11: El «vuelo» de Chillido
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El «vuelo» de Chillido
Una sustancia blanca hinchada apareció en lo hondo del abismo. Poco después, Chillido subía flotando empujada por las corrientes de aire cálido que inflaban la inmensa vela hecha con los vibrátiles y diáfanos hilos de una telaraña. Chillido ondeaba a merced de los vientos inconstantes, que con su empuje la movían, le hacían dar vueltas, la apartaban de la pared de roca y la llevaban hacia donde nadie podía alcanzarla.
Clive gritó su nombre cuando vio que se elevaba por encima de ellos.
Estoy bien, Ser Clive, respondió la aracnoide sin mover un solo músculo, aunque todavía puedo caer. Son violentos estos vientos. Pueden desgarrar mi vela.
—¡Eche un cabo! —le gritó Clive—. ¡La rescataremos!
No puedo hilar otra hebra, replicó con una nota de preocupación que impregnaba sus pensamientos. Debo mantener la vela o caeré.
Horace Hamilton Smythe le tocó el brazo.
—¿Pero adonde irá, mi comandante? ¿A qué altura llegará?
Así pues, Chillido había enviado sus pensamientos a todos. Clive abrió un poco su mente y sintió las vibraciones de la telaraña neuronal que Chillido había tejido entre ellos en su primer encuentro. Para él no había sido algo agradable, ni para la mayoría de los demás. Permitía la transmisión de mucho más que de simples frases silenciosas, si uno no protegía lo más íntimo de sí con gran cautela. Pero Clive reavivó aquella comunicación y percibió mentalmente a sus amigos, a todos salvo a Annabelle, cuya mente estaba cerrada, y excepto a Neville y a Sidi Bombay, que no habían participado del don mental de la arácnida.
Voy a donde el viento me lleva, respondió Chillido a Smythe mientras se elevaba más y más arriba en su extraño paracaídas. Vuelo hacia las cálidas brisas. Atrás dejo tierras y mares. Voy hacia la libertad.
¿Un poema? La sorpresa llenó los pensamientos de Clive, mientras Chillido continuaba su ascenso hasta ser casi imperceptible a la vista.
Traducción, fue la respuesta de Chillido. La preocupación pareció haberse desvanecido en sus pensamientos. Una alegría sublime llenó su mente. Es una canción que cantaba mi pueblo en época de vuelo, una época muy especial para nuestro pueblo. Ea canción no está completa, pero casi. Hizo una pausa y todos percibieron que el temor la inundaba de nuevo ante los vientos que la arrastraban más y más arriba. Vuelo hacia la montaña, Ser Clive. Nos volveremos a encontrar, Seres amigos.
Clive no sabía si ella sólo había dejado de responder o si flotaba demasiado arriba para que pudiera oírlo. La llamó una y otra vez, pero Chillido no respondió. Observó impotente cómo se alejaba hacia la oscuridad y desaparecía.
Horace Hamilton Smythe le puso un brazo en el hombro.
—Todo irá bien, mi comandante. Nos esperará en la cima, ya verá; será tal como ella ha dicho.
Clive Folliot miró de forma penetrante en los ojos de su sargento; luego parpadeó, desvió la mirada y soltó un suspiro.
—Pensé que la perdía, Horace, igual que perdí a los Samedi, igual que puedo haber perdido a Annabelle. —Aspiró profundamente, contuvo el aire un momento y volvió a expulsarlo—. No debería ser yo quien conduzca esta expedición. Dejemos que lo haga Neville. Es un jefe nato.
—Neville es un tontaina, con perdón por la expresión, mi comandante —susurró Smythe algo tenso—. Usted no ha perdido a nadie. Los mellizos Ransome, o alguna burda imitación de ellos, mataron a los Samedi. Por lo que respecta a Annabelle, está aquí con nosotros, y vamos a encontrar la manera de ponerla bien, si no sale por sí sola, cosa que espero que haga cuando sea el momento. Y Chillido no está muerta, tampoco. Está viva porque es lo bastante hábil para conservarse viva. Es lo único que tiene cada uno de nosotros: su ingenio y su habilidad. Y bien, es usted, con su ingenio y su habilidad quien nos va a sacar de esta situación. No Neville. Puede ser su hermano y todo lo que quiera, pero no olvide que se dejó capturar por los Señores del Trueno, y ahora se encontraría en la página de sucesos (ya me entiende) de no ser por usted y por la señorita Annabelle, que pensaron y actuaron con toda presteza para salvarle el pellejo.
Clive seguía sin convencerse, pero esbozó una tenue sonrisa.
—El bueno y viejo de Horace —dijo—, siempre a punto de darme un bofetón reanimador.
—Sólo cuando es necesario —respondió Smythe con seriedad.
Clive volvió otra vez la vista al cielo, esperando divisar a Chillido, pero la oscuridad era total. Bien, no tenía sentido permanecer en aquel angosto paso discutiendo con Horace Hamilton Smythe las cualidades que debía tener el mando.
—Vámonos —ordenó por fin Clive—. Una amiga nos está esperando en la cima.
Reemprendieron su prudente caminata y llegaron a otro tramo de escaleras, al menos tan traicionero como el que los había bajado a la cornisa del otro lado del puente. Después de una larga y ardua ascensión se encontraron en la cima del nuevo lado del abismo, bajo la sombra de la montaña que constituía su destino.
—¡Bien, bien! —exclamó Finnbogg con entusiasmo—. Al menos no tan oscuro como un pozo. Más fácil de ver. —Cambió de posición el peso del cuerpo de Annabelle y contempló la montaña.
Había una diferencia sutil de oscuridad, y la razón parecía hallarse en la misma montaña. Un halo nebuloso la envolvía, como si tras ella ardiera pálidamente una luz mayor. Las sombras crepusculares aún eran densas, pero al menos se podían ver entre ellos y alcanzaban a distinguir el camino. Y, sin embargo, ¿por qué desde el otro lado del abismo no habían advertido aquella aureola? La visión de la montaña había sido bien clara.
A una sugerencia de Clive, Chang Guafe, con sus sensores electrónicos, buscó algún indicio de Chillido. Pero ¿quién sabía adonde la habían llevado los vientos, o dónde tomaría tierra, si en su extraño estado de éxtasis quería tomarla? Extendió sus pensamientos al aire y la llamó, pero sólo obtuvo la respuesta del silencio, con un carga de singular soledad.
Las cantimploras pasaron de uno a otro y todos bebieron. Clive sentía la pierna rígida y adolorida, pero soportaba su peso mejor que antes. Cojeando, se adelantó un poco del resto y se plantó ante la montaña, dejando que llenara su visión. El Palacio del Lucero del Alba reposaba en su cima. Aquello significaba comida, esperaba, y quizá también cama. Tal vez también encontraran la Puerta hacia el siguiente nivel. Agradecería de todo corazón la oportunidad de abandonar el séptimo.
¿Pero encontrarían amigos allí? ¿Por fortuna aliados? Samedi afirmaba que lo habían enviado para que los guiara al palacio. Philo B. Goode y los mellizos Ransome parecían haber querido impedirlo. ¿Por qué? Unos a favor suyo, otros en contra. ¿Qué significaba aquello?
Clive Folliot empezaba a sentirse más y más como un peón en alguna especie de partida de ajedrez, y aquella sensación no era muy de su agrado.
Se volvió a los demás y les hizo una señal encorvando el dedo para que lo siguieran.
—Vengan —dijo como un autómata.
Una marcha corta por una sección de terreno relativamente plano los llevó al pie de la montaña. Mientras los demás disfrutaban de un breve descanso, Clive dio una vuelta por el lugar, buscando, sin éxito, algún indicio de Chillido. Al regresar se arrodilló junto a Annabelle y le tomó la mano entre las suyas. Seguía sin dar señales de vida. Le levantó un párpado. El iris le había subido muy arriba y su pupila dilatada era un pozo vacío y negro. Le dio un beso suave en la frente y murmuró a Finnbogg, dándole unas palmaditas en el brazo:
—Cuídala, Finnbogg.
—Annie bien, Annie estará bien —respondió éste con seguridad.
El sargento Smythe se levantó y se acercó a ellos.
—Debería dejarme examinar su vendaje, comandante —le dijo.
Clive le hizo un ademán elusivo.
—El vendaje está bien, sargento. —Pero, cuando el ordenanza desvió la mirada, se puso la mano en la herida e hizo una mueca. El escozor aún estaba allí, y también el entumecimiento. Había logrado hacer retroceder el dolor a la parte más recóndita de su cerebro durante un rato y lo único que tenía que hacer era alargar ese rato. Pero tenía la impresión de que, si se sentaba y descansaba como los demás, no podría volver a levantarse.
Al principio fue una ascensión fácil. Remontar la suave pendiente requería tan sólo un esfuerzo mínimo y la pisada era segura. Ahora ya no mantenían la fila de a uno y cada cual hacía su propio camino por la ladera de la montaña. Horace Hamilton Smythe, sin embargo, permanecía cerca de Clive y éste advirtió con una reticente gratitud que Chang Guafe se había puesto al cuidado de Neville.
La delicada luz que envolvía la montaña se intensificó sensiblemente, iluminando las grietas y hoyos en que podían tropezar, las piedras que podían desprenderse bajo una pisada. Clive reflexionó que en aquel nivel no habían visto ni una brizna de hierba ni ninguna criatura viviente, excepto los demonios que los habían atacado. Los niveles anteriores habían estado poblados por seres de especies, épocas y planetas diferentes. Pero, al parecer, éste no. ¿A qué era debido?
La cuesta se hizo más aguda. Ahora Clive sintió un tirón en la herida del muslo. Tocó la venda con la punta de los dedos y notó una humedad cálida. Sangre. La herida estaba sangrando. Se la tapó con la mano para ocultarlo a Smythe y continuó subiendo. En algunos momentos la cuesta era tan pronunciada que tenían que inclinarse y trepar a gatas. Clive trataba siempre de situarse de tal modo que su sargento no pudiera verle la herida.
A medio camino descansaron de nuevo. Chang Guafe y Finnbogg daban pocas muestras de fatiga, aunque al can alienígena le colgaba un poco la lengua mientras mecía a Annabelle en su regazo. Sidi Bombay parecía estar en plena forma y a punto de seguir; Clive se preguntó si durante su carrera como guía y porteador habría pasado algún tiempo en las montañas del norte de la India o en algunas de las regiones más accidentadas de África.
Por otra parte, Tomás parecía a punto de derrumbarse, lo cual hizo tan pronto se detuvieron: se tendió boca arriba y se cubrió los ojos con el brazo. Soltó un larguísimo y miserable gemido y se sumió en el silencio.
Neville era quien lo tenía más preocupado. Su hermano se negaba a que lo llevaran a cuestas, pero estaba pálido y cerraba la boca en una línea tensa, como sin labios. En ningún momento sacaba la mano derecha de las costillas y tenía dificultades para respirar. El sargento Smythe y Sidi Bombay lo habían examinado y habían asegurado que no tenía ninguna costilla rota.
Chang Guafe extendió un delgado tentáculo, que salió de un pequeño orificio de su pecho, y lo situó cerca de las costillas de Neville. Aunque el ciborg poseía numerosos apéndices semejantes, parecía usarlos muy poco. Clive hizo una pausa en sus meditaciones para preguntarse si no sería algún aspecto latente del perdido poder de imitación de Chang Guafe lo que hacía que, al pasar más tiempo en compañía de los humanos, confiara, de forma inconsciente, cada vez más en su forma humanoide.
Una lucecita roja en el extremo del tentáculo se encendió y empezó a parpadear rápidamente mientras se desplazaba de un lado a otro por encima de las costillas de Neville.
—Difícil de precisar —informó el ciborg retrayendo de nuevo el tentáculo hacia su cuerpo—. Este sensor está preparado para el estudio de la flora alienígena. Sin embargo, y teniendo en cuenta este factor, el análisis indica una probabilidad media-alta de que Neville tenga roto el cartílago que une las costillas en el centro del pecho, lo cual produce una sensación dolorosa, pero cuya soldadura requiere sólo descanso y tiempo.
Clive se rascó la barbilla y se preguntó si debía confiar mucho en los diagnósticos del alienígena en cuanto a los daños humanos. Por otra parte, no se podía hacer nada más, al menos por lo que se refería a las costillas de Neville. Pero muchos de los cortes y arañazos en los hombros y espalda de su hermano parecían tener un aspecto peor que el de su propia herida en el muslo. Clive pensó que probablemente ambos necesitaban puntos de sutura, pero eso, desde luego, estaba fuera de su alcance.
Volvieron a beber agua de las cantimploras y, después de conseguir que Tomás se pusiera en pie a base de amenazas y tirones, reemprendieron la subida.
Llegaron a otra meseta llana y contemplaron el paisaje de donde venían. Como paisaje, sin embargo, no era gran cosa. Las montañas que habían atravesado parecían sombras dentadas recortadas contra el fondo de la noche, con un aspecto más ominoso que cuando las habían cruzado. No había señales del valle hundido en la niebla ni del río que lo había excavado.
Tampoco había señales de Chillido. Clive miró por todas partes en busca de la aracnoide. Echaba de menos aquella presencia de ánimo en su mente, y echaba de menos la seguridad de sus feroces habilidades combativas. Escudriñó la meseta, creyendo que podía haber aterrizado con seguridad en ella, pero no halló rastro de la aracnoide.
Horace Hamilton Smythe se le acercó.
—Está usted sangrando, mi comandante —le comentó—. Debería haber dicho algo.
—Déjeme en paz, Horace —susurró Clive—. A veces es usted como una madre. Y hable en voz baja. Ahora estamos a mucha altura y no sé si por aquí habrá algún eco o no, pero mejor que no lo descubramos, ¿eh?
—Pero su pierna, mi comandante…
—Mi pierna está bien —insistió Clive con calma tensa—. La estoy vigilando, y está bien, se lo aseguro.
Cruzaron la meseta y prosiguieron el ascenso. La montaña se volvía más y más escarpada. Peñascos de roca negra surgían como astillas verticales, semejantes a estalagmitas de una caverna. Algunos de ellos caían sólo con tocarlos; otros resultaban lo bastante resistentes como para apoyarse en ellos. Singulares paredes de roca se alzaban empinadas. Sin embargo, cada vez que el sendero parecía demasiado infranqueable para seguirlo, alguien encontraba otro paso a poca distancia.
Tomás se quejó de ampollas, se paró y se frotó los pies. Smythe se frotó las palmas haciendo una mueca de dolor. Todos tenían las manos en carne viva de haberlas utilizado para encaramarse por las piedras. Clive, también, sintió que en el interior de su bota se empezaba a formar una ampolla. Movió los dedos de los pies y soltó una larga y silenciosa maldición con palabras que ningún caballero inglés debería conocer.
Un rudo despertar, Ser Clive.
Durante un instante, Clive Folliot creyó que su imaginación le jugaba una mala pasada. Pero de inmediato se despabiló. Iba a gritar, pero se contuvo.
—¡Chillido! —susurró mirando con frenesí a su alrededor—. ¡Está viva! ¿Dónde diablos se encuentra?
Los demás lo habían oído y lo contemplaban con algo parecido al recelo que uno abriga hacia un loco de la calle.
Aquí arriba, Ser Clive, respondió con un matiz de diversión soñolienta. Encima de ti.
Clive miró hacia arriba en un ángulo pronunciado y contuvo la respiración. Colgada entre un pináculo alto y delgado como una aguja y la pared de un precipicio había la telaraña más grande que Clive jamás había contemplado, y Chillido daba vueltas y se columpiaba en el centro con la suave brisa que balanceaba la red. Clive señaló y los demás miraron también con el mismo asombro.
—Apenas el menor indicio de luz en los hilos —comentó Sidi Bombay impresionado—. Esto es una obra de arte, amigos míos, una obra de arte del tejido.
Chillido se agitaba y se revolvía en su telaraña.
El Ser Sidi es muy amable. Esto sería considerado primitivo, bárbaro y tosco en la patria de Chillido. En nuestro mundo no flotamos de este modo. Sólo lo hacen las crías maleducadas o desvergonzadas. Hizo una pausa, extendió dos brazos y tiró de dos hilos de la tela, haciéndolos vibrar, con gran sorpresa de Clive, como dos cuerdas de arpa, y dos notas musicales sonaron trémulas en el aire. Tiró de dos filamentos más cortos y el resultado fueron dos temblores más agudos. Luego sus pensamientos frotaron los de todos. Sin embargo, estoy aprendiendo que hemos renunciado a mucho de nuestro pasado, de nuestra evolución. Lo hemos sacrificado en beneficio de los amaneramientos de la civilización. Tal vez nuestro carácter básico sea el autorrechazo del propio modo de ser.
Pero Clive advirtió algo más profundo bajo sus pensamientos. De repente, el movimiento de vaivén de la telaraña producido por el viento le recordó a una madre meciendo y confortando a su bebé. Le dirigió los pensamientos en lugar de la voz, ofreciéndole así mayor intimidad.
¿Qué es, Ser Chillido? ¿Qué ocurre?
Después de una breve duda, respondió:
Estoy asustada, Ser Clive, y preocupada. ¿Podré regresar a casa? ¿Voy a encajar en sus hábitos? He aprendido mucho aquí, en la Mazmorra. He cambiado mucho.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Clive, quien miró a los demás. Todos habían oído a su amiga aracnoide y, por la expresión de sus rostros, habían experimentado el mismo escalofrío.
Sólo Chang Guafe reaccionó de forma distinta.
—El cambio es inherente a la naturaleza de todas las cosas —dijo con frialdad—. En mi planeta absorbemos en nuestro ser cada cosa nueva que tocamos. Cada cosa nueva que aprendemos provoca alteraciones en nosotros. Ni siquiera tenemos nunca el mismo aspecto, sino que evidenciamos los cambios y el aprendizaje en nuestro aspecto exterior. —Los demás se volvieron hacia él con lentitud, recordando sin duda alguna la historia acerca de la evolución de su planeta, de cómo allí la vida había sido inicialmente una masa informe hasta que una nave espacial había aterrizado. Absorbieron la nave y eso les proporcionó inteligencia y forma, a la vez mecánicas y orgánicas—. Viajo con vosotros, lucho con vosotros —prosiguió— porque los Señores de la Mazmorra me han arrebatado el poder de modificarme, el poder de crecer y de desarrollarme. Y quiero volver a poseerlo.
—Quizá no sea el cambio lo que tememos —intervino Sidi Bombay con tranquila sensatez. El escuálido indio volvió un instante su delgado y oscuro rostro hacia cada uno de ellos y sus ojos brillaron con triste compasión—, sino el aislamiento. Una caparazón de costumbres, de civilización, nos encierra en determinados modelos de comportamiento, que aceptamos. Chillido teme haber visto a través de esa caparazón que el modelo ya no es adecuado para ella. —Volvió a recorrer sus rostros con la mirada—. Y así creo que ocurre con muchos de nosotros. Y sin embargo, si no nos acomodamos a estos modelos, tanto si son las costumbres inglesas como las creencias hindúes, nos arriesgamos a que nuestro pueblo nos rechace, nos condene al ostracismo y tal vez a la cárcel.
—O a que nos encierren en un maldito manicomio —añadió Horace Hamilton Smythe en tono lúgubre.
—¡Qué mundo más ilógico y limitado! —comentó Chang Guafe—. Realmente sois verdaderas criaturas alienígenas.
Clive escuchó la conversación con interés, pero eran las simples afirmaciones de Chillido las que lo conmovían con más profundidad, quizá porque con el contacto mental había captado algo de la complejidad de su miedo, mientras que Chang Guafe y Sidi intentaban simplificarlo con meras palabras. Advirtió de repente que era muy importante comprenderlo, comprender lo que el lenguaje sólo podía reducir a esquemas, lo que nunca podría expresar en su totalidad.
Se preguntó cómo podría él volver a encajar en la sociedad victoriana sabiendo que había otros planetas habitados, y habitados por una infinita combinación de formas. ¿Qué decía eso acerca del lugar del hombre en el universo y de su relación con Dios? ¿Cuál de ellos, Clive, Chillido, Chang Guafe o Finnbogg, era auténticamente hecho a imagen de Dios? Esta no era la única cuestión, aunque por sí sola bastaba para socavar los cimientos de su cultura, si alguien llegaba a creerlo y se preocupaba por debatirlo con todas sus consecuencias.
¿Cómo encajaría sabiendo {sabiendo, no meramente conjeturando como hacía su amigo George du Maurier) que un ser podía comunicarse con otro sólo con el poder del pensamiento?
¿Cómo encajaría conociendo el aspecto del futuro que se les avecinaba, sabiendo que sería un mundo de pesadilla gobernado por máquinas llamadas computadoras y poblado por gente que se hacía implantar extraños mecanismos en obscena simbiosis, mecanismos tales como el Baalbec A-nueve? Chang Guafe no era el único ciborg que había conocido en la Mazmorra. Chang, al menos, provenía de otro planeta, donde prevalecían otras leyes y costumbres. No era incumbencia de Clive juzgar el mundo de Chang. Pero también había conocido a ciborgs humanos. Annabelle con su Baalbec era un ejemplo de los más inofensivos.
Y, por cierto, ¿cómo encajaría en su época y en su mundo después de haber comprendido que las mujeres no eran las criaturas débiles que le habían contado, sabiendo que podían planear, decidir y luchar al lado de cualquier hombre si era su voluntad hacerlo, que no necesitaban la protección del hombre y mucho menos su supervisión? Annabelle se lo había enseñado, su propia tataranieta.
Sin embargo, al mirarla, lo que vio de súbito no fue el rostro triste de Annabelle Leigh, sino el de Annabella Leighton, la mujer que amaba y que, sin saberlo, había dejado sola y en unas circunstancias muy desafortunadas, en Londres.
Respiró profundamente y se afirmó en su resolución. Y esta vez habló en voz alta para que los demás lo pudieran oír.
—Es el miedo lo que todos tenemos que superar, Ser Chillido, cada cual a su manera y lo mejor que pueda. Pero todos debemos regresar a nuestro hogar.
¿Por qué, Ser Clive?, repuso Chillido, con una duda en sus pensamientos, fácil de percibir. Quizás ahora pertenezcamos aquí.
—Entonces permita que lo diga de otro modo —replicó Clive obstinado, acercándose a Annabelle y acariciando a Finnbogg entre las orejas. Finnbogg gruñó agradecido—. Yo tengo que regresar a casa. Tengo asuntos que resolver.
—¿Nuestro padre? —inquirió Neville dubitativo.
—Al diablo con padre —soltó Clive sin pensarlo ni un instante—. Debo volver por mis razones personales, no por las suyas. He dejado ya de ser su marioneta.
—¿Marioneta? —repitió Neville—. Un poco más de respeto, por favor: te envió a buscarme.
—Y ya te he encontrado —espetó Clive—. Es hora ya de que nos vayamos a casa. —Y se volvió a los demás—. Todos nosotros.
—Boa ideia —musitó Tomás—, si podemos.