7: Las hijas

7

Las hijas

—¡Clive!

—¡Neville!

—¡Comandante Folliot! ¡Mi comandante!

Las voces de sus amigos llegaban a ellos como desde muy lejos, como meros susurros fantasmagóricos que flotaban en la niebla. Clive y Annabelle, esperanzados, respondieron a gritos, pero las voces se desvanecían sin haber obtenido respuesta.

Clive imaginaba a todos sus camaradas errando perdidos, tanteando a ciegas en su busca mutua, incapaces de ver a través de la densísima bruma que llenaba aquel valle entre montañas. Se preguntaba cuánto tiempo habían estado separados y cómo se volverían a encontrar, si alguna vez se levantaba la niebla. Se sentía como una sombra en el Tártaro griego.

Annabelle dio un apretón a su mano.

—Vuelve a entonarla, Clive —dijo.

Pero él ya no se sentía con ganas de cantar más. Habían repetido la misma canción popular tres veces, hasta que ella la hubo aprendido bien. Cantar les había mantenido el ánimo a flote durante un tiempo mientras buscaban a sus amigos. Pero, al cabo, las palabras habían empezado a punzarlo, a escocerle en su interior, y Clive había parado.

Habían perdido el camino, estaba seguro. Sentían que la superficie bajo sus pies era blanda y polvorienta, como cenizas. El camino era de piedra dura y lisa, como basalto. Sin duda, los demás también debían haberse extraviado. En aquellos momentos podían hallarse en cualquier extremo del valle.

De todas formas, ¡maldito Samedi!, ¿por qué no les había advertido de lo peligroso que era el eco en la cima del pico? ¿Por qué no les había avisado de aquel valle? ¿Dónde estaba?

—Annie —dijo, usando la forma familiar de su nombre, con toda probabilidad porque tenía a Finnbogg en mente—, ¿cuánta luz puedes obtener del Baalbec?

—No lo sé, Clive. Nunca necesité gastarla toda. El límite depende del calor corporal que tenga acumulado. Pero no temo probarlo. Vamos allá. Agarra bien mi mano y no rompas el aparejamiento. De esta forma no vas a recibir ninguna sacudida.

Con su mano izquierda le cogió la derecha y se puso a apretar los implantes de su antebrazo izquierdo. Poco a poco ambos empezaron a resplandecer con una suave luz verdosa. Cuando el resplandor comenzó a formarse y a brillar, Clive pudo sentir el pulso de Annabelle bajo su piel. La muchacha levantó los ojos hacia él y sus miradas se encontraron. Clive esbozó una leve sonrisa y la luz bregó por abrirse paso entre la niebla.

Pero la niebla no hacía más que reflejarles su misma luz. Cuanto más brillaban, peor era su visibilidad.

—Olvídalo —dijo él fastidiado. Ella podría haber continuado alumbrando y ser de este modo un faro para los demás, pero Clive no tenía garantías de que ellos pudieran ver la luz, y el coste en las energías de Annabelle sería demasiado elevado—. Apágalo —ordenó con firmeza cuando se percató de que ella estaba considerando la misma idea; y el resplandor se desvaneció de modo gradual.

—¡Inglés!

¡Ese era Sidi Bombay! Clive se volvió como un rayo en la dirección de la voz arrastrando a Annabelle consigo.

—¡Sidi! —llamó—. ¡Por aquí! ¡Annabelle está conmigo! —Buscó palpando en la niebla con las manos extendidas hacia adelante. Pero, si Sidi lo había oído, no daba signos de ello. De nuevo oyeron el grito de «¡inglés!», pero más lejos.

—¡Me muero de calor con estas ropas! —se quejó Annabelle, muy melodramática—. Estoy segura de que mis pantalones podrían andar solos.

—Entonces no te los saques, por favor —refunfuñó Clive—. Lo último que nos faltaría ahora sería otra forma animada extraviada por estas tinieblas.

Su nieta le dio un codazo afectuoso en las costillas.

—Ten cuidado, abuelito. Estás desarrollando el sentido del humor.

—Ahora mismo preferiría un sentido más útil —repuso irritado—. Hablando de sentidos, ¿dónde está Chang Guafe? ¿No debería ser capaz de localizarnos por medio de nuestro calor corporal? ¿Cómo lo llamáis, eso?

—Rayos infrarrojos —le respondió—. Pero no lo sé. Quizás esta bruma caliente interfiera en sus receptores. Es como una sauna. Debemos de estar a más de treinta y ocho grados.

Clive se detuvo, suspiró, y se mordió el labio.

—Ya no sé si debemos continuar andando o permanecer en un sitio. Puede que nos estemos alejando más y más del camino.

Clive aguardó, esperando que ella opinara algo, pero Annabelle guardaba silencio. Clive quería darle una patada a algo. En la Mazmorra todavía no había pasado por una situación de la que no hubiera podido salir, por medio del ingenio o de la fuerza, pero aquella maldita bruma lo tenía atascado. ¡Nunca había visto nada igual! Ahora todos sus amigos estaban separados, y era posible que en peligro, y él tenía la culpa. A causa de su capricho infantil en el pico se encontraban en aquella penosa situación. Casi bastaba para arrancarle otro grito.

Entonces la niebla se abrió y les mostró una silueta que avanzaba hacia ellos. Al principio era una sombra, apenas una forma oscura en la bruma. Se les acercaba lentamente, y con un objeto de trapo en un brazo y el otro extendido hacia ellos.

Clive creyó reconocer la silueta.

—¿Neville? —llamó titubeante—. ¿Eres tú?

Annabelle apretó la mano de Clive con fuerza.

Neville Folliot salió de la niebla. Tenía la expresión de un cadáver. Sus ojos miraban al vacío y la boca le colgaba abierta. Profundas arrugas le surcaban el entrecejo, e hilillos de sudor y humedad le descendían rostro abajo. Se había quitado la chaqueta de su uniforme y la llevaba en el brazo izquierdo. Llevaba las mangas de puños de encaje arremangadas por encima del codo, y se había desabrochado la camisa blanca hasta la cintura de sus pantalones.

Al verlos por fin, recompuso sus facciones. Desarrugó el ceño y el brillo vital volvió a sus ojos. Sonrió de repente y fue a estrechar la mano de su hermano.

—¡Clive! —exclamó—. ¡Dios mío, qué contento estoy de verte! Contento de ver a quien sea. ¡Y observo que has encontrado a Annabelle!

—En realidad fue ella quien me encontró a mí —admitió Clive, retirando la mano con frialdad, frunciendo el entrecejo ante el aspecto de su hermano. El mismo Clive tenía los pantalones empapados de sudor y la camisa se le pegaba incómodamente al pecho y a la espalda, pero no se había exhibido con tanta impudicia. Se sentía violento por Annabelle, aunque a ella parecía no importarle lo más mínimo—. ¿Has encontrado a alguien más? —prosiguió—. ¿Qué les ha ocurrido a los demás?

Neville se limpió los ojos con la manga y los miró fijamente, uno después de otro.

—No tengo ni la más nebulosa idea, ya perdonarán mi expresión, estoy seguro. Parece que he estado deambulando por ahí durante horas. He gritado hasta quedarme ronco. —Se pasó la mano por debajo del mentón—. Creo que todavía me duele algo la garganta. Esto es peor que el jodido barrio portuario, por poner un ejemplo.

—¡Cuida tu lenguaje, grosero! —espetó Clive. Pero tuvo que estar de acuerdo en que ni Londres se podía comparar con aquello—. Cógete de la mano de Annabelle —le indicó a su hermano—. No nos volvamos a separar.

—Mi más encantadora pariente —dijo Neville llevándose la mano de Annabelle a los labios. Le depositó un delicado beso en los nudillos, le guiñó el ojo y le sonrió.

—Eres el pariente más fastidioso, pero pariente, al fin y al cabo —respondió Annabelle en su mejor, más ceremonioso y más exagerado acento inglés. Cuando tuvo un hermano a cada lado, se soltó las manos y enlazó sus brazos con los de ellos—. Ahora —proclamó—, vamos a ver al mago.

Clive y Neville se miraron extrañados por encima de la cabeza de ella y se encogieron de hombros al mismo tiempo.

—¿Quién sabe? Tal vez haya uno de verdad ahí abajo.

«Bien», pensó Clive. «Ahora somos tres.» Tres ahí y seis más por encontrar. Siete, si se contaba a Samedi. Avanzaban despacio, escudriñando en la bruma en busca de sombras y siluetas, azuzando el oído, a la escucha de voces. De vez en cuando gritaban un nombre y esperaban una respuesta. Pero los únicos sonidos que oían eran el suave frotar de sus propios pasos contra el suelo.

Clive empezó a sentir que la cabeza se le iba. Se secó el sudor de los ojos, del rostro. Sabía que estaba perdiendo humedad con mucha rapidez, que se deshidrataba en el constante e implacable calor. Volvió a coger su cantimplora, dio un sorbo y la ofreció a sus compañeros, que también bebieron. Al tirar Annabelle la cabeza hacia atrás, echó un vistazo a su hermano. Sus miradas se encontraron y el mensaje se transmitió entre ellos. También Neville sabía que estaban en una situación apurada.

—¿Habéis oído eso? —preguntó Annabelle de repente, devolviendo la cantimplora a Clive.

—¿Oído qué? —respondió éste—. No he oído nada.

—Esperad —dijo Neville alzando una mano—. Me parece que…

Quedaron paralizados, poniendo toda la atención en escuchar, y otra vez llegó el sonido, como un sollozo lastimero. Aquel tenue sonido que salía de la niebla les produjo un escalofrío en el espinazo. No había error posible: era la vocecita de una niña, una vocecita débil e incierta, temerosa. Y la única palabra que decía era:

—¿Mamaíta?

Annabelle desenlazó su brazo del de Clive y se llevó la mano a la boca. Miraba fijamente a la niebla, con los ojos desorbitados y brillantes de duda y de horror. Temblaba, se encogía. Recogía los codos en las costillas, levantaba y bajaba los hombros. Apretaba las rodillas una contra otra. Se mordía la punta de un dedo. Al final se inmovilizó.

—¿Amanda? —Fue un suave susurro que la bruma pronto tragó.

—No seas tonta, Annabelle —empezó Clive—. No puede…

Annabelle se inclinó hacia adelante en un esfuerzo desesperado por ver algo a través de la espesa cortina de niebla.

—¿Amanda? —repitió, en voz más fuerte, más segura.

—¿Mamaíta?

Quizá provenía de más adelante, pensó Clive sin estar muy seguro, pero, antes de que pudiera hacer nada, Annabelle soltó bruscamente su brazo del de Neville y arrancó a correr hacia el sonido, gritando:

—¡Amanda, hija! ¡Estoy aquí, Amanda!

—¡No la pierdas! —gritó Clive a su hermano, intentando por todos los medios mantener el contacto visual con su tataranieta. Una vaga silueta, una sombra fugitiva, era lo único que podía seguir, y la bruma parecía dispuesta a ocultar incluso aquello.

Neville lo adelantó. Siempre había sido mejor corredor que él, tanto en carreras llanas como de obstáculos. Pronto alcanzó a Annabelle, y la tumbó al suelo agarrándola de una manera muy poco caballeresca. Durante un instante desaparecieron en la bruma, que se cerró sobre ellos como un manto, y el corazón de Clive se detuvo por un segundo. Pero enseguida estuvieron de nuevo en pie, riñendo y peleando. Una de las sombras dio una patada a la otra gritando furiosamente con la voz de Annabelle. Las demás maldiciones guturales eran, sin lugar a dudas, de Neville.

—¡Amanda! ¡Amanda! —chillaba Annabelle en plena crisis nerviosa pataleando y magullando a puntapiés las espinillas de Neville. Este la tenía agarrada por las muñecas con total firmeza, dispuesto a no dejar que accionara su Baalbec A-nueve. Ya había probado sus efectos.

—Dispense, madame —dijo de pronto, cuando Clive ya los alcanzaba. Soltó la mano izquierda de Annabelle, pero sólo los instantes necesarios para levantar la suya y atizarle un tortazo que la tumbó al suelo.

—¡Neville! —gritó Clive fuera de sí—. ¡Maldito seas, Neville!

Ambos se arrodillaron junto a ella, y ella se incorporó despacio y se sentó. Clive reparó en que Neville tenía mucho cuidado de no soltar la mano que podría activar la unidad de autodefensa, atento a detenerla si intentaba utilizarla.

—No eran tus espinillas las que recibían las patadas, hermanito —explicó Neville sin intención de disculparse—. Además es una chica muy fuerte. De la manera como se debatía, pronto se hubiera soltado y hubiera puesto en marcha el aparato. ¿Dónde estaríamos ahora nosotros? Bien, te diré dónde estaría ella: corriendo desbocada por ese caldo.

Odiaba tener que admitirlo, pero Neville tenía razón. Si Annabelle hubiera utilizado el Baalbec no habrían sido capaces de tocarla y en sólo cuestión de segundos la habrían perdido. Con un brazo la cogió por los hombros y se acercó a ella para examinarla. En su mejilla izquierda, allí donde Neville había golpeado, un cardenal estaba haciendo su aparición.

Annabelle miró a Clive con los ojos llenos de lágrimas.

—Estoy segura de que era Amanda —murmuró con voz débil—. ¡La oí, conozco su voz!

Clive la estrechó con fuerza entre sus brazos. Percibió los temblores de su cuerpo; mientras, sus ojos no dejaban de lanzar miradas frenéticas a su alrededor. Annabelle hincó una mano en el hombro de Clive, apretó su cara contra la de él y lloró. Neville le soltó la muñeca y se sentó con un suspiro, cruzando las piernas debajo de sí. Clive miraba a su hermano y mecía a Annabelle en su abrazo, esperando a que se le pasara la dolorosa emoción. Quería decirle que saldrían de allí, que encontrarían su camino de vuelta a casa, donde Amanda estaría aguardándola. Pero ya ni él mismo estaba seguro de ello y no quería mentirle. Así pues, la envolvía con sus brazos, pretendiendo ser fuerte, y se quedaba callado. Si no decía nada, nadie oiría el temblor dudoso de su voz.

—¿Mamaíta?

Sintió que el cuerpo de Annabelle se estremecía y miraba con avidez a su alrededor. Neville se puso en pie de un salto, con el sable medio desenvainado, escrutando la sombra que emergía de la niebla.

La niña debía de tener cuatro años, no más. El pelo oscuro y lustroso le colgaba en los hombros y le tapaba parcialmente los ojos húmedos y centelleantes, que miraban desorbitados. Su cuerpecito desnudo brillaba con palidez en el cambiante vapor. La niña extendió una mano rellenita, de dedos rechonchos, hacia Annabelle. Annabelle gritó de alegría.

—¡Es Amanda! —dijo a Clive apartándolo de un empujón para ir al encuentro de su hija—. ¡Te dije que conocía su voz!

—¡Mamaíta! —repitió la niña. Pero, cuando Annabelle se disponía a rodearla con su abrazo, Amanda emitió un bufido como el de un gato furioso. Y, con la manita regordita que había mantenido escondida tras su espalda en lo que parecía una postura de timidez infantil, de un zarpazo abrió la garganta de su madre.

Annabelle soltó un aullido y cayó de espaldas y la sangre brotó negra de entre los dedos de la mano que agarraba la herida. Amanda saltó encima de su madre, escupiendo y silbando como una pequeña bestia furiosa. Una y otra vez aquellas pequeñas garras la herían, mientras Annabelle gritaba y se revolcaba por los suelos intentando protegerse el rostro.

Luego Neville agarró a la niña desde atrás. Ésta le escupió, emitió un terrible bufido felino, le arañó los brazos desnudos y también trató de darle patadas. Neville la sacudió violentamente en un intento de frenar su ataque, pero ella continuó escupiendo y dando zarpazos. La sangre corrió espesa por sus mangas subidas y le empapó la camisa. Al final, Neville soltó un colérico bramido y lanzó a la criatura lejos de sí.

—¡Lo siento! —le dijo Clive al acercarse a él, con el corazón martillándole con gran violencia en el pecho—. Estaba demasiado aturdido para hacer algo. No podía moverme. ¡Era una niña! —Agarró la empuñadura de su sable y escrutó en la niebla. No había señal de la niña, si es que niña era.

Neville gimoteó y se desplomó de rodillas, extendiendo los brazos fláccidos ante sí y soltando una retahíla de maldiciones y juramentos. Clive intentó examinarle las heridas, temeroso de que tuviera alguna arteria abierta. Pero Neville lo apartó con un gruñido.

—¡Ve a examinar a Annabelle! —ordenó—. La maldita bestia la alcanzó en la garganta.

Annabelle sollozaba tendida en el suelo, acurrucada en una posición fetal que a Clive le costó mucho tiempo y esfuerzo deshacer. Sus brazos y sus hombros eran una ensangrentada masa de arañazos. Clive sintió que se le encogían las entrañas y que los ojos se le llenaban de lágrimas. Pero se las limpió y desgarró un pedazo de su camisa caqui, que dobló haciendo una útil compresa. Cuatro rajas melladas bombeaban sangre en el lado derecho del cuello de Annabelle. Clive empapó la compresa con agua de su cantimplora y se la aplicó en la garganta, sin dejar de llorar. Annabelle gimió y se estremeció al contacto de la tela, pero Clive la mantuvo apretada contra la carne.

Neville se arrastró hasta ellos.

—Déjame ver —dijo, y Clive levantó una esquina de la compresa—. Bien. —Clive le lanzó una mirada que interrogaba cómo podía estar bien una herida semejante, y Neville se lo explicó—: La arteria carótida está aquí. —Y con un dedo trazó una línea de arriba abajo en el costado de su propio cuello. Clive volvió a mirar debajo de la compresa y advirtió que los desgarros se habían detenido antes de llegar a ella, sólo por un pelo—. Va a lucir un bonito collar de cicatrices, hermanito…, si tú no la asfixias antes.

Clive frunció el entrecejo y disminuyó la presión. La herida apenas sangraba ya. Echó más agua de la cantimplora al pedazo de tela de su camisa y trató de lavarle las otras heridas. Gracias a Dios, Annabelle parecía haberse desmayado. Ya no se resistió, ni ayudó, más que si fuera una muñeca, a los trabajos de Clive. Cuando éste ya no pudo hacer nada más por ella, se volvió hacia Neville con el agua y el pedazo de tela.

Fue entonces cuando oyeron otro sonido, algo más familiar: el batir de unas grandes alas membranosas. Codo con codo, los hermanos levantaron la vista hacia Philo B. Goode, que ahora se hacía llamar Belcebú y que descendía ante ellos. Parecía tener ya el tobillo perfectamente curado; ni siquiera había rastro alguno de los de los colmillos de Finnbogg en su carne.

En sus brazos mecía a la niña monstruo que los había atacado.

Annabelle se sentó.

—Tiene a Amanda —dijo llena de dolor.

—Aquello no es Amada —le repuso Neville con firmeza, aún de rodillas y sin dejar de mirar a Goode.

Clive se pasó la lengua por los labios al darse cuenta de la mirada que intercambiaban Neville y Goode.

—Desde que nos encontramos nunca se me había ocurrido preguntártelo —aventuró Clive—, pero ¿no os conocíais ya?

—Me jugó una mala pasada, en África —explicó Neville, sin apartar ni un momento la mirada de su enemigo alado—. Me pasó una nota de una tal lady Baker, esposa de un tal lord Samuel Baker[9], de quien ya debes de haber oído hablar. Son gente de sociedad, y un matrimonio encantador, de veras. Estaban disfrutando de un safari en la zona de Bukoba y los conocí por casualidad. De cualquier forma, la nota invitaba a… hem, una relación amorosa, a la cual yo respondí en persona. Lord Baker nos descubrió y lo tomó como una gran afrenta, aunque te puedo asegurar que nada inconveniente sucedió. Pero podría haber sucedido… —añadió guiñando el ojo a Clive— si hubiéramos tenido más tiempo y una botella de buen brandy. La nota, innecesario es decirlo, fue una broma de mal gusto, uno de los trucos de este tiparraco. Asuntos de los que sabe bastante.

Clive fijó una mirada escrutadora en su hermano.

—¿Has tenido otros tratos con él?

Neville se encogió de hombros.

—Lo conocí en una taberna portuaria al desembarcar en Zanzíbar, y jugamos unas cuantas manos a las cartas. Unos sujetos nos robaron en un callejón después de las partidas. Me quitaron todo el dinero, sí, me lo quitaron todo. —Neville cabeceaba en dirección a Goode, quien escuchaba con gran paciencia y con una enorme sonrisa en los labios—. Entonces, este individuo me ayudó a obtener las provisiones…, hem, cargando las facturas a ciertos ricos personajes.

—¿Cómo el sultán Seyyid Majid ben Said? —insinuó

Clive, recordando un extraño episodio de su propia estancia en Zanzíbar.

Neville se volvió a encoger de hombros.

—Y también unos cuantos parientes suyos. ¿Conociste al amigo?

Clive puso los ojos en blanco y se volvió hacia Philo B. Goode.

—Tiene usted mejor aspecto en esta encarnación —dijo—. Le sienta bien.

Antes de que Goode pudiera responder, Annabelle se dio una palmada en la frente.

—¡Fallo del sistema! Temporalmente fuera del sistema de datos. ¡Yo también lo conozco! —exclamó lanzando un dedo acusador hacia el demonio—. ¿No eras un técnico en la gira de mi banda? ¡Pues claro, ya lo recuerdo, cabronazo! ¡Preparaste el equipo para la actuación de Picadilly!

Philo B. Goode batió sus alas agitando vapores y provocando remolinos en la niebla a la par que echaba la cabeza atrás y estallaba en carcajadas.

—¡Ah, mi querida señorita Leigh! —reconoció Goode. Se lamió los labios y se pasó la lengua por las puntas de los colmillos mientras la miraba maliciosamente—. Soy hombre de muchos lugares y de muchas épocas. Pero dígame ahora: ¿le ha gustado el animalito de compañía? —Dio la vuelta a la criatura que tenía en los brazos. La cosa-Amanda arqueó la espalda y soltó un gruñido ronco cuando Goode le pasó la mano por el espinazo.

—¡Mamaíta! —dijo la criatura, pero no había nada humano en aquella voz.

—¡Cabrón! —murmuró Annabelle, apenas incapaz de controlar su ira.

Philo B. Goode chasqueó la lengua varias veces.

—Oh, oh, señorita Leigh, qué vocabulario. ¿Qué van a pensar su abuelo y su tío abuelo?

—Bien, yo, por mi parte, creo que tiene toda la razón —replicó Neville con acritud.

—Déjala en paz, Goode —amenazó Clive con voz contenida, poniéndose lentamente en pie y llevando la mano a la empuñadura del sable.

—¿Dejarla en paz? —De nuevo Goode rió, flexionando las alas, removiendo la bruma y enviándoles olas de calor húmedo. Continuó acariciando y rascando a la criatura-Amanda que tenía en el brazo, casi de una manera obscena—. Mi querido comandante Clive Folliot, ¿no lo comprende? Ha sido un error de cálculo lo que los ha traído aquí, un error que tengo intención de subsanar. —Su mirada felina pasó de Clive a Neville, y de nuevo volvió a relamerse los colmillos—. Y usted, comandante Neville Folliot, ¡qué tremenda decepción! Apenas un pasatiempo. Su pobre hermanito, a quien en ocasión de conocernos describió como «inepto y poco agraciado» ha demostrado ser mucho más que un reto.

Clive miró de soslayo a Neville y arqueó una ceja.

—¿Inepto y poco agraciado?

Neville se encogió de hombros e inclinó la cabeza a un lado expresando resignación.

—Por la boca muere el pez. —Fue lo más aproximado a una disculpa que Clive había recibido alguna vez de parte suya. Philo B. Goode despegó de un salto. Sus alas batieron a un poderoso ritmo y pronto planeó por encima de sus cabezas, con su precioso animalito aún en brazos—. Es jaque mate, Clive Folliot. Incluso con la compañía de sus amigos, nunca ha tenido realmente suficientes piezas para acabar la partida.

—Piense lo que quiera, Goode —replicó Clive desenvainando el sable—, pero esto no es ningún juego.

—¡Oh, sí lo es, comandante! —bramó Goode, riendo a grandes carcajadas—. Y tengo una provisión inagotable de peones.

Y, sin más aviso, Philo B. Goode lanzó la bestia-Amanda al rostro de Clive. Esta cayó hacia él chillando y siseando, buscándole los ojos con las garras.

Clive se percató de la maniobra con suficiente antelación y acabó de sacar su arma. No obstante, continuaba siendo el rostro de una niña lo que veía en aquel monstruo y no tenía las fuerzas necesarias para ensartarla. En el último instante posible, la esquivó. El animal soltó un furioso grito, se revolvió en el aire y aterrizó de pie. Sin mediar un segundo, volvió a saltar hacia él. Clive alzó el brazo izquierdo a modo de escudo, y las zarpas se hundieron en su carne después de desgarrar la manga caqui. Soltando un alarido de dolor, lanzó la criatura lejos de sí de una sacudida.

Arriba, Philo B. Goode se carcajeaba con gran regocijo y estruendo. Entonces, de las profundidades de la bruma empezaron a emerger más sombras, escupiendo y siseando, y todas eran criaturas-Amanda, todas idénticas, todas con las afiladas zarpas extendidas. Clive contempló petrificado, horrorizado, cómo decenas de niñas pequeñas, todas parecidas a Annabelle, arremetían contra ellos desde la niebla.

Annabelle emitió un chillido de odio y de consternación.

Las niñas se lanzaban hacia ellos en una ola arrolladora, arañando y rasgando, mordiendo como animalitos. Clive descubrió que su propio código moral lo traicionaba. Empujaba y daba patadas a sus pequeños atacantes, pero sin convicción. No tenía fuerzas suficientes para utilizar el sable.

—¡No seas tan blando, hermanito! —le gritó Neville; pero, antes de que éste pudiera poner su propia hoja al ataque, una de las pequeñas bestias dio un brinco y le hundió los dientes en la muñeca. Neville gritó y dejó caer la espada antes de que pudiera librarse del animal.

Clive oyó los gemidos de Annabelle y vio que se revolcaba por el suelo bajo el peso de media docena de animales-Amanda. Annabelle no las golpeaba, ni siquiera las empujaba para apartarlas de sí. Tan sólo intentaba protegerse el rostro y la cabeza de los diminutos puños que la aporreaban y de las minúsculas garras que le arañaban la piel.

De pronto, Clive retrocedió y cayó bajo el carnicero ataque. Los felinos le arrancaban el pelo, le lanzaban zarpazos a los ojos, le clavaban los dientecillos en el cuello. Sin saber cómo, había perdido el sable. Con un furioso bramido, abrió el brazo con violencia y arrojó por los aires a sus enemigos, pero otros tomaron su lugar antes de que él pudiera recobrar el aliento. Fuera de sí, chillaba de dolor y con el brazo intentaba protegerse los ojos.

Entonces, por primera vez, oyó el Baalbec. Sonó una segunda y una tercera vez. ¡Annabelle estaba contraatacando! Sabía lo que debía haberle costado tomar aquella decisión, pues recordaba lo mal que él se había sentido al enfrentarse y matar al clon Neville en el sexto nivel. Pero aquéllas eran sus hijas…, es decir, criaturas que se parecían a su hija. Sin embargo, el precio emocional…

De un tirón liberó un brazo, agarró el pelo del animal que se hallaba más próximo a su rostro y le echó brutalmente la cabeza hacia atrás. La bestia soltó un alarido de agonía; Clive la lanzó a lo lejos y buscó la otra que tomaba su lugar. Pegó, golpeó, aporreó con los puños, los codos, con cualquier parte de su cuerpo que pudo liberar, y consiguió incorporarse y sentarse.

Un montón de cuerpecitos inertes iba creciendo alrededor de Annabelle. Lo único que había tenido que hacer había sido activar el Baalbec. Los animalitos hacían el resto. Se lanzaban inconscientes a ella, asalto tras asalto, y entraban en contacto con su campo eléctrico. El sonido del azote energético llenaba los oídos de Clive.

Neville se hallaba detrás de Annabelle, golpeando a diestro y siniestro como un demente absoluto. El mismo gruñía como un animal, y su rostro tenía una expresión bestial. Le habían arrancado la camisa del cuerpo y los pantalones le colgaban a tiras. Mientras Clive lo estaba observando, levantó a una niña, le rompió la columna vertebral de un rodillazo y la lanzó a los lejos con todas sus fuerzas.

Philo B. Goode estalló en aplausos entusiásticos.

—¡Oh, es delicioso! ¿No ha sido especial para usted, como le prometí, Annabelle Leigh?

—¡Monstruo! —lo insultó rabiosa Annabelle, amenazándolo con el puño. Los implantes del Baalbec relucieron con una mezcla de sangre y sudor en su brazo desnudo levantado—. ¿Crees que esto es un juego? ¿Que puedes jugar con nosotros impunemente? —La histeria encendía sus ojos. Cinco Amandas más embistieron contra ella, chillando, y salieron despedidas hacia atrás, retorciéndose y estremeciéndose antes de derrumbarse inconscientes.

Goode se carcajeaba con las manos en la barriga. Más y más de sus animalitos de compañía salían en enjambre de la niebla y arremetían contra Annabelle. Las sacudidas del Baalbec producían un chisporroteo incesante, mientras los animales seguían llegando a ella.

Pero ahora Annabelle hizo caso omiso de las bestias. Miró fijamente, con furia, a Philo B. Goode, y se abrió paso entre las niñas hasta llegar ante él.

—¡Cabronazo mal nacido! —tronó—. ¡Voy a hacer trizas tu jodido programa!

Con la mano derecha apretó sus implantes.

La exclamación de horror de Clive murió antes de ser pronunciada, pues, ante la súbita descarga eléctrica, cada centímetro de su piel se estremeció y cada músculo de su cuerpo se convulsionó. Cayó desplomado al suelo, pero los cuerpos de varios animales-Amanda que habían sucumbido ante la misma fuerza amortiguaron su golpe.

El pecho le ardía, pero no perdió el conocimiento: vio la expresión de Goode cuando la fuerza lo azotó a él también. Las inmensas alas membranosas se abrieron y se cerraron bruscamente y Philo B. Goode cayó como una piedra, estupefacto.

Annabelle recogió el sable de Neville y con calma histérica se acercó a la forma inerte de su verdugo. Clive recuperó el suficiente control de sus músculos para incorporarse en un codo, pero nada más. No había manera de evitar que Annabelle hiciera lo que estaba decidida a hacer.

Annabelle colocó la punta de la hoja en el corazón de Goode; un gemido salió de los labios de éste. Y ella, mientras se apoyaba con todo su peso en el sable, dijo entre dientes:

—¡Encaja ésta en tu disco duro, hijoputa!

Goode soltó un agudo suspiro de dolor. Levantó la cabeza del suelo, pero le volvió a caer sin fuerzas.

—¡Estúpida! —susurró con los dientes apretados—. El juego continúa. Yo sólo soy el lacayo que anuncia la llegada del amo. —Otro largo suspiro se escapó de sus labios y, con él, la vida.

Annabelle miraba a Goode desde su posición erguida. Con movimientos lentos, soltó el sable y contempló su mano. Luego se volvió y fijó la vista, horrorizada, en los cuerpecitos que tanto se parecían a su hija. Se mordió el labio, soltó el más lastimero de los sollozos y se desmoronó en el suelo, desfallecida.