DECIMOTERCERA JORNADA

Prado de San Jerónimo

Atardecer, 13 de diciembre de 1662

Gonzalo aguardaba junto a la torrecilla para la música situada entre el prado de San Jerónimo y el de Atocha. La torrecilla albergaba los músicos encargados de amenizar las idas y venidas de los madrileños por el paseo, pero en aquel momento se hallaba vacía. El alguacil echó un vistazo a la torre y recordó el popular verso que el siempre chispeante conde de Villamediana había escrito sobre el robo de la mitad de los fondos dedicados a su construcción por el regidor Juan Fernández.

Buena está la torrecilla;

seis mil ducados costó.

Si Juan Fernández los hurtó,

¿qué culpa tiene la villa?

Le invadió cierta melancolía, en parte al pensar en la triste suerte de este reino acosado por rateros de toda laya, en parte debido a la soledad de un paseo que solía ser una de las zonas más concurridas de la ciudad, el lugar donde muchos se refugiaban a las sombras de los árboles en el estío, o los jóvenes daban paseos con sus novias en primavera. Sin embargo, ese día el lugar era un desierto. El arroyo que cruzaba el Prado estaba congelado por el intenso frío y apenas se veían personas o carruajes deambulando por la calle. Para su fortuna, el viento del día anterior había disminuido, haciendo más tolerable la espera.

Uno de los criados de la casa de Isabel le había entregado un billete para citarle allí. No especificaba nada, pero en el breve mensaje se intuía un indicio de urgencia. Gonzalo se echó el aliento sobre las manos para tratar de calentarlas; todavía la temperatura no era demasiado baja, pero cuando el sol desapareciera aguantar en la calle sería una tarea heroica. A su espalda el agua del caño dorado seguía cayendo con un hilillo mortecino, pero la pila estaba recubierta de una mezcla de hielo y nieve que hacían poco practicable cogerla.

Pensó que no tenía ningún sentido poner una fuente allí. En la villa la gente hacía cola durante horas para hacer la aguada, pero nadie se acercaba a aquel barrio de casas y fincas aristocráticas. Desde luego, no los necesitaban los cercanos y enormes palacios del duque de Maceda o el del duque de Medinaceli, con sus fuentes, pozos y jardines al otro lado de la calle. Mucho menos los sirvientes del palacio de El Retiro que se encontraba a sus espaldas. Se volvió para contemplar el conjunto de enormes edificios que formaban la residencia de Felipe IV y no pudo evitar un suspiro. Sobre las torres de la residencia real y el campanario de la iglesia de los Jerónimos, se alzaba un cielo grisáceo que no auguraban nada que no fuera más nieves o frío intenso.

Gonzalo siguió esperando, pero comenzó a andar para desprenderse un poco de la sensación de enfriamiento que poco a poco le iba invadiendo. No se veía ningún caminante, lo único que oteó fue un carruaje que se dirigía hacia la puerta de Atocha. Mientras pasaba a su lado oyó el golpe de los cascos, el chirriar de las ruedas y los gritos del cochero, que se quedó mirando a Gonzalo sorprendido de ver un hombre allí de plantón. Al verlo alejarse, se disipó la esperanza de que en su interior viajara Isabel.

Comenzó a caminar con el paso corto de los que no van a ninguna parte para entrar en calor, mientras contemplaba con desánimo cómo el coche se alejaba.

El prado de San Jerónimo era una planicie amplia donde se habían plantado muchas y diferentes suertes de árboles formando hileras para hacer el paseo umbroso y agradable. Para su desgracia, permanecer allí en aquellas fechas y a aquellas horas era todo menos agradable.

Se volvió en dirección a la puerta de Alcalá y por fin vio a Isabel al otro lado del Prado avanzando con paso decidido. Vestía una capa negra que resaltaba el rostro pálido y su melena bermeja. Al ver a Gonzalo sonrió e hizo un gesto con la mano justo antes de salir a su encuentro.

* * *

Isabel estaba casi tan aterida como Gonzalo, a pesar de que la casa de doña Aurora se encontraba bastante cercana. La dama de compañía sonrió antes de coger a Gonzalo de las manos. Este sintió el frío de sus dedos y un estremecimiento por ese contacto, que se vio acrecentado al ver cómo sus ojos claros se clavaban en los de él.

—Perdonad mi tardanza —dijo Isabel después de carraspear—, pero he tenido problemas para venir. Desde que llegó Ginesa, la vida en esa casa se me ha hecho insoportable. Al día siguiente de vuestra visita ya le estaba contando a doña Aurora que os había recibido y me gané una reprimenda. Esa mujer me espía y trata de desacreditarme de cualquier manera. Está claro que quiere arrebatarme el puesto. He podido darle esquinazo, pero no es prudente que me demore, así que seré breve.

—Estoy intranquilo por escucharos —aseguró Gonzalo— ¿Qué es eso tan urgente?

—Pues se trata del asunto que os ocupa. He hecho mis averiguaciones y, en fin, os lo diré de manera concisa: he encontrado un antiguo compañero de armas de Alonso.

—Me sorprendéis, ¿cómo lo conseguisteis?

—Una de las cosas más comunes entres los hombres es desdeñar a las mujeres —dijo Isabel con una sonrisa irónica en los labios—, pero ¡qué sería de los hombres sin nosotras! Una dueña como yo conoce muchas personas: aguadores, esportilleros, panaderos, carniceros y todo lo que es necesario para consumir en una casa con posibles. Eso es sólo el principio, porque luego tenemos a los artesanos que nos suministran muebles, ropas, vajillas, etcétera. A estos hay que añadir las mujeres que desempeñan el oficio de sirvientas o criadas. Es decir, aunque permanecemos largo tiempo en casa, no es raro conocer a mucha más gente que algunos hombres que están haraganeando todo el día en la taberna.

—Todo esto está muy bien, pero vos misma insistís en lo conveniente de ser breve y hasta ahora habéis hablado mucho sin decir nada.

Isabel se quedó por un momento sin palabras y frunció el ceño antes de continuar hablando.

—No sois muy agradecido que se diga, Gonzalo —aseguró la dama de compañía—. He interrogado a muchas personas y la suerte me favoreció, encontré a un hombre que estuvo en Flandes y conoció a Alonso. Es un antiguo soldado, aunque por su porte más parece hecho para otros menesteres. Sin embargo, jura y perjura que puede ayudaros en nuestras cuitas; si vos y fray Diego sois generosos, claro está. Es una oportunidad que no creo que debáis desaprovechar.

—No sé si fiarme —dijo con desánimo Gonzalo—, hay mucho fanfarrón y simulador dispuesto a contar que conoció al mismo Jesucristo por unas cuantas monedas. Si juntáramos a todos aquellos que dicen haber servido al rey en los tercios, se podría reunir tal ejército que recuperaríamos Portugal en una semana.

—No diré yo que parezca hombre recto y de fiar —se defendió Isabel—, pero si bien su figura es más de pícaro que de soldado, creo que no haréis mal en escuchar lo que tenga que decir. Hacedme caso. Su nombre es Esteban González, dice que han escrito un libro con su vida y se le ve hombre bregado, de esos que han visto más mundo del que le habría gustado. Ahora es vinatero y trae a casa de doña Aurora un vino de Pedro Ximénez que da gloria beberlo y angustia pagarlo.

»Me ha dicho que os espera mañana al amanecer en la lonja de la iglesia del Buen Suceso, en la Puerta del Sol. Os he descrito como un dominico y un fornido alguacil, no creo que tenga muchas dificultades para reconoceros. Ahora tengo que irme, se hace tarde y pronto oscurecerá.

—Allí estaré sin falta —aseguró Gonzalo—. La verdad es que la tardanza me ha dejado helado, aunque vuestra presencia me reconforta del frío, la nieve y cualquier otra desgracia.

Isabel sonrió ante la galantería de Gonzalo, le volvió a coger de las manos y le dio un beso en los labios.

—Espero que esto os desagravie por la espera —dijo antes de comenzar a alejarse.

Gonzalo observó paralizado cómo Isabel marchaba con paso vivo hacia la calle de Alcalá. Acudiría a esa cita, de la misma manera que iría tras esa mujer, pasara lo que pasara.