* Y él se erguía, con el pecho y con la frente / como si tuviese el infierno en gran menosprecio.

Cinco años antes, recién elegido emperador por sus iguales, los generales danubianos, Aureliano había tenido que entrar en Roma, decidido a poner rápido fin a la guerra más extraña e irritante de toda la historia romana: la que le movían los funcionarios de la ceca de Roma sublevados con sus hombres, y con cuantos quisieron unírseles, contra sus reformas monetarias, que les privaban a ellos de enriquecerse acuñando moneda de falsa liga; les azuzaban y reforzaban en sus quejas numerosos senadores y aristócratas conservadores, deseosos de retrasar imposiblemente el reloj de la historia romana, al que Aureliano daba ahora implacable cuerda. Aureliano estaba lleno de ciega furia contra los rebeldes que, minándole sorda y abiertamente la retaguardia, habían entorpecido su acción militar y política desde los bancos del senado y las calles de Roma, enfrentándole, finalmente, con una situación que pudo haber sido catastrófica para el estado romano, el único punto del mundo donde, gracias a emperadores como él, aún relucía la civilización. De todo este espectáculo tragicómico había quedado en su mente, sobre todo, el final de la contienda.

Despertó, como siempre, de pronto, sin ninguna transición de temor, recelo siquiera, a la realidad cotidiana. Se levantó ágilmente del catre militar, un armazón plegable, suavizado apenas por un gran saco de paja, donde siempre dormía desnudo. A cuantos intentaban persuadirle para que usara lecho más muelle, él siempre les respondía lo mismo:

—Yo soy un soldado.

No le gustaba perderse en palabras con civiles, y decía que la política, como mejor se expresaba, era monosilábicamente y en latín militar, único idioma con filo capaz de desenmascararla:

—Los senadores llevan uniforme en la calva, y espada en la lengua. Él sólo aceptaba una excepción a esto: Eros Latiniano, su secretario, que, civil y todo, le resultaba imprescindible:

—Es un archivo vivo de mis ideas y mis planes; si no existiese, tendría que inventarle.

Y añadía, para sus adentros: «A la larga, peor para él; de César nadie ha de saber demasiado.»

Orinó abundantemente contra el mármol de la terraza y se pasó un paño blanco entre las piernas, anudándoselo bien fuerte a un lado. Pensó en las tareas del día, que no eran pequeñas: el asalto final a la ceca de Roma, defendida aún por los últimos ladrones públicos del erario público; con los furtivos, ya lidiaría en su momento...

Y al jefe de los ladrones públicos, Felicísimo, de pintoresco nombre, ya había dado orden de que se le crucificase sobre el terreno, y sin trámites, y la cruz muy alta, y bien hincada, estaba esperándole.

¡Más de tres mil vidas costaba ya su contumacia!

La idea del tiempo y el dinero que iba a costar reponer tan excelente material humano ensombrecía a Aureliano. Una sola cosa le consolaba en parte: serían los senadores quienes pagasen esa y otras cuentas, y de su bolsillo; así aprenderían. Se sentía eufórico. Se estiró, exponiendo al sol incipiente el pecho recio e híspido, más grisáceamente canoso que el resto de su cuerpo; su barba, en cambio, ya era casi de un blanco sucio.

«Me quedan seis o siete años», se dijo, «bueno, diez, quizá, si no me matan antes».

—¡A ver, rápido! —llamó al oficial que acudió a sus palmadas—,

¡cambiadme a éste por Heliogábalo! —dijo, señalándole el busto del primer Claudio, emperador, según él, pusilánime.

La noche anterior, al desplegar su catre en la terraza, había visto allí la estatua, presidiendo sobre el plinto de mármol: como estaba cansado, no dijo nada, pero prefería a Heliogábalo, adorador del Sol, como él.

El oficial reapareció cuando Aureliano, tras haber comulgado mentalmente con el sol incipiente, ya se abrochaba el faldellín.

—Señor, me dicen que Heliogábalo fue proscrito por el divino Marco Antonino.

El respeto que le infundía Marco Aurelio Antonino, el emperador soldado y filósofo, le contuvo un juramento. Se encogió de hombros:

—Bueno, a ver, Trajano entonces.

El oficial salió apresuradamente de la terraza. Cuando volvió, seguido por dos esclavos que llevaban a cuestas una cabeza de Trajano esculpida en mármol, Aureliano ya estaba de punta en blanco. Espada al cinto y todo. Los esclavos desatornillaron la cabeza de Claudio, cuidando de no desportillarla, y atornillaron en su lugar la del divino Trajano. Aureliano miró el plinto recapitado: «Frente baja», se dijo, «rematada por bárbaro flequillo, ojos algo cargantes, entre escrutadores y quisquillosos».

Sonrió:

—Así me gusta —dijo al oficial—, yo creo que fue el lechuguino ése —

señalando a Claudio, que se iba a hombros de un esclavo, vigilado de cerca por el otro— quien me dio pesadillas anoche.

—¿Qué soñaste, señor?

—Lo peor, centurión, lo peor —escupiendo y volviéndole la espalda para mirar, apoyado en la baranda de mármol de la terraza, el rápido amanecer romano—, que nos daban órdenes unos monos como esos que hay sueltos por los jardines de Salustio, lo cual, bueno, puede pasar, ¡pero —con una risotada— es que iban vestidos de senadores!

Aureliano seguía las operaciones contra los rebeldes desde la terraza de un palacio cuya altura dominaba la ceca y su entorno. Situación que no podía menos de cosquillear su recio humor de general habituado a conquistar territorio sin otra traba que la agilidad de sus tropas.

—Esto comienza a parecerse a la guerra cántabra —le comentó al oficial que le había anunciado la toma por asalto de las torretas que flanqueaban el portal de la ceca—, cuando cada monte nos costaba media legión. A Felicísimo lo vamos a crucificar con manto de púrpura; se ha proclamado emperador y no quiero decepcionarle.

Se le notaba sordamente furioso. Sus oficiales temían sus irracionales cóleras repentinas, medían mucho sus palabras en situaciones como aquélla. El cierre de los doce centros de acuñación dependientes de la ceca romana había perjudicado mucho a su personal directivo, que se beneficiaba escandalosamente a costa de la moneda, reduciendo su peso, rebajando su aleación, con lo que la divisa romana había acabado por convertirse en ludibrio de propios y extraños. El rey persa había saludado la subida al poder de Aureliano enviándole un cajón de monedas persas de todos los metales y valores, y este mensaje:

«Querido hermano: mira qué primor, pásaselas a tus monederos, a ver si aprenden.»

Lo que suscitó en Aureliano un devastador ataque de ira, hasta el punto de costarle la vida al enviado persa y hubo que mandar al rey barrocas excusas, en espera, como comentó Aureliano mismo, «de que llegue el momento de ir yo en persona a presentárselas más contundentes».

Atizado por el senado, siempre hostil a Aureliano, Felicísimo había tenido la

insolencia de proclamarse emperador al amparo de una terrible derrota sufrida por las legiones danubianas contra los yutungos, invasores de Italia. La victoria que obtuvo Aureliano sobre ellos inmediatamente después transformó en Roma el pánico a los bárbaros en pánico al ejército imperial, y hubiera sido difícil decidir cuál de ambos pánicos agarrotaba más.

Aureliano entró en Roma y no dio cuartel.

Quince senadores, acusados de incitar al pueblo a la rebelión, fueron enjaulados en el Foro Trajano en espera de sentencia. Los legionarios, nerviosos en luchas callejeras, hacían sentir a cuantos rebeldes cogían las consecuencias de haberles forzado a correr a Roma dejando a los yutungos a medio exterminar. Calle por calle, casa por casa, piso por piso incluso, se fue estrechando el cerco a Felicísimo; las encrucijadas y los foros de Roma se llenaban de cruces gimientes y goteantes, de tajos ensangrentados.

Aureliano había dado órdenes estrictas de que sólo se tocase a gente identificada con los rebeldes, pero no resultaba fácil contener a los legionarios frenéticos, sobre todo en casas dignas de saqueo.

—Bueno —Aureliano no quería frustrar demasiado a sus hombres—, si no se puede evitar el saqueo de casas particulares, al menos que las incendien, así parecerá

que fue consecuencia de la batalla.

No hubo verdadero control: incendio tras incendio, como reguero de fuego, hasta llegar al monte Celio, desde uno de cuyos palacios Aureliano dirigía ahora el asalto final a la ceca.

—Es casi imposible instalar máquinas de sitio en torno a todo el recinto —le decían sus generales—; si no se rinden, esto va para largo.

—Pues peor para ellos, por cada día que tarden, un día más de cruz; y si me hacen esperar mucho, cruces de fuego. O las fieras.

Felicísimo y sus cómplices confiaban, desesperados, en alguna intervención divina: Hércules en persona, a mazazo limpio, o, quién sabe, una invasión relámpago de yutungos, vándalos, godos.

El edificio de la ceca, alto y macizo, estaba rodeado de casas de vecindad y palacios que casi se le echaban encima. Sólo ante la fachada principal se abría una plazuela, insuficiente para las potentísimas máquinas de sitio que la abarrotaban, impidiéndose mutuamente funcionar. Los técnicos aseguraban que los sitiados tenían que haber reforzado la fachada por dentro, de otra forma no se explicaba su resistencia.

De pronto un tremendo trueno sacó a Aureliano de su negro ensimismamiento, mientras la fachada de la ceca se hundía ante sus ojos en un caos de piedra, metal, ladrillos, cegándoles a todos con su estruendosa, densa polvareda. De la batería de máquinas de sitio se elevó un tremendo vítor, y todas lanzaron al tiempo una última andanada de grandes pedruscos. Aureliano, quitándose el casco, coreó las aclamaciones, bajó a la plaza como un poseso, exponiéndose a romperse la crisma escaleras de mármol abajo:

—¡Al asalto!, ¡al asalto!

Le seguían sus generales y sus guardias, que parecían contagiados por su fiebre. A uno hubo que darle una cura de urgencia, pues se había roto la frente contra el borde de un escalón.

El asalto había comenzado y ya se luchaba ceca adentro; los legionarios ocupaban metódicamente todo su interior sin apenas resistencia. Aureliano, radiante de ver tan rauda, certeramente cumplidas sus órdenes, se pasó la mano por la frente encendida:

«¡Si siempre fuese así, no harían falta generales!»

Su idea de un ejército sin intermediarios entre él y los legionarios fue analgésico eficaz contra el incipiente dolor de cabeza, mientras fila tras fila de legionarios danubianos se precipitaba sobre las ruinas, que, de pronto, comenzaron a arder, parándoles en seco.

—¡Apretad bien!, ¡que no se escape nadie!

Los oficiales cuidaban de cerrar el cerco en torno al edificio, en cuyo interior nadie parecía moverse.

Aureliano hacía caso omiso del dolor de cabeza, que volvía, fuerte. Le acosó

una súbita avalancha de espíritus favorables: se le ensanchaba el ánimo respirándolos, como un bálsamo; le hacían cosquillas en la pelambre pectoral, oprimida por la coraza bajo el calor tremendo:

«El Sol», se dijo, «es el Sol, sus rayos cobran vida en torno a mí». Pasó junto a él un grupo de legionarios apresurados. Les llamó a gritos:

—¡Eh, rápido! ¡Que lo sepan todos! ¡Corona mural para el que coja vivo a Felicísimo!

Todos le envolvieron en aclamaciones: más terapéuticas que las caricias del Sol; vítores, la mejor música.

El emperador se quitó el casco, lo dejó sobre la cabeza marmórea del divino Trajano, con cuyo apelativo oficial, «el mejor príncipe», él aspiraba a rivalizar «si la inevitable puñalada trapera se demora lo suficiente». Acarició, distraído, el rostro frío del viejo pederasta, cuyos ojillos se le antojaron, de pronto, inquisitivos y cargantes, como si le siguiesen, burlones, con esa fijeza móvil de las pupilas pintadas.

Se volvió al general Ennio Galicano, uno de los pocos, cada vez menos, que aún le tenían franco, aunque cauteloso afecto. Ennio Galicano estaba en el otro extremo de la terraza, apoyado contra la baranda; las ennegrecidas ruinas de la ceca se levantaban a sus espaldas, calientes todavía, contra el cielo atardeciente.

—Bueno —Aureliano estaba fríamente furioso—, tú y yo, ya ves, hemos tenido que luchar ahora en la misma Roma, ¿eh?, ¡en la Roma que tanto hemos luchado por salvar de una invasión! Quién nos lo iba a decir, después de... ¿cuántos?,

¿treinta años? No, yo más: cuarenta casi, y tú, veinte o así, en el Danubio y en el Rin y en el Eufrates, protegiendo Roma contra una invasión que ahora, ya ves, son romanos, ¡romanos!, quienes la han hecho ¡Tener que luchar en Roma, y contra romanos!... Pero, no, esa gente no es romana, ¡si le habrían abierto las puertas de Roma a los bárbaros con tal de poder seguir sentados tranquilamente sobre todo el oro que nos habían robado acuñando moneda falsa! Bueno, casi me alegro de que los bárbaros nos zurrasen, porque así éstos se confiaron, se precipitaron y revelaron sus verdaderas intenciones.

Ennio Galicano asintió, guardando silencio. Era alto y delgado, perfil agudo y mirada serena. Miraba fijo al emperador, temiendo una de sus iras súbitas, irrefrenables. Aureliano se dio cuenta:

—Tranquilo —rió—, tú y yo, no temas, a trabajar. ¿Cifra final de bajas?

—Casi siete mil. Auxiliares la mayor parte. Legionarios, casi dos mil. Aureliano frunció el ceño:

—¡Casi media legión! ¡Y el tiempo que nos va a hacer falta para avezar elementos nuevos!

La batalla por las calles de Roma había sido muy traidora: la muerte caía de las terrazas, asomaba bruscamente por puertas y ventanas; el suelo cedía de pronto bajo pies habituados a luchar en descampado. La experiencia de pelear en los interminables y tupidos bosques germanos apenas servía: los árboles no son manzanas de casas.

Ennio Galicano adivinó sus pensamientos:

—Justo —le dijo—, los árboles sirven de escudo, no vomitan muerte.

—Al pueblo, ni tocarlo —dijo Aureliano, grave—, y a los parientes de los muertos habrá que ver la forma de compensarles. Tiene que saltar a la vista de todos que esto ha sido una traición contra el pueblo romano. A los otros, ya sabes: cruces y más cruces, y con cuerdas, no clavos, para que duren más.

—Los pocos que han sobrevivido ya están presos, señor, o fugitivos.

—Que se ponga precio a su cabeza y se les ejecute sin demora, y lo más públicamente posible.

Dio unas palmadas. Al oficial que se acercó le ordenó traerle a los senadores que estaban abajo. Subieron inmediatamente, socarronamente custodiados por dos centuriones rugosos y curtidos, delgados y agudos como sabuesos. Los rostros de los cuatro senadores estaban enfangados en sudor y perfumes fundidos por el sol y el espanto. Cincuentones y gordos,temblaban como jalea a pesar de sus evidentes esfuerzos por mantenerse inmóviles y mayestáticos entre los pliegues impecables de sus togas blanquísimas. Aureliano les miró, burlón:

«Tengo vuestra dignidad», se dijo, «en mi dedo meñique».

A Ennio Galicano le recordaron a su padre, gourmet obsesivo, en uno de sus momentos de más angustiosa incertidumbre: «¿Qué cenaré esta noche?, ¿murenas o vulvas de cerda?»

Aureliano condescendió a dirigirles la palabra desde lo alto de su ira, diluida ahora en sangrienta sorna:

—Bienvenidos —y a los centuriones—: que se les den los planos de las zonas destruidas.

—Todo el Celio —anticipó Ennio Galicano—, y buena parte del entorno, casi hasta el Foro Trajano.

—Vosostros —Aureliano, de nuevo a los senadores—: tenéis empresas de construcción. Fuertes, las más fuertes de Roma.

Los senadores guardaron silencio, y Aureliano les midió con ojos duros:

—Bueno, si no lo son, ya sabéis, da igual, y mucho ejercicio, que eso adelgaza muchísimo. Vais a reconstruir por vuestra cuenta todas las casas que hayan pertenecido a ciudadanos romanos inocentes. Bajo supervisión militar. Eso, o una muerte que procuraremos haceros larga y dolorosa. En fin, elegid. Los senadores se miraron. Sus esfuerzos por mantenerse impasibles hacían agua por todas sus arrugas. Finalmente, se volvieron a Aureliano, cuyos ojos, como los de Ennio Galicano, relucían de feroz sorna. Sin decir nada, asintieron. Eros Latiniano tardó en llegar porque cuando el esclavo le llamó de parte del emperador estaba dando los últimos toques al informe sobre el final de la guerra monetaria. Como era para el senado estaba en terso latín clásico, con jugosos matices virgilianos muy del gusto de los senadores, aunque algunos de éstos encontraban algo cargante el arcaizante culteranismo del secretario imperial. Con este informe había un resumen más pedestre para Aureliano. Ambos, en tablillas de cera: en cuanto recibiesen el visto bueno imperial, se pasarían a material más duradero. El original iría al senado, y el resumen al archivo personal de Aureliano, más una copia de ambos al archivo general de Roma.

Al verle entrar, cargado, como siempre, de rollos y tablillas, Aureliano le saludó, cautamente jovial:

—¡A ver, el informe ése!

Cogió los dos juegos de tablillas que Eros Latiniano le tendía y leyó con cuidado la versión resumida. Se fiaba plenamente de la exactitud de su secretario, de modo que apenas echó una ojeada a los largos períodos de la versión senatorial:

—Sí, muy bien... Bueno eso de «venerables padres sin cuya guía me sentiría

perdido» —con una carcajada—, sí, muy bien.

Aplicó su sello a la cera de ambos textos y se los devolvió a Eros Latiniano, mirando con recelo los rollos de pergamino que éste llevaba bajo el brazo:

—¿Algo más?

—No, señor.

Aureliano le hizo seña de que se fuera, y se dirigió de nuevo al general Ennio Galicano, sentado a su lado; de pronto pareció recordar algo:

—Ah, Eros, sí, las ejecuciones... ¿han terminado ya?

—Sí y no, señor —respondió éste, volviendo sobre sus pasos—, a los senadores presos se les trató según tus instrucciones: enjaulados en el Foro Trajano, fueron objeto de burlas y pedradas del pueblo, luego les sacaron uno a uno, paseándoles desnudos por media Roma, camino del suplicio. Casi todos murieron bien, aunque alguno perdió la dignidad y se arrastró suplicando clemencia. A los monetarios supervivientes se les crucificó con cuerdas, como ordenaste. Algunos están vivos todavía. De los jefes, sólo Lampridio, el procurador de la moneda, seguía vivo hace una hora: gemía y respiraba muy fuerte, se revolvía en la cruz, como buscando mejor postura.

—¿Y Felicísimo?

—A ése le cogieron cuando trataba de escapar disfrazado de esclavo. Iba casi desnudo, enfangado entero y con un gran fardo a la espalda. Le reconocieron y le doblaron a fustazos por la plaza, y él gritaba y suplicaba que no era más que un pobre acuñador de la efigie imperial. Se arrodilló ante sus captores, que se reían de él. Le llevaron a la cruz a rastras, y le ataron a ella bien envuelto en un gran manto de falsa púrpura.

—¿Había mucha gente?

—Sí, señor, y todos te vitoreaban y decían que debiera haber más espectáculos así. Felicísimo no hacía más que retorcerse y gritar que le bajasen, que él no había hecho nada. Era muy gracioso.

Ido Eros Latiniano, Aureliano volvió a sentarse frente a Ennio Galicano:

—Como te decía, el futuro ahora va a ir sin interrupción: primero, reunificar el imperio por Occidente: Galia; y luego por Oriente: Palmira; hecho esto, Persia, fuera de combate para siempre, y entonces, por fin, lo más importante: el norte.

—¿El norte, señor?

—Sí, Germania.

Ennio Galicano no entendía:

—¿Conquistar Germania, señor?

—El imperio es un trípode —replicó Aureliano—, y ahora le falta una pata, y esa pata es Germania. Gran tarea, no bastaré yo a rematarla, pero la comenzaré si el Sol me da vida. Bueno, el Sol, o Thor, o Júpiter, que viene a ser lo mismo. Aureliano rellenó los vasos y ordenó al esclavo hacer lo mismo con la jarra vacía. Prosiguió:

—Bueno, lo son y no lo son. Júpiter, Thor, el Sol, o sea: Occidente, Germania, Oriente. Las tres patas del trípode. Y la falta de Germania es la causa de todas nuestras desventuras, porque mal podremos acabar con un país extraño como Persia cuando tenemos la mitad de nuestra propia casa fuera de nuestro alcance. Desde el divino Antonino hasta ahora hemos hecho a Germania una guerra de chapuzas y parches, tan imposible de ganar como de perder, porque es una guerra fratricida. A los germanos hay que atacarles con las armas que voy a usar yo. El rostro de Ennio Galicano se ensombrecía en medio de un silencio expectante.

—Hay que olvidar la advertencia de Octaviano —prosiguió Aureliano— de no conquistar Germania. Germania es tercio tan esencial del imperio como Oriente y

Occidente. Estoy pensando en la manera, pero siempre sin más guerra que la imprescindible. Habrá que luchar, sin duda, y mis sucesores rematarán mi obra, pero el Sol me dice que es factible: no, necesaria. El Sol es Júpiter, y Thor, pero más visible que ambos: hasta a los ciegos les llama a los párpados, porque, cuando no se le ve, se le siente.

Ennio Galicano no sabía qué pensar:

«¡Germania, ese fangal de serpientes...!»

Aureliano se levantó, estaba cansado.

—Bueno —se dirigió a Ennio Galicano—, a Lampridio, si sigue vivo, que le bajen de la cruz y le digan que el emperador le ama y pone en él sus esperanzas. Y

cuando se haya repuesto del todo y esté bien perfumado, bien comido y bien bebido

—con una gran sonrisa—, ¡otra vez a la cruz!, ¡pero con clavos!, ¡y el cadáver a los perros!, ¡hale, rápido!

Lo primero que hizo Ennio Galicano al volver a su posada fue convocar a tres viejos amigos, generales veteranos, cuyo colmillo, como el suyo, se había retorcido en las guerras germánicas.

Los cuatro se encerraron en el cuarto de Ennio Galicano, lleno de grandes cajones de madera abarrotados de libros y de objetos raros, en su mayor parte antiguos, traído todo ello de su casa ancestral de Campania para ayudarle a reposar la mente y la vista de los embrutecedores espectáculos bélicos. Sus amigos eran hombres pragmáticos y directos, atentos sólo a cuestiones tangibles e inmediatas, y muy poco dados, sobre todo, al contacto con las letras, leídas o escritas. Todos aquellos libros les parecían otros tantos estorbos para ver la realidad. En política se atenían al consejo de Augusto: no aumentar el imperio con nuevas guerras, y veían en Germania y Persia útilísimos campos de entrenamiento y fuentes de botín para las legiones; se entusiasmaban con el espejismo de las conquistas trajanas tanto como les ensombrecía la prudente retirada de Hadriano a las antiguas fronteras, y encontraban humillante la idea de Aureliano de retirarse cuanto antes del saliente transdanubiano de Dacia.

Ennio Galicano espantó con un ademán al esclavo que aguardaba junto a la puerta:

«Todos ellos son confidentes de la policía», se dijo, y él mismo escanció el vino mientras los cuatro se sentaban en cerrado, estrecho coro. Ennio Galicano hablaba bajo, como temeroso del aire, y sus amigos aguzaban las orejas, inclinándose hacia él.

El emperador, les explicó Ennio Galicano, tenía extraños planes para Germania. Una vez conquistada Persia, decía, iba a haber que «inyectar sangre germana en todo el imperio». Germania, afirmaba, era una hermana descarriada de Roma a la que había que atraer, como fuese, al redil.

Ennio Galicano hizo una pausa mientras sus amigos fruncían el ceño: nunca habían oído nada parecido. Uno quiso interrumpir, pero Ennio Galicano le hizo callar con un imperioso ademán.

—No, espera, hay más. El emperador piensa reclutar a miles de germanos jóvenes. ¡Esclavos incluso! ¡Y prisioneros de guerra, que donde tenían que ir es al mercado de esclavos! ¡Y formar con ellos unidades auxiliares para las legiones!

Deleitándose en el evidente pasmo de sus oyentes, Ennio Galicano prosiguió:

—Habla incluso —murmuró con voz y ojos de excusa, como diciendo: no tengo yo la culpa, es la pura verdad— de formar una legión germana, bien avezada en la disciplina romana, y hacer de ella la punta de lanza de una futura guerra germánica en la que piensa usar la persuasión con preferencia a la espada. La persuasión, como no fuese a mandobles, no formaba parte de la tradición

militar romana: los tres oyentes de Ennio Galicano, que creían conocer bien a Aureliano, no sabían qué pensar, y Ennio Galicano disfrutaba con su desconcierto.

—Bueno, nada de esto es lo que se dice peligroso: es insólito, heterodoxo, pero de ahí no pasa. Otros emperadores han tenido ideas más peregrinas y luego no ha pasado nada. No vamos a enfrentarnos con el emperador por una cosa que, a fin de cuentas, puede quedar en palabras.

Uno de los oyentes, muy serio, preguntó:

—¿Hablaba en serio?

—Sí, eso sí, completamente.

Los tres se despidieron sin hacer comentarios. En ciertas cosas todos ellos estaban de acuerdo: Germania y Persia eran inconquistables, y más útiles como enemigos que como provincias, porque justificaban la existencia del formidable ejército romano, que era la razón de su vida; y esta coincidencia esencial les permitía seguir actuando como una piña, aun cuando disintieran entre sí en muchas otras cosas.

Como los árboles, cuyas raíces forman parte del tronco, mientras sus ramas se mecen en alas de vientos muy distintos.

Cuando Aureliano despertó, el esclavo que vigilaba su sueño avisó al oficial de guardia, que entró rápidamente en la terraza:

—Señor, el general Vinicio espera abajo, dice que convendría que inspeccionases personalmente el sótano de la ceca, por lo visto ha aparecido allí el tesoro de los monetarios.

Aureliano se inmovilizó en pleno estirón, se enderezó, saltó, desnudo, del catre militar:

—Voy, voy.

El esclavo le tendió un tazón de vino caliente muy aguado. Aureliano lo apuró, eructando con regodeo. Se metió en la gran bañera metálica que le trajeron dos esclavos hercúleos: apenas cabía. Uno de ellos fue derramándole agua caliente por todo el cuerpo, mientras el otro le frotaba el torso con tan sabia fuerza que le arrancó gruñidos de placer.

Salió del baño, se envolvió en una gran toalla, frotándose fuerte, sintiendo en el peludo cuerpo el sol incipiente como un espinoso saludo matinal: miles de propicios espíritus solares le penetraban por todos los poros, endulzándole la sangre, agria de sueño sobrante, animándole, mente adentro, a rematar de una vez aquella ridicula aventura. Un grato cosquilleo se le transmitía muslos y piernas abajo.

«¡Una batalla en Roma!», le susurraban aquellos espíritus amigos «¡justo cuando más te urge correr a Galia, a Palmira, a Ctesifonte, al Báltico!, ¡casi mejor ordenar a los historiadores que omitan esta triste hazaña!». Hasta sus relaciones con el Sol se matizaban en él de lengua militar: El sol naciente le atacaba, o bien le infundía valor, ánimo de avanzar; el poniente se le rendía, sabiendo que de nada le valdrían repliegues, y, menos, fugas contra el amor de Aureliano.

En la plaza le esperaba el general Ausonio Vinicio a caballo entre dos soldados también montados. Aureliano paró con un ademán el movimiento que hizo Vinicio de bajarse de un salto y tenerle las riendas. A una señal de Aureliano, los cuatro se lanzaron a vivo galope hacia las ruinas, ya frías, de la ceca, al otro lado de la plaza. Los legionarios aclamaban, joviales y estentóreos, al emperador comilitón. El general Vinicio distribuía toda su capacidad de ternura entre dos objetivos: la historia y la vida de Roma, y la persona de su forjador vivo, Lucio Domicio Aureliano, sobre cuya sacralidad no albergaba atisbo alguno de duda. Para con el resto de la creación, Ausonio Vinicio sólo albergaba brutalidad.

En su mente de romano linajudo Roma era un talismán contra cuya integridad no había atentado leve o perdonable. Era muy romano, y no sólo mentalmente: bajo y fornido, cabeza grande y redonda, hombros anchos y cuadrados, ojos agudos de neblí

rapaz, voz tan serena ante el peligro como ante el placer.

El general Vinicio, escrupuloso adorador de dioses, lares y penates, era tan minucioso en sus devociones que chocaba, y Aureliano se divertía observándole, aunque en público le elogiase sobremanera, instigando a todos a imitarle. Vinicio desmontó con una agilidad que sus cincuenta años hacían sorprendente. Cogió las riendas del caballo de Aureliano, intentando innecesariamente, ayudar a éste a desmontar.

Cruzaron el vasto solar medio carbonizado, saltando entre muñones de manipostería en precario equilibrio y montones de piedra y ladrillos en el centro de lo que había sido gran patio central, Vinicio señaló una amplia abertura cuadrada, como una trampa en pleno pavimento:

—Ahí tienes la entrada, señor. Cubierta de losas, como todo el patio, pero éstas estaban sueltas, y saltaron con el fuego, dejando al descubierto un círculo de hierro. Lo levantamos y se nos abrió la cueva de los ladrones. Aureliano bajó por los escalones de piedra muy espaciados, tan estrechos que había que mantenerse en equilibrio sobre ellos con los talones solamente. El último, muy alto, hubo que saltarlo. Vinicio iluminaba sus pasos con una antorcha encendida, después de avisar a los soldados que esperasen arriba con antorchas de repuesto.

Se vieron en un pequeño sótano bajo, muy fresco, abarrotado de cajones.

—Es oro y plata, señor —dijo Vinicio, y añadió, riendo—: los recortes de las monedas.

Aureliano se acercó al más próximo: estaba aislado en el suelo, como de muestra, y era de tapa también de madera. La levantó: los lingotes de oro exhalaban un brillo mate contra la luz súbita de la llama, que se encabritaba al movimiento descendente de la antorcha.

—Hay más que ver, señor.

Le guió hacia un hondo, escarpado desnivel abierto en la roca, a cuyo fondo cayó de un salto iluminándolo con la antorcha. Aureliano miró, midió y saltó, felicitándose de lo flexibles que conservaba los músculos de las piernas:

«Como resortes de catapulta», se dijo, «dos saltos seguidos, arriesgadísimo el primero, de seis palmos el segundo, y ni notarlo».

Vinicio, a su lado, le señaló el fondo de la segunda cueva, que se angostaba hasta perderse de vista:

—Conduce al Tíber —le dijo—, pero al final hay que ir a rastras. Levantando la antorcha, le llevó hasta un pequeño ensanche, cuyo suelo había sido apresuradamente levantado y vuelto a allanar en parte, dejando un gran boquete abierto en el centro.

—Lo mandé levantar todo —prosiguió Vinicio—, por si había más cuevas del tesoro, pero no vimos nada. Este boquete conduce a una serie de extrañas cuevas, como tumbas antiguas. No sé si te interesa verlas, hay estatuas, y una armería antigua, nada de los monetarios.

Aureliano asintió:

—Sí, guía tú.

Desde el momento mismo en que se vio en el fondo de la cueva, Aureliano sintió con toda claridad la presencia en torno a él de algo siniestro. Cerró los ojos, se dijo: «Supersticiones vanas.»

Lo único sobrenatural era el Sol, y cuanto éste crease: una planta mínima, el más inferior de los esclavos, él mismo, participaban de lo sobrenatural como parte

del presente y el futuro del Sol, padre luminar y termal, nutricio y protector, cuyos innumerables rayos eran otros tantos hálitos inteligentes e inteligibles, espíritus favorables, amigos.

Pensó de pronto en su madre, modesta sacerdotisa del Sol: la sentía en torno a él, y en él, caldeándole los pulmones, endureciéndole los músculos, agudizándole la mente.

Abrió los ojos, miró en torno a sí: una caverna alta y rocosa, cuya oscuridad rompía tenuísimamente la antorcha de Ausonio Vinicio.

Amontonados contra las paredes de piedra cruda, haces de lanzas y flechas, montones de arcos y espadas, castilletes de escudos. La falta total de brillo revelaba la fatiga del largo sopor bélico.

—¿Armería antigua, dijiste? —Aureliano miraba aquel fantasma de otras guerras con la maravilla del niño ante un juguete inexplicable—, ¿estás seguro?

—Por completo, señor. Son muy antiguas, yo diría que de las guerras púnicas. Al principio me parecieron ofrendas funerarias, pero son demasiadas, y aquí

no hay tumbas romanas. Más probable es que sean armas de Catilina, o de Espartaco. Este solar fue antes foro de esclavos, y la casa de Catilina estaba aquí cerca. Quizá

comunicase con esta cueva por la ramificación de alguna cloaca. Ausonio Vinicio era asiduo lector de historia. Muchos copistas nutrían su gran biblioteca con los libros más insólitos. Y llevaba consigo por doquier una biblioteca portátil en letra microscópica que su excelente vista leía sin dificultad.

—Son de Catilina —dijo, de pronto, Aureliano—. Seguro.

—¿Por qué, señor?

Aureliano eludió la respuesta con un ademán cautamente defensivo y se acercó a los montones de espadas: romanas, y nuevas, pero su antigüedad saltaba a la vista, por ejemplo, en el pomo, y en los remates que lo sujetaban a la hoja. Miró también haces de flechas, y un montón de arcos: ya no se hacían así, y muchos arcos, además, tenían la cuerda rota, mordida por el tiempo. Un oscuro miedo le subía al corazón: aquello era una clarísima señal divina; armas republicanas, de cuando Roma era todavía romana, antes de que Julio César la sometiera a un poder semejante en todo al poder real; el mismo que él ostentaba ahora.

Pero sin una autoridad hierática Roma no podría subsistir el tiempo necesario para que el senado recuperase su plenitud y dejasen de hacer falta emperadores deificados, como él mismo, lo que hacía tanto más absurdo que ahora fuese precisamente el senado, lo más romano que tenía Roma, obstáculo principal a ese renacimiento que él trataba de apresurar con lo menos romano que había en el mundo, el despotismo oriental.

«Bueno», pensó, apartando de sí tales ideas, «menos mal que nos queda la legión romana, prueba tangible de que Roma nació por inspiración divina». Aquellas armas parecían echársele encima. Un escalofrío anónimo le recorrió

entero. Se pasó la mano por la frente:

—¿Subimos?

—Hay otra caverna más abajo, señor.

A Vinicio le intrigaba mucho la turbación del emperador, tanto más evidente cuanto más trataba éste de ocultarla.

Señaló otro boquete en el suelo, y Aureliano se asomó a él, iluminado prestamente por la tea. En la oscuridad casi total del fondo apenas se discernían unos bultos.

Aureliano desenvainó la espada, tanteó con la punta boquete adentro, mientras Vinicio se apresuraba a iluminarlo mejor. Del fondo vieron surgir una superficie que parecía sólida y cercana. A una seña de Aureliano los dos se

descolgaron al tiempo, asiéndose al reborde cortante, cayendo entre dos figuras humanas de tamaño natural esculpidas en piedra.

Las examinaron a la luz de la tea: un hombre y una mujer envueltos en largas túnicas de un dorado desvaído. Los brazos, abiertos en holgado abrazo que Aureliano sintió como apretón sofocante. Rostros largos y facciones rígidas de un rojizo pálido; grandes ojos dorados, arcaicamente vivos y risueños; finos labios tenuemente rojos, fruncidos en rictus de aterradora euforia. Parecían acecharles a los dos desde siempre con la implacabilidad de lo eterno.

Aureliano se sentía preso de aquellas extrañas figuras, cadavérica, matemente polícromas.

«Bárbaros», pensó, «estoy entre bárbaros».

Saltó del alto plinto al suelo, súbitamente sudoroso, seguido por Vinicio, que se puso a observar el sepulcro, pues eso es lo que realmente era, con gran interés.

—Etrusco, señor —dijo—, el primero que veo. Sé algo de ese pueblo por el libro del divino Claudio. Es interesantísimo.

El sepulcro que remataban las estatuas era macizo. Y las estatuas, vistas desde abajo, le parecieron de pronto a Aureliano completamente inocuas: se miraban con sonriente, voraz euforia, dos muertos eternamente al borde del abrazo revivificante.

El sepulcro mostraba una inscripción en caracteres griegos.

—Es un matrimonio etrusco —dijo Vinicio, leyendo—, ambos murieron el mismo día, y ahora, en el otro mundo, se encuentran y corren a abrazarse.

—Bárbaros.

Aureliano se imaginó, pésimo presagio, al emperador Valeriano prisionero, rodeado de persas hostiles.

—Mira, señor.

Ausonio Vinicio le señaló con la antorcha otro boquete abierto al pie del sepulcro.

—No lo había visto —dijo— , a punto estuvimos de caer en él. Aureliano reprimió el pánico irracional que volvía a dominarle. Miró, agachándose: la luz, inmovilizada por el aire quieto, hizo relucir en el fondo una perezosa corriente de chispeante, gorjeante agua negra.

Se volvió, muy agitado:

—Rápido, nos vamos.

Un súbito dolor de muelas fue golpe de gracia a sus nervios: «Otro aviso de lo alto.»

Punzada tras punzada, como fuego frío: el Sol, sarcástico, confirmaba así la impotencia humana ante lo imprevisible.

Aureliano se llevó la mano al carrillo, se subió de nuevo al sepulcro, sin hacer caso de las estatuas. Se cogió de un salto al reborde del piso superior, se levantó a pulso con un solo brazo. Una vez arriba, se inclinó, tendió la mano a Ausonio Vinicio, mientras la otra seguía apretada al carrillo doliente. Vinicio, admirado de tan certera fuerza, agilidad y aplomo de gimnasta joven, se dejó levantar como un muñeco hasta el segundo nivel, del que los dos subieron al primero. Vinicio no sabía a qué atribuir tan raudo, hondo terror en hombre habitualmente tan templado.

—¿Tienes tú —le preguntó, de pronto, Aureliano— buenas muelas?

—Excelentes, señor.

—Yo ya pocas, y muy malas.

A punto estuvo de añadir: «Por eso perdimos la batalla de Placencia: me atacó una súbita locura de muelas, y en tan furioso aplanamiento me sumió que ni siquiera pensé vigilar los movimientos de los yutungos rezagados. Inexcusable, en un

soldado como yo.»

Menos mal que nadie le echó a él la culpa, al menos de boca para afuera, y que él mismo, calmadas las muelas, remedió el desastre con rápida, solar contundencia.

Se dirigió hacia la salida, diciéndose que los caminos divinos son implacables. Se volvió de pronto a Vinicio:

—Quiero recompensarte. Te ordeno que cojas diez lingotes de oro de esos cajones.

Vinicio se cuadró, solemne. Una orden imperial. Él, muy rico por su casa, nunca había codiciado, ni husmeado casi, oro que no hubiese sido, cuando menos, de su bisabuelo. Contó diez lingotes del cajón abierto, dejando que la antorcha se apagase sola en el suelo. Se sujetó cinco bajo cada brazo y subió los escalones a la zaga de su señor, que parecía cada vez más ágil, y cuya angustia disipaban ya los rayos del sol. Salieron a las ruinas de la ceca.

—¿Cuántos saben lo de los sótanos? —preguntó de pronto Aureliano.

—Sólo yo, señor, dejé a los hombres arriba y bajé solo.

—No hables a nadie de lo que hemos visto. Mándalo cegar todo.

—¿El oro también, señor?

—No, el oro no, eso que lo saquen de ahí.

Ausonio Vinicio se despidió apresuradamente del emperador y se dirigió a su posada. Los lingotes le pesaban, y llamaban la atención. A sus espaldas se oían joviales vítores al paso de Aureliano:

—¡Mil, mil, mil mató!

Aureliano siguió a pie entre los legionarios. No podía desear mejor compañía en el estado de ánimo en que se encontraba. En momentos de crisis o angustia, el legionario, su primera encarnación militar, se le volvía taumaturgo, símbolo vivo de su propia ascensión del fondo a la cima, donde en aquel momento se sentía en precario equilibrio.

Los vítores y las canciones conmemorativas de viejas hazañas:

¡Mil, mil, mil mató!,

acabaron por serenarle algo. Así y todo, cuanto más escrutaba la visión que el Sol acababa de depararle en los sótanos de la ceca, tanto más se le entenebrecía la mente a fuerza de turbios pinchazos de espanto e impotencia.

Estaba convencido de que si ahora volviese a las ruinas de la ceca no vería allí más cueva que la de los lingotes, botín tangible de los monederos rebeldes: el resto era una aparición, un fantasma, pura advertencia solar. Sólo él conocía la verdadera índole agorera de lo que Vinicio consideraba simple sucesión de cuevas con restos romanos y etruscos de esos que tanto les gustan a los que no tienen otra cosa que hacer que urdir el presente a fuerza de hablar del pasado.

Su primera interpretación de aquella complicada versión, basada únicamente en el almacén de armas republicanas, ya no valía. Las tres cuevas superpuestas formaban una unidad cuyo mensaje era mucho más complejo y peligroso, mucho más urgente: armas romanas, republicanas, tumba etrusca, o sea: bárbara; y negra agua fluyente. No podía estar más claro:

«Si sigues volviendo tus armas contra el senado,

Roma caerá en manos bárbaras

y toda tu obra pasará como el agua.»

Tal era el mensaje. ¿Y qué quería decir, exactamente? ¿Que él, Aureliano, tenía que obedecer los decretos del senado, renunciar prematuramente a su autoridad

absoluta en materia de guerra y paz y a centralizar el poder militar en manos de un emperador transformado en dios vivo?

Si éste era el mandato del Sol, todo estaba perdido: las largas fronteras europeas y asiáticas del imperio romano requerían un mando central fuerte, solo así

se podían defender con rapidez y eficacia, y eso solo él, o alguien como él, podía aportarlo.

A menos que el Sol, que todo lo sabía, aceptase su desobediencia como lo que realmente era: un sacrificio supremo, aceptado por el bien común; o le iluminase mejor, revelándosele con mayor claridad, abriéndole perspectivas nuevas. Aureliano subió rápidamente los escalones de mármol hasta su terraza, cuyo ambiente le atraía como si nunca hubiese conocido otro: cielo romano, mármol oloroso a orín y sudor, un catre militar con sábanas cada vez más sucias, una mesita bajo un toldo sobre la que Eros Latiniano le amontonaba más y más papeles llegados de todas partes y escritos en un latín que él apenas entendía. Con frecuencia, lo que hacía era revolver los papeles de modo que muchos cayesen al suelo, luego llamaba a Eros:

—A ver, lo de siempre: lo que queda sobre la mesa, si son peticiones, que sí, y lo que haya caído al suelo, que no. Si no lo son lo lees y me resumes lo que dicen. Se pasó la mano por la cara, llamó al oficial de guardia:

—Rápido, una germana, ya sabes, muy germana, y con buenas carnes. Se desnudó en un momento, se tumbó en el catre, se dijo por cuarta o quinta vez que el único testigo de aquella terrible visión era Ausonio Vinicio. Urgía olvidarla, y el mejor olvido era la muerte.

«Mañana», se dijo, «le hago desaparecer sin dejar rastro».

Decisión que le infundió tremendo alivio.

Espíritus amigos, refrescantes y protectores, empapaban de pronto el aire, le invadían los pulmones. Siguió pendiente de los cortinajes, esperando ver llegar a la germana, diciéndose que ordenaría la desaparición de Ausonio Vinicio de modo que coincidiese exactamente con un grandioso sacrificio a sus manes... Le deificaría... Un agradable soporcillo se apoderaba de él... Una caricia del Sol... O de su madre. Volvió a llamar al oficial:

—La germana, que se vaya.

La noche siguiente el general Ausonio Vinicio fue atacado por sorpresa. Había salido al anochecer de su posada para ver Roma de noche, pues Roma era uno de sus más hondos amores.

La Roma de sus amores se le echaba encima como un paisaje apretujado y frágil que nunca se cansaba de contemplar, sobre todo al anochecer, cuando las sombras subrayaban sus fuertes perfiles: calles anchas, oscurecidas en pleno día por grandes edificios deslumbrantes de mármol sucio junto a angostas callejas serpenteantes de casas y casuchas encaramadas unas sobre otras como castillos de naipes y rematadas por tejados, toldos y pajizos, tocándose casi sus desvanes y terrazas sobre una estrecha cinta de asfixiante suciedad mordiente de olores, ensordecedora de amenazadores y dulcitonantes ruidos, por la que a veces apenas podía pasar un hombre de lado. Templos abiertos al sol y al aire que respiraban gente como transparentes pulmones: muy distintos, en la mente de Ausonio Vinicio, de las hoscas iglesias cristianas, ansiosas sólo de encerrar a sus fieles en lo único que sabían compartir con ellos: tinieblas.

Absorto en todo esto vagaba Ausonio Vinicio al azar por calles y callejas cuando seis hombres, anónimamente vestidos como él, que iba de paisano, le cayeron de pronto encima al amparo de la oscuridad, tan tupida ya que Ausonio Vinicio estaba pensando retirarse a su posada: justo al dar la vuelta a una esquina le

golpearon con tal contundencia que no le dieron tiempo a exhalar un suspiro. Le amordazaron, le maniataron, le cosieron a puñaladas, le tiraron a un gran hoyo recién abierto en un solar cercano. Echaron piedras y tierra sobre el cadáver, lo cubrieron todo cuidadosamente con cuadrados de césped fresco que esperaba a un lado de la fosa en limpios montoncitos. Y cuando se dispersaron, tras allanarlo y pisotearlo todo muy cuidadosa, aunque apresuradamente, y de echar piedras y ramas y basura sobre el césped, nadie habría notado nada raro allí. Y todo ello en unos instantes, y sin decirse una palabra entre sí o hacer apenas ruido.

Aureliano dejó en la finca aurelia un destacamento de cincuenta legionarios con un centurión a su cabeza, el cual, en cuanto hubo perdido de vista a los otros, fue a ver a Flavia, a quien comunicó las nuevas órdenes de su jefe:

—La necesidad de pedir permiso para salir de aquí sólo se refiere a ti, señora, la señora Plautila y su hijo Auréolo pueden ir y venir como quieran. Mi misión en esta casa es vigilar únicamente tus movimientos.

Flavia le invitó a comer, lo que el centurión aceptó con naturalidad y dignidad, y durante la comida hablaron de las campañas de Aureliano, en las que el centurión había participado desde el principio. El centurión encontraba que el estado de guerra permanente a lo largo de todas las fronteras era lo natural:

—No hay nada como la guerra para avezarse a la guerra —decía—, y nada como estar avezado a la guerra para salir victorioso de ella. No es natural que un imperio viva en paz, sus vecinos sólo por la fuerza pueden tolerar su existencia. Mientras los soldados acampaban en el parque, donde habían insistido en hincar sus tiendas de campaña por encontrar hostil el interior de la casa, Flavia convocó a su nuera y a su nieto. Quería pasar a

Auréolo el dominio de toda la fortuna de los Aurelios que ahora, con la muerte, ya inocultable, de su padre, le correspondía exclusivamente a él. Auréolo escuchó muy serio la increíble historia:

—Tu padre vivía, en Germania pasó cinco o seis años huyendo de la persecución en que perdió la vida tu abuelo Próculo. Nos escribía muy poco, y siempre insistiendo en que te dijésemos que estaba muerto. Es lo que hicimos, y menos mal que conseguí convencerte de que me dejases a mí gobernar todo esto, porque, si no, no me habría quedado más remedio que contarte la verdad. Ahora todo es tuyo. Tu padre se mató hace tres días por orden del emperador, que le dio a elegir entre matarse o ser ejecutado, bueno, me imagino que sería así, porque ya comprenderás que yo no estaba allí, y el emperador no me lo contó con mucha claridad.

—Tiene que venir Ligeia —dijo inmediatamente Auréolo—, ultimar los trámites, y mi esposa en cuanto esto ocurra.

Sin más, la mandó llamar. Mientras llegaba, Plautila dijo:

—Bueno, yo me voy a Roma, ahora que estoy en libertad de hacerlo. Aquí no me siento segura. En una semana o así salgo.

—Tampoco me siento segura yo —dijo Flavia—; por mucho que me tranquilizase Aureliano, pienso que aquí todos corremos peligro, y muy grave. Ligeia llegó muy cohibida, pero Auréolo la sentó a su lado, le cogió la mano:

—Prosigue, abuela.

—Tengo que enseñarte las cosas de la familia. Llevará tiempo. Si quieres seguimos mañana. Empezamos con el sol. Hay mucho que ver. Entretanto, entiéndete tú con el administrador.

Miró a Ligeia, que le sostuvo la mirada. Luego Flavia comentó esta

insolencia con Plautila:

—¡Habráse visto!, ¡no bajó los ojos!

—¡Y eso que todavía es esclava!

Auréolo llevó aparte a su abuela y a su madre:

—Lo que vayáis a hacer, aplazadlo, tenéis que asistir a mi boda. Madre, tú

aplaza tu viaje a Roma, y tú, abuela —mirándola fijo—, sigue entre nosotros hasta dejarme casado y en pie de guerra.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Flavia, mientras Plautila se les acercaba para oír mejor.

Auréolo, mirando en torno a sí, acercó la boca a las orejas de ambas mujeres; añadió, muy bajo:

—Tengo que vengar la muerte de mi padre.

Al día siguiente Flavia y Auréolo se vieron solos de madrugada. Flavia llevaba una bolsa con papeles, que le tendió:

—Los testamentos de tu abuelo y tu padre —le dijo—, y algunos documentos que ahora debes tener tú.

Le llevó al piso subterráneo donde estaban las estancias de verano y se detuvo ante una pared de mosaico con una gran máscara teatral en el centro, cuya boca abierta mostraba un círculo negro. Flavia fue a un extremo y tiró de una mano tallada en relieve en la pared, la cual cedió a su fuerza, abriéndole toda una sección del mosaico y dejando un boquete por el que se podía entrar.

Flavia entró en una estancia obscura, haciendo a Auréolo ademán de seguirla. Una vez dentro ambos, Flavia disipó la oscuridad abriendo un angosto ventanuco lateral que apenas dejaba entrar luz suficiente para iluminar a su lado una bolsa de cuero con recado de encender: debía de dar al fondo de un pozo. Una vez tuvo luz en la mano, Flavia fue encendiendo varias lámparas: las mechas, resecas, chisporroteaban, amenazando apagarse, hasta que Flavia pudo cebarlas con otras frescas que llevaba en una bolsa colgada del cinturón. Así, Auréolo, desconcertado por tanta precaución, pudo verse en una vasta y alta estancia cuyas paredes, techo y suelo estaban recubiertos de piedra. Todo a lo largo y ancho de su extensión poblaban la estancia baldas de gruesa madera, la mitad de las cuales estaban cargadas de lingotes de oro y bolsas cerradas, que, como pudo comprobar enseguida Auréolo, contenían monedas de oro antiguas, de cuando la moneda romana realmente pesaba su valor en oro.

—Aquí está —le dijo Flavia— todo el oro de los Aurelios, depositado año tras año sin excepción, durante siglo y medio; todo cuanto no nos hacía falta para nuestra vida diaria o nuestros negocios, venía aquí, y aquí sigue. No se sabe cuánto pueda haber. Nadie más que el cabeza de familia conoce esta reserva. Ni el administrador ni nadie. Ahora tú y yo solamente, y yo ya sobro. Allí —señalando al fondo— hay una puerta que conduce a otra estancia igual, lista para seguir recibiendo oro cuando ésta esté llena.

Auréolo, deslumbrado, echó una ojeada panorámica a aquella estancia y pensó que aún faltaba tiempo para llenarla del todo.

«Aquí hay», se dijo, «dinero de sobra para vengar a mi padre», e hizo voto de dedicar a esa tarea, ahora fácil, todo el tiempo que aún le quedase de vida, incluso si esa venganza acabase con su vida a la vez que con la de Aureliano. Salieron de allí, cerraron y subieron a la superficie de la tierra. Flavia le llevó

a los almacenes, donde se guardaban las mercancías que los Aurelios exportaban a Germania, y donde la mirada de Auréolo se perdió, sin apenas interés, por salas y salas llenas de grandes y pequeños envoltorios de tela de saco cuidadosamente etiquetados, entre los cuales pululaban esclavos que los traían y llevaban, sacándolos

para enviarlos a Germania o trayéndolos de los talleres contiguos para almacenarlos. El administrador, que se había unido a ello, le dijo:

—Esto marcha solo, sin ayuda de nadie. Los encargados de las factorías germanas nos hacen los pedidos, y aquí se les cumplimentan. Tu intervención sólo sería necesaria si quisieras introducir algún cambio en una rutina que ya lleva sin cambiarse varias generaciones. Es la clientela germana la que dicta nuestra política comercial; bueno, y la medida en que nos es posible satisfacer sus gustos: hasta ahora, casi siempre hemos podido.

Auréolo le dijo que siguieran así, y que él sólo quería supervisar sus actividades anualmente, mientras no fuese necesaria otra cosa. El administrador, un liberto inteligente y enérgico, asintió, despidiéndose de él y de Flavia. Aquella parte de la finca, situada al otro lado de los campos cultivados y de los pastos, estaba tan lejana que habían tenido que ir hasta allí en carro de mulas. Volvieron a la casa, donde ya habían comenzado, por nerviosa, urgente orden de Auréolo, los preparativos para la boda: Ligeia estaba a punto de ser libre, por orden, también nerviosa y urgente, de su inminente ex amo y también inminente marido. La ya inminente ex esclavita se mantenía al margen de sus inminentes suegras, deseosa de evitar choques de último momento. Ligeia temía que Flavia y Plautila le hiciesen ver que, para ellas, seguía siendo tan esclava como antes, por mucho que hubiese cambiado su estado jurídico, pues, en lo más hondo de sus mentes, la índole servil era indeleble.

No pensaba eso Auréolo, que la consideraba libre por su única y omnímoda voluntad: el funcionario que había llegado urgentemente a formalizar el acto de manumisión ya iba de camino al archivo municipal, donde se registraría oficialmente el cambio radical que había sufrido la suerte de Aurelia, nuevo nombre, a partir de ahora, de la pequeña Ligeia.

—Madre, abuela —había dicho Auréolo, entre amenazador y suplicante, a Plautila y a Flavia—, si me queréis no mencionaréis nunca más a nadie que Ligeia ha sido esclava nuestra. Lo olvidaréis vosotras mismas, sobre todo teniendo en cuenta que sus padres nacieron libres y fueron víctimas de una emboscada. Haced esto por amor a mí.

Ninguna de ambas respondió. Plautila se iba a Roma para no volver: le daba miedo la finca, con la sombra de la policía militar en forma del centurión y sus legionarios; y Flavia ya había decidido poner fin a su vida. La fiesta de las bodas de Auréolo fue un magno, fantasioso banquete dado a toda la aristocracia de la comarca, sólo la mitad de la cual hizo acto de presencia, por temor a que la ejecución de Fusco fuese el principio de una purga en la que los amigos del primer purgado serían los siguientes en caer. La presencia de un destacamento de legionarios en el parque de la finca cohibió a unos pocos más, que saludaron y se fueron como habían venido. Así y todo, el parque estaba bastante lleno de gente, y Auréolo anunció que iba a ofrecer un espectáculo de gladiación incruenta.

Era un mediodía soleado, y el parque de los Aurelios se extendía, herboso y florido, hasta la tapia que lo separaba del resto del mundo, dejando sitio suficiente, a lo largo más que a lo ancho, para mucha más gente de la que allí había. Mientras los esclavos retiraban los restos del banquete, los cuatro gladiadores que componían la cuadrilla aparecieron de pronto en el claro que otros esclavos habían abierto entre la concurrencia.

Eran dos parejas: una formada por un reciario y un samnita, acorazado y con lanza de madera y casco éste, y reducido el otro a taparrabo acolchado y gran red de holgadas mallas. Los otros dos llevaban casco y taparrabo, y sendas espadas, también

de madera; los cascos eran cerrados, de pico de ave, con agujeros para ver. El reciario salió del grupo y el samnita se le enfrentó enseguida, andando pesadamente y blandiendo, torpón, su lanza; el reciario, que se había enrollado la red en torno al antebrazo, esperó a que su adversario estuviese casi encima de él, y entonces, con un movimiento de casi milagrosa celeridad, se la desenrolló y le envolvió en ella con un solo, rapidísimo movimiento, saltándole al tiempo encima y subiéndosele a los hombros con grandes gritos de regocijo.

El samnita, descargando lanzazos a diestro y siniestro, no podía liberarse de la red, que le enredaba más y más los brazos, impidiéndole moverse, mientras el reciario, raudo como prestidigitador, le arrancaba la lanza de la mano por una de las mallas, y, usándola a modo de pértiga, saltaba por encima de él y aterrizaba a sus espaldas, derribándole de un lanzazo en plena armadura.

Entre las aclamaciones generales, reciario y samnita, que se había levantado como si la cosa no fuese con él, se mezclaron con la gente, que les felicitaba, entusiasmados.

—Esto está muy ensayado —decían—. Ahora veréis el segundo número. Los otros dos gladiadores, con casco, pero sin coraza, se enfrentaron ahora, vigilados por un esclavo que hacía de lanista o árbitro con su vara rectora y correctora.

Se enzarzaron a pecho descubierto, en ferocísima ficción de combate con espadas de madera, simulándose atroces destrozos físicos histriónicamente orquestados con gritos e insultos.

Uno de ellos se apartó del otro con un súbito salto, y quedó frente a él haciendo el pino. Apretando el puño de la espada entre los dientes, volvía loco a su adversario con hábiles estocadas dirigidas por veloces cabezazos y sin otro apoyo para todo el cuerpo que la diestra fuerza de sus brazos.

Pura esgrima de salón, implacable en su surrealismo, que sólo duró unos minutos. Todos seguían con apasionamiento el juego de golpes y contragolpes, viéndolos auténticos, por imposibles que pareciesen: tupidos y cerrados en el que tenía la espada en la boca; verdaderamente agresivos en el que atacaba a éste espada en mano.

Plautila, que conocía sus juegos, se los explicaba a la gente:

—Es pura destreza —les decía—, no hay otro truco que el ensayo constante y la fuerza física.

—Sí, eso, disciplina, pura disciplina —asintió uno de los invitados, que era militar—. Observad la exactitud con que las puntas tocan la piel sin herirla, y la precisión con que la piel se aparta al sentirlas. ¡Y ni una gota de sangre!

—Sin sangre —concluyó un escéptico—, no tiene gracia.

Plautila no dijo nada a esto, pero estaba completamente de acuerdo. El lanista paró a los contendientes. El que estaba boca abajo se levantó de un salto, y ambos, sudorosos, se inclinaron ante el público.

Auréolo, que era uno de ellos, aprobó el acto tras el anonimato de su casco: no era buena idea exhibirse demasiado ahora que era el cabeza de la familia Aurelia. Al día siguiente, con la ida de los últimos invitados, que se habían quedado a pasar la noche por vivir demasiado lejos de allí, comenzó la desbandada de la familia Aurelia.

Plautila ya había dicho que se iría a Roma en cuanto terminase la boda. La gran casa aurelia se le caía encima y le parecía agorera y amenazadora. Había rehusado hablar con el centurión o mirar siquiera a los legionarios dejados allí por Aureliano, que entraban y salían por la casa como si fuese suya, y ya tenía todo su considerable equipaje listo para salir en dirección a Roma. Todo el día salieron del

parque carros cargados con sus cosas, mientras ella se paseaba por la casa y los jardines y las huertas, despidiéndose mentalmente de un lugar al que no pensaba volver. En Roma se sumiría en una vida de desbarajuste y desenfreno para olvidar que había tenido una familia; quizá, bromeaba consigo misma, acabase casándose con un gladiador y convirtiéndose ella misma en víctima consuetudinaria de su marido. Veía el resto de su vida como un caos ordenado por sus caprichos, e incluso a Auréolo le vería solamente cuando fuese a Roma a visitarla, y a lo mejor ni siquiera entonces, porque el palacio romano de los Aurelios era capaz para varias repúblicas independientes y hasta invisibles entre sí. Plautila se despidió de Flavia y de Auréolo entre sonoras promesas de contacto permanente que ella no tenía la menor intención de cumplir, aunque cumpliría cumplidamente si ellos optaban por hacerle la corte; algo que vio en los ojos de Flavia, sin embargo, le dijo que su suegra no duraría ya mucho tiempo sobre la tierra. En Auréolo, por otra parte, Plautila atisbo una determinación cerrada y hermética que la asustaba, hasta que Auréolo mismo la llevó

aparte y le dijo:

—Voy a vengar a mi padre, no descansaré hasta que vengue a mi padre —sin explicar a su madre que contaba para ello con las reservas de oro acumuladas por la familia Aurelia durante casi doscientos años, cuya existencia, al parecer, ella no conocía, y cierto es que Plautila se quedó pensando:

«¿Cómo y con qué piensa este insensato enfrentarse nada menos que con un emperador romano?», y se fue en su carroza de viaje convencida de que su hijo se había vuelto loco; ella, por su parte, había olvidado a Fusco, no quería pensar más en él: ahora, en Roma, se buscaría un hombre que la satisficiese y a quien ella dominase en todo momento, sin tolerar jamás que adquiriese sobre su vida la autoridad del marido romano. Flavia la vio irse, y al perder de vista la polvareda de la carroza que se alejaba se dijo que acababa de terminar un capítulo: el último de su vida. Flavia sí sabía con qué medios contaba Auréolo para cercenar la cabeza del imperio, culpable de su orfandad: con lo que había en las cámaras del tesoro de la casa Aurelia se podía acabar con varios emperadores y huir con el resto a Persia o a la India para estar al abrigo de cualquier intento de venganza de sus sucesores. Sabiendo que ya le quedaba poca vida, Flavia animó a Auréolo a no cejar en su empeño, aunque la muerte de Aureliano supusiese la subida al poder de un Aureliano gemelo, como era, en el fondo, el general Probo.

Cada cual guardaba su secreto: Flavia, el de su suicidio inminente, y Aureliano el de su muerte cercana por una terrible, anónima enfermedad que no perdonaba a sus elegidos.

Auréolo también tenía el suyo: las cámaras del tesoro de los Aurelios, cuya existencia pronto sería el único en conocer.

Eliminada Plautila de su entorno, Auréolo, Aureliano y Flavia quedaban como seres condenados a creer que sus respectivos secretos eran únicos y decisivos, cuando lo cierto es que se anulaban mutuamente hasta el punto de frustrar sin remedio cualesquiera planes edificados en torno a ellos: ni Aureliano iba a tener tiempo de dejar la púrpura sobre los hombros de Probo, pues su sucesor real, el senador Tácito, por efímero que fuese, frustraría todos sus planes, ni Auréolo podría adelantarse a las circunstancias asesinando a Aureliano a fuerza de oro, ni Flavia, a fin de cuentas, se suicidaría para cerrar con broche de diamante la pulcra obra de arte de su vida: otro se la cortaría brutalmente, mancillándosela sin remedio con el más indigno de los finales.

La decisión de Auréolo de dedicar su vida a vengar a su padre era firme: pero lo haría él solo, sin otros cómplices que los profesionales a quienes pagaría

liberalmente por sus servicios.

Tampoco había dicho nada a Ligeia sobre el oro de los Aurelios, justificándose a sí mismo esta reserva, la primera que tenía con ella, con el pretexto de que sólo a los dioses competía juzgar la tradición familiar. Le dijo que quería matar a Aureliano con sus propias manos, y ella tuvo un ataque de angustia, del que salió fríamente convencida de que su pobre marido era hombre muerto: lo veía en manos de los legionarios de Aureliano, que le quemaban vivo con leña verde. Auréolo calmó su conciencia por esta falta de confianza hacia su esposa advirtiendo a su abuela y al mayordomo que, durante su ausencia, por mucho que durase, Ligeia sería ama y señora de todo.

Otorgó la libertad a sus tres compañeros de gladiación incruenta, y ellos quedaron muy sorprendidos, dándole la impresión, bajo sus protestas de alegría y agradecimiento, de que no sabían qué hacer con tan súbita libertad, más segura, a poco que meditasen, que la servidumbre vitalicia en una finca cuyo amo podía cambiar de forma de ser, o morir y dejarles a ellos en manos de gente menos amiga. Los tres cogieron sus armas y sus pertenencias y se fueron de la finca aurelia en busca de un cuarto gladiador con el que recomponer su cuadrilla, bien apuntalados por una fuerte suma de dinero que Auréolo les dio como regalo de despedida. Hecho todo lo cual, se sintió de pronto solitario y defraudado: echaba de menos a sus compañeros de tantas hazañas, y temía no poder vivir contento sin Ligeia, que, ya más tranquila, le decía que su decisión de matar a Aureliano con sus propias manos era una prueba de piedad filial que le hacía a sus ojos más querido y admirable: «Pero seamos realistas», añadía, «ya me considero viuda». Auréolo la sorprendía a veces con el rostro contraído y los ojos arrasados en lágrimas. Auréolo decidió mostrarse firme y fuerte y atenerse a sus decisiones. Si moría, aunque fuese entre las peores torturas, él, por lo menos, habría cumplido con su deber filial. Allá quien quedase detrás de él: Flavia, Ligeia, Plautila..., que arrostrasen las consecuencias, si, como era más que probable, Aureliano reaccionaba contra ellas; y ojalá que se limitase a confiscarles los bienes. Envió por delante cuantiosos fondos a un comerciante de Sirmio que siempre había sido incondicional de su padre, y eligió para su séquito a cinco esclavos hercúleos y buenos espadachines, prometiéndoles la libertad y pensiones vitalicias si se le mostraban fieles hasta la vuelta a la finca. Su idea era ir directamente a Quenonfrurio, un poblacho donde le constaba que Aureliano tendría que hacer alto: allí, adelantándosele cuanto le fuese posible, tendría, quizá, tiempo para preparar el atentado, o, al menos, para alcanzar la comitiva imperial y unirse a ella camino de Persia, donde las oportunidades serían más numerosas y propicias. Se despidió de la casa y de la finca, de sus esclavos más queridos y de su abuela, ante quien se arrodilló, aconsejándole no suicidarse hasta su vuelta y pidiéndole perdón por haberla despojado de su mando en la casa:

—... Pero eso es algo que debo a mi esposa, como en buena fe no puedes menos tú misma de reconocer...

Y así fue como Flavia se quedó sola en la gran casa aurelia, cuya dueña y señora era ahora Ligeia, ex esclava suya, y lo bastante joven para ser su nieta. Ligeia, por su parte, parecía eufórica, aunque, dueña de la casa y todo, siguió

mostrándose muy comedida y modosa y humilde con Flavia.

La noche de bodas, o lo poco que quedó de ella después del banquete, la habían pasado ella y Auréolo en la antigua alcoba de Fusco, explicándole Auréolo a Plautila que en adelante iba a ser estancia conyugal. Plautila la desalojó sin decir nada, pero quedó muy ofendida, sobre todo porque la decisión había sido súbita, en plena noche, y estando Auréolo, al parecer, bastante bebido. Era una vasta habitación acolchonada entera, donde podía dormir, bien

mullida, una legión, y Ligeia, por su parte, se decía, retozando sobre aquel inmenso, profundo colchón, que ahora, apenas salida de la ergástula, se veía, de pronto, en el dormitorio más original del mundo, y para ella sola. Y tan suyo como el resto de la casa.

Entonces cayó sobre Flavia una tremenda depresión.

La casa, el parque, se le derrumbaban encima, y el recuerdo de Plautila y Auréolo no le servía de nada: la primera, era evidente, no quería volver ya más a la finca, ofendida y asustada como estaba, y el segundo iba derecho a la más infamante de las muertes a poco que se descuidase.

La primera noche Flavia apenas dejó al esclavo declamador abrir la boca: le mandó callar sin más y le echó de allí, enviándole a la ergástula y a cualquier servicio doméstico, porque sus peroratas le parecían ahora fútiles intentos de recuperar lo que ella había perdido para siempre.

Ahora sí lo veía claro: ni Próculo ni Fusco podían ya revivir: no, ciertamente, en carne y hueso, pero ni siquiera en su mente, donde el segundo comenzaba a cobrar perfiles indistintos, y ni siquiera le era ya posible recuperar del todo su voz. Ni de lejos le veía su mente, envuelta como estaba en la negra nube de depresión que la acosaba como una catapulta, y que en su pecho se convertía en un peso blanco y asfixiante que no la dejaba pensar más que en sombrías, agoreras perspectivas. Cualquier noticia, por buena que fuese, se le transformaba automáticamente en catastrófica amenaza de tragedia inminente. Todo se le volvía banal, innecesario: ni leer quería ya, y sentía rayos o vibraciones de rechazo ante cualquier libro, tan leído y releído antes como ahora violentamente desdeñado.

Acabó encerrándose en su cuarto, donde, echada sobre su cama, veía pasar las horas y los días sin llamar a la servidumbre más que para pedir algo de comer y beber lo justo.

Ligeia había dado orden al mayordomo de que nadie se acercase a Flavia, y que sólo él, de vez en cuando, le preguntara si deseaba algo, aunque fuese exponiéndose a sus iras, para ver de aquilatar el verdadero estado de ánimo de su ex ama, que estaba, le decían, cada vez más abandonada y apática. Flavia, el pelo revuelto, y ahora grisáceo y rápidamente encaneciente, la ropa arrugada y sucia, la cama revuelta y maloliente, mostraba arrugas en todo su hasta poco antes tersísimo rostro, y ni fantasma era ya de sí misma. Miraba con ojos turbios e incomprensivos a todo cuanto se le dijese.

Ligeia estaba preocupada: le gustaría que Flavia muriese, pero por su propia mano, y ahora se esforzaba en mostrar a todos que vivían separadas en la gran casa, sin contacto físico o mental alguno. Así, si le ocurría algo, nadie podría echarle la culpa a ella. Ligeia se había instalado ahora en el primer piso, donde tenía un vasto apartamento con todo cuanto necesitaba, y en el que sólo entraban el mayordomo y sus esclavos particulares. Flavia oponía tercas negativas a todas sus invitaciones, y, al parecer, había acabado por mudarse al apartamento secreto de Fusco, donde recibía comida por el boquete del tabique, que tenía bien cerrado el resto del tiempo. La mera vida física se le presentaba ahora de nuevo como algo inexplicablemente necesario, algo, a pesar de su decisión de suicidarse, digno de ser defendido, aunque no fuese más que como soporte del hondo dolor que poco a poco empezaba a encontrar agradable en el fondo de su mente: le agradaba masoquistamente pensar en la vida como una trampa sin salida posible. Por eso la defendía en el cuarto cerrado de Fusco contra la única salida que temía: un atentado de algún esclavo, por orden de Ligeia.

El centurión, que tenía orden de Aureliano de vigilarla, fue a verla en varias ocasiones, y una vez la pudo ver echada en su propia cama, patéticamente

confundida con sus propios excrementos. Los ojos turbios de Flavia le miraron sin reconocer en él a un ser humano, y el centurión sintió frío. La mente de Flavia no registraba ya las cosas, se dijo el centurión, que envió al emperador un recado alarmista y urgente. La respuesta le llegó sin tardanza: «Conviene matarla discretamente.»

Siempre al acecho, el centurión la sorprendió una noche profundamente dormida en su propia cama, el boquete que la comunicaba con el cuarto de Fusco abierto de par en par. Apestaba, y el centurión casi vomitó de náusea, a pesar de lo que le había endurecido la vida militar. Abrió un pomito de veneno que llevaba al cinto y se lo hincó a Flavia entre los dientes, tapándole al tiempo los ojos con la otra mano. Cuando Flavia cesó de forcejear, el centurión dejó el pomo vacío a su lado y se fue por donde había venido, advirtiendo al esclavo que dormía en el pasillo, a la entrada, que olvidara lo que hubiese visto u oído. Y el esclavo lo olvidó por la cuenta que le tenía, y nadie dudó de que el cadáver de la vieja setentona, canosa y arrugada y sucia y astrosa y maloliente, era el de una suicida: Flavia, esposa y madre de sendos reos de alta traición, Marco Aurelio Próculo y Quinto Aurelio Fusco. Ligeia suspiró de hondísimo alivio al recibir la noticia y pidió un lacrimario para conservar en él las lágrimas que derramó allí mismo ante todos, por la muerte de su ex ama.

Abría la marcha un escuadrón de caballería ligera, lanza en ristre. Detrás iba la secretaría del emperador: cuatro grandes carros de seis ruedas, cerrados y tirados cada uno por otros tantos caballotes; en su interior, pendolistas griegos y latinos preparaban cartas y documentos urgentes en seco y preciso latín administrativo, junto con escuetos resúmenes en tosco latín militar sin cuya tersa claridad el viejo panonio nunca estaba seguro de entender del todo lo que le ponían a la firma. Eros Latiniano corría de un carro a otro, vigilándolo todo, aclarando dudas. Por dentro los carros eran pequeñas oficinas: su altura permitía a los amanuenses ponerse en pie sin darse con el toldo y había mesitas bajas clavadas al suelo y armarios sujetos a los postes con cuanto recado de escribir se precisaba. De carro en carro corrían los meritorios con avisos y papeles: eran hijos de legionarios cuyas aficiones literarias les recomendaban como futuros amanuenses militares.

Cerraba la marcha otro escuadrón de caballería, vigilando de cerca los carros y la impedimenta; sus ruedas levantaban perezosas nubes de polvo bajo el sol poniente.

Como de costumbre, el emperador y su guardia sacaban ya ventaja al resto de la cabalgata y a la legión que se alargaba y ensanchaba, marcando ruidosamente el paso, a ambos lados del camino. A Aureliano le irritaba la protocolaria lentitud: hincaba de pronto los talones en los ijares de su caballo y su guardia tenía que lanzarse al galope para no perderlo de vista. Guardias y guardado seguían así a campo traviesa y ambos hacían alto en el lugar donde se preparaban para la noche mientras carros, caballería y legionarios se les acercaban a lo que el viejo panonio llamaba con desdén «paso de senadores».

Aureliano tenía ahora el rostro más rugoso y en sus ojos se atisbaban chispas de fatiga. Se le erizaba la ira a cualquier mención de vejez, quería que la inmortalidad se le reconociese en cada uno de sus gestos:

—¡Bah!, ¡sandeces!, ¡os enterraré a todos! —bramaba, diciéndose al tiempo:

«Lo principal es morir con los ojos abiertos.»

Pero se le nublaba la mente de frustración y pena: ¡Morir justo cuando estaba al borde de ser el más grande de los emperadores, dejando incumplido su vasto plan

de regeneración del imperio en el momento más bajo de su historia! Mejor, ciertamente, no pensar. Mejor reponerse y aceptar lo irrevocable: todo más o menos, todo como fuese, a medias.

Fuera de Roma se respiraba mejor: Roma era un asfixiante, maloliente avispero de senadores y funcionarios, patricios romanos y potentados extranjeros o jefecillos bárbaros, conspiradores unos y liantes los más, a quienes él no sabía tratar sin enemistarse para siempre con la mayor parte de ellos. Él, en Roma, reducía al mínimo sus contactos con civiles, dedicando su tiempo a legionarios y caballos y organizando minuciosamente el golpe de gracia a Persia. Hostil a los laberínticos palacios romanos, Aureliano se pasaba los días cabalgando y las noches en una casita amueblada a su aire en los jardines de Salustio, donde recibía a su estado mayor y a sus jefes de planificación y apoyo logístico. Y ahora, camino del frente, recordaba Roma como un dolor de cabeza más venerable que habitable.

O de muelas: tenía la encía derecha inflamada, y el dolor, aún ligero, prometía arreciar. Temía las noches insomnes, porque le ponían nervioso ante su muerte, agoreramente próxima, y en vísperas de una campaña en la que Roma, o, mejor, su sucesor, se lo jugaba todo.

Se había quitado la coraza de cuero repujado, colgada ahora del arzón, y sentía el calor del sol como un bálsamo contra el pecho híspido y musculoso. Su caballo, al trote; y su guardia, con tres generales a la cabeza, a la distancia mínima necesaria para fijar distancias.

Iba muy encerrado en sí mismo desde su salida de Roma, hosquedad que todos atribuían a la campaña inminente, de la que había jurado ante el altar principal del recién consagrado templo del Sol no volver hasta dejar al imperio persa convertido en tierra de nadie, o en maraña de reinecillos rivales cuyos asesores romanos se ocuparían de tener permanentemente enzarzados entre sí. Los detalles precisos del futuro ordenamiento de una Persia vencida eran cosa que él prefería dejar abiertos al buen juicio de Probo: únicamente insistía en que había que inundar Persia de germanos, porque en esto estaba el equilibrio definitivo del imperio romano que él quería ver desde lo alto de su estrella. Los generales respetaban su silencio, y entre los legionarios se había corrido la voz de que se pasaba las horas en intenso diálogo interior con el Sol, que, además, le visitaba en sueños todas las noches.

Casi todos los generales pensaban que para tal empresa iban a hacer falta por lo menos cinco expediciones imperiales seguidas. Demasiadas, objetaba Aureliano:

—Bastará con tres campañas, ni una más.

El tiempo se le acortaba obsesivamente: cada día que pasaba era como un año para él. Y la objeción más tímida:

«Señor, el divinoTrajano...», le encrespaba, encendiéndole bruscos accesos de ira que luego parcheaba con displicentes excusas.

Se sentía respaldado por su increíble fortuna bélica, que debiera bastar para hacer creíble tan compleja y vasta operación, en la que se iban a emplear los mejores efectivos del imperio: una de las tres legiones británicas, dos de las cuatro del Rin, cinco de las nueve de Retía, las dos transdanubianas, seis de las doce danubianas. Había concentrado ante el Eufrates y en Armenia lo mejor del rodillo militar romano: «¡Dieciséis legiones!, ¡y mandadas por mí y por Probo!»

Ese rodillo tendría que actuar como un instrumento de precisión. Aureliano lo comparaba a un reloj de arena cuyos granitos han de pasar uno a uno por un agujero calculado exactamente para su volumen: una vez pasados todos, vuelta a empezar. O a una banda elástica: órdenes y contraórdenes, avances y repliegues, sin un solo tropezón.

El primer golpe: romperles el tímpano a los escépticos de su estado mayor y

la frente a los persas; el segundo, cuando ya, probablemente, no estaría él para verlo en carne y hueso: consolidar la posición así conquistada y descentrar la restante del enemigo; y el tercero: dejar Persia abierta, como una carcasa con los bofes al aire, a la devastación sistemática que era condición imprescindible para una conquista duradera.

Lo más difícil, se decía Aureliano, sería la sucesión imperial en plena guerra, porque cualquier traspiés podría crear caos en las legiones, quizá en medio de una batalla clave. Pero él ahí ya no podía intervenir. Todo, hasta el genio de inspiración solar, tenía su límite.

De todas formas, habría que estar muy atento, sobre todo por el desguarnecimiento que tal concentración de tropas en sitio tan lejano suponía para las fronteras occidentales del imperio. El confiaba en que la estabilidad impuesta ahora todo a lo largo del Rin y del Danubio durase lo suficiente para permitir el adiestramiento de unidades bisoñas que estaban reclutándose ya a toda prisa; pero provincias enteras, despojadas de todas sus reservas de grano para enviar al Eufrates, eran cosa más difícil de remediar.

El centro avanzado de control logístico instalado en Siria era ya maravilla turística por su complejidad y tráfago, distribuyendo pertrechos y armas que las fábricas imperiales producían al límite de su capacidad. Varios sospechosos, detenidos cerca de ese centro, y uno dentro de él, habían confesado ser espías del rey de Persia, y acusado a dos generales del alto mando imperial de ser cómplices suyos. A éstos se les vigilaba ahora de cerca: sin acceso ya a información secreta, la recibían, en cambio, cuidadosamente falsificada, y en cuanto recelasen de su verdadera situación, morirían de accidente o enfermedad relámpago. Poco antes de salir Aureliano de Roma, un augur le había comunicado sus temores de que el divino Trajano, celoso de una empresa que amenazaba relegarle al estercolero de la historia, al triunfar Aureliano en la Persia donde él había fracasado tan estrepitosamente, se levantase ahora al otro lado del Eufrates para impedir, por despecho, el avance romano. Aureliano y los que estaban con él cuando el augur le dijo esto quedaron inquietos. Se ordenaron cuantiosos sacrificios a la memoria de Trajano, y Aureliano mandó luego que éstos se hiciesen extensivos a la de todos los emperadores que habían iniciado campaña contra los partos y los persas, pero siempre en menor medida que a la de Trajano, que le parecía el más peligroso de todos ellos.

Aureliano despertó de su ensimismamiento, volvió la cabeza a sus guardias germanos, que le seguían de cerca: «¡Nada!», se dijo, con una risotada de forzado optimismo, «¿los persas?, ¿contra mocetones como ésos?, ¡tres catapultazos y fuera!».

No sólo le había envejecido el rostro: también mente y resistencia comenzaban a crujirle.

Todavía aguantaba marchas y cabalgatas, y largos consejos bélicos y políticos, pero sus asesores se habían dado cuenta de que, resistiendo ellos algo de tiempo, podían dejarle sin fuerzas para seguir imponiéndose a una descarga cerrada de objeciones.

Sus altos en plena marcha se hacían más frecuentes: sólo en avances contra enemigos al borde de la fuga le volvían sus energías juveniles, y entonces su espada, como decían de él los legionarios, se cansaba antes que su brazo.

—Morir —solía decir en otros tiempos— no es, en sí, nada: después de todo, el individuo tiene que morir, cualquier loco puede darme una puñalada en cualquier

momento, y yo mi vida la arriesgo por encauzar a Roma como es debido. Morir ahora me vendría muy mal, y peor a Roma, pero claro que me puede ocurrir, como a todo el mundo.

Ahora, con el paso del tiempo, ya la muerte no le inspiraba palabras tan displicentes, sobre todo últimamente, desde que la llevaba encima; dentro, mejor dicho. Hasta filósofo se volvía hablando de ella, él, siempre alérgico a razonamientos que no fuesen estrictamente pragmáticos.

—Yo sólo querría morir si dejase de sentirme vivo. Vivir sólo físicamente no es vivir. Así es como viven los esclavos. Hay que sentirse y pensarse vivo, morir con los ojos abiertos. Defender la propia vida es la única causa por la que realmente vale la pena morir.

Diciendo esto, Aureliano se veía muriendo entre caballeros persas frenéticos, y se decía: «Así burlaré a los dioses, que quieren matarme de una enfermedad ladina y furtiva, pero no: yo moriré como un soldado.»

Al principio sus oyentes se sorprendían ante tan insólitas reflexiones, luego llegaron a la conclusión de que la muerte estaba metiéndosele a Aureliano mente adentro, y lo atribuyeron a que los dioses comenzaban a llamarle a su seno. Sospecha que se confirmó cuando le vieron, por primera vez en su reinado, delegar en sus asesores tareas que antes se reservaba celosamente, pero que ahora —esto lo decía él mismo— le distraían del encauzamiento de su tarea más urgente: la destrucción de Persia como trampolín esencial para la anexión de Germania.

La tradición romana, se decía Aureliano, era profundamente hostil a cualquier tipo de unión con Germania que no fuese consecuencia de una guerra. El peso de la batalla del Teotoburgo, tan catastróficamente perdida, seguía oprimiendo la mentalidad romana, pervertida, sobre todo, por Augusto, celoso de que otros triunfasen donde él había fracasado.

La memoria de Augusto comenzó a repeler a Aureliano hasta el punto de inducirle a organizar toda una red de operaciones mágicas contra sus manes; los augures encargados de tan delicada misión tenían orden de mantenerla en el mayor secreto, y uno o dos que se fueron de la lengua murieron repentinamente. Así y todo, Aureliano vivía en constante inquietud de que se supiese que estaba buscando la destrucción de los manes del divino Augusto, a quien él acusaba de haberle vuelto tan ardua y peligrosa la tarea de convencer a sus generales de que la idea de anexionar Germania era algo posible y relativamente próximo, y no enteramente por medios bélicos. Sus primeros tanteos, como los mantenidos con Ennio Galicano, habían sido recibidos con silencioso recelo.

Roma envejecía, y había que rejuvenecerla, pero no con burbujas de audacia, como las campañas de Trajano, que sólo habían servido para dejar Persia intacta mientras Germania seguía reducida al absurdo papel, decidido primero por Augusto, de campo de entrenamiento militar y criadero de esclavos.

Los problemas se resolvían con inteligencia, no con tabús. Cuando la inteligencia se retira ocupa su lugar la melancolía, o la rabia, estériles ambas. ¿Qué

culpa tenía él de haber nacido con diez años de anticipación a su verdadero tiempo?

Odios y codicias prosperaban en su redor. Sus generales vivían en constante pendencia intestina, y Eros Latiniano llevaba años cobrando pingües comisiones por alquilar influencia en la adjudicación de contratas militares. Aureliano acababa de enterarse de esto por su policía militar. Les había ordenado que se cerciorasen plenamente cuanto antes, pero no tenía la menor esperanza de que la acusación resultase falsa.

Ya sólo de Probo podía fiarse.

Y en tanto seguían llegando correos de todos los puntos del imperio; acto

seguido volvían con cartas y documentos para sus remitentes y para los archivos centrales de Roma. Él, nada papelero, había tenido que hacer frente a la acumulación de cartas e informes que aumentaba constantemente en su entorno desde que había salido de Roma. «Si no puedes con algo», solía decir, «ábrele los brazos». Lo que realmente ansiaba era verse de una vez en los campos persas, al frente de legionarios que leían y escribían peor que él.

Acababa de firmar una orden fomentando la producción, copia y distribución gratis entre los legionarios de novelas pornográficas sobre mujeres persas lujosas y casquivanas: se le había ocurrido que los legionarios cachondos lucharían mucho mejor pensando que las tierras por conquistar abundaban en mujeres exóticas, envueltas en diamantes y empapadas en libido.

También había ordenado secreto total a los poquísimos que sabían de una orden del rey persa de que se recibiese a los invasores romanos con implacable tierra quemada.

La población persa, tanto bípeda como cuadrúpeda, se retiraría con el ejército o sería diezmada sobre el terreno por sus propios compatriotas uniformados, dejando ante los legionarios una extensión lo más vasta posible sin cosechas, sin casas, sin animales, sin gente y, lo peor de todo, sin mujeres jóvenes, y sin sombra, pero con el sol intacto sobre sus treinta kilos de impedimenta y sus suelas de cuero reforzadas de plomo.

Aureliano no tenía mucha fe en que fuera posible guardar tal secreto: los primeros interesados en su difusión entre las tropas romanas eran los persas mismos, y medios no les faltaban.

Ya estaban concentrándose junto al Eufrates manadas de comerciantes de todo el imperio en espera de concesiones comerciales; su afán, sobre todo, era conseguir acuerdos con legiones enteras, a tanto el quintal de botín. Aureliano bajó de un salto de la litera en marcha, pensando en la proclama que quería dirigir a sus legiones en el momento de cruzar el Eufrates: «Comilitones», éste era el mensaje, pero no las palabras exactas que quería comunicarles, «Persia bastará para enriqueceros a todos, y hasta para dejaros sin semen a poco que penetréis en ella...».

Bueno, ya lo iría limando.

Se sentía entumecido de tanto estar echado. Estiró brazos y piernas, y cogió

por la rienda a su caballo, atado a la litera por un largo ronzal. Ya iba a saltar a la silla cuando un súbito apretón le hizo retirarse apresuradamente, seguido por dos de su guardia germana, a un bosquecillo cercano. Se desanudó el paño entrepernil, se agachó, se puso a cagar a gusto, mientras los guardias se apostaban a sus lados y la cabalgata pasaba delante de él.

«Menos mal», se dijo, «que de ésta saldré vivo».

Pensaba en el emperador Galieno, apuñalado por sus colegas cuando cagaba a tripa suelta y sin guardias al borde del camino por donde su ejército seguía hacia el alto nocturno. Y, la verdad: ¿qué mejor momento: agachado, concentrado por entero en una evacuación estrictamente no militar?

Si lo sabría él, que era el que había aconsejado a los demás conjurados contra el emperador esperar a ese preciso, precioso momento: inevitable a la larga, porque por el camino no había letrinas y Galieno comía mucho, de modo que, tarde o temprano, al ya superfluo emperador habría de darle un apretón en plena marcha. A nadie se le había ocurrido tan brillante idea.

Ser emperador romano, después de todo, era jugarse la vida hasta cagando, pero valía la pena. Él, por su parte, no iba sin guardia ni a orinar. Apretó, apretó:

«Así les vamos a apretar esta vez a los persas.»

Y luego, con sombrío humor:

«Y así les vamos a dejar», mirando a sus pies la plasta fruto de tanto esfuerzo. Cogió un puñado de hierba, se limpió a conciencia, lo arrojó lejos de sí: «Un secretario infiel es como un limpiaculos: lo usas y lo tiras.»

Se volvió a anudar el paño entrepernil y se reajustó el faldellín militar, diciéndose que sí, que de acuerdo, pero Eros Latiniano iba a vomitar antes de morirse hasta la última moneda que había robado al erario público.

«Bueno», montando a caballo de un salto, «de ésta salí vivo. Qué cojones, la vida es bella, y desde lo alto de la púrpura, más, y la muerte es parte de la vida. La guerra es lo que es, y, si caes, pues te has jodido, y Roma conmigo, porque todo quedará sin rematar: el poder en manos de cualquier bestia, y Probo, único salvador posible de todo este tinglado, en el aire. Bueno, allá el Sol que lo recomponga». Se arrancó con los dedos piltrafillas de carne que se le habían quedado entre los dientes: mientras pensaba o leía o dictaba, los meritorios de Eros Latiniano le traían a su litera pequeños bocadillos que él deglutía de golpe entre dos decisiones. Se tanteó el interior de la boca: trechos desiertos de muelas: menos mal que hoy no le dolían; en realidad, lo que él tenía mal eran las encías: las muelas que le quedaban estaban sanas.

El sol le calentaba por dentro y por fuera, y en torno a él el aire se henchía de espíritus favorables. Lástima no poder ver el final de la campaña persa; aunque, quién sabía, el Sol era veleidoso..., y omnipotente.

Como un golpe súbito sintió entre las piernas un amago de cachondez: milagro divino que no había por qué reprimir. A una palmada suya acudió al galope el jefe de su guardia, y él le ordenó:

—A ver, rápido, la más gorda de mis germanas.

Se volvió a bajar del caballo, se subió a su litera en marcha a esperar a la pelirroja damisela.

Al primer amago de sueño al vaivén de la marcha, Aureliano cerró

herméticamente los cortinajes de la litera. Con la somnolencia le invadían súbitos deseos de estar solo. Se acomodó cuan largo era, tan bien mullido bajo la cabeza como bajo el cuerpo. Le fue invadiendo un somnolente, apacible recordar. La litera era un macizo carromato tirado por cuatro caballos: dos delante y dos detrás, y diseñado para contrarrestar en lo posible el traqueteo de caminos anfractuosos. El sueño, o, mejor, la duermevela en que cayó, le trajo visible, tangiblemente a la mente el retablo de su mocedad panonia y de su juventud militar danubiana; y le llevó más allá incluso: hasta que fue elegido emperador por los veteranos generales danubianos, sus iguales ante Roma, los amos del imperio, y que, si le eligieron a él, no fue porque fuese el mejor, pues cada uno de ellos se consideraba tan bueno como él, y, colectivamente, se tenían por mejores, sino porque, muerto de la peste Claudio el Gótico, no había otra posibilidad: nadie tan popular como él entre los legionarios, ni tan respetado y temido por los germanos. El imperio, por así decirlo, cayó en sus manos como una fruta madura. Le eligieron, literalmente, porque no tenían otro remedio, pues él no era popular entre sus compañeros, que temían sus iras súbitas cuando estuviera en la cima del imperio, con poder para volverlas contra ellos. La muerte de su viejo amigo Fusco, su único amigo de la infancia, tan necesaria para el imperio como triste para él, le espoleaba ahora en su visión, que poco a poco iba despertándole y acuciándole a rememorar despierto. No era él dado a largas rememoraciones, y, cuando le llegaban, le pegaban duro a la memoria: solían surgir de algún atisbo nostálgico que pedía urgentemente más espacio mental y sentimental del que podía darle el simple sueño, necesariamente breve y escueto, como una cápsula, propio sólo para fogonazos.

Aureliano tenía el sueño ligero, como al acecho de pretextos para despertar. Esta vez, como tantas otras, Aureliano, buen ave de presa, entró a saco inmediatamente en sus recuerdos, su único puntal ahora. Le hacían falta, porque, aunque habitualmente se resistía a esas expansiones recordaticias, en aquel momento se sentía débil: era la primera vez en su vida que se veía ante la certidumbre de una noche eterna, inmediata y sin remedio.

La inmensa finca panonia del senador Gneo Aurelio Cotta, padre de Próculo y abuelo de Fusco y bisabuelo de Auréolo; inmensa ciertamente: él había tardado años felices de sorpresas e insólitos de hallazgos en explorarla entera. Los campos del senador, cultivados por piaras de esclavos a quienes los capataces hacían trabajar como autómatas, de sol a sol, sin más reposo que las horas estrictas de sueño y cortísimas pausas para el forraje; nunca comían suficiente: un filo permanente de hambre aviva la energía, ahonda el sueño, reduce el pensamiento vano, tulle la rebeldía.

Cada mes o así, los capataces palpaban músculos, escudriñaban ojos, tentaban dientes, y el que mostrase debilidad o dolores sospechosos iba derecho al mercado, donde se le vendía a bajo precio. Ocupaba inmediatamente su lugar otro mocetón al que preparaban para el trabajo con una tunda de fustazos pericialmente calculados para ajustarle a su nueva vida.

Los esclavos iban y venían de los campos a los establos y de los establos a los campos, escuetamente vestidos según la estación: un simple taparrabos o una chupa escasa, los pies trabados con grillos que les emparejaban y las manos sujetas con correas a sus aperos, vigilados de cerca por capataces, fusta en mano, y por esbirros, aguijada en ristre.

Para el niño, eran ganado. Él jugaba con sus hijos, pero con todas las ventajas, pues ninguno de éstos podía responder a sus bromas o agresiones so pena de durísimos castigos; a los diez años se les marcaba a fuego en la ingle con el hierro del senador. El niño creció en medio de una total indiferencia a los esclavos: le duró

toda la vida.

Su padre, veterano de las legiones y colono del senador, se diferenciaba de los esclavos en que tenía tiempo libre, comía cuanto necesitaba y podía dirigir la palabra a quien quisiera sin miedo a un sofión o un golpe.

Su madre estaba un escalón más arriba.

Humilde sacerdotisa del Sol, gozaba de cierta consideración y podía rehusar respuesta a cualquier pregunta. Y tenía cierto poder: consiguió del administrador general del senador la muerte de una esclava recién adquirida porque se llamaba Luna: cambiarla de nombre no valía, pues el nombre es la persona; y venderla sería peligroso en zona fronteriza como Panonia, pues llevaría su influencia antisolar a donde fuese. La enterraron viva en desagravio al Sol: era joven y alegre, y desapareció tierra adentro, mirando, muy seria y silenciosa, cómo echaban paletadas de tierra al hoyo en cuyo fondo estaba ella maniatada.

Desde el primer momento de su embarazo, la madre supo que iba a dar a luz a un gran soldado. En cuanto sintió los dolores, cogió con una mano un huevo recién puesto y lo tuvo bien alto, calentándolo al sol; todos la vieron romperlo en el momento de nacer el niño y salir de la cascara un pajarito de brillantes plumas gorjeando audaz cielo arriba; en realidad, lo que ella hizo fue aplastar entre los dedos al pollito que había en el huevo roto, sustituyéndolo por otro, bien plumado, que tenía listo en la manga. Así engañó a los que la asistían, y así se corrió la voz de que el niño iba a ser favorito del Sol. Ella pensaba que era el Sol el que le había inspirado esta treta.

Desde el principio le quiso soldado, y desanimó sistemáticamente sus deseos

de ser, como ella, sacerdote solar. Caricaturizaba los sueños solares del niño y sus precoces visiones, y le echaba en la comida hierbas que se la oscureciesen y enturbiasen. Al mismo tiempo, pagaba a chicos fuertotes para que se dejasen pegar por él.

—El Sol se te aparece en sueños porque es de noche y no tiene dónde ir. De noche el Sol está aburrido, se aparece a todo el mundo.

Un viajero adivino, también pagado por ella, le dijo un día:

—Llevas el imperio en la mirada.

Su madre supo enseguida íntimamente que el niño llegaría a ser emperador y remediaría la parte, cada vez más exigua, que les tocaba a los romanos en el reparto del futuro. El futuro romano, decía ella, estaba cada vez más deshilachado, y el imperio mismo tan desunido que era preciso fomentar la guerra, que es lo más unificador que hay cuando es victoriosa, y vigorizante incluso cuando amaga derrota. Desde el principio le enseñó que era el Sol quien ponía peces y moluscos en el agua, trigo en el campo y fruta en los árboles para alimento del hombre; tal era su poder que podía volver esto del revés, haciendo al hombre pasto de peces y moluscos, y hasta del trigo y de las frutas.

Le explicó que hay varios tiempos simultáneos, aunque los primeros y más útiles son dos: el pasado/futuro y el futuro/pasado.

Los que vivían en el pasado/futuro acababan cayendo inevitablemente en el futuro, tiempo incógnito y lleno de trampas; en cambio, los habitantes del futuro/pasado podían refugiarse en el pasado, terreno seguro y conocido, y predecirlo, llamándolo futuro a secas, con toda seguridad de no equivocarse, porque lo habían vivido.

El niño llegó a la conclusión de que su madre vivía en un tiempo distinto al de su padre, pues, al contrario que éste, estaba siempre alegre y solícita, inspirada y animosa, y parecía inmune a la humillación. Cuando murió su padre, el niño no le echó de menos, aunque cumplió minuciosamente los ritos de rigor, y siempre hablaba de él con aire y voz tristes.

Aureliano, llamado así en homenaje feudal al viejo senador, quiso irrumpir cuanto antes en el futuro/pasado, instalarse en él para siempre, pero su madre le dijo que eso sólo era posible siendo soldado romano:

—El soldado romano —le explicó— es el hombre más libre del mundo. El niño se quedó con esta frase y trató de comprenderla, pero no lo conseguía, a pesar de que su rápida inteligencia competía ventajosamente con la fuerza y la agilidad crecientes de sus músculos, pasmo de todos desde el principio. Y él se fogueaba sin cesar, entre rocas, árboles, agua, tierra: carreras a pie y a caballo, talas y cantería, búsquedas de animales perdidos por la inmensa finca o sus agrestes alrededores, en las que su brillante capacidad de deducción y su agudísima vista, olfato y oído, triunfaban invariablemente del azar o de la astucia. Y siempre eufórico, hiciese calor o frío, lloviese o nevase; vientos que a otros levantaban en vilo, a él le dejaban firme, como si hubiese echado raíces. Los capataces de la finca eran unánimes en elogiarle, y algunos le recomendaron a los administradores, uno de los cuales aconsejó al administrador general que se aprovechasen mejor tan precoces dotes, las cuales chispearon como fuego de artificio el día en que desapareció de la finca el esclavo Carpió Acuario. Carpió Acuario era un atleta cuyo cuerpo desnudo había llamado la añorante atención de más de una ilustre matrona vieja y entendida. Estaba cubierto de huellas de fustazos y punzadas, lo que quizá daba a sus líneas escuetas y musculosas cierto retorcido atractivo extra.

Era hijo y nieto, y quizá hasta bisnieto, de esclavos, pero no se resignaba. Siempre hosco y silencioso, evitando mirar a los ojos a sus guardianes, Carpió

Acuario se pasaba la jornada de los esclavos agrícolas llevando por los campos de la finca una gran tinaja llena de agua con la que abrevarles a intervalos regulares: no se le toleraba reposo hasta la hora del sueño o en el corto momento del forraje, y si dejaba la tinaja en el suelo o se demoraba en rellenarla tenía que pedir a los dioses que no estuviese viéndole algún capataz.

Carpió Acuario desapareció un día dejando a sus espaldas una tinaja rota. En cuanto se le echó de menos, el administrador general del senador dijo que le quería vivo; y enseguida pensó en el joven Aureliano:

—Si me le traes vivo —le dijo—, te tomo a mi servicio.

El muchacho se puso a la cabeza de una jauría servil que había en la finca para estos menesteres: diez esclavos fornidos cuya vida muelle y bien nutrida dependía de su eficacia como sabuesos. Les armó con aguijadas y redes de malla grande y se adentró con ellos por los bosques y montecillos que ceñían la parte norte de la finca, lindante con el Danubio.

Localizaron a Carpió Acuario cuando se disponía a cruzar el río en un punto desguarnecido y anfractuoso a donde Aureliano sabía que acudiría tarde o temprano por su cercanía con el territorio bárbaro por el que más le convenía desaparecer. Acorralado, Carpió Acuario se tiró al río, y la jauría servil fue tras él, mientras Aureliano les seguía en un botecillo: con tal destreza lo manejó que no tardó en adelantarse a todos, apareciendo delante del desesperado atleta y tundiéndole agua adentro a remazo limpio el tiempo necesario para dar a los nadadores el de echársele encima. Carpió Acuario, en el colmo de la angustia, trató

de matarse tirándose de cabeza contra unas rocas, pero sus perseguidores le sujetaron como a un precioso vaso mirrino.

Silenciosos ellos, rugiendo él blasfemias contra todos los dioses por su larga muerte en vida, volvieron todos a la finca, donde el administrador general felicitó a Aureliano mientras los carnéfices aherrojaban a Carpió Acuario y se le llevaban, ahijándole con púas e insultándole escarnecedoramente.

Le sujetaron sobre una cruz toscamente cepillada, le clavaron a ella por las muñecas y el empeine, un pie sobre el otro, con clavos largos y finos. Hincaron la cruz en el claro central de la finca y hubo que acabar atándole fuerte al madero vertical con gruesas cuerdas, porque Carpió Acuario se retorcía y gritaba, jadeante e incoherente, animal casi, y se temía que acabase desclavándose y acortando así su agonía.

Sobre la cruz de Carpió Acuario campeaba en grandes letras:

YA VOLVÍ

Las piaras de mocetones embrutecidos desfilaron bajo la cruz de Carpió

Acuario, que perdía fuerza contra clavos y cuerdas y babeaba y gemía, moribundo aviso de lo que esperaba a quienes tratasen de imitarle. Hacia el final de su agonía, el capataz permitió a una esclava, compañera frecuente de su yacija, endulzar los últimos jadeos del crucificado con caricias y agua fresca.

Aureliano no vio nada de esto, pues había corrido a casa a decir a su madre, frenético de gozo, que al día siguiente empezaba a trabajar como meritorio en la oficina del administrador general.

Fue por entonces cuando gozó su primer contacto carnal.

Arrinconó a una esclavita contra la pared del fondo de un pasillo, en una de las alas de la vasta casa. Y ella, quieta y muda justo el tiempo necesario, siguió luego su camino, alisándose al andar el faldellín de la chupa que apenas le cubría las piernas. Aquello era como debía ser. A media luz todo, y a media luz la siguió

entreviendo siempre Aureliano; sensación rápida y brillante que siguió escociéndole en la mente durante muchos años, pero siempre sin rostro ni nombre.

Las esclavas, crecidas en tales asaltos, parían constantemente niños que los capataces conservaban a veces, aunque las más los tiraban recién nacidos a los fosos y los basureros de la finca.

Este pulular de esclavas de todos los aspectos, edades, pesos y formas por los pasillos y los patios de la casa fue decisivo en la vida erótica del joven Aureliano: sus rostros se le confundían en la memoria, y cuando las veía pasar a su lado casi nunca recordaba si había hecho o no el amor con ellas. La esclava llegó a parecerle vaina natural del hombre, y jamás recordaría luego rasgo específico alguno de sus numerosísimas amantes serviles.

La vida militar le puso enseguida en contacto con botín humano: las prisioneras germanas no tardaron en convertírsele en una obsesión. Eran grandes mujeres lechosas y pelirrojas, sudadas y sucias, apestosas a orines. Aroma a salvajina que iba a despertar siempre su lujuria, inseparable de su instinto guerrero. Le gustaba la áspera hosquedad de las germanas: le parecían como hombres, sólo que en mujer, y su complejo de superioridad, con el que él mismo llegaba a veces a compenetrarse a fondo, le hacía mucha gracia; recordaba la frase de una de ellas, en pésimo latín de construcción muy germana, entre dos polvos:

—En cien años vuestro imperio nuestro será; tú joderme cuanto quieras podrás, pero que yo te sonría nunca conseguirás.

Esta punzante hosquedad, muy distinta de la suave esquivez de la romana libre, y mucho más de la sumisión total de la esclava, introdujo en la mente de Aureliano un elemento erótico nuevo: la mujer como adversario; cuando su centuria entraba al asalto en una aldea germana, Aureliano buscaba a las mujeres con preferencia a cualquier otro botín, y el primer trofeo suntuario cuya propiedad se adjudicó por derecho fueron unos brazaletes de oro macizo violentamente arrancados a los brazos de una germana de familia noble recién vencida por su arma entrepernil. Así fue acentuándosele el recelo a las romanas libres, sobre todo si eran de ilustre prosapia, hasta el punto de que las pocas veces que su imperial polla panonia trabó conocimiento con matronas de alto copete, hubo de correr luego a redimirse en el regazo de alguna germana arisca y maloliente; en ocasiones, hasta tres o cuatro juntas, como acre jabón cuyo hedor le borrase el aroma a nardo o a ropa blanca recién lavada que, en las otras, le hacía sentirse incómodo. Azaramiento que acabó en repulsión, y no tardó en correrse la voz de que el general Lucio Domicio Aureliano era inmune a la tentación de la carne aristocrática, ya fuese femenina o masculina.

Ya emperador, en sus desplazamientos y campañas llevaba siempre un pequeño harén rodante de germanas, grandes y gordas casi todas. Acabó usándolas muy poco: en sus noches insomnes más que nada, o en momentos de honda preocupación o súbita cachondez. La certidumbre, y el alivio, de tenerlas tan a mano las volvía casi innecesarias.

Así, la mujer, resumida casi enteramente en germanas, acabó

convirtiéndosele en grato estimulante desindividualizado, y este anonimato cobraba la misma vida y le daba el mismo incentivo fuerte y eufórico que la masa enemiga vencida: perdería eficacia en cuanto destacase de ella un rostro concreto, distinto de los otros, o incluso un nombre que exigiese cara y cuerpo específicos a los que aplicarse.

Fue también hacia la época de su primer contacto carnal cuando Aureliano tuvo en sus manos la primera moneda de su vida: