SEVERUS ALEXANDER
PAX
«Paz» no indicaba ya en la mente de Aureliano algo exclusivamente positivo. Al contrario, la guerra comenzó desde muy temprano, desde antes incluso de dedicarse profesionalmente a ella, a definirse en su mente juvenil como igual de necesaria, más necesaria incluso, pensaba a veces, que el amor montaraz que aún se le antojaba, por ignorancia real de otro, como el único deseable; hacia el final de su vida, habiéndolos probado todos, ese amor se apoderó de su mente como objeto único de añoranza y hasta de infrecuente atención.
A pesar de su éxito desde el principio como empleado de la administración de la finca, su madre seguía estimulando sus sueños bélicos por encima de todos los demás.
A los dieciocho años, harto ya de chupar tinta, pero elogiadísimo por sus jefes, Aureliano aprovechó el paso del emperador por Sirmio, donde iba con el fin de ponerse a la cabeza de las tropas sirias enviadas a la frontera del Rin, para pedir audiencia urgente al viejo senador, que estaba en la finca de paso para esa ciudad. El senador escuchó al muchachote recio, de ojos inteligentes, que le comunicaba ansiosamente sus aspiraciones más apremiantes. Su excelente memoria de consumado político recordó enseguida a Gneo Aurelio Cotta los elogios de su administrador general:
—Un chico inteligentísimo, listísimo y muy trabajador, lleno siempre de ingenio y recursos.
Enarcó las cejas:
—Todos me hablan muy bien de ti. Pronto serás secretario principal del administrador general —le dijo, curioso—, ¿prefieres de veras dejar esto para hacerte legionario?, porque así es como se empieza.
Aureliano, entrecortado por temor a una negativa, tartamudeó su asentimiento.
—Muy bien —dijo el senador, después de un largo silencio—, prepárate, mañana salimos temprano para Sirmio.
Fue muy fácil: Gneo Aurelio Cotta habló con un general, que envió al muchacho a un centurión encargado de recibir reclutas y enseguida se olvidó del asunto: uno de tantos como despachaba todos los días. El senador se despidió de Aureliano con una bolsa llena de dinero, algún consejo distraído y un suave golpecito en las mejillas, juvenilmente hirsutas. General, senador y centurión volverían a oír su nombre antes de mucho tiempo.
Ese mismo día Aureliano vio al emperador Severo Alejandro rodeado de su estado mayor:
Alto, erguido, rostro digno y melancólico, ademanes cansados, uniforme polvoriento, capa de púrpura con bostezante desgarrón.
Y así le recordaría siempre Aureliano, hasta el punto de que, años más tarde, y siendo ya emperador también él, le bastaba cerrar los ojos y abrir la fantasía para evocar el talante y el físico de Severo Alejandro como síntesis y epítome hierático de la Roma inmutable, lo más noble y fuerte que había parido el tiempo. Aureliano no consiguió nunca imponer sus propios rasgos a esa imagen imperial ni cuando ya llevaba varios años de imperio: siempre era el rostro de Severo Alejandro lo que venía a su mente; y él, ante tan extraña impotencia, se justificaba así ante sí mismo:
«El emperador es un símbolo, yo mismo soy un símbolo, nuestro aspecto y nuestro nombre carecen de importancia ante lo que representamos.»
Todos ellos eran lo mismo: las facciones y el porte del primer emperador que había visto, un emperador enseguida muerto y olvidado, bastaban para mostrarle que
el emperador romano tenía que sacrificar su identidad en aras del imperio romano; Aureliano llegó a ver en esta autodesindividualización lo más glorioso de su carrera imperial.
El primer contacto con Sirmio, centro militar, monetario y naval de la zona danubiana, le impresionó profundamente: vio allí a Roma en acción: todo aquel tráfago incesante le dio una idea de la vida que era muy contraria a la paz rústica de la finca senatorial, pero muy cercana a lo que él soñaba al imaginarse a sí mismo como legionario romano.
Carros bien custodiados, rebosando sacos de monedas recién acuñadas; contingentes de soldados y marinos, yendo y viniendo por calles angostas; cuadrillas de esclavos, manos y pies trabados con grillos, camino del puerto, donde se les encadenaba a los bancos de remos de las patrullas fluviales: su hosco silencio, sus miradas de contenido rencor impotente contrastaban fuertemente con el jovial, eufórico estrépito, el barullo, el alboroto general de Sirmio. Aureliano abandonó Panonia como simple legionario, y durante su larga vida militar la recordó siempre como algo mágico, impresión que la distancia y el tiempo agudizaban hasta el punto de que su nostalgia llegó a confundírsele, y enriquecérsele, con sueños, recuerdos, deseos: en Panonia, le decía la memoria, el pelo de la gente y de los animales se congelaba en invierno, formando púas con las que era posible defenderse eficazmente de cualquier enemigo; los ojos se agitaban al viento como lamparillas, dando a sus dueños ventaja visual sobre cualquier forastero; las mujeres daban a luz en el aire, o colgadas de los árboles; y los hombres mordían como caballos; mientras las serpientes se salían de su propio pellejo para convertirse en brujas.
Un adivino que vivía cerca de la casa paterna de Aureliano sabía hacer volar los peces de los pantanos, que acudían a posársele como pájaros en la mano abierta y despegaban de ella agitando sus aletas como si fuesen alas de halcón; este mismo adivino se transformó a la vista de todos en lobo al morir, y se enterró a sí mismo abriéndose con uñas y colmillos una honda fosa que luego se cerró sola; lo último que se vio de él fue el relucir de sus colmillos, apuntando a la luna desde el fondo. Cuando Aureliano llegó a emperador, sus oficiales y asesores aprendieron enseguida a ponerle de buen humor sacándole el tema de Panonia; con frecuencia bastaba esto para desactivar ataques inminentes de furia irracional. Su irreflexiva temeridad le hizo famoso entre romanos y germanos siendo aún joven centurión; su respuesta a cualquier objeción de cautela era siempre la misma:
«No conozco la palabra imposible.» El apodo que le dieron sus comilitones, Manus ad Ferrum, era muy apropiado, y servía, de paso, para distinguirle de otro centurión de la misma legión, tocayo suyo y menos dado que él a los cintarazos. En intervalos de paz, raros entonces en la frontera danubiana, muchos germanos buscaban su compañía, y tan inmensa llegó a ser su fama de gran luchador que un gigantesco e hirsuto jefe godo le retó a singular combate y aceptó con muy buena gracia su aparatosa derrota a manos de un hombre que a su lado parecía casi de alfeñique; en una escena emblemática que la mente germana elevaría a fábula del dragón y el doncel, y que los legionarios cristianos compararon enseguida a la gesta de David contra Goliat, el joven centurión humilló la pelirroja cerviz bajo su bota militar. Hubo aclamaciones godas y latinas bajo el ceñudo cielo otoñal, y Aureliano gozó lo indecible viendo confirmado su sueño infantil de humillar a un gigante bárbaro con su recia y astuta pericia romana.
El vencido se alzó, abrazó a Aureliano y le cedió su nombre: Odoacro,
«devastador de tierra», adoptando en adelante el más modesto de Sigerico,
«victorioso»; Sigerico murió poco después, y Aureliano interrumpió las hostilidades para erigirle un túmulo en plena tierra de nadie, colgó de él su casco, robado a algún
legionario caído, y le rindió honores militares.
Estos incidentes de admiración mutua entre contendientes centenarios dejaron de ser relativamente frecuentes cuando la guerra a lo largo del Rin y del Danubio se enconó por la presión creciente de extrañas hordas asiáticas contra la retaguardia germana.
Francos, godos y yutungos traducían a su lengua las canciones que los legionarios cantaban en loor de Aureliano:
¡Beba mil veces quien mil veces mató!,
¡nadie bebe tanto vino como él ha derramado sangre!
Su valor frío y su cálida, cortante inteligencia le empujaron rápidamente jerarquía militar arriba bajo la protección de legionarios rasos y coronados, como el emperador Valeriano, a pesar de que en el alto mando romano no caía nada bien su evidente, creciente germanofilia. Él, por su parte, se jactaba de hablar la jerga latinogermana de la frontera danubiana, y de ser medio germano, «como casi todos los panonios».
Valeriano le tenía afecto, pero se alarmó al oírle decir un día en que estaban los dos a solas:
—Señor, después de todo, ¿qué es lo que quieren los germanos?, pues tierra y seguridad, y tierra segura es justo lo que a nosotros nos sobra. Valeriano, que moriría vejado en una prisión persa, era en aquel momento alfa y omega de estricta romanidad; al oír estas palabras frunció el ceño, y por un instante les unió a los dos un silencio espeso como tocino crudo:
—A los germanos —dijo, finalmente, Valeriano— sólo se les da tierra después de muertos. Lo único que saben de agricultura es abonar la tierra con su propia carroña. Dan los árboles más copudos y el trigo más esponjado. Así aprendió Aureliano a callar sus audaces ideas, que, en aquel ambiente elemental y brutalizado, pasaban por subversivas, pero poco a poco fue tomando forma en él la convicción de que la guerra secular entre germanos y romanos era un funesto malentendido reforzado por esa inercia de la acción repetida que acaba haciendo axiomas de los errores más flagrantes.
Un día se le ocurrió comentar con un general viejo que había que acabar con los esclavos en las fábricas imperiales de armamento:
—O incentivar su trabajo de alguna forma, porque lo hacen muy mal, ¡por cada buena arma que producen, cuántas hay que no pasan el control técnico!
El general le miró con hondo recelo, y al día siguiente el emperador Claudio el Gótico le llamó aparte para aconsejarle más discreción:
—Ni yo mismo —le dijo— podría proponer una reforma así.
La muerte de su madre le aisló por completo de su propia vida. Durante una semana pareció haber dejado de existir: sólo pensaba en la muerte, sobre todo en el instante terrible en que los ojos dejan
de ver y el cerebro sigue pensando. Actuaba como un autómata, y sus comilitones creían que se hubiese vuelto loco.
Cumplió escrupulosamente los ritos funerarios, pero como pensando en otra cosa, y se hizo de una sociedad funeraticia donde legionarios y oficiales se codeaban bajo la advocación del Sol, compartiendo por igual el costo de ritos y banquetes. Lo dejó porque, a pesar de ceremonias y sacrificios, no conseguía soñar con su madre, y esto le hizo pensar que la muerta ya no le necesitaba. También porque un oficial de la policía militar le previno que la sociedad estaba siendo vigilada: la habían infiltrado activistas cristianos que esparcían confusionismo comparando a su Cristo con el Sol invicto.
Aureliano se casó poco después de esto, pero sólo por tener un anclaje en su
vida cambiante y andariega: casa propia con mujer fija.
El recuerdo de su mujer le acompañaba en sus campañas como algo blanco y callado, oloroso a espliego, al contrario que los cuerpos femeninos que frecuentaba: sudados, sucios, ariscos; contraste en el que hallaba complicado regusto. Sus orgasmos conyugales, reducidos a salutación y despedida en sus raras visitas a Roma, le resultaban tan insípidos que siempre tenía que salir corriendo en plena noche a rematarlos más sabrosamente en cierto burdel del centro de la urbe organizado por un grupo de oficiales partidarios de suculentas esclavas asiáticas, y al que él, como socio fundador, había insistido en añadir un contingente permanente de germanas.
Su pasto erótico favorito seguía siendo la salvajina, con goce rápido, tácito, hosco.
Cada vez aparecía menos por Roma, y se enteró del nacimiento de su hija en plena guerra gótica. Fue entonces cuando envió a la madre y a la recién nacida el único regalo verdaderamente suntuoso de toda su vida familiar: una cabeza de Medusa en plata sobredorada, sobrecogedora en su realismo, hallada en una villa germana al otro lado del Rin: parte, sin duda, del saqueo de alguna población romana fronteriza. Aureliano, puritano por instinto, pensó que protegería la castidad de su hija, y así lo expresó en el mensaje de parabienes con que acompañó el regalo:
«Ponla sobre su cuna, para que nadie se acerque demasiado a ella.»
Obsequió, además, a la niña con una pingüe pensión vitalicia, honorable entierro y tumba de mármol incluidos, todo ello debidamente concertado con la caja militar de ahorros. Aureliano daba por supuesta la orfandad prematura de su hija, y quería hacer las cosas debidamente.
Cuando llegó a emperador, Aureliano era un saco de atisbos geniales, toscos prejuicios, timideces y audacias, brutalidad ahita, y hambrienta, huérfana ternura. En sus discursos y conversaciones idealizaba la guerra como el estado natural del hombre civilizado.
La vida militar le había confirmado desde el principio en su precoz idea de la disciplina como cúspide de la libertad inteligente, pues sometía al general tanto como al legionario raso, atándoles a ambos en igual medida, y por su propia, libérrima voluntad, a la legión romana, obra maestra tan completa que nada sobraba o faltaba en ella.
La madurez en ambiente tan peligroso y complicado como era la cúspide del ejército romano, donde la alternativa de llegar a emperador era caer de cabeza en pleno salto hacia la púrpura, le enseñó lo que a él más le repelía: discreción sistemática, hasta el punto de guardar sólo para sí mismo y sus poquísimos íntimos sus nacientes ideas de reforma radical y camuflar sus pensamientos de tal manera que llegó a cobrar fama de astuto político, justo lo que menos era.
PARTE III, LA SUERTE DE MATAR
onde gridavan tutti: dove rui
Anfiarao, perché lasci la guerra?.*
Dante Alighieri, Divina Comedia, I, 33-34