17: Novum Araltum
17
Novum Araltum
La criatura blanca era apenas mayor que un perro de aguas inglés.
Pasó zumbando junto al coche, dio media vuelta, se agarró con sus tentáculos retorcidos y se pegó al exterior del coche. Por las paredes transparentes del vehículo, Clive pudo ver que aquella pálida miniatura no carecía de ningún rasgo de la repelente monstruosidad de Q’oorna.
Cuando el monstruo blanco apretó su parte superior contra el techo plano del coche, Clive advirtió que poseía el rostro humano que coronaba su tronco. Pero, donde el monstruo oscuro de Q’oorna había tenido la cara increíblemente aumentada de tamaño del hermano de Clive, Neville, una cara que lo maldijo cuando cayó en picado del puente de basalto, aquella miniatura tenía otra cara igualmente familiar a Clive… ¡e igualmente asombrosa!
Era la cara de Annabella Leighton.
Clive abrió unos ojos desorbitados cuando la reconoció. Saltó a través del coche hacia la criatura blanca con el rostro de Annabella. Y aplicó su propia cara contra el frío cristal plano.
Sí, cada rasgo, cada facción que identificaba a Annabella estaba allí. El pelo suave y suelto. Las cejas en un ligero arco. Los mismos ojos, llorando de profundo amor por Clive y de dolor porque éste la había abandonado en sus aposentos en Plantagenet Court, en Londres. La elegante y delicada forma de su nariz y la generosa plenitud de sus labios…
—¡Annabella! —gritó Clive.
No sabía si la carrocería transparente del coche posibilitaba que sus palabras llegasen a ella, pero aplicó el oído al cristal con la esperanza de que ella respondiera.
—¡Clive! ¡Querido!
¡Sí! Era la voz de Annabella, empequeñecida y distorsionada por la espesura del cristal, pero suya de forma inequívoca.
—¡Déjame entrar! ¡Oh, Clive, te lo suplico!
—¡Sidi! ¡Horace! —Se volvió hacia sus compañeros—. ¡Es Annabella! ¡Ayúdenme! ¡Debemos dejarla entrar!
—No, Clive Folliot. No es Annabella.
—¡Lo es! Cómo semejante monstruo la ha capturado, no puedo ni imaginármelo, ¡pero es ella! ¡Sé que es ella!
—¡Es un ren, mi comandante! ¡Pueden hacer eso, mi comandante!
—¡No! Horace, usted debe de recordar el monstruo en el puente. Tenía la cara de mi hermano. Ahora éste ha capturado a Annabella. Debemos dejarla entrar en el coche. Tenemos que rescatarla.
—Sólo es un truco, mi comandante. Son los rens.
—¡Lo sé, lo sé! —Clive apartó los ojos del cristal, haciendo grandes esfuerzos por no mirar el rostro de su amada—. Sé de lo que son capaces esos monstruos. ¿Pero cómo puedo…? —Le fue imposible proseguir.
—Por favor, Clive. —La voz de Annabella llegó de nuevo desde el otro lado del cristal.
Más allá de la criatura blanca con el rostro de Annabella, Clive distinguió a los soldados de pesada vestimenta, los que habían sobrevivido a la batalla entre la nave roja metálica y la nave ren. Se habían lanzado al espacio y ahora flotaban hacia el coche transparente. Llevaban las hachas en mano dispuestas para el combate.
—¡Oh, Clive, no me dejes morir! ¡Por favor, Clive! ¡En nombre de nuestro mutuo amor! ¡Por favor! ¡En nombre de nuestra humanidad!
Clive agarró la manecilla que abriría la puerta del coche y permitiría entrar a Annabella. Tiró de ella, intentando con todas sus fuerzas hacerla girar.
Horace Hamilton Smythe aferró la muñeca de Clive con sus manos y con un tirón apartó a éste de la puerta.
—Smythe, ¿qué está usted haciendo? ¡Suélteme! ¡Si no va a hacer nada para ayudarme a salvar a la señorita Leighton, al menos no interfiera en mis esfuerzos!
Horace Smythe cogió a Clive por los hombros y lo sacudió.
—¡Contrólese, mi comandante! ¡Ya sabe que no es Annabella! ¡Lo sabe muy bien! ¡Usted mismo lo ha dicho! No puede dejarla…, dejarlo entrar. ¡No puede ser, mi comandante! ¡Se escaparía el aire del interior, moriríamos todos en vez de uno! Pero ésa no es la cuestión, mi comandante. ¡No es la señorita Annabella Leighton!
Los soldados se acercaban a la criatura blanca por detrás, con las hachas levantadas.
—¡Morirá!
Como un hombre desgarrado por dos pensamientos contrarios, Clive sabía que el monstruo no era Annabella, pero no podía refrenar sus impulsos para intentar salvarla. Casi había conseguido soltarse de Smythe, cuando, en el momento crucial, Sidi Bombay atenazó la otra muñeca de Clive. Juntos, ambos hombres pudieron contenerlo.
El primero de los soldados ya estaba encima de Annabella. Ésta dejó de agarrarse al cristal del coche y de un empujón se apartó unos cuantos metros de él, dispuesta a hacer frente al ataque del soldado. La monstruosidad blanca estaba provista de tentáculos, garras, hileras de colmillos y aguijones venenosos, pero, en lugar de arremeter contra los soldados, simplemente los esperó.
Al primer golpe de un hacha, el monstruo blanco saltó de nuevo hacia el coche. Durante un fugaz instante recuperó su agarre en el vehículo aplicando el tronco contra su superficie plana. De nuevo Clive se halló mirando el rostro de Annabella Leighton.
—Adiós, querido —oyó que susurraba aquella voz amada—. Incluso ahora mi amor por ti me da fuerzas para perdonarte. Incluso ahora.
Con una enloquecida sacudida, Clive se soltó del abrazo de Sidi Bombay y Horace Hamilton Smythe y se precipitó hacia la manecilla de la puerta. Pero, en el momento en que agarraba el metal, un soldado cayó sobre Annabella y descargó su hacha.
De un solo golpe abrió el tronco blanco del ser de arriba abajo. Los tentáculos se retorcieron, la boca que Clive había amado se abrió y se cerró en un grito de dolor definitivo (un grito que fue emitido en completo silencio), y gotas de icor manaron de las dos mitades de la criatura blanca.
Los soldados continuaron troceando y tirando lo que cortaban hasta que sólo quedó un pedazo menor que la palma de la mano de un niño. Clive cayó de rodillas, convulsionado por una náusea seca, al tiempo que el estómago se le retorcía más y más de asco horroroso.
—No era la señorita Leighton —repitió Horace Hamilton Smythe a Clive—. Yo desconocía la naturaleza de los rens cuando encontramos aquel gigante oscuro en Q’oorna, mi comandante, o hubiera sabido que usted estaba viendo el rostro de su hermano y oyendo su voz. Yo vi otra cara, comandante, allí en Q’oorna. Mientras usted veía a su hermano, yo veía a mi propia madre. Fue duro no hacer lo que ella quería.
—Y yo vi a mi amado hijo, comandante Folliot —intervino Sidi Bombay—. Mi hijo, que un tigre en la jungla de Bengala se llevó, mi hijo por el que nunca he dejado de lamentarme, comandante Folliot. Los rens poseen el poder de extraer de nuestras mentes las imágenes de nuestros seres queridos. Y las utilizan contra nosotros. Pero no son reales. Son ilusiones, comandante Folliot.
Clive se frotó los ojos húmedos.
—Lo sé, lo sé, Sidi, Horace. Pero, no obstante, al ver aquel rostro amado, al oír aquella voz tan dulce, ¿pueden culparme, amigos míos, por… un momento de confusión? ¿Por un momento de locura?
—No, mi comandante. Nadie podría culparlo de eso.
—Pero tenemos que aceptar, Clive Folliot, el reto a que nos enfrentamos. —Sidi Bombay extendió un dedo, como señalando una mancha que era preciso quitar de un vestido—. No debemos permitir que ese momento de locura persista.
—¿Y si hubiera abierto la puerta a ella…, a aquello?
—Es posible, mi comandante, que simplemente hubiésemos perdido todo nuestro aire. También es posible que nos hubiésemos visto barridos del coche y hubiésemos muerto. O que hubiésemos permanecido en él y nos hubiésemos ahogado. Pocas alternativas, ¿eh?
—¡Qué bestias más repugnantes son! Yo creía que los rens eran humanos… En nuestros encuentros con ellos en la Mazmorra, por más sospechosos que hubiesen sido sus motivos, al menos pensaba que eran humanos.
—Adoptan muchas formas —dijo Sidi—. Pero la forma en la cual vimos primero al monstruo de Q’oorna y la forma de este pequeño ren blanco después, parece ser su forma natural. No comprendo las diferencias en su tamaño y en su color, Clive Folliot. Pero son los auténticos rens.
Ahora una docena de soldados rodeaban el coche, algunos de ellos flotando con tanta suavidad como gaviotas en una corriente de aire, otros agarrándose a las protuberancias y salientes del exterior del coche para afianzar su vuelo. De tanto en tanto, un soldado escudriñaba con curiosidad a través del cristal a Clive, Sidi y Horace, pero durante la mayor parte del tiempo tan sólo seguían con su trabajo. Este consistía en atar cabos de cuerda al coche.
No pasó mucho tiempo antes de que el vehículo quedara unido con sogas a media docena de naves metálicas. Los soldados se habían ido, regresando sin una palabra de explicación a sus propias naves. La flota empezó a moverse y, con ella, Clive pudo sentir que también el coche.
—¿Adonde nos llevan? —preguntó a sus compañeros.
—Yo diría que nos están llevando a su propio mundo, mi comandante —respondió Horace.
—¿A… Aralt? Creía que Aralt había sido destruido, Horace.
—Sí, mi comandante. No sabía que el comandante estuviera al corriente de ello.
—Me enteré en el octavo nivel. Allí había una mujer, una bellísima mujer. Se llamaba Lena.
—Comprendo, mi comandante.
—No, no lo comprende, Smythe. Era una mujer chaffri, y por ella supe que su hogar era un diminuto mundo situado en el anillo de asteroides del sol. Usted creyó que yo no estaba enterado de la existencia de los asteroides (o planetoides), pero Lena me habló de ellos. Me contó que el país de los chaffris era Aralt, que había sido Aralt, pero que Aralt ya no existía. Que había sido destruido.
—Eso es correcto, mi comandante. Pero los chaffris no son una potencia de segundo orden. Lo más probable es que tengan un cuartel general alternativo. Habrán trasladado su base de operaciones o bien a ese cuartel o bien a algún puesto militar de menor importancia. Ésas son, con toda seguridad, naves chaffris, y apostaría cualquier cosa a que nos están llevando a su base.
Clive se dejó caer contra el respaldo acolchado de su cómodo y afelpado asiento rojo oscuro y se tapó los ojos con las manos. Podría haber sido mejor, podría haber sido mejor, se permitió meditar, si hubiera conseguido abrir el panel. El aire habría salido del coche y habría muerto en el momento de su reunión con Annabella. Naturalmente, habría sido una ilusión. Si Horace y Sidi estaban en lo cierto, si el monstruo blanco había sido un ren y si los rens poseían la capacidad de extraer imágenes de las mentes de sus víctimas y crear fantasías convincentes con ellas…, podría haber sido mejor morir.
—¡Allí está, Sidi!
La voz de Smythe interrumpió el ensimismamiento de Clive. Smythe estaba en pie frente a los ahora inútiles controles del coche, señalando hacia adelante. Clive pudo ver las sogas que ataban el coche transparente a las naves metálicas, aunque sus partes posteriores quedaban distorsionadas por las turbulentas nubes de los gases de escape. Las naves tiraban con suavidad, con firmeza.
Justo enfrente de ellos se hallaba un disco diminuto, un perfecto planetoide no muy distinto de la Tierra, pero de sólo una mínima parte de su tamaño. Inmaculados casquetes polares brillaban con la luz del sol. Mares azules y continentes de verdes bosques podían atisbarse por entre los claros que dejaban nubes de blanco algodón.
Las naves metálicas se inclinaron hacia la atmósfera del diminuto planeta, remolcando tras de sí el pequeño coche transparente. El viaje del coche desde el punto donde las naves lo habían atado con sus cuerdas hasta su llegada al planetoide había sido suave y tranquilo.
Pero no obstante Clive se preguntaba acerca de la naturaleza y las intenciones de los chaffris. La batalla entre las naves chaffris y la ren había sido un enfrentamiento clásico propio sólo de la conducta de enemigos implacables. El troceamiento del ren blanco estaba más allá de la capacidad de comprensión de Clive. Representantes de una cultura tan avanzada capaces de construir un artefacto que podía viajar normalmente entre planetas habían emprendido una lucha a muerte armados sólo con hachas. Clive habría esperado que al menos usaran armas energéticas de ordolita. Pero, ¿hachas?
Volaron en círculos por encima de un llano herboso situado en una de las islas que debían de pasar por continentes en aquel planetoide. La penetración en la atmósfera aérea produjo un sonido chirriante que sacudió las paredes e hizo vibrar los paneles de cristal del coche; pero éstos resistieron a la presión del rozamiento.
Las naves metálicas soltaron las sogas, pero continuaron rodeando al coche y lo obligaron a dirigirse al llano.
—¿Podemos escapar, Smythe? —preguntó Clive.
—No es posible, mi comandante. Y, además, creí que el comandante quería desafiar al león en su misma guarida, por decirlo así.
—El león, ¡los gannines! Pero hemos llegado al cuartel general, o al menos a una base, de los chaffris, no de los gannines.
—Incluso así, mi comandante. Sea como sea, mi comandante, no podríamos huir aunque quisiéramos. Esas naves metálicas nos superan en número y en poder, y nos tienen rodeados. Este pequeño coche nunca ha estado preparado para un combate serio. El mortero de ordolita es una pistola de juguete comparado con el armamento de esas naves metálicas, comandante Folliot.
Clive meditó.
—Supongo que tiene razón, Smythe. Sidi Bombay, ¿está usted de acuerdo?
—Sin duda alguna, Clive Folliot.
—Muy bien pues. Aterrice, Smythe.
—Sí, mi comandante. Ya he iniciado la maniobra.
El coche transparente empezó a descender en espiral. El llano de hierba había sido convertido en algo parecido a una instalación naval. Clive pudo ver extensas franjas de terreno que parecían muelles portuarios, edificios que eran el equivalente a los edificios de un embarcadero, carreteras que salían de la zona y desaparecían en bosques exuberantes. Clive sólo pudo hacer suposiciones respecto a sus destinos.
El coche tomó contacto con un espeso césped y se posó con suavidad en él hasta detenerse. Horace Hamilton Smythe cerró metódicamente las unidades propulsoras y se volvió para abrir los paneles de cristal por los cuales habían entrado en el coche. Se hizo a un lado para conceder a Clive el privilegio de ser el primero en salir del vehículo.
Por todas partes a su alrededor, Clive veía naves metálicas que se acercaban para aterrizar. Cada una de ellas era de tamaño mucho mayor que el coche de cristal, y podrían haberlo transportado, junto con una docena más como él, en su departamento de carga, si hubieran dispuesto de uno.
Roja, dorada, azul, verde, plateada, anaranjada, cobriza, una tras otra, las aerodinámicas naves tomaron tierra.
En el momento en que cada una de ellas tocaba el suelo, sus portillas se abrían y los miembros de la tripulación salían rápidamente fuera. Pero Clive y sus compañeros fueron recibidos por un grupo procedente de un cobertizo situado cerca de los bosques.
El grupo consistía en varios hombres vestidos en un espléndido traje militar, fantásticos uniformes de escarlata, oro, azul y verde que habrían avergonzado al más elegante uniforme del cuerpo militar de Su Majestad.
El jefe era un individuo ataviado con esplendor cuyas hombreras de flequillos dorados oscilaban con cada uno de sus pasos. Su tocado se parecía al de un almirante, y una larga pluma sobresalía de él para doblarse con la suave brisa que soplaba en la pista de aterrizaje.
Una banda que le cruzaba el pecho desde el hombro a la cintura ostentaba una gran profusión de medallas y condecoraciones. Una espada corta de gala tintineaba en su vaina.
Clive observó al hombre, intentando averiguar su rango o el arma del ejército de la cual era oficial. El hombre se detuvo y saludó con elegancia.
—En nombre de la nación chaffri, Clive Folliot, le doy la bienvenida a usted y a sus compañeros a Novum Araltum. Yo soy el Muntor Eshverud.
Sorprendido, Clive lanzó sendas miradas a Sidi Bombay y a Horace Hamilton Smythe. Pero éstos no le ofrecieron ninguna sugerencia. Muntor Eshverud… El nombre no le proporcionó ninguna pista en cuanto a los orígenes del oficial; ni tampoco su habla, que denotaba un ligero acento extraño que Clive no lograba situar. Salvo…
Salvo que Eshverud utilizaba el inglés, no la jerga que Clive sabía común a la mayoría de las regiones de la Mazmorra. ¿Qué podría significar aquello?
Eshverud había levantado su mano inmaculadamente enguantada en un saludo militar, y Clive le devolvió el gesto con cierta incomodidad.
—Si los distinguidos huéspedes tuvieran la amabilidad de acompañarme a la oficina de campaña… —Y señaló hacia el cobertizo del cual habían salido. Pero (Clive parpadeó) ¿era un cobertizo? El edificio era mucho mayor de lo que había parecido a primera vista, y su arquitectura era acogedora y atractiva, muy diferente de la rudimentaria construcción de madera que había creído ver.
Se situó junto a Eshverud y advirtió que Horace Hamilton Smythe y Sidi Bombay eran acompañados de forma similar por sendos miembros del grupo de Eshverud. Emprendieron la marcha a paso vivo hacia el edificio. Clive oyó a Horace Smythe hacer preguntas ansiosas a su acompañante respecto a los cuidados que recibiría el coche. Las respuestas fueron tranquilizadoras. Sidi Bombay había entablado un diálogo, al parecer sobre el tema de la comida y de las provisiones.
—Observamos su encuentro con la nave ren, comandante Folliot —dijo el muntor Eshverud—. Tuvieron suerte de que nuestra patrulla los localizase a tiempo. Esos artefactos rens son terribles. ¡Terribles como las criaturas que los construyen y los pilotan!
—¿Están ustedes en guerra con los rens, señor…? No he entendido bien su título.
—Muntor. Mi nombre es Eshverud. Muntor es mi grado y mi posición en la sociedad chaffri.
—Muy bien, señor. ¿Y mi primera pregunta, si es tan amable?
—Sí. Estamos en guerra con los rens. Sí, supongo que se lo podría llamar guerra. Si una campaña de exterminación se puede catalogar de forma adecuada de guerra.
—¿Exterminación, señor? Nunca he oído hablar de una guerra en que el objetivo reconocido de un bando sea exterminar al otro. ¿Se refiere a aniquilar al enemigo hasta el último de sus hombres, mujeres y niños?
Eshverud esbozó una sonrisa amarga. Su frente era maciza y su cara ancha. Un espeso bigote, quizá rubio en la juventud del muntor, ahora casi blanco por la edad, subía en sus extremos hacia unas gruesas patillas.
—¿El último de sus hombres, mujeres y niños, comandante Folliot? Una expresión conmovedora. Sí, creo que los rens nos exterminarían hasta el último hombre, mujer y niño… si tuvieran el poder para hacerlo. A menos que decidieran conservar una parte como rebaño domesticado para comida. Comen la carne chaffri, ¿sabe? No muy a menudo… No somos suficientes en número para satisfacer sus necesidades. Así que, entre los rens, somos considerados como un plato muy delicado.
—Me tropecé con un gigante ren cuando entré en la Mazmorra, muntor Eshverud. En mil ochocientos sesenta y ocho, cuando iba en busca de mi hermano.
Eshverud asintió.
—La Mazmorra está infestada de ellos.
—El que encontré… había devorado a seres humanos y exhibía el semblante de mi propio hermano. ¡Y me maldijo en su propia voz!
—Los rens tienen tremendos poderes mentales. No tengo dudas acerca de su historia, comandante. Es totalmente creíble. Pero yo opino que los rens extrajeron la imagen y el sonido de la voz de su hermano del cerebro de usted y le devolvieron la información para que sirviera a sus propios intereses.
—Eso es lo que he llegado a creer, muntor.
Estaban ya cerca del cobertizo. Ahora Clive comprendió que se trataba de una taberna, construida al estilo Tudor, medio enmaderada y cubierta con un espeso tejado de paja. Había sido pleno día cuando el coche de cristal aterrizó en el campo de hierba, pero la noche caía con rapidez en Novum Araltum y el cielo ya estaba oscureciéndose. El sol se hallaba semioculto tras el horizonte, las estrellas brillaban y los asteroides cercanos desplegaban un ancho y centelleante anillo a través del firmamento. Una perezosa columna de humo emergía con lentitud de una chimenea baja y Clive percibió el familiar olor de la turba quemada.
La puerta de la taberna estaba provista de cristales grabados de color ámbar. Las luces del interior daban a los cristales un resplandor cálido, dorado. El muntor Eshverud condujo a Clive por la puerta y ambos entraron en un mundo a la vez obsesivamente familiar y turbadoramente ajeno.
Como caballero inglés, Clive no había frecuentado tabernas populares, pero ciertamente sabía cómo eran. Había tenido motivos para visitar alguna de ellas en la Mazmorra, y había entrado en otra, para su propia desgracia, a su retorno a Londres.
Pero aquel establecimiento no era del todo una taberna del siglo diecinueve. Daba la sensación de ser una taberna rural de una época anterior y más saludable. Casi esperaba ver a patanes campesinos, con briznas de heno pegadas a los pelos, levantando jarras de cerveza y patas de cordero asado. Había, claro, un afable tabernero que dirigía las operaciones, mientras que varias mozas en blusas de escotes atrevidos y faldas flotantes se abrían paso con habilidad por entre largas mesas ordinarias de anchos tablones sin pulir, y las servían.
—¿Es esto…, dispense, muntor —dijo Clive a su compañero—, es esto el cuartel general de la base aérea de los chaffris? Confieso que no comprendo, señor, aunque admito que el lugar es agradable y acogedor.
Eshverud sonrió y, cogiendo a Clive por el codo, lo condujo a través de la atiborrada sala. Llegaron a la barra y Eshverud se inclinó para hablar con el tabernero. A pesar del ruido de la sala, repleta como estaba de chaffris juerguistas que bebían, comían, cantaban y reían, Clive no tuvo dificultades para oír las palabras del muntor.
—Dos jarras espumeantes de la mejor, Jivach, para el comandante Clive y para mí. Y una fuente de buena comida caliente. El comandante y yo estaremos en un reservado. Y, si me precio de conocer los gustos de mi invitado, Jivach, fíjate bien en mandarnos la moza más guapa que tengas. Y no esperes que regrese demasiado pronto.
¡Y el hombre guiñó el ojo!
Clive dejó que lo condujeran a un reservado donde los muebles, aunque toscamente construidos, eran más que cómodos. La luz procedía de un quinqué, y el aire olía a Inglaterra.
Los dos hombres se sentaron frente a frente en la mesa de madera. Había un millón de preguntas que Clive quería hacer a Eshverud. Preguntas acerca de los chaffris, de los rens, de la Mazmorra… y de los gannines. Eran tantas preguntas, y abarcaban una tan grande variedad de temas, que Clive apenas sabía por dónde empezar.
Pero no había progresado mucho el diálogo, cuando alguien llamó a la puerta. El muntor Eshverud respondió:
—¡Adelante, pues!
La puerta se abrió y la moza camarera se volvió para cerrarla antes de dejar lo que llevaba. Clive captó un solo atisbo de la joven, pero en aquel mismo instante fue cautivado por su oscuro y lustroso pelo, su suave piel que resplandecía con tonos crema y dorados en la luz del quinqué, la bella figura y el esplendoroso pecho que se hinchaba bajo los inadecuados confines de su blusa escotada y ligera.
Se irguió en la silla, agradecido por aquella visión, y esperó a que se volviera de nuevo hacia él. Ella se inclinó para realizar su tarea, colocando jarras de cerveza, fuentes de comida y panecillos en la mesa de madera. Y, al hacerlo, el escote de su blusa se abrió para mostrar su pecho cálido.
Clive parpadeó.
La doncella se enderezó.
Sus ojos se encontraron en una sorpresa de reconocimiento, y en el acto exclamaron sus nombres al mismo tiempo.
—¡Clive!
—¡Annabella!