10: A través del abismo negro

10

A través del abismo negro

La pérdida de los dos Samedi dejó a la compañía en un profundo abatimiento. El paisaje negro parecía ahora el doble de negro, y la cima de la montaña que constituía su destino, el doble de lejos.

Chang Guafe se hallaba al borde del abismo observando al par de demonios con sus sensores al máximo. Se sentía culpable de la muerte de sus guías. Si hubiera sintonizado bien sus sensores auditivos, afirmaba, habría oído su ataque aéreo a tiempo de dar la alarma general, pero había cometido la estupidez de prestar toda su atención a la discusión entre Horace Hamilton Smythe y Neville Folliot.

Clive maldecía por turnos: a sí mismo, a los mellizos Ransome, al alma de Philo B. Goode y a los desconocidos Señores de la Mazmorra. Los gritos de los clones Samedi aún resonaban en sus oídos, y la escena de la caída a las profundidades no se borraba de su cabeza. Quizá no comprendiera con toda exactitud lo que era un clon, pero sus últimos gritos habían sido humanos.

Y, de cualquier forma, ¿qué importancia tenía que fueran clones? ¿Acaso no se sentiría terriblemente mal si Chillido muriera? ¿O Finnbogg? ¿O Chang Guafe? Aunque alienígenas, no por ello dejaban de ser amigos suyos. Sus almas eran tan nobles, sus ánimos tan valerosos, sus lealtades tan firmes, como los de cualquier humano.

En aquel instante volvió la vista hacia Sidi Bombay, como si viera a aquel indio de piel oscura por primera vez, y comprendió por fin lo absurdo de los prejuicios de su propia educación inglesa. Piel oscura o piel blanca, cuatro brazos o brazos de metal, ¿qué importaba?

¿Y por qué aquella lección tan elemental había tenido que costar la muerte de dos seres? (Seres: ahora comprendía realmente lo honorable y honorífico que había de inherente en el término que usaba Chillido para dirigirse a los demás.)

Con lentitud y con dolor, colocó un pie debajo de sí. Con un balanceo y un impulso se levantó y se enderezó, apoyando en la pierna herida sólo el peso necesario para mantener el equilibrio. El músculo del muslo chirrió y Clive aplicó una mano en el vendaje; pero, en lugar de aliviar el dolor, lo acrecentó, y se puso a dar pequeños círculos cojeando. Cerró los ojos con fuerza durante unos momentos para contener las lágrimas que bregaban por salir. Luego los volvió a abrir e intentó obligar al dolor a retroceder hasta un alejado y oscuro rincón de su mente.

Recorrió con la mirada a los demás, nada sorprendido de que también Neville hubiese controlado sus molestias. Su hermano se agarraba un costado mientras andaba por el borde del precipicio con algún propósito, como si estuviera buscando algo.

—Ser Chillido —dijo Clive en voz alta, y la aracnoide se acercó correteando a su lado—. Nos hemos quedado sin guías. Tenemos que encontrar el camino hacia la cima de la montaña.

Pero, antes de que Chillido pudiera responder, Neville los llamó. Se había alejado bastante del grupo y, en la oscuridad, apenas se lo distinguía; se hallaba en otro costado de la meseta.

—¡Por aquí, hermanito! Creo que te lo encontré.

Clive se reprendió por el absurdo sentimiento de competitividad que sentía para con su gemelo. Aquél no era momento para rivalidades infantiles entre hombres maduros. Cada instante que permanecían en aquel espacio abierto, las vidas de sus amigos corrían peligro. Se desabrochó el cinto del que colgaban sable y vaina, enrolló la tira de cuero en su mano con una o dos vueltas y se apoyó en el arma. La vaina acababa en un regatón ornamental de acero, que la protegía del roce contra el suelo y evitaba su desgaste, pero que también hacía de ella un apoyo inseguro en la piedra dura, si se la usaba como bastón de andar. No obstante, si Clive iba con cuidado, le sería de utilidad, y, además, era lo único que tenía. Renqueando se acercó a su hermano para ver lo que había encontrado.

—¡Oh, no, caramba! —exclamó Finnbogg, que se había aproximado con mucha cautela a ellos, con Annabelle en sus brazos—. No creo yo que ése sea un camino divertido, no señor.

Horace Hamilton Smythe se llegó a ellos y se situó al otro lado de Clive; miró e hizo una mueca de disgusto.

—¡Dios mío, mi comandante! ¡De veras que estoy empezando a odiar este sitio! —comentó el sargento, hastiado.

Pronto los demás se reunieron a su alrededor.

—¿Crees que si te damos cinco o diez minutos más podrás encontrar otra ruta? —dijo Clive a Neville con algo de sarcasmo.

A pesar de sus heridas, Neville esbozó su habitual sonrisa y enderezó el cuerpo.

—Venga, hombre, ¿dónde está ese ánimo? Sería poco caballeresco no aprovechar lo que nos han proporcionado nuestros acompañantes.

—Yo no sé de esas cosas, inglés —intervino Sidi Bombay sin alegría—, pero ese paso debe de ser el motivo por el que el barón Samedi nos trajo hasta aquí. Tiene que ser el camino al Palacio del Lucero del Alba, si es que éste continúa siendo nuestro destino.

—No veo que tengamos otra alternativa, en realidad —afirmó Neville atajando cualquier discusión—. Los mellizos Ransome, o demonios o lo que sea que fueran, con toda la mala intención nos han desprovisto de nuestros guías para que no podamos llegar al palacio. Por esa misma razón yo digo que hay que continuar. Pero la razón más importante es que, si por alguna parte existe una Puerta hacia el siguiente nivel (y, esperemos, hacia casa), la mejor ocasión de tener noticias de ella está allí. Incluso puede que la Puerta esté en el mismo palacio.

Clive se asomó por el borde de la meseta y sintió un escalofrío. No le gustaba, pero Neville tenía razón. Además, estaba ya demasiado enfurecido con los arquitectos de la Mazmorra y sentía una tremenda curiosidad por conocerlos. Clive y sus amigos habían deambulado a ciegas por los niveles anteriores, guiados o manipulados por los autores del llamado diario, escapando de un peligro tras otro sin ni siquiera haber llegado a aprender mucho de aquel extraño lugar en que se encontraban.

Pero allí, en aquel séptimo nivel, parecían tener una oportunidad única de cambiar aquella situación, de obtener alguna noción de lo que estaba sucediendo. Clive empezaba rápidamente a percatarse de que, para poder regresar un día al hogar, era crucial comprender la naturaleza de la Mazmorra.

—No me había dado cuenta de que los Ransome fueran mellizos —susurró a su hermano—. Es muy interesante: una nueva pieza para el rompecabezas.

Neville asintió y comentó en voz baja:

—En realidad, cuando los conocí insistieron mucho en ello. Y fíjate: ellos mellizos y nosotros mellizos también. Me gustaría charlar un ratito con los Ransome acerca del caso, de veras.

Clive soltó un suspiro y se volvió hacia el resto de la partida.

—Creo que Neville tiene razón —declaró al fin—. No tenemos otra alternativa sino seguir.

Tomás puso los ojos en blanco.

—Porque? Cristo, porqué?

Clive se asomó otra vez al borde. Una angosta escalera, excavada en la roca negra, descendía hacia el abismo. Por lo que parecía, en los peldaños apenas cabía un pie humano, y no se divisaba el final de tan traicionera pendiente. El muro del abismo bordeaba la escalera por la izquierda y un paso en falso hacia la derecha implicaba un destino cierto. Una pequeña duda lo atormentaba. ¿Y si estaban equivocados? ¿Y si aquél no era el camino por el cual habían querido conducirlos los Samedi? ¿Y si la escalera no llevaba a ninguna parte y se acababa bruscamente? Por cierto, ¿y si no sostenía su peso?

—¡Vámonos! —dijo Neville, pisando el primer peldaño.

—¡Aún no! —Clive cogió el brazo de su hermano y tiró de él hacia atrás, sin hacer caso de la mueca de dolor en su rostro. Con expresión preocupada, se volvió hacia Chillido. Las estrechas escaleras podían demostrar ser un auténtico problema para sus cuatro patas y el gran tamaño de su abdomen—. Ser Chillido —dijo con toda formalidad—, ¿podrá maniobrar con seguridad?

Tendré cuidado, Ser Clive. Muchas gracias por tu interés.

Clive decidió que de todas formas se preocuparía y que tendría un ojo puesto en ella. Se volvió de nuevo hacia su hermano.

—Vete atrás, Neville. No irás primero. Los sensores de Chang Guafe verán donde tú no ves. Si la escalera acaba, quiero saberlo antes de que nadie caiga al vacío. Y, si la piedra no va a soportar nuestro peso, otra vez sus sensores serán el mejor método para detectar la resistencia.

Chang Guafe dio un paso al frente.

—Elegiste con lógica, humano. Examinaré el camino.

—Que todo el mundo vaya despacio y pegado a la pared —ordenó Clive con calma cuando el ciborg tanteaba el primer peldaño. Observaron al ciborg que descendió con sus lentes de rubí ardiendo en la oscuridad—. Manténganse alejados del borde de la escalera y tengan cuidado con las corrientes de aire —recordó Clive.

—Para ser un hermano —intervino Neville con frivolidad—, haces muy bien el papel de madre.

—Y tú haces muy bien el de… —Clive se interrumpió y desvió la mirada. Rivalidades infantiles, recordó, cosas que era mejor dejar para los niños—… segunda tentativa. ¡Venga abajo! —Dio unas palmaditas en el hombro de su hermano gemelo y le señaló las escaleras.

El siguiente fue Sidi Bombay, seguido de Finnbogg, con Annabelle en brazos. Tomás esperó unos instantes, tragó saliva y se persignó; luego descendió tras ellos.

—Después de usted, mi comandante —rogó Horace Hamilton Smythe con una leve reverencia—. Y tenga cuidado con la pierna. Estaré al tanto de usted.

Pero Clive tenía una idea diferente. Había planeado situarse cerca de Chillido para permanecer atento a su descenso. A pesar de sus palabras tranquilizadoras, aquellas escaleras tan estrechas no estaban hechas para cuatro pies aracnoides.

—No, viejo amigo —dijo a su sargento—, pase usted primero y, si yo tropiezo, tendré a alguien que me sostenga, tarea que usted siempre ha realizado bien.

Smythe se puso rígido como si lo hubieran insultado.

—Por favor, mi comandante, con esos peldaños tan empinados lo único que nos faltaba era que alguien diese jabón. —Y lo miró con una expresión severa, que pronto se tornó sonriente para que Clive se diera cuenta de que sólo estaba bromeando—. Además, mi comandante, usted nunca tropieza, y si lo hace se levanta con gran elegancia.

—¿Ahora quién esta dando jabón? —replicó Clive devolviendo la sonrisa al sargento—. Venga, continúe.

Yo iré después de ti. Los pensamientos de Chillido rozaron los de Clive, pero como si tuvieran un rarísimo borde dentado que Clive nunca había notado antes. Chillido intentaba, sin conseguirlo, enmascarar alguna irritación dejándola de lado. El Ser Smythe vigilará tus movimientos desde delante y yo desde detrás.

Clive arqueó una ceja, se apoyó en la espada enfundada para aplacar el dolor en su muslo y se preguntó qué podía estar inquietando a Chillido.

—Espere un momento —dijo él con una sonrisa prudente—, ¿quién vigila a quién?

Clive oyó el castañeteo de su risa y percibió que la alienígena se relajaba un poco.

Vigilar a todos, todos a vigilar, respondió, para así estar todos seguros.

Clive la observó durante un instante y se rascó la cabeza. Aquello le sonaba sospechosamente familiar. ¿Tenían en su planeta el equivalente arácnido de Alejandro Dumas?

—Se dice así: «Todos para uno, uno para todos» —explicó Clive.

Todo uno, un todo, fue la respuesta de ella.

No, no, pensó él. Así es demasiado filosófico. Es Voltaire, no Dumas. Pero ya se lo enseñaría más tarde. Los demás se estaban alejando demasiado. Cojeó hasta el primer peldaño e inició un descenso cauteloso.

¡Si hubiera algo con que hacer antorchas! Al quedar por debajo del nivel de la meseta, la oscuridad empezó a asemejarse a la del otro lado de la Puerta de Dante. Clive arrimaba el hombro izquierdo a la pared y descendía los peldaños uno a uno, bajando el pie derecho primero y luego el izquierdo hasta donde estaba el derecho, y volviendo a repetir la misma maniobra. Así evitaba en parte recargar la tensión en su herida.

Unos peldaños más abajo distinguía a Horace. Pero Tomás, por delante de él, era ya una vaga sombra, que sin embargo se identificaba con facilidad por la retahíla de epítetos que iba soltando en su idioma. Más allá de Tomás no podía ver a nadie, aunque por el ruido de sus pisadas sabía que estaban allí.

Se volvió hacia Chillido. Esta se apoyaba con tres de sus manos en el muro, manteniendo así el equilibrio mientras salvaba los angostos peldaños. Movía sus dos pies delanteros a la vez, descendiendo tres peldaños de golpe mientras los dos posteriores soportaban su peso. Luego inclinaba el cuerpo hacia adelante y hacía bajar sus patas traseras. Sin duda aquellas escaleras no estaban hechas para ella. Eran demasiado estrechas para sus pies y la ponían en constante peligro de resbalar; ahora Clive consideraba que quizás había cometido un error al situarla en última posición, puesto que, si caía hacia adelante, con su empuje los arrastraría a todos al vacío. Las escaleras también eran demasiado estrechas para el volumen de su abdomen. Aunque se mantenía pegada a la pared, su brazo y hombro derecho quedaban colgando en el espacio.

Chillido se detuvo de pronto y miró hacia arriba.

Clive se paró también.

¿Ser Chillido?, llamó en silencio.

Ella no respondió, aunque reinició el descenso de las escaleras. Sin embargo, sólo dos de sus ocho ojos parecían centrados en la marcha. Los demás lanzaban miradas frenéticas hacia arriba y hacia el vacío como si buscaran algo en la oscuridad. Y aunque era difícil decirlo con certeza, su mandíbula parecía crispada.

¿Se encuentra usted mal?, inquirió Clive preocupado sin dejar de proseguir su bajada.

Chillido dudó antes de mandarle una respuesta y, cuando lo hizo, llegó a Clive teñida de confusión.

No ¿o comprendo, Ser Clive, dijo al final. Algo… Y con su mano libre hizo un amplio ademán indicando el espacio; luego frunció de nuevo la boca y se llevó la mano a la sien.

«Oh, estupendo», pensó Clive; «una aracnoide con jaqueca». Y se dio una palmada en la boca, como si hubiera hablado en voz alta y quisiera capturar las palabras que se le habían escapado. Pero Chillido leía la mente. Sin embargo, no reaccionó. O no lo había oído, o no comprendía la referencia, o simplemente había decidido pasarla por alto.

¿Debemos regresar?, preguntó él, empujando sus pensamientos hacia ella. Podemos buscar otro paso.

No, respondió ella con firmeza. El único paso es éste. Estoy segura… o lo estaban los Seres Samedi. Se detuvo de nuevo, sacudió la cabeza y se frotó la sien, y prosiguió. Tengo algo que me rasca y no puedo picarme, dijo, como si esto lo explicara todo.

Algo que le pica y no puede rascarse, corrigió Clive, recordando que antes ya le había comentado algo al respecto. ¿Está enferma? ¿Puede decirme algo más acerca de ese picor?

Ella encogió los cuatro hombros, causando un efecto ondulante que viajó por todo su cuerpo, y sacudió de nuevo la cabeza. Su frustración vibró en la red neuronal que los enlazaba.

Clive se mordió el labio y volvió a concentrarse en las escaleras. Otra vez se habían rezagado del grupo. La espalda de Smythe apenas era ya visible. Clive apresuró el paso, aunque ello le provocara más dolor. Se apoyaba pesadamente en el sable enfundado y en el muro.

Al cabo de un tiempo ya no pudo distinguir el borde de la meseta. Recuerdos de la pavorosa oscuridad que habían encontrado al principio de entrar en aquel nivel empezaron a removérsele en la mente otra vez. Hasta ahora no se había dado cuenta, ni habría admitido, que el tiempo que habían pasado errando hasta llegar hasta la Puerta de Dante lo hubiese trastornado tanto. Había pasado ya, y habían sobrevivido, aquello era todo. Pero ahora que reconocía la posibilidad de encontrarse en la misma situación, se sentía mucho más inquieto. Para un hombre maduro era vergonzoso tener miedo a la oscuridad; aunque en realidad no era miedo. La oscuridad simplemente lo ponía nervioso. Y no porque temiese la aparición de un ogro de cuento de hadas, sino porque había visto las cosas reales que se arrastraban y acechaban en aquella Mazmorra.

El sonido de voces lo arrancó de sus meditaciones de forma brusca. Horace Hamilton Smythe lo estaba llamando y los demás murmuraban y hablaban, en voz baja pero en tonos alarmados.

—Cuidado con el peldaño, mi comandante —susurró Smythe—. La escalera acaba de repente en un rellano.

El sargento había hecho bien en advertírselo. Clive casi cae al intentar bajar al siguiente peldaño, inexistente. La escalera se había convertido en una angosta cornisa que continuaba pegada a la pared del precipicio. Al menos esperaba que no terminase de improviso en cualquier parte. Apoyó firmemente la espalda en la pared y con la punta de la espada tanteó en busca del borde. Luego fue a tocarlo con la punta del pie y contuvo la respiración.

La cornisa debía de tener medio metro de anchura.

—¡Chillido! —gritó Clive. La arácnida se había detenido justo tras él, antes del último peldaño—. ¡Por el amor de Dios, tenga cuidado!

La aracnoide asintió y bajó con gran cautela al estrecho y largo sendero.

Clive pensó de súbito en Finnbogg. El tampoco debía de tener mucho margen para maniobrar, y además iba cargado con Annabelle. Bien, al menos sólo tenía dos patas de que preocuparse y, si marchaba arrimado a la pared, todo saldría bien.

De nuevo se pusieron en movimiento. Pero esta vez permanecieron próximos uno de otro, arrastrando los pies de lado en un lento avance por la roca a paso de tortuga. El ruido de algo de metal que frotaba la pared los acompañó un trecho, hasta que Sidi Bombay se detuvo un momento y se cambió de lugar la cantimplora que llevaba colgando. Neville y Smythe aprovecharon la parada para desabrocharse los cintos de los sables, juzgando más seguro llevar las armas en la mano que arriesgarse a que se les cruzaran entre las piernas, por más remota que fuera esa posibilidad.

Neville fue el primero en romper el silencio.

—¿Alguien de ustedes lee buenos libros?

Clive reconoció en esa pregunta un intento elegante de sacudirse la melancolía que al parecer se había abatido sobre el grupo, pero nadie respondió.

—Huumm —prosiguió Neville—. Una pandilla de analfabetos, ¿eh? Bien, quizá sea posible que encontremos un tema más común para la conversación, cualquier cosa para matar el rato, ¿eh? —Chascó los dedos—. Ah, ya lo tengo. —Hizo una pausa, se aclaró la garganta teatralmente y empezó—:

Había una vez una señorita inglesa…

Clive sintió que se ruborizaba como un tomate. Si hubiera podido atraer la vista de su hermano, lo habría acallado con una mirada desaprobatoria. Claro era que en aquella oscuridad ni siquiera distinguía a Neville, y no tenía la más mínima intención de inclinarse al vacío para localizarlo.

—¡Neville! —llamó con los dientes apretados.

… cuyos simpáticos guiños,

eran de todos conocidos.

Y, por una copa y compañía…

A Clive le ardía el rostro.

—Neville —intentó una vez más, vejado, agradeciendo enormemente que Annabelle, al menos, no estuviera en condiciones de oírlo.

…el amor verdadero ofrecía.

—¿Qué? —farfulló sorprendido—. Vaya, así no es como sabía yo el último verso.

Horace Hamilton Smythe no pudo contener la risa.

—¿Algo acerca de «pasar la noche con ella podías», mi comandante? ¿Así era como lo contaba usted?

—¡Sargento! —espetó Clive.

Neville chascó la lengua varias veces.

—Me dejas perplejo, hermanito, y estoy seguro de que padre también se sentiría algo contrariado. Tienes demasiados tratos con gentuza.

Entonces fue Sidi Bombay quien comenzó:

Había una vez una joven india…

que una joya en el vientre mostraba

cuando para los hombres bailaba.

Unos que era pecado insistían,

pero otros como mantequilla se derretían.

El indio esbozó una sonrisa y dijo a Clive:

—Es un tipo de estrofa universal, inglés.

Clive soltó un rugido ronco, frunció el entrecejo y sacudió la cabeza. Entonces empezó Chang Guafe, para el colmo de las sorpresas de Clive. «¡Oh, no! ¿Los alienígenas también?»

El ciborg recitó en su más fría voz metálica:

Había una vez una ciborg llamada Sue…

que gustaba de retozar en la chatarra.

Pero tenía un capricho más viciosillo;

era que, como le faltaba un tornillo,

siempre buscaba uno que enroscara.

La risa de Chang Guafe sonó muy parecida al brusco crepitar de las interferencias radiofónicas, pero los demás se añadieron a ella de buena gana. Incluso Clive tuvo que admitir que le había gustado.

—¿Ves, inglés? —dijo Sidi Bombay cuando las risas se calmaron un tanto—. Es una auténtica forma universal.

Prosiguieron el camino del precipicio, intercambiando viejas canciones jocosas y componiendo otras nuevas, y poco a poco Clive olvidó sus aprensiones y se rindió a la alegría del juego. Era bueno volver a oír las risas de sus amigos. Le levantaban el ánimo y parecía disminuir el dolor de su pierna. La medicina de los dioses, como un poeta había llamado a la risa, y quizá fuera así.

La cornisa empezó a inclinarse hacia abajo con suavidad, y avanzaron con suma precaución hasta que se niveló otra vez. El sargento Smythe acababa de empezar una nueva cancioncilla cuando una sola palabra de Chang Guafe los acalló a todos.

—Alerta —dijo el ciborg.

Se pararon en seco y se quedaron absolutamente inmóviles. Clive escuchó con atención, preparado para oír el terrible sonido de las alas membranosas en la oscuridad de cielo, consciente de pronto de su vulnerable posición y cerrando la mano en torno a la empuñadura de su sable. Pero no lo desenvainó. Ni siquiera había espacio para una posición de combate. Miró hacia adelante en un esfuerzo por ver a Chang Guafe. Alcanzó a distinguirlo a duras penas al borde de la cornisa, escrutando hacia abajo.

—Receptores visuales observando por medio de rayos infrarrojos —informó Chang Guafe a una pregunta de Clive. El ciborg permaneció un instante silencioso escudriñando el abismo; luego volvió a hablar—: Irradiaciones caloríficas de origen y objetivos desconocidos aparecen a lo largo de la parte inferior del muro opuesto. —Hizo una nueva pausa—. Analizando probabilidades. —Otra pausa—. A larga distancia, los análisis deben combinarse con las suposiciones lógicas. Son orificios de ventilación.

—¿Dice orificios de ventilación? —interrogó Neville—. ¿Y qué es lo que quieren ventilar ahí abajo?

—Calor —dijo Chang Guafe mirando a Neville como si fuera un alumno que prestara poca atención—. Mis lecturas, aunque a larga distancia están sujetas a error, sugieren la posibilidad de una industria subterránea.

Clive apretó los labios y se asomó al precipicio. La cálida corriente de aire que subía del fondo le azotó el pelo y le castigó los ojos, pero no vio nada sino negrura abierta. No obstante, no ponía en duda las afirmaciones del ciborg.

—¿A qué profundidad se hallan esos orificios?

—Según entiendo vuestras unidades de medida —respondió Chang Guafe dando muestras de gran paciencia—, aproximadamente a setecientos metros.

Clive se mordió el labio. Aquel nuevo descubrimiento lo intrigaba de modo extraordinario. No obstante, no había manera de llegar a los orificios desde aquella cornisa y, además, lo más seguro era que allí sólo encontraran nuevos peligros. Puede que incluso fuera la residencia de los demonios con que se habían topado por el camino.

—Están demasiado abajo para que debamos preocuparnos, por el momento —dijo Clive sin entusiasmo—. Sigamos la marcha.

—Sim, adiante! —coincidió Tomás—. Pero en silencio, amigos, para no molestar a nuestros vecinos.

—Tiene un punto de razón —opinó Neville.

Se acabaron las cancioncillas y las bromas. Continuaron por la cornisa con las espaldas pegadas a la pared, como si quisieran esconderse de los ojos ocultos que podían vigilarlos desde abajo. Avanzaban lentamente, centímetro a centímetro, y el sonido de pisadas arrastradas en la piedra era lo único que se escuchaba. Clive observaba el cielo, temeroso de oír el aleteo de sus enemigos.

Al poco rato volvieron a detenerse.

—Oh, esto sí que te va a gustar, Clive, viejo amigo —dijo Neville en tono burlón.

—Quizá sea una suerte que la señorita Annabelle no haya estado despierta durante esta parte del trayecto —comentó Sidi Bombay.

—¿Qué hay? —susurró Clive algo irritado, incapaz de comprender de qué estaban hablando—. ¿Podemos seguir o no?

—Afirmativo —respondió Chang Guafe—. Podríamos seguir hacia adelante. La cornisa continúa tanto como mis sensores pueden detectar. Pero este viaducto nos ofrece un paso hacia el otro lado.

—¿Viaducto? —repitió Clive inclinándose hacia adelante—. ¿Quiere decir que hay un puente?

—Si te atreves a dignificarlo con esa palabra… —comentó con desdén Neville—. Pero a mí no me parece más que cuatro cuerdas y unas cuantas tablas viejas. ¿Por qué diablos se supone que lo han puesto aquí?

—He dejado de preguntar el porqué de muchas de las cosas que ocurren en esta Mazmorra —replicó Clive secamente—. Pero, si el puente cruza al otro lado, entonces tenemos que tomarlo.

—¡Pues venga, tú primero, hermanito!

Pero Chang Guafe los interrumpió: su talón metálico arañó la madera en medio de grandes crujimientos y quejidos de las viejas cuerdas.

—He sido elegido para examinar el camino —declaró Chang a Neville con firmeza. Sonaron más pasos en los maderos. Las cuerdas comenzaron a gemir con unos ruidos espantosos; luego se silenciaron. El ciborg, volviéndose, dijo—: ¿No te habían colocado como segunda tentativa?

En la voz del ciborg hubo una doble intención que casi hace sonreír a Clive. Sus lentes de rubí y los haces gemelos de luz que irradiaba iluminaban un pequeño tramo del puente, y Clive comprendió la aprensión de su hermano. Había visto puentes como aquéllos en libros de ilustraciones, y una parte de su corazón se acobardaba ante la idea de cruzarlo. Las cuerdas parecían muy viejas y las tablas se veían podridas y agujereadas por el comején. Pero, no obstante, otra parte de su corazón se animaba ante la perspectiva con una especie de entusiasmo juvenil. Clive mantuvo esta parte controlada. Después de todo, aquello era la Mazmorra y en aquel puente serían más vulnerables que en la cornisa donde se hallaban ahora.

Pero era la vía que los llevaría al otro lado.

—Pasa o apártate del camino —le ordenó Clive a su hermano con dureza.

—Ya voy, ya voy —contestó Neville—. Pero sin empujar, ¿eh?

Clive hizo caso omiso de aquel comentario. Era el modo que tenía Neville de reunir el coraje necesario. Clive sólo estaba atento a escuchar los crujidos que harían las maderas cuando sus botas las pisaran. Chang Guafe se volvió y siguió avanzando por el puente. Sus ojos ardían como dos ascuas refulgentes y parecían flotar en el tenebroso vacío del abismo. La fila continuó la ruta: Sidi, Finnbogg cargando con Annabelle, Tomás y Smythe entraron en el puente.

Las cuerdas sonaban en los oídos de Clive como una música discordante. Se tomó el tiempo de abrocharse de nuevo la espada, y luego asió una cuerda con cada mano y pisó el primer madero. Tuvo un momento de tremendo desconcierto cuando el madero se hundió bajo su peso y las corrientes de aire se agitaron a su entorno. Se aferró con más fuerza a las cuerdas, apretó los dientes y avanzó otro paso, y lentamente otro. Le dio la impresión de que el puente tomaba una extraña inclinación y se enderezaba de nuevo, y el corazón se le puso a latir con una violencia inusitada. Las tablas saltaban bajo él, vibraban con el paso de los que iban delante de él y la estructura entera oscilaba de modo espantoso por el empuje de las cálidas ráfagas de viento que subían desde abajo.

Luego su pie tocó suelo firme de nuevo y Horace Hamilton Smythe le tendió la mano para ayudarlo a salir.

—Hay otra cornisa, mi comandante —le dijo el sargento. Para Clive fue una gran alegría. Por más estrecha que fuera, no se movería, ni pegaría sacudidas ni crujiría.

Con gran cautela reemprendieron la marcha por ella. Después de un trecho empezó a subir en una suave cuesta hacia el borde del otro precipicio. Pero en aquella parte el viento soplaba con más intensidad, lo que los obligó a arrimarse bien a la pared de roca. De nuevo Clive decidió descolgarse la espada, prefiriendo llevarla en mano a que le fuera golpeando en la pierna. Pero esta vez, al desabrochar la hebilla, sintió que algo se deslizaba por la piel de su cuerpo y que quedaba atrapado en un desgarrón de un costado de la camisa.

¡El diario de Neville! Hizo un movimiento brusco para cogerlo, pero la vaina del sable empezó a resbalar del cinto; hizo otro gesto rápido para atraparla, pues de ninguna forma quería perder su espada. Este último movimiento, sin embargo, desatascó el diario del desgarrón y el libro cayó.

—¡Cójalo! —gritó.

Chillido estiró su cuerpo para cazarlo al vuelo. Pero rebotó en su mano derecha y salió volando dando tumbos, con las cubiertas extendidas como las alas de un pájaro maravilloso y las páginas abiertas como un abanico. La arácnida intentó atraparlo entonces con la mano inferior derecha.

De pronto soltó un grito horripilante y se inclinó hacia el vacío. Agitó sus cuatro manos en el aire, en un vano intento de recuperar el equilibrio en una cornisa en la que apenas cabía. Clive soltó el cinto y corrió a agarrarla. El arma rebotó contra la piedra, se interfirió en el camino de su pie y cayó en el vacío.

Las puntas de sus dedos frotaron las puntas de los dedos de Chillido, pero era demasiado tarde. La bestia soltó un ululato espeluznante y cayó al abismo de espaldas, siguiendo al libro y a la espada hacia el tenebroso fondo mientras Clive y su partida contemplaban la tragedia aturdidos por el horror.