VIGÉSIMA JORNADA

Residencia de doña Aurora,

calle Alcalá 20 de diciembre de 1662

Al entrar en la cocina, Isabel percibió el sabroso olor de la olla de carnero en el fuego. El puchero bullía bajo las grandes llamas de los troncos de encina, a cuyo lado permanecía Ginesa, que se volvió al verla pero no se molestó en saludarla. La sirvienta siguió removiendo el guiso con un enorme cucharón de madera mientras Isabel cerraba la puerta para evitar que el calor se perdiera.

Dejó sobre la mesa un repollo que había traído de la despensa con el fin de prepararlo en la cena y observó cómo el fuego alumbraba el rostro consumido y macilento de la sirvienta. En él se dibujaba una expresión sempiterna de resentimiento o amargura, como si un agravio o una desdicha estuvieran siempre en su mente y la consumiera por dentro de la misma manera que las llamas devoraban los leños en la chimenea.

—Un caballero ha dejado un mensaje para vos mientras estabais en el mercado —anunció Ginesa, con su voz lúgubre y apagada.

Acto seguido dejó de remover el guiso para dirigirse hacia una pequeña mesa donde había un búcaro.

—Se ha mojado, pero no creo que haya problema para leerlo —añadió, tendiéndole un pliego de papel con un sello lacrado.

Isabel lo cogió y salió de la sala, ya que deseaba leerlo a solas. En los últimos días las relaciones con Ginesa se habían enfriado aún más, ya que la delación de su entrevista con Gonzalo ante doña Aurora dejó clara la enemistad que le tenía y el ansia por ocupar su puesto en la casa. Mantenían un trato frío, pero que nunca degeneraba en una riña o altercado; todo lo contrario, se trataban con distancia y respeto sin dejar entrever su antagonismo.

Isabel examinó el pliego nada más salir al pasillo. Era raro, Gonzalo habría dejado un aviso o habría escrito unas líneas en un papel, pero sin recurrir al lacre. La persona que mandaba ese mensaje quería que sólo ella pudiera leerlo. Rompió el sello y pudo comprobar que la letra no era la del alguacil: era más fina y elegante, parecía de un hombre educado y de posibles, ¿quién podía ser?, ¿un pretendiente que la había visto por las calles?, ¿se trataba de una añagaza de Ginesa con el fin de acusarla ante su ama?

La única manera de saberlo era leer esa hoja, así que, espoleada por la curiosidad, devoró de un tirón la misiva. El remitente había tenido noticia de su interés en contactar con veteranos de los tercios que hubiesen combatido con Alonso y prometía un testimonio asombroso si acudía a una hora determinada a las casas del Tapón del Rastro. El lugar no le gustó, era un grupo de viviendas a la entrada del popular mercado que debía su nombre al hecho de que entorpecía el acceso al mismo. Estaban en el límite de los barrios decentes, lo que si ya era malo de por sí, más aún lo resultaba para una mujer.

No sabía qué hacer. Su primer pensamiento fue comunicárselo a Gonzalo para que acudiera él o al menos la acompañara. Sin embargo, en ese momento faltaba poco más de una hora para la cita. Si asistía debía hacerlo sola.

Plegó la carta mientras rechazaba totalmente la idea de acudir a esa cita. Probablemente se tratara sólo de un charlatán, un borracho que le pedía unas monedas para relatarle historias de viejos soldados enhebradas con fantasías urdidas para el caso. Comenzó a subir las escaleras que conducían a la habitación de doña Aurora, pero mientras se dirigía allí pensó en Gonzalo, en el enorme interés que tenía en ese asunto y en las esperanzas que había puesto en esa insospechada herencia.

Además estaba la letra, esa misteriosa caligrafía, tal vez de alguien principal que acaso tuviera la capacidad de aclarar ese endiablado asunto. ¿Dejaría escapar esa ocasión? Isabel se detuvo a sólo unos pasos del cuarto de doña Aurora.

¿Y si solicitaba permiso a su señora para acudir a la cita? ¿Qué mal podía venir de aquello? El lugar indicado era un sitio poco recomendable, pero no peligroso. Al norte de las casas del tapón estaba la calle del duque de Alba, donde había alguna residencia aristocrática, como el palacio del conde de Villalonga. Ésa era aún una zona respetable, si bien sólo unas calles más allá comenzaban los llamados barrios bajos, donde el terreno se hundía formando un barranco ocupado por las casas del barrio de Lavapiés.

¿Le asustaba ir allí? No, le daba cierto recelo pero sabía que era mujer de arrestos; en peores situaciones se había visto con anterioridad y no tuvo ningún problema. Si solicitaba permiso a su señora se lo concedería, había perdido un tanto su influencia con doña Aurora pero no ignoraba que la seguía considerando más una amiga que una sirvienta.

En ese momento se decidió, debía acudir a la cita. Llamó a la puerta y sonrió a su ama, que la esperaba en el centro de la habitación cosiendo un primoroso bordado junto al brasero.

Isabel salió de casa con paso vivo; tal como suponía, no le costó obtener su permiso para ausentarse. La calle de Alcalá no estaba particularmente concurrida a aquellas horas, si bien algunos carruajes salían en dirección a la puerta de Alcalá y otros seguían su camino hacia la Puerta del Sol. La calle estaba tranquila, sin demasiado tráfico de carros, animales y bestias, cosa rara en aquella calle habitualmente tan transitada. Por el contrario, la Puerta del Sol estaba tan bullanguera como siempre. Evitó la multitud y siguió su camino por la calle Mayor. Hacía frío y el cielo cubierto amenazaba lluvia, así que confió en que el aguacero que se avecinaba la cogiese ya una vez retornada a casa. Entró en la plaza Mayor, donde los comerciantes recogían sus mercaderías y enseres antes de que la noche se les echara encima. No dejaba de ser una imagen melancólica que recordaba la de un ejército vencido dispuesto a la retirada.

Al salir de la plaza Mayor enfiló la calle Toledo, presidida por el enorme edificio de la Colegiata de San Isidro ya casi terminada. Aquél era el edificio religioso más monumental de toda la villa, su fachada de granito estaba coronada por dos torres a cada lado que ahora permanecían silenciosas, pero que atronaban por toda la villa cuando sonaban. Isabel observó la imagen de San Isidro y Santa María de la Cabeza, se santiguó y les rezó una rápida oración para que le trajeran suerte en la aventura que se disponía a emprender. Dejó atrás la colegiata y el Colegio Imperial anexo, del que salían estudiantes jaraneros y bulliciosos que le lanzaron algunos requiebros. Siguió su camino con paso vivo; estaba ya muy cerca pero iba un poco apurada.

Llegó sólo unos minutos antes de la hora indicada a la famosa manzana de casas. Las estrechas callejuelas de alrededor hacían que se formaran aglomeraciones de manera inevitable, por ser imposible que las gentes y bestias pasaran por tan estrecho espacio.

Se situó cerca de un portal desde donde podía observar las calles que confluían allí. A la izquierda estaba la calle de Embajadores, que bajaba hasta la plaza de Lavapiés, uno de los centros del Madrid popular; no menos famoso era el lugar adonde conducía la calle de las Tenerías, El Rastro, situado a su derecha. Debía su nombre a que un poco más abajo había un matadero donde el degüello se realizaba durante la madrugada y un reguero o rastro de sangre surgía por la puerta y bajaba por el lugar donde se establecían los curtidores de cuero que aprovechaban las pieles de los animales sacrificados. Este era el motivo del omnipresente olor fuerte y penetrante que junto con las pronunciadas cuestas y la lejanía del centro había conseguido que Lavapiés acabara siendo un barrio menesteroso.

Sin embargo, este lugar todavía no formaba parte de los barrios populares, si bien la pobre fábrica de las casas que formaban el famoso tapón los anunciaba. Se alejó unos pasos del portal, puesto que desprendía un fuerte olor a orín; supuso que, como muchos otros, era utilizado por los viandantes para hacer sus necesidades. A pesar de no ser muy tarde, las calles aparecían desiertas; una vez desmontados los puestos la zona quedaba desierta. No pudo evitar que la invadiera una sensación de inquietud, tal vez no había sido tan buena idea. Esa duda se iba haciendo más intensa a medida que el tiempo pasaba y las calles se sumergían poco a poco en las tinieblas de la noche, así que decidió volver a casa y enfiló el camino de retorno. Entonces lo vio. Un hombre alto y con el rostro embozado le hacía señas para que se acercara.

Estaba satisfecha: su audacia le había salido bien; no desconfió cuando al acercársele el hombre se metió en un zaguán, pero al cruzar el umbral sintió un fuerte golpe en la cabeza. Todo se volvió oscuro.