23: A través del espejo
23
A través del espejo
—Sensores auditivos percibiendo una perturbación —informó Chang Guafe de repente—, aproximadamente a veinte metros a la derecha.
Poco a poco, a medida que pasaban por entre las probetas de clones, la compañía fue formando un grupo compacto. Sus rostros reflejaban los extraños suaves colores que despedían las resplandecientes sustancias químicas, y tomaban una apariencia tan alienígena como la de cualquier criatura de las incubadoras. Ante el aviso de Chang Guafe se pararon a escuchar.
—Me temo que no oigo nada, viejo amigo —dijo Neville, pero había bajado la voz hasta el susurro.
Samedi tiraba con insistencia de la manga de Clive.
—No importa, chico —dijo Samedi, lanzando una mirada furtiva en dirección al peligro—. Nuestro camino es recto hacia adelante. Por aquí no hay nada para nosotros.
Clive se soltó la manga de Samedi, con suavidad pero también con firmeza. Finalmente había empezado a percatarse de que el acento de su guía se hacía más intenso cuanto más nervioso se ponía, y ahora no había duda en que la mirada de Samedi estaba teñida de terror. Además, Chang Guafe no los habría alertado sin razón.
—¿Sabes qué clase de perturbación, Chang? —preguntó Clive.
El ciborg dudó unos momentos como si volviera a escuchar.
—Disparos de armas, gritos de muchas voces, gritos de dolor, ruido de fondo de destrucción. —Hizo un silencio, y luego—: Análisis: violenta confrontación a considerable escala.
—Con el permiso de mi comandante —susurró el sargento Smythe al oído de Clive—, mi opinión es que si hay jaleo por aquí cerca, no sería sensato dejarlo a nuestras espaldas.
—Pero si está tan cerca, amigo —intervino Tomás—, ¿por qué el resto de nosotros no lo oímos?
—Dispensa, humano —contestó el ciborg a Tomás—. Mis receptores están al máximo de sensibilidad. Tienes razón al señalar la diferencia de apreciación. No obstante, por lo que respecta a la distancia de la perturbación, es tal como he afirmado. —Y pasó la mirada de Tomás a Clive—. La perturbación es un evento anómalo.
Clive suspiró. Lo único que quería era encontrar la Puerta, pero Smythe tenía razón. No podían permitirse peligros a sus espaldas sin conocer su naturaleza.
—Vayamos a ver qué es —decidió—. Pero manténganse agazapados y ocultos a cualquier mirada. Si no saben que rondamos por ahí, mejor que no se enteren.
Chang Guafe los condujo por un laberinto de probetas, siguiendo el camino en base a sus sensores. Clive mantenía los ojos fijos en su amigo el ciborg, y evitaba volver la vista a los recipientes, puesto que lo que contenían lo ponía enfermo.
Nadie hacía ni el menor ruido, no sólo para no entorpecer la labor de Chang Guafe, sino por temor a que un enemigo desconocido los descubriera. Después de haber recorrido quizás unos diez metros, Clive creyó detectar un levísimo indicio de sonido proveniente del punto adonde se dirigían. Entonces se oyó un estruendo que hizo vibrar el suelo bajo sus pies.
La compañía se inmovilizó por completo y sus miembros se miraron mutuamente. Luego, a una indicación de Clive, prosiguieron la marcha. Ahora todos oían sonidos, aunque débiles.
La pared sur de la inmensa sala de los clones era de un grueso plexiglás transparente que permitía ver la otra sala, situada en una planta inferior. Aunque el sonido les llegaba muy amortiguado, al acercar los rostros al plexiglás pudieron oír, y también ver, lo que había provocado el aviso de Chang Guafe.
—¡Dios mío! —masculló Annabelle, apoyando la frente en el cristal y mirando a través de él.
Nadie más dijo nada.
En las paredes de la sala de abajo había paneles de alumbrado, pero no salidas. En apariencia, todas las puertas habían sido cerradas de modo hermético. Un centenar de defectuosos huían aterrados e indefensos de diez cazarratones que sitiaban la sala. Rayos de energía taladraban la carne, y los cuerpos explotaban literalmente al contacto con la luz dorada. No había refugio, nada con que protegerse excepto un amontonamiento de cajas desechadas en el centro del recinto.
«Materia orgánica pura», recordó Clive con amargura y, con un súbito y horrible presagio, se volvió hacia Samedi.
—¿Qué hacen con los cuerpos?
—Los reciclan, jefe —fue la atroz respuesta—. «No derroches y no te faltará», es su lema.
—¿La masa de carne de las cajas? —preguntó Annabelle con expresión de asco.
Samedi asintió.
—Sí, algunos de ellos.
Antes de que Clive pudiera formular otra pregunta, una veintena de defectuosos que huían despavoridos se dieron la vuelta y se lanzaron al ataque del primer cazarratones que encontraron. Unos trataban de cogerle los brazos e inmovilizárselos. Otros trepaban por su espalda y le atizaban puñetazos en la cabeza metálica, mientras, a los costados, algunos se aferraban a sus orugas para frenarlas. Al final, con un impulso coordinado, lo levantaron de un costado, y la máquina se inclinó y cayó con estrépito, arrancando a sus atacantes un grito de victoria.
Pero fue una victoria efímera, puesto que su intrépida acción atrajo a más cazarratones. Durante un instante, aquella zona de la sala se convirtió, a causa de los rayos que convergían en el grupo de defectuosos, en un pequeño y resplandeciente sol.
Annabelle se volvió de espaldas y se llevó las manos a la cara.
—Odio este lugar —musitó como un hombre al borde de la demencia—. Odio este lugar.
Clive se volvió de nuevo hacia Samedi. El clon se había apartado del plexiglás y se había apoyado, fatigado, en la probeta más cercana. En su interior, una alta y delicada criatura de orejas puntiagudas flotaba en algo semejante a un sueño dichoso. Pero sus manos parecían casi querer estrangular a Samedi.
—¿Qué está ocurriendo ahí abajo? —insistió Clive, ya sin molestarse en bajar la voz.
—Así son los rodeos de ganado que tuve ocasión de presenciar en Estados Unidos —dijo Neville.
—Eso es, sí señor —respondió Samedi con voz temblorosa—. Eso es exactamente lo que es. Ya sabe, nosotros somos defectuosos, pero algunos podemos pensar, y todos sabemos escondernos muy bien. Sin embargo, ellos se aseguran de cazarnos de tanto en tanto para que no nos multipliquemos con demasiada rapidez. Por eso ponen algún producto en las cajas de la comida. Cuanto más come uno, más quiere, hasta que llega un momento en que aquella comida se vuelve imprescindible para uno, e incluso llegar a sufrir de forma terrible si no la puede conseguir.
—¿Drogas? —preguntó Annabelle incrédula. Samedi asintió de nuevo.
—Ponen una buena provisión en una gran sala como ésta. Nunca dos veces en la misma. Y todo el mundo sabe que es una emboscada, pero todo el mundo necesita aquella comida. El primer día los cazarratones no vienen, y el segundo día tampoco, y quizá no vienen durante un montón de días, hasta que uno piensa que no hay peligro, y al final nos reunimos en gran número para ir a obtener la comida. Claro, en aquel momento aparecen los cazarratones, porque sólo habían esperado tanto tiempo para poder atrapar de una sola vez a un buen montón de defectuosos.
De súbito, las lágrimas inundaron los ojos de Samedi y se derramaron por sus mejillas formando hilillos. Se dejó resbalar hasta caer sentado al suelo, con la espalda apoyada en la probeta, y dio rienda suelta a sus sollozos. Luego los sollozos se convirtieron en una risa suave y triste. Se llevó una mano a la cara, recogió una lágrima con la punta de un dedo y la contempló.
—Soy libre —dijo, sin indicio alguno de su acento—. Estoy libre de mi programación. Por lo mismo que no pueden obtener los recuerdos profundos, no pueden proporcionarnos emociones profundas, como aflicción, lealtad o misericordia. —Recogió otra lágrima y la sostuvo en alto. Y centelleó en la pálida luminiscencia azul de la probeta que tenía tras de sí—. Las emociones, tenemos que hallarlas por cuenta propia, y sólo podemos hacerlo cuando la programación ya no nos controla. —Alzó el rostro y un indicio de sonrisa cruzó fugaz sus labios—. Ahora puedo llorar, mientras que antes no podía.
Permaneció sentado unos segundos más, con las manos cruzadas en el regazo. Al fin se levantó.
—No se puede hacer nada por los de ahí abajo, Clive Folliot, ni por mí. Yo he comido también, ¿sabe? Pero quizás usted consiga encontrar a los Señores de la Mazmorra, y, entonces, piense en nosotros. Vayamos hacia la Puerta. —Con el dedo hizo una señal al español—. Venga, Tomás. Yo odio este lugar tanto como usted. Camine junto a mí. —Con un brazo rodeó el hombro de Tomás y ambos encabezaron la marcha.
—¡Pero Clive! —gritó Annabelle al ver que la compañía se alejaba—. No podemos dejarlos aquí. ¡Es una carnicería! ¡Tenemos que hacer algo!
—Nada podemos hacer —repuso Clive con calma—. ¿No has oído a Samedi? Así funciona el mundo por aquí.
—Si quieres detenerlo —le dijo Sidi Bombay apartándola con delicadeza del cristal y obligándola a mirarlo y a desviar la vista de la matanza—, tendrás que detener a los Señores de la Mazmorra.
Annabelle miró a Sidi, a Clive, a todos.
—Los detendré —aseguró con una ferocidad glacial—. ¡Malditas sean sus almas! ¡Los detendré!
—Los detendremos —enmendó Clive cogiéndole la mano. Este contacto abrió la ligazón mental que existía entre ellos y permitió a Annabelle vislumbrar, aunque sólo por un instante, el orgullo y el amor que Clive sentía por ella. En respuesta, él probó el sabor de su ira, que todavía no había conseguido dominar.
Clive se retiró de la mente de Annabelle. La compañía seguía a Samedi por entre las probetas.
Chillido, llamó Clive en silencio, y los pensamientos de la arácnida corrieron a abrirse para recibirlo.
Sí, Ser Clive.
Cuando las cosas se hayan calmado, le dijo, debemos hacer que Neville se conecte a la telaraña.
De pronto Samedi volvió a detenerse para contemplar un enorme cilindro metálico. Familiares tubos cristalinos salían de su parte superior y se unían a la trama de cañerías que transportaban las soluciones químicas a los recipientes de los clones. En el cilindro había símbolos escritos en negro, pero, si Samedi sabía leerlos, no hizo comentario alguno.
—He visto su fuerza —dijo volviéndose hacia Chang Guafe—. ¿Cree que podría atravesarlo de un puñetazo?
El ciborg se acercó al cilindro y aplicó en él la palma de la mano. Sonó un tenue y agudo pitido y una débil luz verdosa parpadeó bajo sus dedos. Chang Guafe bajó la mano.
—Tiene medio centímetro de grosor —informó—. Puedo romperlo.
Samedi dio un paso atrás y, haciéndole una reverencia, lo invitó a realizarlo.
—Por favor, adelante —pidió. Pero Clive interrumpió.
—Samedi, ¿qué es?
Samedi sonrió con una expresión que a Clive no le gustó en lo más mínimo. Había algo raro en los ojos del clon.
—Le he servido bien —dijo Samedi con un ligerísimo indicio de amenaza en su voz—. Si bien no yo en persona, al menos sí mi material genético. Tres de los míos han muerto por usted, Clive Folliot. Si aún no puede confiar en mí, al menos no me estorbe en esto. Usted no va a sufrir daño alguno.
Chang Guafe miró a Clive.
—Es un metal de poca resistencia. Puedo hacerle un boquete sin recibir daño alguno.
Clive frunció el entrecejo y asintió. Todos excepto el ciborg dieron un paso atrás. La mano de Chang se cerró en un puño. Con un solo y certero golpe seco agujereó el cilindro. Un líquido claro se derramó por su brazo y, al sacar éste del boquete, un chorro manó del orificio y se desparramó con gran rapidez por el suelo.
—¡Puaj! ¡Líquido asqueroso! —exclamó Finnbogg, saltando a un lado para evitar el charco—. ¡No es bueno!
Samedi se encogió de hombros y se volvió para seguir su tarea de guía.
—Es sólo una solución nutritiva —explicó.
—Es decir, que sin esto ¿los clones mueren de hambre en sus nidos de cristal? —interrogó Annabelle.
—Es poco probable —respondió Samedi sin aminorar la marcha—. Los monitores detectan la avería y envían máquinas a repararla. Sólo que, ¿cómo lo diría?, se paraliza momentáneamente la obra. Lo más seguro es que incluso se olviden de los defectuosos de abajo y despachen a los cazarratones en nuestra persecución.
—He aquí una agradable novedad —dijo Neville burlón.
—Estaremos todos a salvo cuando lleguen por aquí. Ustedes, por la Puerta, y yo… —y se encogió de hombros—. Por cierto, Chang Guafe, aquí hay otro. —Y se detuvo ante un cilindro idéntico al primero—. ¿Le importaría…?
Cuatro veces más Chang Guafe horadó tanques llenos de solución nutritiva por ruego de Samedi. El suelo empezaba a estar muy resbaladizo a causa del fluido que se extendía por todas partes. Un ligero hedor impregnaba el aire. Finnbogg se tapaba la nariz e intentaba en vano saltar de puntillas de un punto seco a otro.
—¡Puaj! —repetía con gran repugnancia.
—No es tan malo —lo reprendió Annabelle, rascándolo entre las orejas, pero la expresión de su cara decía otra cosa.
Finnbogg giró aquellos ojos pardos tan grandes hacia ella.
—Annie tiene un olfato humano, atrofiado —replicó defendiéndose—. Finnbogg tiene un olfato muy sensible. Todos los Finnbogg tienen olfatos sensibles. —Pinzó la nariz de nuevo y repitió—: ¡Puaj!
Samedi se detuvo de nuevo, ahora ante un panel de puertas. Habían alcanzado la pared oeste.
—Al otro lado de esa puerta está el centro neurálgico del banco de clones —anunció—. Montañas de computadoras y de maquinaria, pero la Puerta hacia el siguiente nivel también está por aquí, en alguna parte. —Tocó el panel con la palma de la mano. No ocurrió nada—. ¡Está cerrada! —exclamó sorprendido.
—Eso no es problema —contestó Clive con resolución. Estaba impaciente por salir de aquel lugar y no lo iba a impedir una simple cerradura de nada—. ¡Chang! ¡Chillido!
La puerta cedió como si hubiese sido de papel. Los dos alienígenas la desgarraron sin perder ni un instante y la compañía pasó presta adentro.
No había computadoras ni maquinaria alguna. De hecho, la sala era más bien pequeña y estaba amueblada como una salita dé estar de la época victoriana, con gruesas alfombras y butacas acolchadas, cuadros en las paredes y un hogar con un fuego cálido y acogedor. Un reloj con una vieja y preciosa caja marchaba con un tictac sonoro a un costado de la chimenea, y encima de la repisa de ésta había un gran espejo que reflejaba la pieza entera.
Ante el hogar, dos figuras frente a frente se encorvaban sobre una mesa que contenía un juego de ajedrez. Tras ellas había dos figuras más, en pie, vistiendo pesadas capas. Los de las capas se volvieron al mismo tiempo y se quedaron observando a Clive.
—¡Caramba y recaramba! —exclamó la mujer de pelo negro.
—¡Oh, mierda! —agregó su hermano.
—¡Los hermanos Ransome! —gritó el sargento Smythe. Pero, antes de que nadie pudiera reaccionar, el par se deshizo de los capotes y con un salto asombroso, desapareció a través del espejo.
Tomás hizo ademán de echar a correr.
—A pressa! ¡Esa debe de ser la Puerta!
Pero Clive lo retuvo por el brazo.
—Espere —dijo acercándose a las dos figuras que aún no habían levantado la vista del tablero de ajedrez. Parecían estar absortas en sus movimientos. Uno de los jugadores alzó una pieza y la depositó con sumo cuidado en otro cuadro. El otro ya tenía preparado su réplica y la llevó a cabo. Sólo entonces se dignaron considerar a los intrusos. Con gran lentitud levantaron la vista del juego.
Clive quedó petrificado al contemplar el rostro de Philo B. Goode, de nuevo en su forma humana, y el de su padre, el barón Tewkesbury.
—Vaya, así que han conseguido llegar hasta aquí —comentó Goode.
Annabelle daba tirones al brazo de Clive.
—Clones —le susurró.
—¿Lo somos de veras? —dijo Goode divertido, mientras cruzaba los brazos sobre su pecho redondo, sonriendo hacia su compañero de juego. El barón le devolvió la mirada, sobrio—. Así que por fin puede distinguir lo verdadero de lo falso, ¿no? ¿La ilusión de la realidad? ¿Ha logrado aprenderlo?
—¡Sí! —espetó Annabelle—. Tú eres un clon, Philo Goode. ¡Ambos sois clones! Y esta habitación también es falsa, es pura ilusión. Podéis extraer imágenes de nuestras mentes. Chillido lo descubrió. Y esta imagen es mía. Yo he leído A través del espejo. ¡Lo único que falta aquí son los gatos!
—¡Miau! ¡Ffffu!
Todos se volvieron hacia el sonido. Ovillada en una de las butacas acolchadas estaba sentada una gran gata que limpiaba con gran paciencia la cara de un gatito blanco. A los pies de la butaca, otro gatito, negro, jugueteaba con un ovillo de hilo azul.
—Han aprendido —admitió Philo B. Goode a regañadientes—, pero no han aprendido lo suficiente.
Neville dio un paso al frente, desenfundando su espada con un leve movimiento amenazador.
—Entonces quizás aún podamos extraerles a golpes algunas respuestas, ¡maldito par de payasos!
—Usted, por otra parte, no ha aprendido mucho, que digamos, comandante. —Goode introdujo la mano en el bolsillo de su chaleco y sacó una cajita de rayos paralizadores igual a la de Sidi Bombay. La apuntó a Neville a punto de apretar el botón. Neville Folliot frenó su acometida y se inmovilizó—. Por eso no nos dimos por vencidos. —Miró a Clive y sonrió de nuevo con aquella odiosa sonrisa—. Por favor, no intenten coger ninguna de sus armas. Porque, ¿ven, amigos?, el juego dista mucho de haber finalizado. —De repente miró más allá de Clive y ensanchó la sonrisa—. Ajá. Ya vienen a buscarlos.
Clive dio la vuelta en redondo para ver a lo que Goode se refería. Tres cazarratones estaban cruzando a toda velocidad la sala de los clones en dirección a la salita donde se hallaban, con los brazos (cuyos extremos ya refulgían con un incipiente fuego dorado) alzados y apuntados hacia ellos. De improviso, las orugas de los robots, al pisar el resbaladizo fluido desparramado por el suelo, empezaron a girar de forma vertiginosa pero inútil.
—Tiene usted razón, señor —dijo Samedi con cortesía burlona, apoyándose con naturalidad en el marco de la puerta reventada—. El juego aún no ha finalizado. —Abrió una cajita que tenía en la palma de la mano.
—¡Vaya con el ratero! —exclamó Tomás, tanteando la cintura de sus pantalones—. ¡Me ha robado las cerillas!
Samedi rasgó un fósforo en un costado de la cajita. Se encendió una diminuta llama y un diminuto penacho de humo subió retorcido hacia su rostro. Dio un paso atrás, hacia la sala de los clones, con una expresión en los ojos que hizo temblar a Clive.
—Cuando por fin se encuentre frente a frente con los Señores de la Mazmorra, Clive Folliot —dijo Samedi con gravedad—, acuérdese de nosotros, acuérdese de mí. —Volvió a mirar de nuevo a Philo B. Goode con sus ojos hundidos llenos de odio, y sentenció—: Jaque mate.
La cerilla cayó en el suelo, junto a los pies de Samedi. Al instante, el líquido resbaladizo prendió en llamas. Con un fragor impetuoso, la sala de al lado se convirtió en un terrible infierno. Pero Samedi ni siquiera gritó cuando el fuego lo alcanzó. Durante un momento permaneció como un pilar brillante, y luego, justo detrás de él, la primera probeta explotó formando una bola de furia incandescente que los derribó a todos.
Gotas de líquido en llamas llovieron a través del hueco de la puerta. Smythe soltó un grito: la lluvia había aterrizado en su espalda desnuda. Rodó por los suelos dándose manotazos en la espalda como un frenético. También Finnbogg soltó un grito sobresaltado cuando un mechón de pelo de sus ancas empezó a arder. Annabelle se puso en pie, agarró a Finnbogg, se sacó la camiseta y empezó a batirle el trasero con ella.
Más y más temblores sacudían la sala de los clones al compás de las explosiones de las probetas. La altísima temperatura del incendio se comunicaba a través de la puerta, y la alfombra había empezado a arder por donde el líquido la había mojado.
—No creo que fuera un compuesto nutritivo —comentó Chang Guafe.
—¿Acaso intenta desarrollar su sentido del humor, ciborg? —preguntó Neville mientras trataba de ayudar a Chillido a ponerse en pie.
—He estado analizando sus componentes —respondió Chang Guafe con sequedad.
—Analícelos después —sugirió Clive apremiante—. Nuestros amigos han optado por la decisión de más arrojo. Creo que deberíamos hacer lo mismo.
En efecto. En la confusión, Philo B. Goode y el barón habían huido, presumiblemente a través del espejo. Incluso los gatos habían desaparecido, si es que habían estado alguna vez allí. Con toda la rapidez posible, Clive encaminó a sus compañeros hacia el hogar.
Luego agarró una butaca, la arrastró hacia la chimenea y la colocó bajo la repisa para facilitar su salto a través el espejo. Pero en el trasiego, y por casualidad, vislumbró el juego de ajedrez: el corazón le dio un vuelco y sus entrañas se helaron.
No era en absoluto un ajedrez ordinario. Entre las piezas blancas se hallaban pequeños modelos de sí mismo y de sus amigos. Pero entre las piezas negras había una miniatura de Sidi Bombay y otra de Chang Guafe.
De repente recordó otro juego de piezas de ajedrez que había visto en un nivel anterior: el juego de Green. Éste tenía piezas con rasgos humanos, moldeadas a imagen de Horace, Sidi y (recordó con claridad) su madre.
¿Qué significaba aquello? ¿Tendría el ajedrez de Green alguna relación con éste?
Los demás miembros del grupo, advirtiendo su extraña reacción, se inclinaron también sobre la mesa. Clive, con un grito de rabia, barrió el tablero de un manotazo que lanzó por los aires las piezas. ¿Había actuado con la suficiente rapidez? ¿Alguno de sus compañeros habría visto el ajedrez? Se volvió en redondo y se apartó de la mesa, jadeante.
Sin darse cuenta se quedó mirando fijamente a Sidi Bombay y luego a Chang Guafe. Sidi lo notó.
—¿Qué ocurre, inglés? —preguntó el indio con evidente curiosidad.
Clive se mordió el labio. Entonces, el suelo bajo sus pies se estremeció de forma extraña, amenazadora. En la sala de al lado había miles de probetas con clones, recordó; y, en otras, vastos almacenes de sustancias químicas para alimentarlos.
—¡Nada! —gritó Clive por encima del caos creciente. Se negaba a creer en el pensamiento que había cruzado su mente. Quizá no era capaz de distinguir lo real de lo falso, pero conocía a sus amigos. Era sólo otro truco de Goode, con el único propósito de confundirlo. Bien, pues no se dejaría confundir. ¡Él conocía a sus amigos!
—¡A través de la Puerta, salgamos de aquí! —ordenó recobrando el aplomo.
—A través del espejo, querrás decir —murmuró Annabelle mientras subía a la butaca—. Vamos, Finnbogg, saltemos juntos.
Finnbogg trepó a la butaca, junto a Annabelle, y ambos colocaron un pie en la repisa.
—Buena idea —dijo Clive—. Que cada uno vaya con un compañero. De esta forma, si nos separamos, al menos cada uno tendrá consigo a alguien en quien confiar. —Se volvió hacia su anterior ordenanza y le puso una mano en el hombro—. ¿Le importaría irse con Annabelle y Finnbogg? ¿Los cuidará por mí?
—Desde luego, mi comandante —concedió Smythe—. Aunque estoy seguro de que más allá nos volveremos a encontrar.
—Esta frase me suena un poco rimbombante, sargento —dijo Neville con desdén—. ¿Acaso intenta hacerse el gracioso?
Smythe suspiró como un padre paciente ante un hijo insolente.
—Lo único que intento hacer, mi comandante, es recoger esta capa y cubrirme las vergüenzas con ella. ¿Sería tan amable de apartar el pie? —Pero, antes de que Neville tuviera tiempo de moverse, Smythe se agachó, asió la capa que uno de los hermanos Ransome había dejado en el suelo, y de una sacudida la arrancó de debajo del talón de Neville, quien perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse. Haciendo caso omiso de los improperios de Neville, se ató la capa al cuello y se envolvió el cuerpo con los grandes faldones—. Esto ya está mejor —comentó con una pequeña sonrisa nerviosa.
Luego puso un pie en la butaca y otro en la repisa, junto a Annabelle y Finnbogg. Con una mano extendida hacia adelante, los tres se inclinaron hacia el espejo y cayeron por él.
Tomás y Sidi fueron los siguientes; intercambiaron breves miradas y se tiraron. Neville tomó una de las manos de Chillido y subió a la butaca. Con caballeresca galantería intentó hacer espacio a la aracnoide de dos metros diez de altura.
—Chillido no va a necesitar la butaca —le indicó Clive a su hermano, y sintió, por la red neuronal, la alegría divertida de la araña. Chillido pegó un salto y empujó hacia el espejo al sorprendido Neville.
—Nos toca ir juntos, Clive Folliot —dijo Chang Guafe poniendo un pie en la butaca.
Clive echó un vistazo al ciborg y le cogió la mano.
—Muy bien, Chang. No hay nadie que prefiera a mi derecha más que usted. —«Y me importa un comino lo que había en el tablero de ajedrez», agregó mentalmente.
Subieron a la butaca y de la butaca a la repisa de la chimenea. Ahora el fuego ya cubría media habitación, y el costado de la alfombra que daba a la puerta ardía con violentas llamaradas. Más explosiones se sucedían, sacudiendo el complejo, y el humo lo inundaba todo.
—Lo recordaré, Samedi —prometió en un susurro—. Juro que lo recordaré.
—Lo recordaremos —corrigió Chang Guafe.
Clive miró en el rostro de Chang Guafe. A pesar de todo el metal, no encontró nada horroroso en él. Los lentes de rubí eran aún ventanas de su alma, un alma que conocía, un alma en la que confiaba.
—Has perdido esta vez, Philo B. Goode —declaró en voz alta—, y perderás siempre.
—¿Crees que es el momento más adecuado para el humor? —inquirió Chang Guafe.
Clive se pasó la mano por la frente para enjugarse el sudor que amenazaba con entrarle en los ojos.
—La risa es la medicina de los hombres… y de los ciborgs —afirmó.
Los lentes de Chang brillaron con algo más de intensidad.
—Entonces…
Había una vez una ciborg llamada May,
que tenia un hermano que era gay…
—¡Oh, no! —gimoteó Clive. Y, antes de que Chang pudiera pronunciar otra sílaba, tiró de él hacia el espejo.
Fue una larga, larguísima caída.