Prólogo

En sus manos tienen ustedes un libro parecido, en muchos aspectos, al último libro de la Biblia, el Apocalipsis de San Juan.

Todo queda explicado; todos los cabos sueltos quedan atados. Los misterios y el Misterio son revelados. Las trompetas de los ángeles anuncian la desaparición de los velos, y vemos quiénes son los ángeles y quiénes los demonios, quiénes son los malos y quiénes los héroes y las heroínas. No voy a descubrir quién gana esta fragorosa batalla. Léanlo ustedes mismos.

Éste es el volumen VI, La Batalla Final de la serie La Torre Negra. Es el último de la epopeya que empezó con el volumen I, La Mazmorra. Ambos fueron escritos por Richard Lupoff. Los volúmenes II al V fueron creados por diferentes autores. Y todos fueron derivados del «espíritu» de mis propias obras, pero no como subproductos de alguna de mis series o de mis relatos independientes.

Había estado preocupado —un tanto— por la enorme tarea que Richard Lupoff tendría ante sí cuando escribiera este volumen final. Richard Lupoff dio a la serie un principio magnífico, empezó a hacer rodar la bola. No, esto no es exacto. Lo que hizo fue iniciar una avalancha. Cada uno de los subsecuentes libros se añadió a la masa que se precipitaba atronadoramente montaña abajo. Y Lupoff ignoraba por completo cómo cada uno de los demás escritores desarrollaría la trama e introduciría temas nuevos, giros argumentales y personajes que ni siquiera había insinuado.

Puede decirse que fue como si cinco tejedores trabajaran en un tapiz, y uno de ellos diese a los otros cuatro sólo las direcciones generales acerca del dibujo a tejer. Cuando éstos acabaron su trabajo, el primero pasó a ser el último. Su objetivo fue finalizar el dibujo, dar cohesión a la obra de los otros cuatro. Tuvo que concluir un dibujo que en cierto sentido remodelara de forma mágica los otros dibujos para que el resultado constituyese una obra coherente por sí misma.

El objetivo ha sido logrado en su totalidad.

Sólo un escritor puede tener idea de cuántos esfuerzos y sudores debió de haberle costado a Lupoff buscar en las profundidades de sus reservas de imaginación e ingenio para encontrar explicaciones a cosas que ni siquiera había soñado al redactar el primer volumen.

Tuvo que zambullirse en lo más hondo para extraer la perla más valiosa.

Ustedes no sólo tienen esta perla entre manos. Tienen un libro (considerando éste como parte de uno de seis volúmenes) que es una especie de enciclopedia, un compendio, de la mayoría de temas tradicionales de la ciencia ficción y la fantasía. Pero además hay nuevos temas. Y también los tradicionales han sido recreados bajo nuevos aspectos.

Temas antiguos o tradicionales como viajes a través del tiempo, mundos paralelos, universos alternos, metamorfosis, etc., nunca han muerto ni han caducado. Siempre se vuelve sobre ellos y siempre se volverá. El ingenio humano encuentra nuevos usos o aplicaciones y nuevas explicaciones para los temas tradicionales.

Este conjunto de seis volúmenes (¿una sexología?) los contiene todos o casi todos.

Una de las invenciones que más admiro de esta serie es Esmond el Nonato. Puede que haya un precedente literario de Esmond, no lo sé; aunque sí hay una referencia a un tal Uni el Nonato en la genealogía de la saga islandesa La Historia de Burnt Njal. Pero es sólo un nombre y no una explicación del epíteto. (¿Cómo se las arreglaría por la vida con semejante nombre?) Pero dudo que ésta fuera la fuente para el personaje de Esmond.

Tienen ustedes ante sí una obra cuyo alcance supera la del poeta John Milton (1608-1674). Sus grandes obras épicas se refieren al Cielo y al Infierno y a la lucha entre el bien y el mal. Esas obras son El Paraíso Perdido y El Paraíso Recobrado. Nuestra serie, La Torre Negra, no sólo abarca los temas y escenarios de los poemas mencionados, sino que va más allá de ellos, entra en otras dimensiones.

El lenguaje, desde luego, no es miltónico. Si lo fuera, lo más probable es que usted no estuviera leyendo esta serie. (Mis disculpas a quienes lean ambas.) Pero su asunto sí es miltónico: también trata de la contienda entre el bien y el mal. Los personajes buenos de nuestra serie, sin embargo, son un reflejo de la realidad. Tienen ciertos toques de maldad; no son perfectos. Pero el héroe, por ejemplo, mientras lucha con la naturaleza y con seres y fuerzas hostiles, también pugna en su interior para vencer sus prejuicios y sus actitudes irracionales.

En este sentido, Clive Folliot es humano, a diferencia del Satán de Milton. Siendo un ángel caído, Satán no tiene temores ni conciencia alguna de estar equivocado. Sus únicos temores se refieren a si va a ganar o no la batalla contra el cielo. Nuestro héroe, Folliot, tiene temores acerca de si va a vencer o no las fuerzas del mal, las fuerzas de las huestes del Infierno, en un sentido real. Pero, puesto que aquí se trata de una novela de ciencia ficción, el Infierno es algo diferente en origen y naturaleza del Infierno de Milton. Y no genera seres de la misma clase, aunque la naturaleza de éstos sea la misma.

En realidad, sin un programa de mano, ustedes no pueden distinguir los ángeles de los diablos. Tendrán que esperar hasta el último acto.

Pero ¿no es esto también cierto en nuestro propio mundo, en la Tierra que conocemos? ¿No hemos confundido ángeles con diablos y viceversa? Y, aunque las personas no puedan metamorfosearse en el mundo real, ¿no hacen algo equivalente? ¿No se ponen diferentes máscaras, representan papeles distintos, según su entorno y la gente con quien tienen que tratar?

Todos somos «transformistas», si se define «forma» como «papel» o «adaptación de la conducta».

Otro concepto inesperado es la introducción de un personaje que creíamos sólo perteneciente a la ciencia ficción pero que aquí se nos presenta con existencia real. Me sorprendió, aunque supongo que no debiera haber sido así. Después de todo, yo ya he hecho algo parecido, y de un modo similar. Y Lupoff, atento a que esta serie se atuviera a mi «espíritu», ha superado a Farmer.

No voy a revelar de quién se trata este personaje, pero a ustedes les será familiar. Incluso los que no hayan leído nada acerca de él lo conocerán por el cine. Me encantó su súbita entrada en escena.

Tenemos aquí una obra que ejemplifica la clásica historia de la búsqueda. Tiene consonancias con La Odisea, el mito de Jasón y el Vellocino de Oro, la búsqueda del Santo Grial, el cuento tradicional del sastrecillo valiente, la saga de Sigurd, la historia del héroe que mató al dragón Fafnir, la de las grandes seductoras Lilith y Ayesha, la de Castor y Pólux, la del descenso del héroe al averno y, en efecto, con el ciclo heroico que Joseph Campbell y Robert Graves han recreado.

En realidad, todo esto es para bien porque toca las cuerdas de nuestro subconsciente, de la parte del subconsciente colectivo que contiene tales historias primigenias. Pero la música que se produce al pulsar estas cuerdas posee notas que sonarían extrañas a los oídos de los antiguos, pues ellos no sabían nada de viajes a través del tiempo, de viajes a distantes estrellas, de las armas horrorosamente destructivas de esta serie, de otras dimensiones o de computadoras.

Tenían conocimientos sobre metamorfosis. Y este concepto debió de haber sido popular entre los primitivos de la Edad de Piedra, mucho antes de que se inventase la literatura. De hecho, es un concepto universal entre los pueblos preliterarios descubiertos en tiempos modernos. Tales relatos deben de haber existido ya desde que la humanidad empezó a hablar.

Supongo que también se podría decir que el concepto de otras dimensiones estaba subyacente en las ideas del Cielo e Infierno, de las vidas subterráneas después de la muerte en las antiguas religiones egipcia y griega, del Tir nan Og, el mundo del más allá en los mitos irlandeses. Pero esos conceptos no tienen explicación científica o pseudocientífica. Pertenecen estrictamente a lo sobrenatural.

Nuestro héroe, Clive Folliot, es un hombre a quien considero como Ulises o Parsifal. Empieza con la búsqueda de su hermano perdido y acaba siendo algo que no había siquiera soñado cuando inició su larga y dolorosa búsqueda. En realidad, nunca podía haber imaginado una búsqueda semejante porque no sabía, no podía haber sabido, que tales cosas pudieran existir. Ni siquiera podría haber leído nada al respecto en la novela de imaginación más desenfrenada que le hubiera caído en las manos.

La imaginación desenfrenada es, creo, una de mis características. El presente libro, la serie entera, refleja ciertamente este aspecto de mi carácter y muestra así el «espíritu» de mis escritos.

He aquí un libro impetuoso en el mejor sentido del término. Como en todas las cosas impetuosas, no se pueden prever sus consecuencias. Está lleno de maravillas y sorpresas.

Philip José Farmer