25: Señor frente a Señor
25
Señor frente a Señor
Clive estaba en pie en una resplandeciente superficie de color blanco perla, una superficie que se curvaba en la distancia y parecía elevarse hacia un lejano horizonte. El aspecto de aquel mundo era el mismo en cualquier dirección hacia donde mirase. A la izquierda y a la derecha, arriba y abajo, no había nada salvo blancura resplandeciente.
Con la idea de hallar algo diferente, o a un ciudadano de aquel mundo, se puso a andar. Recorrió unos cien metros en una dirección. El único modo que tenía de medir las distancias era contando los pasos, porque allí no había ni objeto ni habitante alguno por medio del cual calcular su posición; la perspectiva al final de su tramo fue idéntica que la del principio.
—¿Hay alguien? —llamó.
Sorprendentemente, su voz resonó. Pero no hubo respuesta. Buscó en sus ropas algún objeto con el cual hacer un experimento y encontró un soberano real en su bolsillo; lo lanzó a la blanca superficie que allí pasaba por suelo. La moneda rebotó hasta la altura de su cintura. La cazó al vuelo con la mano y la devolvió al bolsillo.
Oyó un zumbido lejano, como de un solo insecto gigante. Escudriñando en todas direcciones, esperando localizar la avispa, la abeja o lo que fuera que producía el sonido, avistó un punto en la distancia que se destacaba del uniforme cielo blanco. Entrecerró los ojos, se llevó la mano a la frente en forma de visera y forzó la vista para distinguir mejor el punto.
Éste aumentó de tamaño, incrementando a la vez el volumen del zumbido.
Clive reconoció su forma: era la máquina voladora japonesa de la que se había apoderado su descendiente Annabelle Leigh en el atolón Nueva Kwajalein. Aunque en aquel mundo no había fuente de iluminación distinguible, la Nakajima, al inclinarse y virar en su trayecto aéreo, despidió reflejos de luz.
Clive agitó el brazo con impaciencia y sintió que el corazón le daba un salto de alegría al ver que la Nakajima movía sus alas. ¡Annie lo había visto! ¡Se dirigía hacia él! Basándose en el tamaño aparente del avión y en la velocidad con que aumentaba, supo que aún tardaría mucho en llegar, pero aun así estaba rebosante de alegría.
Oyó que lo llamaban por el nombre y al volverse en redondo se encontró frente a un cuarteto de individuos.
Allí estaba Amos Ransome, vestido con su traje oscuro de clérigo, con su chaqué negro y su cuello blanco eclesiástico. Junto a él se hallaba Lorena, su hermana o su mujer —su auténtica identidad nunca había sido revelada— con el pelo recogido atrás con un severo moño. Llevaba un vestido negro que le cubría todo el cuerpo, desde el cuello a los tobillos y desde los hombros a los puños. Pero, para asombro de Clive, se había maquillado la cara como un marimacho, con largas pestañas artificiales, inverosímiles manchas rosadas en las mejillas y labios del color de sangre.
Y el corpiño de su vestido tenía dos orificios circulares, y la tierna piel que aparecía por ellos había sido enrojecida con un maquillaje como el que llevaban las antiguas sacerdotisas de Babilonia.
Flanqueando a Lorena Ransome por el costado opuesto a Amos, estaba Philo B. Goode, el falso magnate minero norteamericano. Vestía su sombrero de ala ancha, corbata de lazo, chaleco bordado, chaqueta de anchas solapas y botas de intrincado grabado.
Un cigarro puro salía de una esquina de la boca de Amos Ransome, y una sonrisa irónica marcaba su expresión. Un costado de su chaqué estaba echado para atrás y su mano reposaba en la culata de un revólver Colt de la marina, chapado en plata. Clive Folliot no podía ver la empuñadura del revólver, pero en su interior sabía que era de piedra pulida negra o azul oscura y que tenía incrustada una espiral de diamantes que representaba las estrellas de los gannines.
—¿Son ustedes los gannines? —preguntó Clive.
—Sonría —repuso Philo Goode—, cuando me llame así, camarada.
—¿Es esto el fin de la Mazmorra?
—Sí, es el final, Clive Folliot. Ya no se puede llegar más lejos.
—¿Es esto el auténtico centro de las estrellas giratorias? ¿El país de los gannines, los amos definitivos de la Mazmorra?
—Esto es el país de los gannines.
Un estruendo llenó los oídos de Clive y puntos de luz y de oscuridad danzaron ante sus ojos.
—Ustedes son tan sólo personas. Los conocí a bordo del Empress Philippa. Apostadores, jugadores, fulleros, tramposos. Ustedes no pueden ser, de ningún modo, los dueños de la Mazmorra.
—Pero lo somos. —Era Lorena Ransome quien habló. Deslizó la mano de la nuca de su compañero y avanzó hacia Clive, quien, en contra de su voluntad, clavó los ojos en el corpiño de su vestido. Había visto mujeres desnudas y semidesnudas en media docena de continentes y en una docena de mundos, pero nunca había visto a alguien que lo atrayera y lo excitara tanto como Lorena Ransome.
—¡Atrás!
—Clive…
—¡Resistí al ardiente Súcubo!
—Una ilusión. Un producto de su imaginación.
—Conocí a lady ’Nrrc’kth, la mujer T’membi de Bagamoyo, mujeres y hembras extraterrestres de numerosos mundos.
—Entonces, ¿por qué me teme, Clive? —Ella deslizó sus brazos vestidos de negro en torno a su cuello y apretó sus labios contra los de él. Amos Ransome y Philo Goode desaparecieron de su conciencia. Ahora sólo podía pensar en aquella mujer, en Lorena Ransome. Clive sabía que había hechizado a Horace Hamilton Smythe durante su estancia en la América salvaje mucho tiempo atrás. ¿Estaría ahora haciendo lo mismo con él?
Clive se sintió mareado, sintió que caía presa del vértigo. Ya no podía identificar las direcciones hacia arriba y hacia abajo en aquel mundo blanco perla, ya no podía distinguir la proximidad de la lejanía. Podía sentir los largos dedos de Lorena Ransome bajo sus ropas, y no podía impedir que sus propias manos recorrieran las curvas de Lorena.
—Bien. Clive. Sí, Clive. ¡Sí!
Se oyó una estridente voz aguda y un pequeño peso saltó a la espalda de Clive. Sintió unos pies diminutos que le daban patadas en la nuca, y luego una punzada de fuego atormentador detrás de la oreja.
Parpadeando y golpeándose el cuello, se puso en pie de un salto.
Un barón Samedi en miniatura hacía cabriolas y correteaba en círculos, señalando a Clive con su omnipresente cigarro.
—¡Estúpido, estúpido, estúpido! —chillaba el barón—. ¡Esclavo de tus gónadas! ¡Cabrito! ¡Contempla a tu fulana!
Lorena Ransome se quedó mirando con el entrecejo fruncido a Clive y al barón Samedi. Ahora era algo repugnante y terrible, algo apenas humano. Era como si todo lo malvado de la naturaleza humana hubiese sido destilado, concentrado y reconstituido en un ser de malignidad pura.
Algo peludo chocó con la pierna de Clive y éste bajó los ojos y vio que el Samedi en miniatura era, al parecer, el chaffri; el ser debía de haber sobrevivido de un modo u otro a la disolución del tren espacial. Reaccionando a algún desesperado pensamiento subconsciente de Clive, había conseguido llegar hasta allí y se había metamorfoseado otra vez. Y ahora era un diminuto Finnbogg, robusto y sólido a pesar de su minúscula estatura, canino en su fidelidad.
Lorena era lo absoluto en maldad, era Lilith, el monstruo nocturno del libro hebreo de Isaías. Extendió un dedo retorcido hacia Clive y chirrió:
—¡Serás mío, Clive Folliot! —Extendió un segundo dedo encorvado señalando a Finnbogg—. ¡Tú, y tu perrito también!
El chaffri/Samedi/Finnbogg se lanzó hacia la mujer de mucho mayor tamaño. Juntos cayeron al suelo blanco perla, y rodaron y rodaron. Amos Ransome entró en la maraña, bregando por arrancar al diminuto Finnbogg de Lorena. Las maldiciones del hombre, los chillidos de la mujer y los gruñidos del perro se mezclaron para formar un enloquecedor estruendo. Clive miraba, petrificado.
Una gota fría salpicó el rostro de Clive, a la que siguieron otras. Alzó la vista y vio que, de alguna forma, el resplandeciente cielo uniforme había quedado oculto tras una espesa capa de agitadas nubes oscuras. Relampaguearon rayos, retronaron truenos, cortinas y torrentes de lluvia barrieron el suelo blanco perla.
Con un grito y un siseo, Lorena Ransome y su atacante se esfumaron ante los ojos horrorizados de Clive.
Philo B. Goode desenfundó su revólver Colt plateado.
—Había planeado un final más refinado que éste para usted, Folliot. Usted es el Señor de la Ordolita, ¿no lo sabía?
—Lo soy, Philo Goode. Considere lo que esto significa y compórtese según procede.
—Usted ha sobrevivido a más desafíos de los que creía que sobreviviría. Más de los que pensé que podría sobrevivir. —Rechinó los dientes de forma audible y meneó la cabeza—. A veces el método más simple es el mejor. —Alzó la pistola y la apuntó directamente al rostro de Clive.
Clive pensó en el mandarín que le había salvado la vida repetidas veces. El mandarín que parecía poseer poderes superiores a los normales, poderes incluso sobrenaturales. El mandarín que había demostrado no ser otro que el viejo amigo de Clive y su antiguo ordenanza, Horace Hamilton Smythe.
Clive advirtió la tensión en el rostro de Goode, la infinitesimal presión del dedo de Goode en el gatillo del Colt. Gracias a una singular combinación de la luz y de la posición del arma, Clive captó un atisbo de su empuñadura: piedra pulida de color azul oscuro con la incrustación de la espiral de diamantes centelleantes, que giraban enloquecidos mientras él miraba, estupefacto.
Percibió el suave chasquido del gatillo apretado, la lenta explosión de la pólvora. El destello de una llamarada roja y un humo gris salieron de la boca del cañón del revólver, y de entre el fuego y el humo emergió la sólida bala de plomo, girando sobre sí misma mientras atravesaba volando el espacio que separaba a Philo B. Goode de Clive Folliot.
El Señor de la Ordolita retardó el paso del tiempo hasta hacer que la bala apenas se moviera. Clive sonrió. Philo Goode, tan despacio que cada nueva disposición muscular pudo verse de forma aislada, esbozó una sonrisa de desconcierto y de rabia.
Clive separó los labios con una expresión benévola, abrió los dientes unos milímetros y los cerró de nuevo en la bala en vuelo. Permitió que su velocidad le hiciera dar una vuelta completa de trescientos sesenta grados.
De nuevo frente a frente con Philo Goode, escupió.
La bala salió disparada hacia Goode, le atravesó las costillas y le hizo añicos el corazón. La sangre manó y cayó como lluvia en el suelo aún mojado. Philo Goode cayó de espaldas y el Colt salió volando de su mano.
Clive cazó la volteante arma al vuelo y se la metió en el cinturón. Estaba ahora frente a la única figura que quedaba con él: Timothy Francis Xavier O’Hara, sacerdote.
—Le ha salido estupendamente bien, muchacho —dijo O’Hara inclinando la cabeza y mostrando su ancha calva rosada rodeada de un delgado flequillo de pelo canoso—. Pero ¿qué piensa hacer ahora? No irá a dispararme con ese gran cañón, ¿verdad? —inquirió O’Hara señalando el Colt.
Clive meneó la cabeza.
—No vine aquí para disparar contra nadie, padre.
—Olvide eso de padre. ¡Lo deseché mucho tiempo atrás!
—¿Qué lugar es éste?
—El país de los gannines.
—¿Quiénes son los gannines?
—Soy el último de los gannines. Somos una raza antigua, Clive Folliot. Hace mucho tiempo comprendimos que estábamos en proceso de extinción. Hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance para salvarnos, pero en vano. Así que creamos la Mazmorra para divertirnos. Para pasar el tiempo.
—¿Eso es todo? ¿Para… divertirse?
—Sí.
—¿Y ahora?
—Ahora yo soy todo lo que queda… y desapareceré también. Usted es el único que ha llegado a este lugar, Clive. Debería usted estar orgulloso de ello. ¡Cuántos millones habrán entrado en la Mazmorra…! Unos para morir luchando, otros para establecerse y comenzar una nueva vida allí, otros pocos para escapar y regresar a sus mundos. Oh, de esos últimos pocos, muy pocos. Pero algunos sí, lo lograron.
Meneó su reluciente cabeza.
—Pero ahora usted ha conseguido llegar al país de los gannines.
—¿No es usted humano?
—¿Eh? —O’Hara se llevó una mano al mentón y bajó la mirada a sus pies en absorta concentración.
—Le he preguntado si es usted humano. ¿O es otra cosa? Ya he visto demasiados seres con capacidad de metamorfosearse en esta demencial aventura.
O’Hara sacudió la cabeza como si apenas pudiera comprender la pregunta. El remoto zumbido se había intensificado, y Clive alzó la vista y vio el sol sacando destellos de la Nakajima 97 de su tataranieta Annie. El avión estaba más cerca ahora; descendía hacia el suelo, con la hélice girando y las ruedas del tren de aterrizaje dispuestas para tomar tierra.
—No lo sé, muchacho. ¿Humano, no humano? ¿Qué soy ahora? —Se puso una mano frente a los ojos y la contempló. Clive creyó que el desconcierto en el rostro de O’Hara era real—. No puedo recordar. Simplemente no puedo recordar. ¿Cómo me hizo Dios?
—¿Dios? —exclamó Clive—. Creí que había renunciado usted al sacerdocio.
La Nakajima estaba cada vez más cerca, su motor se oía cada vez más fuerte. ¿Cómo podía O’Hara no oírlo?
—Fui un sacerdote débil, Clive. No es culpa de Dios. Es culpa mía. Desearía poder oír una voz que me llamase padre una vez más, y saber que yo era digno de tal denominación. Que no fuera una burla o un reproche. ¡Oh, cómo lo desearía!
Un estremecimiento convulsionó su cuerpo.
—Usted no, Folliot. No vuelva a llamarme padre. Me conoce demasiado bien para eso. ¡Los actos que he cometido, las crueldades que he perpetrado, yo y todos los gannines! ¿Era yo humano al principio? ¡Si alguien pudiera perdonarme! No Dios, sino cualquiera de los que he perjudicado. Uno de los seres que sufrieron a mis manos. —Se estudió las manos, sosteniéndolas ante sus ojos. Clive Folliot vio lágrimas en aquellos ojos.
—Yo lo perdono —dijo Clive.
Timothy F. X. O’Hara sonrió.
—Gracias, Folliot. Gracias. —Se desmoronó en el suelo blanco perla y allí permaneció inmóvil.
Clive Folliot se quedó en pie, solo, contemplando el cielo. La espiral de estrellas, que lo había atraído y que había guiado su destino durante tanto tiempo, ahora giraba a su alrededor. Él se había convertido en su centro.
Un escalofrío le recorrió la columna vertebral y lo dejó temblando. No se trataba de un estremecimiento provocado por un soplo de aire frío, sino por la reacción a su posición. Desde el papel de hijo menor de una mansión rural se había elevado por encima de todos los demás. El título de barón Tewkesbury seguiría la línea sucesoria de Neville y no la suya propia, pero aquélla era la más insignificante de sus preocupaciones.
Él era más que un barón, más que un emperador. Era el Señor de la Ordolita.
Una brisa suave le acarició la mejilla, le susurró al oído. O quizás era una voz. O un coro de voces. ¿Oía acaso la voz incorpórea de George du Maurier? ¿De sus dos hermanos, uno que no había nacido y otro que había cruzado la sombría línea que separa los vivos de los muertos? ¿Oía la voz de lady ’Nrrc’kth y la de su autoproclamado cónyuge N’wrbb Crrd’f? ¿Oía las voces de las mujeres que había amado en su vida y de sus otros compañeros, amigos y enemigos por igual, en sus hazañas a través de la Mazmorra?
También creyó oír otras voces: la del padre O’Hara, la de la señora Mesmer, la de la arácnida Chillido, la de Chang Guafe y la ronca y sincera de Finnbogg. Las de Tomás Folliot, el barón Samedi y de los soldados japoneses imperiales que había encontrado en Nueva Kwajalein, el teniente Takamura, el alférez Yamura, el sargento Fushida y el soldado raso Onishi. Las de los pasajeros y oficiales que había conocido a bordo del Empress Philippa, las de los asociados en el siniestro complot Ransome/Goode/O’Hara y las de los oficiales de la Asociación para la Mejora del Vecindario Universal. Las del sultán de Zanzíbar y las de los hombres y mujeres con quienes había trabado conocimiento durante sus días en Ecuatoria.
La suave brisa se convirtió en un viento huracanado, las voces susurradas en un clamoroso coro de hombres, mujeres, criaturas extraterrestres y monstruos artificiales.
Los rens.
Los chaffris.
Y los gannines.
El era el Señor de la Ordolita.
Una voz emergió de entre el estruendoso bramido.
Clive, ¿qué vas a hacer ahora? Era la voz de George du Maurier. Eres el más poderoso de los hombres. Tal vez el ser más poderoso del universo.
No soy Dios, repuso Clive.
Sin embargo…
No lo sé, Du Maurier. He luchado tanto… Ahora que mis trabajos han terminado, ¿no puedo descansar por un tiempo? Los budistas de la India, al alcanzar cierta edad, renuncian a sus pertenencias, a sus ocupaciones e incluso a sus familias. Se afeitan la cabeza, se visten con ropas de color azafrán y deambulan por la tierra, llevando como única posesión un cuenco para pedir limosna en el que comen arroz moreno.
¿Te atrae la idea, Folliot?
Una vez conocí a un granjero, Du Maurier. Un buen tipo. Quizá, si vivo muchos años, pueda llegar a ser como él.
¿No hay ya más mundos por conquistar, más retos a que enfrentarse?
La gloria ha perdido su encanto, Du Maurier.
¿No hay pues más entuertos que enderezar?
Clive asintió.
Algún día, tal vez. Pero ahora estoy cansado, amigo mío. Muy cansado.
Du Maurier no hizo otro comentario y se despidió. El coro de voces se desvaneció, las voces callaron.
Pero se oía otro sonido, un leve zumbido que había ido aumentando más y más de volumen; Clive se volvió para seguir el curso de la máquina que lo producía.
Las ruedas de la Nakajima 97 se posaron en el suelo resplandeciente. El rugido del motor cesó al cerrar Annabelle Leigh el contacto. El avión rodó unos pocos metros más y se detuvo.
Annie salió de la cabina y corrió junto a Clive Folliot. Y le tomó las manos entre las suyas.
—He venido para llevarte a casa, abuelo.
Clive miró el rostro de Annie y lloró.