9: El primero de los Folliot

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El primero de los Folliot

Clive permaneció boquiabierto frente a su hermano.

—¡La…, la llave! ¿Tienes la llave de la biblioteca prohibida, Neville?

—¿Acaso no es evidente?

—Pero se supone que la llave es del dominio exclusivo de lord Tewkesbury.

—¿De veras?

La nota sarcástica en la voz de Neville rechinó en los oídos de Clive, pero éste prefirió hacer caso omiso y seguir interrogando:

—¿Es un duplicado? ¿O se la cogiste a padre?

—Oh, Clive, Clive, hermanito…, ¿qué importa eso? Tengo la llave. La sala sellada está ahora abierta. Tienes tantas cosas por preguntar que comprendo que tu curiosidad tenga justificación. Pero sígueme y obtendrás algunas respuestas. —Y desapareció por el hueco de la puerta.

Clive lo siguió.

La biblioteca prohibida estaba completamente a oscuras. Clive oyó el frotamiento de una cerilla, que cobró vida en una llama sulfurosa. Luego, la llama de la cerilla se vio reemplazada por la más cálida y suave iluminación de una vela. Clive vio el rostro de su hermano iluminado de forma siniestra desde abajo por la luz dorada de la vela.

—Por favor, cierra la puerta tras de ti y asegúrate de que queda bien cerrada, Clive. No quiero que nadie más entre en este cuarto. Ah, gracias, hermanito. Y junto a ti verás un asiento cómodo. Si tienes la bondad…

Clive obedeció, dejándose resbalar en una cómoda butaca tapizada de cuero y acolchada en exceso. Y vio que Neville realizaba una acción similar, después de haber colocado la vela en una mesa cercana. Tras Neville, la estancia permaneció sumida en la penumbra. Había una corriente de aire fresco y, de tanto en tanto, cuando una ráfaga extraviada de aire hacía oscilar la llama, sombras enormes danzaban recortadas en un fondo incierto.

—Al parecer estás muy familiarizado con esta sala, Neville. Debo suponer que la has visitado a menudo.

—Quizá no tan a menudo, Clive. Pero vengo aquí de vez en cuando. Como exigen mis deberes.

—¿Qué deberes? Por tus hombros y por tu cuello veo que has ascendido de grado en el servicio a Su Majestad. Ya no estás limitado a los Guardias Granaderos, sino que has alcanzado una posición superior al simple generalato.

—Es un privilegio servir a la corona y a la patria, Clive.

—Entonces te debes pasar la mayor parte del tiempo inspeccionando unidades.

—Tengo un buen trabajo en el estado mayor y compañeros cuidadosamente seleccionados y adecuadamente entrenados, y además un teniente general puede ir y venir a su voluntad. Por fortuna, ya que temo que me he alejado de mi puesto durante mucho tiempo.

—No lo dudo.

—Sin embargo, soy un hombre de ideas patrióticas. He tenido varias audiencias con Su Majestad. Y me siento muy orgulloso de ello.

—Tu lealtad no es para con esta isla monárquica, Neville.

—Pongámoslo de esta forma, hermano: un hombre puede amar tanto a su madre como a su esposa. Puede amarlas a las dos, verdadera y lealmente. Pero son diferentes amores y diferentes lealtades.

—Muy bien, Neville. Si Gran Bretaña es tu madre, ¿quién es tu esposa?

—Una potencia mucho mayor que cualquier imperio de esta pequeña Tierra, Clive.

Clive meneó la cabeza con tristeza.

—¿Los rens, Neville, o los chaffris? ¿Importa siquiera? ¿Quiénes son los verdaderos Señores de la Mazmorra? Seres desconocidos, despiadados, monstruosos y crueles. ¿Tu lealtad es para con ellos, entonces? ¿Para con esos raptores, tiranos, asesinos? Tu lealtad hacia ellos te deshonra, hermano. Me deshonra a mí y a todos los de nuestra sangre.

Iluminada sólo por la luz de la vela, la expresión del rostro de Neville era difícil de interpretar. No obstante, Clive creyó detectar el destello de la furia en los ojos de su hermano.

—¡No sabes de lo que hablas, hermanito! Crees que has visto la Mazmorra y, habiendo visto la Mazmorra, crees haber visto todo lo terrible y extraño de este universo. Pero escúchame, hermano. Te diré que lo que has visto es sólo una ínfima muestra de la Mazmorra. Eres como un hombre que habiendo pasado una hora en la playa de Dar es Salaam cree conocer toda el África. Ten por cierto esto: ¡yo sí sé de lo que hablo! Tú apenas has probado los peligros y los horrores que contiene la Mazmorra. Y la Mazmorra no es sino un diminuto microcosmos, ¡una muestra insignificante de los peligros y los horrores de este universo!

Sus ojos reflejaban la luz de la vela, más brillantes y más ardientes que la llama que los alumbraba.

—Sé de lo que hablo, Clive. En esto, al menos, tienes que creerme.

—Te repetiré pues la pregunta que con tanta habilidad esquivaste cuando iba a hacértela.

—¿De qué pregunta se trata?

—En la Mazmorra, en Q’oorna, me topé con un monstruo cuyo horror está más allá de toda descripción. Fue cruzando un puente de obsidiana negra por encima del abismo cercano a la Ciudad de la Torre.

Neville asintió.

—Ah, sí, lo recuerdo muy bien.

—El monstruo iba provisto de tentáculos, antenas, garras, bocas, colmillos…, cualquier órgano imaginable con que aterrorizar y despedazar a su presa.

Tras Neville, en la oscuridad de aquella biblioteca prohibida, en la seguridad de la mansión Tewkesbury, Clive aún podía ver surgir al enorme monstruo, empapado con sus horrendas exudaciones. Casi podía ver a Sidi Bombay trepando por el flanco del monstruo y desapareciendo entre sus manojos de tentáculos, como un isleño de los Mares del Sur treparía por el tronco inclinado por el viento de una palmera cocotera y desaparecería entre su follaje ondulante.

—Luchamos contra aquella monstruosidad, luchamos hasta el mismo límite, hasta el final de nuestras fuerzas. Luchamos… Bien, no hasta vencerla, pero sí al menos hasta contenerla, de tal forma que al final cayó del puente y desapareció en la negrura bajo nosotros, en la negrura del abismo.

—Sí, Clive, sí. Pero dijiste que tenías una pregunta.

—Cuando el monstruo cayó dando tumbos, conseguí captar un atisbo, primero de su parte inferior, y luego de su parte superior. —La frente de Clive estaba empañada de sudor y sus manos temblaban por la reconstrucción mental de aquel combate titánico—. Su parte inferior era un horror en sí misma. Una membrana transparente cerraba un compartimiento en el cual flotaban dobles del monstruo en miniatura. Supuse que se trataba de sus hijos.

Neville asintió, y el movimiento de la cabeza hizo que su sombra oscilara con aire amenazador.

—Eso es correcto.

—Entre esos hijos —prosiguió Clive—, vi a otras criaturas, supongo que víctimas del monstruo, tragadas por el padre y conservadas como alimento para su horrible descendencia.

—Correcto de nuevo, hermano.

—Pero lo más atroz de todo fue que, mientras el monstruo caía dando tumbos hacia el vacío, vi encima de su parte superior una copia gigante de un rostro humano. ¡De tu rostro, Neville! Y, mientras desaparecía de la vista, aquel rostro me habló. Me maldijo. Me maldijo, Neville…, con tu rostro y con tu voz.

Neville Folliot ocultó la cara tras sus manos de pulcras uñas.

—Tienes buena memoria, Clive. En efecto, la criatura tenía mi rostro y te maldijo allí, en Q’oorna. Lo único que puedo decir es que aquella criatura no era yo, a pesar de que se pareciera a mí y tuviera la misma voz que yo. Tenía mi rostro, o una imagen de mi rostro, sea como sea. Incluso poseyó mis recuerdos, mi mente o parte de mi mente, durante un tiempo. Pero no era yo, ni yo era la criatura. Y no voy a disculparme, porque no fue por mi voluntad que tuvo lugar el acontecimiento. No. Yo no hice ni haría semejante cosa. Como hermanos tenemos nuestras diferencias, Clive, como cualquier par de hermanos las tiene, pero no trataría a mi hermano del modo que has descrito.

Clive Folliot meditó unos instantes y luego dijo:

—No puedo aceptar unas disculpas que no se me ofrecen. Así pues, me basta con aceptar tu explicación y considerar zanjado el asunto.

—¡Muy bien! —Una tenue sonrisa se dibujó en el rostro de Neville—. Ahora, ¿qué más deseas preguntar?

—¿Quiénes son los rens, Neville? ¿Cómo llegaste a mezclarte con ellos? ¿Está padre al corriente de tus asociaciones?

—Clive, haré un esfuerzo para complacerte. Pero, para comprender esto, tienes que saber algo antes. Saber algo del universo que te rodea. Cuando éramos más jóvenes, yo fui a estudiar a Sandhurst y recibí enseñanzas de ciencia militar e ingeniería. Estas enseñanzas, además de mi servicio en las campañas de Su Majestad, me sirvieron para hacer de mí un hombre práctico y realista. Cuando miro un revólver, una fortificación o una lejana estrella, intento captarlo en sus dimensiones prácticas y realistas.

Meneó la cabeza y luego prosiguió.

—Tú fuiste a Cambridge, Clive. Tus estudios te situaron en el reino del arte, literatura, música y filosofía. ¿Recuerdas nuestras discusiones cuando volvíamos a casa de la universidad para las vacaciones? ¿Recuerdas que padre nos pedía informes de nuestros aprendizajes, y yo hablaba de campañas y fortificaciones y líneas de abastecimiento mientras que tú discurseabas sobre Homero y Virgilio, Spenser y Marlowe, y Miguel Ángel y Mozart?

—Lo recuerdo todo muy bien, Neville.

—Te hago memoria de ello no para tu descrédito, sino porque puede que simplemente no entiendas lo que voy a explicarte, hermano. Pero al menos trata de aceptarlo.

—Sigue, te lo ruego.

—Sabes que los griegos creían que las estrellas estaban fijadas en el cielo y que eran soles como el nuestro, sólo que a una distancia increíble de la Tierra. Y que creían que los planetas que giraban eran como mundos no distintos del nuestro. De aquí incluso aquella extraña fábula…

—Eso lo sé mejor que tú, Neville. Las Historias verdaderas de Luciano, con su Sol, Luna y Venus habitados, sus coles inteligentes y su barco que navegaba por el vacío entre los mundos.

—¡En efecto, Clive! Bien, pues lo que te digo es que las Historias verdaderas contienen más verdades de las que el autor pudo haber comprendido. No se trata de que el sol y la luna estén habitados. Sino que existen otros mundos habitados, más de los que nosotros, insignificantes humanos, podemos imaginar, más de los que podemos contar, más de los que podemos asimilar. El número de estrellas es tan enorme que desafía todo cálculo, y entre esas incontables estrellas hay esparcidos incontables mundos, y esos incontables mundos rebosan de incontables razas de hombres. De hombres y de especies andróginas pero inhumanas. Y de especies tan diferentes por completo de la nuestra, que, en comparación, el monstruo que viste con mi rostro sería tan familiar para nosotros como un gato atigrado.

—Lo cual estoy más preparado para aceptar después de mis viajes y hazañas por la Mazmorra de lo que estaba antes, Neville. Pongamos que sea verdad todo lo que has contado. Pero ¿dónde encajan los rens y los chaffris en todo ello? y, aún más, ¿cuál es tu relación con ellos? ¿Y qué es la Mazmorra? ¿Cuál es el objetivo de la Mazmorra, Neville?

—Deberías haber imaginado ya que los rens y los chaffris no son sino dos razas de las incontables que existen desparramadas por nuestro universo y que (al menos en un sentido poético, para adoptar tu manera de hablar, Clive) pueblan las estrellas. Esas razas son de una variedad infinita. Algunas son más primitivas que los bosquimanos desnudos de las regiones más remotas de nuestra Tierra. Otras son tan avanzadas como para hacer que un Faraday o un Flerschel parezcan niños chapoteando en charcos y maravillándose de los gusanos que desentierran del barro.

—Los rens, ¿son una raza de las estrellas?

Neville asintió.

—No me sorprende tanto oírlo como podrías creer, hermano. En la Mazmorra me tropecé con seres de muchos mundos. El fiel perruno Finnbogg, la arácnida Chillido, y Chang Guafe, el más raro de todos.

—Los hay que no son tan raros, también.

—En efecto. Lady ’Nrrc’kth y su falso consorte N’wrbb Crrd’f. Yo podría haber amado a lady ’Nrrc’kth. Su belleza era exótica, su piel tan pálida como nieve recién caída, su largo pelo y sus ojos de un verde tan profundo como el verde de un bosque surgiendo por entre esta nieve. En todos mis viajes nunca encontré a nadie que se pudiera comparar con lady ’Nrrc’kth.

—¿Y dónde está ella ahora, hermano?

—Está muerta —susurró Clive—. Cayó en el transcurso de un descenso plagado de peligros desde un nivel de la Mazmorra a otro. Por eso solo, Neville, desprecio a los rens. Si son los Señores de la Mazmorra, entonces son responsables de la muerte de lady ’Nrrc’kth. ¡Nunca se lo perdonaré, Neville!

—¿Pero apruebas a los chaffris?

—Sé poco de ellos, pero este poco que sé me dice que no son mejores que los rens. No son mejores.

Neville levantó una mano abierta.

—¡Los rens no son los Señores de la Mazmorra, Clive! No te engañes pensando esto. —Soltó una risa irónica, la mayor demostración de emoción por su parte desde su presente encuentro con su hermano gemelo menor—. Los rens no son más que uno de los poderes en lucha dentro de la Mazmorra. Y los chaffris son otro.

Clive no hizo más comentarios. Pocas cosas nuevas le decían las palabras de su hermano. Muchas de esas cosas las sabía ya de hacía tiempo, pero, al oírlas por boca de su propio hermano, la realidad de sus recuerdos demasiado vivos causó un impacto horroroso en su mente, más horroroso de lo que nunca le había causado.

Al cabo de un tiempo, Neville volvió a hablar:

—Por lo que se refiere a tu amada (¿cómo se llamaba, ’Nrrc’kth?), no pierdas la esperanza. Me dices que murió en la Mazmorra, pero ¿y si interviniéramos en un momento previo a su muerte? ¿Y si una fuerza hiciese su aparición en la línea de acontecimientos entre los niveles de la Mazmorra y la desplazase hasta un lugar seguro en otra parte de la Mazmorra, o fuera de la Mazmorra?

—¿Es eso posible? Neville, ¿es posible?

—Pero hermano, yo creí que estabas comprometido con una tal señorita Leighton.

—La señorita Leighton, por lo que he llegado a creer, dejó Londres en mil ochocientos sesenta y ocho, poco después de que yo partí para Zanzíbar y Africa en tu busca. Pero ahora se halla bien establecida en la ciudad de Boston, en los Estados Unidos de América. Por lo que me ha contado la señorita Leigh, Annie, Annabella no quiere tener nada más que ver conmigo.

—Pero piensa, hermanito: ¿y si tú pudieras regresar antes de que ella dejase Londres…?

—He pensado en ello, Neville. Es una perspectiva tentadora, una perspectiva fascinante, pero soy definitivamente reticente a hacer amaños con la vida de Annabella. Para salvar a ’Nrrc’kth…, bien, salvar a una inocente de una muerte inmerecida es algo en lo que me gustaría empeñarme. Pero el caso de la señorita Annabella Leighton es distinto. No sólo una interferencia semejante llegaría a desbaratar su propia vida, sino que también impediría el establecimiento de una línea de descendencia, que empieza con ella y sigue hasta Annabelle Leigh. No. —Meneó la cabeza—. No, Neville. Es muy tentador, pero resistiré.

Neville se levantó y se llevó la vela goteante al otro extremo de la sala. Alargó la mano hasta un pico de gas, instalado muy alto en la pared, giró el grifo para permitir el paso del flujo iluminador y alzó la vela para encenderlo.

—¿Estás preparado, entonces, para proceder, Clive?

La biblioteca estaba ahora alumbrada por la llama del gas, y Neville, mientras esperaba la respuesta de Clive, fue circulando por la estancia encendiendo otros picos.

—¿Proceder a qué, Neville?

—A encontrarte con los rens.

—¿Quieres decir, a volver a la Mazmorra? ¿Me acompañará Annie? ¿Forma parte también ella de esta extraña conspiración tuya?

El rostro de Neville se ensombreció y las comisuras de sus labios se arquearon hacia abajo, tirando consigo de los extremos del bigote como para añadir energía a su furioso fruncimiento.

—¡No necesito decirte que considero ofensivos tu lenguaje y tus insinuaciones, hermanito!

Clive encontró que se estaba poniendo igualmente furioso en respuesta a la conducta de Neville. Se levantó y se inclinó hacia su hermano.

—¡Yo me he comportado con decencia durante todo este asunto, Neville! Partí con la esperanza de rescatarte…

—¡O de encontrarme muerto —lo interrumpió el de mayor edad—, para asegurarte la sucesión al título familiar y a las propiedades después de la muerte de nuestro padre!

Enrojeciendo ante lo oportuno de la acusación, Clive prosiguió:

—Naufragué y recibí una dosis casi fatal de veneno de araña. Con grandes penalidades crucé por la selva y los pantanos, soporté el calor de los trópicos y estuve en peligro de ataques de leones, cocodrilos y serpientes. ¡Y todo eso ocurrió antes incluso de que entrara en la Mazmorra! ¡Mientras que tú, Neville, has estado en esta… conjura… desde el principio! ¡Aplicarte el término conspirador no es solamente adecuado, hermano, sino positivamente caritativo!

Neville se volvió de espaldas. El único sonido de la habitación era el suave siseo de los picos de gas. Cuando Neville se volvió de nuevo hacia Clive, era como si hubiera envejecido otros cinco años en el minuto o menos en que estuvo vuelto de espaldas.

—Hay algo de cierto en lo que dices, Clive. He estado relacionado con los rens… toda mi vida adulta… e incluso ya en la infancia. Eso tenía que ser un secreto compartido sólo por mi padre y por mí. Tal fue el caso, generación tras generación, durante tanto tiempo como ha habido Folliot en Tewkesbury. A decir verdad, Clive, el recuerdo de nuestra asociación con los rens se remonta a un pasado muy lejano, a la creación del primer barón Tewkesbury por Ricardo III en mil cuatrocientos ochenta y tres.

Neville paseaba ahora por la habitación, y Clive se vio siguiendo el movimiento de su hermano de un lado para otro, una y otra vez, como una cobra egipcia sigue la música de la flauta de un encantador de serpientes.

—La hoja en nuestro escudo, la misma palabra Folliot, proclama nuestra alianza y nuestra lealtad a los Plantagenet. Desde la muerte de Ricardo en mil cuatrocientos ochenta y cinco, el trono de Inglaterra ha sido ocupado por usurpadores. ¡Cuando los rens triunfen en la Mazmorra instaurarán un Plantagenet en el trono de Inglaterra! ¡El trono será devuelto a su verdadero heredero! ¡Clive, este heredero será un Folliot!

—¡Traición! —dijo Clive sin poder ya contenerse—. ¡Lo que dices es alta traición! ¡Tú, que aspiras al título de barón, que te alistaste al ejército de Su Majestad y que serviste en los Guardias Granaderos, que mandaste sus tropas en la batalla y que las viste morir en defensa de la corona y de la patria, tú has sido un traidor a la reina Victoria desde el principio!

—¡Un traidor, no! ¡Un patriota!

Clive dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

—Está cerrada, hermanito.

—Entonces la echaré abajo o te arrebataré la llave de las manos. No permaneceré ni un instante más en presencia de semejante estúpida perfidia.

—No habrá necesidad de eso, Clive. Es cierto que en este asunto has sido puesto a prueba, siempre en contra de tu voluntad y en gran parte sin saber dónde estabas metido.

—Sí, y ¿qué propones tú, Neville? Te diré esto: no deseo parte ni beneficio en tu intriga traidora, y, si se ha de hacer justicia, viviré para verte estrangulado con una cuerda de seda.

—No es eso lo que yo espero, Clive. Pero puede que tengas razón. Puede que tengas razón. Cuanto más sabemos de las cosas, más del pasado y del futuro, menos somos capaces de prever lo que el destino nos depara. Pero abriré la puerta y te permitiré salir si accedes a viajar conmigo hasta el país de los rens y conferenciar con ellos. Una vez que lo hayas hecho, te dejaré libre para que elijas tu camino. No intentaré forzarte en tu elección, Clive.

Clive permaneció en silencio, estudiando la extraña instalación tras su hermano, al tiempo que esperaba que continuase.

—¿Me das tu palabra, Clive? ¿Regresarás a la mansión Tewkesbury y viajarás conmigo al país de los rens?

—Tengo asuntos que resolver en Londres. Tan sólo llegué anoche, y cuando salía de casa de Du Maurier caí en manos de tus agentes, Neville. Tengo más cosas que hacer en la metrópolis.

—No has dado tu palabra de regresar a Tewkesbury, Clive, pero aceptaré lo que has dicho como una promesa tácita. Ve, pues. —Se adelantó a su hermano y le abrió la puerta—. Resuelve tus asuntos, Clive Folliot, y buena suerte. Espero volver a verte.

Clive permaneció en el umbral de la puerta un momento más, clavando una mirada fulminante en su hermano.

—Puedes muy bien esperar, hermano. Pero primero medita acerca de lo que quieres esperar.

• • • • •

Clive encontró a Annabelle en la cocina, hablando con la señora Jenkins. Annie había admitido sus visitas anteriores a la mansión Tewkesbury, y era evidente que en tales ocasiones anteriores había entablado relación con la fiel cocinera y ama de llaves, con quien enseguida se habían hecho buenas amigas. Lo cual ponía de manifiesto las costumbres igualitarias de la tierra de Annie, la ciudad americana de San Francisco del año 1999.

Ver a la señora Jenkins removió profundos sentimientos en Clive. Su madre había muerto en el momento de nacer él. Neville y él habían sido educados por su padre con la ayuda de una serie de niñeras, institutrices y tutores, cada uno más severo y menos tolerante que el anterior. El barón Tewkesbury había reservado su cariño para el primogénito, Neville. Aunque tan sólo una diferencia de minutos en el nacimiento separaba a los dos hermanos, el padre había prodigado su afecto al mayor de los dos, culpando al segundo de la muerte de la madre y tratándolo con fría hostilidad desde el mismo día de su nacimiento.

La señora Jenkins había sido lo más cercano a una madre que Clive había conocido, su compañera más querida y su aliada más firme. La cocina siempre había sido su lugar de refugio en momentos difíciles. Ella siempre había tenido un abrazo dispuesto para él, y un caramelo. Su delantal había absorbido incontables lágrimas de Clive y le había calmado incontables heridas.

Hoy ella cogió a Clive con los brazos extendidos al frente.

—Qué maravilloso, señor Clive. Mi pequeño Clive, mi pequeño amigo. Parece tan joven, comparado con el señor Neville… Claro, ya sé que él es el mayor. —Y ahogó una sonrisa ante su propia ocurrencia—. La señorita Annie es una joven maravillosa, señor Clive. ¿Tiene usted intención de…? —añadió guiñando el ojo y ladeando la cabeza.

—Me temo que no, señora Jenkins. Siento muchísimo afecto por Annie, pero hay razones…, razones que no puedo explicar. —Se volvió hacia Annie—. Debo volver a Londres. Tienes mucho que explicarme, Annie.

—Lo sé. Haré lo que pueda.

—¿Estás mezclada con…?

—Por favor —suplicó ella interrumpiéndolo—, esas cosas es mejor hablarlas a solas. Lo comprendes, ¿no? —Y giró casi de forma imperceptible los ojos hacia la señora Jenkins.

—Desde luego, lo comprendo muy bien —respondió Clive—. ¿Quieres acompañarme en mi viaje a Londres?

—¿Regresarás a Tewkesbury?

—Muy pronto.

—Entonces te esperaré aquí, Clive.