14: «La cena se enfrió»

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«La cena se enfrió»

Clive Folliot parpadeó, sacudió la cabeza y miró a su alrededor. Los sonidos de voces extrañas y lugares distantes se desvanecieron de sus oídos. Aunque no le habían colocado una venda en los ojos, las visiones que había contemplado se habían esfumado por igual. Había salido de la habitación en que ahora se encontraba en compañía de Horace Hamilton Smythe. Con Horace había visitado el cuartel general londinense de la Asociación para la Mejora del Vecindario Universal.

Con Horace había visitado el Infierno y había ocasionado la muerte a su descarriado primo Tomás… y él mismo había estado a punto de morir… para ser rescatado por el barón Samedi. Durante unos momentos se preguntó qué sería del alma de alguien que ya había llegado al Infierno y que había fallecido en él. Con mucho gusto dejaría aquel enigma para los teólogos.

Y desde el Infierno se había visto transportado al singular mundo de Djajj, el país del canalla de pelo verde que había conocido hacía mucho tiempo en la Mazmorra. ¿Cómo, se preguntó, habían sido devueltos él y Horace a aquella habitación? ¿Los había reunido Sidi Bombay por medio de algún poder psíquico?

¿Habría Clive sobrevivido a la última de sus pruebas de no haber sido ya templado por la Mazmorra, de no haber sido capaz de aguantar firme frente a su hermano gemelo mayor, Neville? ¿Estaba preparado por fin para aquella última prueba?

Clive había madurado en la Mazmorra. Aquel hermano menor emocionalmente desvalido había hecho valer sus méritos. Sí, comprendió, estaba preparado para haber frente a lo que fuera que le esperaba en su camino.

Poniéndose en pie, Clive dijo:

—Sidi Bombay, Horace Smythe…, hemos cometido un terrible error.

—¿Error?

—Sí, sargento. Yo tengo parte de culpa. Todos tenemos parte de culpa. Pero yo más que todos, porque mi sangre y mi posición reclamaban de mí que ejerciera el mando, y, en lugar de eso, he permitido que los vientos y los reveses del destino dirigieran mis acciones.

—¿Qué propone que hagamos, pues, mi comandante?

—Hemos dejado que nos manipularan los chaffris y los rens, el padre O’Hara y Philo Goode, N’wrbb Crrd’f y mi hermano Neville Folliot. N’wrrb Crrd’f ya no existe; tuvo un fin triste pero no inmerecido. Sin embargo, amigos míos, hemos sufrido, y nuestros compañeros y aliados también han sufrido, y algunos de ellos han muerto.

—Comprendo perfectamente sus sentimientos acerca de lady ’Nrrc’kth, mi comandante.

—Sí. Nunca olvidaré a aquella mujer, y nunca me perdonaré haberla llevado a la situación en la que encontró la muerte. Ahora ha sido vengada, supongo. —Cerró los ojos y evocó un fugaz instante aquel pálido rostro, bello y tierno, y luego lo expulsó de su cabeza con un suspiro—. Y nuestros amigos, Horace, Sidi —prosiguió—. El fiel Finnbogg, Chillido, Chang Guafe. El barón Samedi, un ser extraño, pero al menos de corazón noble. A ellos, también los he visto. Horace, usted estaba conmigo cuando vi al barón Samedi.

—Cierto, mi comandante, ¡allí estaba! ¡Y muy agradable fue verlo, a pesar de lo raro que es el tipo! Pero, de no ser por el barón y su puro mágico, usted y yo habríamos sido carne de comida para aquellos demonios alados, ¡pondría la mano en el fuego a que sí, mi comandante!

Clive asintió.

—Y mi propia descendiente, Annabelle Leigh. ¿Dónde está ahora? Horace Smythe, Sidi Bombay, ¿dónde está ahora?

Antes de que ninguno de los dos pudiera responder, Clive prosiguió.

—Debemos tomar la iniciativa, amigos míos. No debemos esperar a que el enemigo ataque, porque nuestros compañeros y aliados reclaman nuestra ayuda. Debemos golpear en el mismo centro del problema. Debemos llevar a cabo el ataque contra nuestros enemigos.

Se levantó en su plena estatura y lanzó una mirada penetrante a los rostros de sus compañeros.

—¡Cualesquiera que sean las armas con que nos respondan, no debemos retroceder! ¡Ni colmillo, ni garra, ni aguijón venenoso nos detendrán!

Sidi Bombay intervino:

—¿Qué propone, entonces, comandante Clive Folliot? Y, si me permite la pregunta, comandante, ¿dónde ha estado?

Clive sonrió.

—Salí con el sargento Smythe y fuimos a tomarnos un respiro de unos momentos en un bar cercano. ¿No es así, Horace?

—Sí, mi comandante. Pero, si me permite decirlo, mi comandante, pasamos por un infierno para escapar del establecimiento.

Los dos ingleses, uno de cuna noble y otro de una pobre familia campesina, compartieron una franca risa.

Sidi Bombay se quedó mirando desconcertado.

—Pero después de abandonar la cálida región, por cortesía del barón Samedi y su puro mágico —explicó Horace Smythe—, me hallé de nuevo aquí enseguida, mientras que pasó algún tiempo antes de que usted regresara, mi comandante.

—Algún tiempo, en efecto —comentó Sidi Bombay en tono preocupado—. Además de la investigación en que estuve trabajando durante su ausencia, también preparé un refrigerio para los tres, para tomarlo a su retorno. La cena se enfrió antes de su vuelta, Clive Folliot. ¿Dónde estuvo mientras tanto?

—¡Cierto, mi comandante! —añadió Horace Smythe—. ¿Dónde estuvo todo este tiempo?

—No logró localizar a nuestros compañeros perdidos, ¿verdad, Sidi Bombay?

El indio meneó la cabeza, tristemente.

—No, no lo logré, Clive Folliot. Ignoro si el fracaso se debe al mecanismo que tenemos entre manos o a mi pobre intelecto. Quizá si pudiera trabajar sin límite de tiempo…

—Tal vez mi descendiente Annabelle Leigh podría resolver el problema con uno de sus… ¿Cuál era el término que utilizaba? ¡Sí! Uno de sus folletos de datos almacenados. —Cerró los ojos con fuerza para concentrarse—. No, no folletos de datos almacenados, «programas de software», ése es el término que utilizaba. Pero ella tampoco está aquí.

—A quien sí vimos fue al barón Samedi —dijo Smythe—. Y al pariente lejano del comandante, Tomás. Pero creo que el primo Tomás se fue para siempre, ¡y con viento fresco, diría yo! Pido disculpas al comandante.

—Perder a un pariente nunca es motivo de alegría, Horace. Pero, en este caso, verdaderamente no puedo afirmar que sienta mucho la pérdida.

—Por lo que respecta al barón Samedi —prosiguió Smythe—, ese caballero dice que visita la Tierra de vez en cuando. Si cualquiera de nosotros va alguna vez a la isla de Haití (un paraíso tropical, según cuentan, recubierto de exuberantes bosques húmedos de tiempos ancestrales), puede que se tropiece con él. O incluso en la ciudad americana de Nueva Orleans.

—Horace, en el momento en que Samedi agitó su puro, antes de abandonar el Hades —dijo Clive—, ¿recuerda usted su último pensamiento?

—Pensé en el puesto londinense de la asociación, comandante. En realidad, si no me falla la memoria, mi comandante, tuve una viva imagen mental de la puerta principal del establecimiento.

—Muy bien —asintió Clive—. Y allí fue donde se encontró usted, ¿no es así?

—Sí, mi comandante.

—¿Y desde allí regresó aquí de inmediato?

—Entré un momento en la taberna, mi comandante. En realidad me quedé en ella algún tiempo esperando la vuelta del comandante.

—Sí. E imagino que incluso probó un poco de los productos del establecimiento. No, no hay necesidad de excusas. —Levantó una mano, conteniendo un torrente de explicaciones—. Yo no regresaba, así que a su debido tiempo usted volvió aquí. ¿Es eso correcto, Horace?

—Lo es, mi comandante.

Clive se paseó en círculos, convirtiendo la energía del pensamiento concentrado en movimiento físico.

—En el instante en que el barón Samedi agitaba su puro, yo pensaba en Finnbogg. Y me vi transportado al mundo donde Finnbogg se encontraba en aquellos momentos.

—¿Su país de origen, Clive Folliot? —Era evidente que el interés de Sidi Bombay se había avivado.

—No, Sidi Bombay. Estaba en el planeta Djajj, el país original de N’wrbb Crrd’f y de lady ’Nrrc’kth. Finnbogg se hallaba allí, y también nuestra vieja amiga Chillido. Ambos eran prisioneros de N’wrbb Crrd’f. Pero cuando abandoné el lugar, ambos estaban ya libres, ¡y los indecibles crímenes de N’wrbb Crrd’f estaban vengados en su mismo autor!

—Pero ¿cómo regresó aquí, Clive Folliot? ¿Y dónde están ahora Chillido y Finnbogg?

Clive se encogió de hombros.

—No puedo dar una respuesta segura a ninguna de las dos preguntas, Sidi Bombay. Aunque supongo, y sólo supongo, que, puesto que yo fui devuelto a la Tierra, Chillido y Finnbogg fueron devueltos a sus respectivos planetas. Pero no puedo afirmarlo con certeza.

Se produjo un largo silencio en la habitación. Los mecanismos que llenaban gran parte del espacio parpadeaban y refulgían con sus propios ritmos arcanos. Afuera, en las calles de la moderna Londres, Clive Folliot podía imaginarse los aspectos, los ruidos y los olores de un millón de hombres y mujeres, caballos, perros y gatos, ferrocarriles de vapor y carros de cuatro ruedas de hierro.

Victoria era aún la reina de la isla y de su extenso imperio. Inglaterra estaba segura, su pueblo era próspero y feliz, y poco se preocupaba de los chaffris, de los rens o de los gannines, de traidores que la amenazaban desde dentro y de invasores que la amenazaban desde fuera. Inglaterra era poderosa y estaba tranquila.

Sólo los pocos que conocían los secretos de la Mazmorra sabían cuan frágil era aquel poder, cuan engañosa aquella tranquilidad.

A Clive Folliot le habría sido muy fácil decir adiós a Sidi Bombay y a Horace Hamilton Smythe. Podría presentarse a la sociedad británica como el explorador africano mucho tiempo ausente que ahora regresaba a su país natal. Tendría que hallar un medio de aparentar más edad que la que tenía ahora, para que la diferencia entre su condición física y su supuesta edad no provocaran preguntas molestas. Si su reaparición le causaba demasiados problemas, podría emigrar al Canadá o a Australia o a alguna de las demás lejanas posesiones de Su Majestad, y empezar una nueva vida.

Pero mientras tanto no podría ignorar que Inglaterra se hallaba en peligro. No sólo Inglaterra, sino todo el Imperio, toda la Tierra… ¡e incluso más! En cualquier hora, en cualquier momento, cualquier agente de la Mazmorra podía atacar. No, no podía sustraerse a sus obligaciones. No podía rehuir aquella responsabilidad.

—¿Qué se halla tras todas nuestras experiencias en la Mazmorra? —preguntó a sus compañeros. Y sin esperar respuesta, contestó a su propia interrogación—: ¡La espiral de estrellas!

Horace Smythe asintió.

—¡En ese punto tiene razón, mi comandante!

—Y, si viajásemos al centro de la espiral de estrellas, ¿qué creen que encontraríamos allí?

—No lo sé, mi comandante —repuso Smythe.

—No lo ha hecho nunca nadie, Clive Folliot —añadió Sidi Bombay.

—No me sorprende oírlo —dijo Clive—. Hemos invertido nuestras energías en luchar contra mandatarios. Divide y vencerás, ésa ha sido la política del enemigo. Y le ha salido bien. Nos ha lanzado a unos contra otros, luchando, matando, encarcelando y torturándonos mutuamente. Cada acto de crueldad ha creado enemistades, odios y deseos de venganza. Así ha sido siempre. Hititas contra egipcios, hebreos contra filisteos, romanos contra cristianos. Los españoles contra los incas… ¡Ah, he aquí una de las empresas más nobles del hombre, atacada, traicionada y destruida por expoliadores codiciosos actuando en el nombre de Dios! ¡Cuántos pecados se han cometido en el nombre de Dios!

Clive meneó la cabeza.

—Parlamentarios contra realistas aquí en Inglaterra, la Unión contra la Confederación en Norteamérica. Wellington contra Napoleón en la época de nuestros padres, Aníbal contra Escipión en la de nuestros antepasados, y sin duda alguna siempre habrá guerra, guerra, guerra, también en la de nuestros descendientes.

—Y siempre la ha habido, comandante. ¡Ya desde que Caín mató a Abel!

—Pero, ¿por qué, sargento, por qué?

—Es la naturaleza humana, mi comandante. Guerrear y matar: encaja con las teorías sobre la evolución de Darwin. Cuando las naciones combaten, los fuertes y los inteligentes sobreviven. Los débiles y los tontos perecen. Es cruel, mi comandante, tengo que reconocerlo, pero refuerza y purifica la raza.

—No puedo estar de acuerdo —interrumpió Sidi Bombay.

—¡Pero yo te he visto luchar, Sidi! A mi lado, y ¡arriesgando tu propia vida para salvar la mía! Te estoy tan agradecido como puede estarlo un inglés, Sidi, pero tus acciones contradicen tus palabras.

—He luchado cuando ha sido necesario, Horace, amigo mío, pero no ha sido por elección propia. Y respecto a la idea de que los débiles y los tontos mueren mientras que los fuertes y los inteligentes sobreviven… —El indio movió la cabeza con expresión dubitativa.

—Bien, ¿qué quieres decir, Sidi?

—¿Quién va a la guerra, amigo Horace? De dos hermanos (y no hago referencia a usted y a Neville Folliot, amigo Clive), si uno es fuerte, valiente y activo, y el otro débil y cobarde, te pregunto, Horace, ¿quién de los dos irá a la guerra? ¿Quién tiene más posibilidades de morir?

—Bien…, pero…, pero… —balbuceó Smythe.

—El hermano valiente irá a la guerra y con toda probabilidad perderá su vida. Mientras que el hermano cobarde se quedará en casa, sobrevivirá, se casará y tendrá hijos. Así, según vuestro famoso monje Mendel, y vuestro Darwin también, la raza se debilitará y se acobardará al tiempo que los fuertes y los valientes irán siendo eliminados. Y no al revés, Horace. Oh, no, no al revés.

Clive asintió mostrando su acuerdo.

—Lo que sugiere, entonces, Sidi Bombay, es que la guerra no purifica y refuerza la especie, sino que sirve más bien para debilitarla y degradarla.

—Exacto, amigo Clive.

—No voy a discutir —dijo Horace Hamilton Smythe—. Eres un tipo endiabladamente listo, Sidi. A veces pienso que equivocaste la profesión, ¡que deberías haber sido abogado!

—¡Oh, no! Como dijo Dick el carnicero en la gran obra de vuestro Shakespeare, «Lo primero que hay que hacer es matar a los abogados». No, yo nunca sería abogado, Horace.

—¡Estamos divagando! —interrumpió Clive. Los otros dos reaccionaron como si se sintieran avergonzados de sí mismos—. Discursos intelectuales. Darwin, el monje Mendel, Shakespeare… Todos tienen su lugar, pero me temo que la vida londinense los ha hecho a ustedes blandos y pasivos. Disertan, discuten como un par de judíos acerca de su Talmud, ¡cuando lo que deberían hacer es actuar!

Horace, herido, replicó:

—¿Y esto no vale también para usted, mi comandante?

—Yo no he vivido la vida de Londres, amigos míos. No esos pasados años. Es la vida en la Mazmorra la que me ha moldeado. La que me ha endurecido, la que me ha cambiado, y todo en contra de mi voluntad y de mi naturaleza innata, y me ha convertido en un hombre de acción.

Se golpeó la palma de la mano con el puño y se paseó enfurecido.

—Son los gannines quienes están detrás tanto de los chaffris como de los rens. Son los gannines, que nosotros hayamos podido saber, quienes crearon la Mazmorra. Son los gannines, actuando por medio de los chaffris y de los rens, y sin duda alguna por medio de otras fuerzas y agentes de todas las épocas, de la Tierra, de Djajj, de los mundos de Chang Guafe, de Finnbogg y de Chillido y de otros mundos que desconocemos y que apenas podemos imaginar, quienes fomentan el sufrimiento, los afanes de conquista y la guerra.

Se quedó de espaldas a los demás, reuniendo sus pensamientos. Cuando estuvo listo, se volvió de nuevo hacia Sidi y Horace.

—Son los gannines los responsables de la muerte de lady ’Nrrc’kth, los que han fraguado indecibles cambios en mi hermano y en mi padre, los que han hecho quién sabe qué a mi queridísima tataranieta Annabelle.

Horace Hamilton Smythe y Sidi Bombay se miraron entre sí. Intercambiaron palabras graves, refunfuñantes.

—Es a los gannines a quienes tenemos que combatir, amigos míos. —Clive habló con pasión—. Y su patria se halla, creo, en el centro de las estrellas en espiral. De un modo u otro tenemos que llegar allí. Si tenemos que ir andando, Horace, Sidi, ¡andando iremos hasta allí!