rincones la más leve huella de tan magistral violencia, pero apostando guardias en los pasillos, ante la puerta de la estancia imperial, en el portón principal, en las demás salidas y entradas, bajo todas las ventanas.
El jefe del correo imperial de Bizancio, terminada su perorata, saludó
profusamente a Aureliano, llamándole reunificador del imperio e inminente debelador de los persas.
Los dos de la policía militar que acechaban al jefe del correo imperial de Bizancio aprovecharon el final de su breve diálogo con el emperador para cogerle en volandas y llevárselo a un rincón apartado, donde le registraron rápidamente, como otros hacían al mismo tiempo con esclavos y funcionarios libres. El jefe del correo imperial de Bizancio respiró con alivio al recibir aviso de que todo, incluso él mismo, estaba en orden, porque nunca se sabía lo que podía surgir de nichos o acechar en rincones: objetos dotados de carga mágica contra el cuerpo o la mente del emperador, por ejemplo... Se sentía incómodo y pegajoso con su toga de gala, cuyos primorosos pliegues, o lo que quedaba de ellos después del súbito registro, se diluían irremediablemente en sudor. Ansiaba bañarse, ponerse algo más ligero y refrescante.
Aureliano, en tanto, entró en el caserón. Uno de la policía militar le guió a su estancia, donde se encerró inmediatamente, dando orden de que no se le molestase. Se desnudó, quedando en paño entrepernil, encendió lámparas contra la oscuridad creciente, se sentó a la mesa, junto a la ventana, al frescor de una corriente de aire, se puso a releer un informe de sus especialistas sobre Persia: todo indicaba que los persas estaban poniendo en juego la totalidad de sus recursos, tanto naturales como sobrenaturales.
Se anunciaba una gran concentración de magos y sacerdotes en Ctesifonte, y, al parecer, con poderes mágicos de eficacia sin precedentes. Había que contrarrestar eso. Aureliano mandó llamar a uno de sus amanuenses latinos, que llegó desalado.
—A ver, escribe.
»Orden urgente, a todos los generales:
»Sólo el emblema del Sol en los pendones imperiales, pero cada legión o regimiento de auxiliares podrá tener también emblemas de otros dioses, según sus preferencias o tradiciones.
«Plegarias y sacrificios constantes a cuantos dioses sea necesario, pero al Sol sobre todo, en los contingentes concentrados a lo largo del Eufrates y en Armenia, y que no cesen durante toda la campaña.
»Fijar en lorigas y corazas el emblema del dios que prefiera cada soldado, pero los que opten por el del Sol serán proclamados amigos del emperador...»
El emblema solar se lo había inspirado a Aureliano en sueños el Sol mismo: Una esvástica sesgada cuyos brazos torcidos significaban la fuerza del Sol rebotando sobre la tierra en forma de vegetación.
Pronto estarían listos miles de esos emblemas, de todos los tamaños y para todos los usos. En banderas y pendones la esvástica sería negra sobre fondo blanco, y los especialistas garantizaban su eficacia si no se llevaba por obligación. Aureliano estaba decidido a que a ningún soldado romano se le obligase a llevarla. En su pendón personal, Aureliano había hecho poner, debajo de la esvástica sesgada, y también en letras negras, el siguiente aviso:
CON ESTE SIGNO VENCERÁS
Siguió dictando cautelas, hasta que se le secó la imaginación. Lo esencial era tener contentos a todos los dioses. Cuando terminó y repasó lo dictado, se dijo que bien bruto tenía que ser el dios que no quedase contento.
«Rayos del Sol», le decía una vocecita desde el fondo mismo de su mente,
«jalonan tu camino hacia la victoria final, que será instantánea y deslumbrante, y obra de un dios nuevo: Júpiter Solar».
Le invadió una inmensa sensación de euforia: el aire se empapaba de espíritus favorables, ansiosos de servirle; todo su ser levitaba en brazos del Sol. Quiso disfrutar cuanto antes de tan súbito presagio de omnímodo triunfo. Se llenó un tazón de vino puro, lo apuró de un solo trago. Dio orden de que le trajesen a la última germana de su harén ambulante; a las otras les había ido dando la libertad, pero en Germania quedaban muchísimas: era cuestión de ir a por ellas. Ni vino ni germana confirmaron largo tiempo su euforia: el primer orgasmo, arduo y agotador, le infundió un nuevo espanto de impotencia y muerte inminente, y su buen sentido, al demoler la primera parte de tal amenaza demostrándosela falsa, no hizo sino desasosegarle más.
Buscó remedio montando por tercera vez a su palpitante montón de carne olorosa a mugre, pero los acres efluvios de sus pobladísimas axilas le repelieron, contra todo precedente, hasta el punto de cortarle lo que parecía prometedor conato de orgasmo, dejándole de espaldas sobre el colchón entre agoreros atisbos de muerte al acecho.
Se sentía la mente vacía, inerme ante crecientes temores.
«Tonterías», se repitió, diciéndose que las sensaciones juegan a su antojo con la inteligencia, «tonterías».
El olor fuerte y turbio de la germana le irritaba las ventanillas de la nariz, le empapaba la mente de irracional agresividad, le encendía por encima de sus posibilidades físicas, incitándole a ataques que estaban condenados a frustrante derrota, llenándole al tiempo de inasibles recuerdos de su juventud militar. Se apartó del muelle, anfractuoso colchón germano, saltó del catre militar que le acompañaba por doquier en sus viajes, se puso a dar galopantes paseos por el cuarto en busca de asideros contra la angustia que le asfixiaba; la germana le seguía con los ojos muy abiertos, divertida y asustada.
Aureliano buscaba augurios favorables en aquella oscuridad, y no de poder o victoria, sino de simple supervivencia contra los recuerdos. Sus ojos, en frenética búsqueda, tropezaron con los de la germana, en cuya vigilancia lemurina Aureliano vio un instante, fundidas en una sola, las miradas de todos sus enemigos, reales e imaginados. Poseído de incontenible pavor, llamó a gritos al oficial de la guardia. En cuanto le vio entrar le ordenó con voz estentórea, estridente, que estrangulase allí mismo al endriago que acechaba su muerte. El oficial tardó en comprender: el tartamudeo afanoso, entrecortado, del emperador, cuya voz era de ordinario tan firme, le desconcertaba. Finalmente llamó a dos legionarios y entre los tres se llevaron en volandas a la germana, desnuda y pasmada.
El oficial llevaba tiempo codiciando de lejos el harén ambulante del emperador. Aprovechó la oportunidad para poseer a la germana contra la pared mientras los dos legionarios la sujetaban. Precaución innecesaria, porque ella, confusa y aterrada, se dejaba hacer, encerrada en sudoroso silencio. El oficial se fue, ajustándose el faldellín militar, y los dos legionarios se jugaron a cara o cruz la precedencia entre las piernas de la germana. Luego la atontaron con un certero golpe en la nuca para estrangularla sin turbar el sueño del
emperador.
El último sueño de la vida de Lucio Domicio Aureliano Manus ad Ferrum, gótico, sarmático, arménico, pártico, adiabénico, cárpico, ya pérsico casi, comenzó
como pura luz deslumbrante, en la que su espíritu angustiado se sintió tan a gusto como una oruga en su capullo.
No sentir, no pensar...
Poco a poco esa luz devino cegadora, dudosa niebla en la que él trataba en vano de descifrar los innumerables, herméticos rostros que la poblaron enseguida, surgiendo de su fondo en apretada rebatiña por su atención, la cual fue identificándoles uno a uno, pero sin tiempo para distinguirles por sus nombres, pues, en cuanto les reconocía, se fundían en nueva, densa oscuridad, como si la perspicacia identificadora de Aureliano fuese golpe mortal a su identidad, de modo que quedó
preso de la tantálica certidumbre de saber y no saber quiénes eran. Candente oscuridad en la que sólo acabó discerniendo con total evidencia un rostro rezagado que llevaba muchísimo tiempo sin ver: el de su madre, pero que resultó ser un rostro sin rostro ni cabeza ni cuello, un rostro que le infundía contradictorios gozo y tristeza, pues, en el momento de aparecérsele, se diluyó en la misma oscuridad donde ya se habían disgregado los otros; rostro permanente en su misma ausencia, y Aureliano, haciendo un esfuerzo de interpretación, juzgó tan clara, frágil, flotante aparición como augurio de derrota y angustia totales: el rostro sin rostro de su madre no le miraba a los ojos, sino a lo más abstracto de su mente, y con una sonrisa muda y cerrada, diciéndole sin palabras que ella ya no iba a poder aparecérsele más, pues, al transformarse en calor y en luz, había perdido todo contacto real con el mundo de los vivos.
Aureliano despertó asido al tantálico borde de tan turbadora visión. Se dijo que la vida es siempre fracaso, aunque la corone el triunfo, porque el fracaso consiste precisamente en estar vivo.
Se frotó la cara, se deslegañó, orinó contra una esquina, se dijo que iba al encuentro de su suerte, la que fuese: «La frontera del Indo, o el Leteo.»
A fin de cuentas, ambos.
Firme el torso y recio, poderosa la cabeza vulpina, enmarcada la cara de barba gris acero entreverada de blanco, labios carnosos, ojos duros, socarrones al tiempo, de audaz lobo estepario avezado a romper trampas, una mano asida a la rienda, caída la otra sobre el cuello leí caballo, ambas con el aplomo de quien domina su dominio: el mundo entero, y en este punto le recordaría siempre el general Bivio Rotundo, que cabalgaba a su lado. Aureliano, muy a la cabeza, como iempre, de su guardia, varios de cuyos jinetes habían salido en pos le él al verle alejarse tanto, dio un súbito talonazo a su caballo y salió más hacia delante, pensando obsesivamente en hallar augurios favorables que confirmasen y reforzasen los ya vistos: miraba al cielo, en busca de aves. Siguió llanura adelante, diciéndose: «Tonterías, tonterías. Despierto o dormido, da igual: es la razón, que duerme aunque el cuerpo vele. Yo sólo tengo que temerme a mí mismo, soy mi peor enemigo.»
Cundió de pronto la alarma: una tupida polvareda anunciaba, gente a caballo. Los demás jinetes de la guardia apretaron el galope, uniéndose enseguida a los que se les habían adelantado; en descampados peligrosos como aquél tendían a desoír la orden del emperador de dejarle solo.
Aureliano, curioso, apretó también el galope, pero no tardó en verse flanqueado por jinetes aclamantes. No tuvo tiempo de decirles nada: enseguida se aclaró ante ellos un destacamento de infantes y caballeros de la legión Cuarta Flavia que habían salido al encuentro del emperador para vitorearle, estentóreos, en cuanto
lo divisaron. Aureliano se llenó de súbito gozo: se lanzó hacia ellos, desmontó. Su alegría creció hasta desbordarle corazón y mente al ver que el centurión que les mandaba llevaba al cuello la medalla solar, ¿qué mejor augurio?
El sol arreciaba, hincándole su favor por todos los poros.
Aureliano se quitó casco y capa, ordenó al centurión que le ayudase a desabrocharse las hebillas de la pesada coraza de cuero repujado: quería sentir el sol a través de la leve túnica, de tejido muy suelto, que llevaba debajo: igual que ir desnudo.
—Me das buena suerte —cálido, al centurión—, no te apartes de mi lado.
Al pie de la cuesta que conducía a Quenonfrurio, Aureliano se bajó del caballo. Lo hizo de un salto, rehusando ayuda, y casi cayó al suelo cuan largo era al tropezar su pie con un guijarro en punta. Se enderezó rápidamente, mirando al racimo de generales uniformados de gala que le esperaban en la cima de la cuesta:
«Ojalá», se dijo, «no se hayan fijado».
Aquello era pésimo agüero, probablemente aviso del Sol, diciéndole: «No sigas adelante.»
Pero él tenía que seguir.
Hizo una seña a los germanos de su guardia, y al jefe mismo de ésta, de que se le mantuvieran algo a la zaga, pues quería hacer frente él solo a lo que el Sol le deparase. No podía ser nada serio: él era el amo del orbe, y tenía a sus pies a todo el alto estado mayor danubiano, los que mantenían firme la frontera más sensitiva del imperio, extremadamente sensitivos ellos mismos en su férrea dureza. Con la frente erguida, Aureliano emprendió la subida a paso firme, repasando ansiosamente en su mente la larga retahila de nombres del Sol que le había dado uno de los sacerdotes del gran templo recién elevado por él en Roma a ese dios: «Centro del universo»,
«Creador de cuanto existe», «Padre nutricio de cuanto respira»... Lejos estaba él de saber que Eros Latiniano hubiese puesto en guardia a sus generales contra una sentencia de muerte colectiva, y sin recurso posible, de modo que tanto los incluidos en ella como los que no lo estaban, pero temían sus prontos, tendrían ahora el puñal listo, pero no en la mano, pues sólo uno iba a blandirlo, sino en la mente, en forma de pasividad física total ante el magnicidio, matizada, todo lo más, de escrúpulos inoperantes, de ofrendas tibiamente prometidas a los manes del emperador al que iban a asesinar para no ser asesinados por él, el emperador cuyo genio militar seguía pareciéndoles necesario para la salud del imperio.
Aureliano desgranaba su rosario: «Luminaria única de cuanto se mueve»... Cuatro guardias germanos, la mano en el pomo de la espada, y su jefe, espada en mano, le seguían a unos pasos; el jefe, hombre sensato, frenaba a Aureliano con su mente, pero a la de Aureliano no llegaban estos efluvios. Los generales, un racimo de doce, comenzaron a acercarse, muy juntos, cuesta abajo, al emperador, y los planes de exterminio mutuo entre éste y sus generales seguían intactos, y al borde de su recíproco cumplimiento: esta escisión final entre ambos era reflejo de la que surgía en aquel momento en muchas de aquellas cabezas, para quienes la muerte del emperador era un mal necesario, las cuales deseaban matarle y al tiempo conservarle vivo; pero no en la del emperador mismo, que estaba plenamente decidido a llevar a cabo su purga cuanto antes, porque ninguna de sus víctimas era necesaria para la victoria romana sobre los bárbaros.
Aureliano, antes tan precipitado en sus juicios y diáfano en sus decisiones, se había ido volviendo, a golpe de implacable realidad, persona cauta y discretísima, hermética incluso. Le gustaba repetir el viejo proverbio panonio: «La sonrisa tiene
forma de yugo, y como yugo unce al que se fía de ella.»
En aquel crítico instante, último casi de su vida, Aureliano parecía distendido, sonriendo a sus víctimas, que le sonreían a su vez, y era a sus seis víctimas más urgentes a quienes con más franqueza sonreía, las cuales, por su parte, le sonreían a él con aire de más franca bienvenida que los demás.
Libre y fresco en su ligera túnica, Aureliano se detuvo mascullando mentalmente el último nombre solar de su retahila: «Brillante mazmorra que a todos nos encierra», y se sacudió el polvoriento faldellín y se secó el sudor que le apelmazaba el pelo. Saludó a los generales, que a su vez le saludaron, y dio el último paso que le separaba de un grupo de hombres que habían subido con él desde la masa de legionarios rasos y a algunos de los cuales ya consideraba tan muertos como ellos mismos, todos ellos, le consideraban a él.
Siguió ahora en medio de ellos, se volvió a sus guardias para decirles que le esperasen fuera, y entró en un gran caserón donde los generales iban a formularle sus proposiciones y comentarle el estado de los preparativos para la campaña persa. Al cerrarse la puerta, y cuando más levitante y fuerte se sentía, le enloqueció de pronto el rostro una salvaje punzada en la mandíbula, y dos muelas se le encendieron de súbito dolor: esto le pareció signo cierto de que el Sol le había abandonado, pero supo dominarse, se asió el carrillo ardiente con una mano, sin pensar por el momento en otra cosa, alejando con la otra a los generales y el rostro sin rostro de su madre, que acudía a él en aquel momento supremo. Se sobrepuso enseguida y fue tendiendo la mano a los generales, y precisamente al más digno de ejecución sumarísima fue a quien primero se la tendió, mientras en las mentes de todos ellos saltaban ahora chispazos de autojustificación ante lo que ya era inminente:
«¡Ahora pagarás tus cóleras!»
«¡Ahora nos resarciremos de tanta humillación!»
«¡O él o yo!»
Se persuadían a sí mismos de lo urgente que era matar a un emperador que quería limpiar la curva del Danubio de generales romanos, necesarios no sólo para su propia supervivencia, sino también para la de Roma. Y así, cuando Aureliano tendió la mano al general Mucáphor, el espantoso dolor de su encía, embotando su suspicacia, no le permitió fijarse en la insólita premura de éste por asir la suya, o en que los otros retiraban rápidamente sus manos para facilitar el apretón.
Aureliano estaba completamente cercado, y separado de su guardia por la puerta cerrada del caserón. Los súbitos avisos con que ahora despertaba su dormida suspicacia, alarmada por la fuerza con que Mucáphor le sujetaba la mano, llegaban demasiado tarde. Los generales, apretados en torno a él, afilaban sus pensamientos contra aquel pecho desguarnecido, diciéndose que era su propia vida lo que defendían: con un emperador, se repetían, como Aureliano nadie estaba seguro de seguir vivo mañana.
Repentinamente ajeno a Roma y a su futuro, Aureliano trató en vano de desvincularse de Mucáphor para asirse con ambas manos el carrillo enloquecido, e hizo nuevamente seña a los demás generales de que se apartasen de él, peligrosamente irritado ya por su persistencia en acosarle; pidió al Sol que le llevase de una vez al tiempo pasado/futuro donde las muelas no duelen, y justo en ese momento Mucáphor le hizo perder el equilibrio con un brusco tirón, atrayéndole hacia sí e hincándole con tremenda fuerza en el pecho un puñal muy largo y fino que llevaba escondido entre el cinturón y el peto de cuero repujado.
Golpe cuyo dolor se diluyó al principio contra el de la encía al rojo vivo, pero ambos dolores se borraron instantáneamente contra la deslumbrante reaparición de la madre de Aureliano, la sacerdotisa del Sol, que le sonreía ahora en su interior con todo el rostro como un foco de luz inteligente, y en este chispazo inmóvil se leía sin
palabras el ilustre ancestro etrusco de Attio Título Mucáphor, que Aureliano conocía por lo ufanamente que Mucáphor mismo lo proclamaba por doquier, pero él nunca lo había relacionado con la estatua etrusca hallada cinco años antes en el subterráneo de la ceca romana: y así fue como el Sol abrió a Aureliano, certera y ya casi postuma, la clave del aviso que tanto le había inquietado en su momento: