NOVENA JORNADA
Calle de Atocha, frente al Hospital de Antón Martín
Amanecer, 9 de diciembre de 1662
A pesar de que acababa de amanecer, la calle Atocha estaba ya inundada por un cuantioso tráfico de carros que ascendían la cuesta para llegar a la plaza Mayor. No había muchos viandantes aún, puesto que el pueblo de Madrid comenzaba a salir entonces de las viviendas para ganarse la vida, abrigados y dispuestos todos ellos a afrontar otro día más de trajines. Gonzalo vio que fray Diego avanzaba sin percibir su presencia bajo la estatua de la imagen de Nuestra Señora del Amor de Dios que presidía la fachada del Hospital de Antón Martín, así que le hizo una señal con la mano hasta que fue visto.
—Buenos días, Gonzalo; perdonad, pero estaba un poco distraído con mis pensamientos.
—Buenos días, fray Diego, os veo un poco ausente, sí.
—Son los papeles cifrados de vuestro amigo, van a volverme loco, pero bueno olvidémonos ahora de eso. Hoy toca concentrarse en otra cosa: la venta de los libros que os legó.
—Os agradezco vuestra ayuda —dijo Gonzalo—, sin vos no sabría qué hacer con ellos. Ahora tengo un comprador que me ofrece un buen precio y, por si fuera poco, lo habéis conseguido en un tiempo brevísimo.
—Si os digo la verdad, estoy atónito por la oferta. El marchante al que encargué la venta no ha tenido casi tiempo de enseñar los ejemplares, me comentó que ese hombre era la segunda persona a quien los mostraba, pero estaba tan interesado que ni siquiera regateó. Eso es sumamente extraño, ya que la gente con posibles suele ser tacaña, aunque al parecer este hombre es una excepción. Eso sí, ha puesto un requisito: quiere conocer al propietario. Por eso estáis aquí, si queréis venderlos no os queda más que presentaros ante él.
—Pues no tengo ningún problema en acudir ante él o el mismo Lucifer si está dispuesto a pagar esa cantidad.
Se detuvieron un momento para esperar un espacio entre los carros y cruzaron la calle con paso vivo en dirección a la calle de las Carretas.
—¿Quién es el comprador? —preguntó Gonzalo.
—Se trata del licenciado Melchor de Molina. El último producto de una familia de ricos comerciantes y prestamistas. Una de las ambiciones más comunes del hombre es tratar de ser lo que uno no es, y don Melchor está en ello. Por lo visto, es un joven algo atolondrado que imita los modos y las modas de los nobles de la corte suspirando por un título de nobleza como una damisela. Todo ello aunque es más difícil encontrar una gota de sangre noble en su árbol genealógico que un hombre de valía en el gobierno del reino.
»Don Melchor y sus dineros luchan ahora mismo por encontrar un antepasado con sangre azul entre el tropel de plebeyos astutos de sus ascendientes. Supongo que el fruto será el previsible, es decir, que, como poderoso caballero es don dinero, de alguna manera acabará consiguiendo ennoblecerse. De momento viste, actúa y se comporta como un aristócrata, aunque quitando los cuatro nobles segundones y arruinados que viven de las migajas que le caen es la chufla de la nobleza de la corte.
—Pues si os digo la verdad, todo eso que me decís me da igual —aclaró Gonzalo—. Mientras tenga buenos dineros y pague con generosidad, los libros son suyos.
—En tal caso, creo que los tenéis vendidos. No sé si sabéis que una de las modas de la gente con posibles es acumular objetos curiosos, artísticos y libros para formar eso que dan en llamar gabinetes de maravillas. Para imitarlos, don Melchor trata de montar uno y vuestros ejemplares pasarán a forman parte de la colección de curiosidades que trata de acumular. Así que vais a obtener un buen precio gracias a los desvaríos de este hombre.
El dominico y el alguacil llegaron a la Puerta del Sol sin advertir que tras ellos iba un hombre embozado que les seguía de cerca atento a todos sus actos. Su perseguidor sonrió. Aquel par no sospechaba nada, estaban tan abstraídos en sus pesquisas que eran incapaces de comprender que iban tras sus pasos y que el peligro les acechaba.
* * *
Ya desde el fin de la calle de las Carretas se veía la torre esquinera, rematada por un chapitel de pizarra, de la casa del licenciado Melchor de Molina. Se erguía como la quilla de un barco sobre la Puerta del Sol, orgullosa y altiva, toda una declaración de principios, puesto que toda casa noble debía contar con una torre símbolo de su riqueza y predominio sobre el resto de los habitantes de la villa.
Salvo la torre, el resto del edificio era bastante austero, tenía una fachada sencilla cuyos motivos principales se repetían en los adornos de las ventanas. En cualquier caso, no podía competir en tamaño ni riqueza con el antiguo palacio del conde de Villamediana, del que sólo le separaba una callejuela.
Tras llamar a la puerta y explicar el motivo de su presencia, un sirviente les condujo por una serie galerías adornadas con cuadros, tapices, y esculturas. A Gonzalo le chocaba que, a diferencia de las casas nobles que había visto en sus viajes por Italia y el norte de Europa, los palacios españoles ofrecían un aspecto exterior austero, casi mísero, que contrastaba con el lujo y riqueza de su interior.
Finalmente entraron en una amplia sala repleta de anaqueles con libros y vitrinas que contenían objetos de ámbar, cristal, nácar y otros materiales exóticos. En la estancia imperaba una agradable calidez producto de la leña y el carbón que ardían en una enorme chimenea y cuatro braseros.
Desde los ventanales de la sala podía contemplarse la popular Puerta del Sol. A su vista se ofrecía el tumulto de los chismosos y desocupados de las gradas de San Felipe, el mentidero más famoso de la villa; un poco más allá el vaivén de la populosa calle Mayor, repleta de comerciantes, buhoneros, clientes, curiosos y viandantes. A pesar de que las ventanas estaban cerradas, podían oírse las voces de los vendedores ambulantes, el tumulto atenuado de las conversaciones o el veloz paso de los carruajes de la gente principal que se abrían paso entre la muchedumbre.
En cuanto se abrió la puerta, los dos hombres se volvieron para ver a don Melchor, que entraba sonriendo y murmurando algo a un criado que le quitó la capa y la espada. Esta era una pieza más de aderezo que de combate, pero se conjuntaba perfectamente con la capa larga y de amplio vuelo, de esas que permitían ocultar el rostro bajo el embozo dándole el aire aventurero que muchos nobles buscaban con esos atavíos, sin importarles desconocer otras temeridades que el desplante a los criados y las bravuconerías de taberna y mancebía.
El licenciado tomó asiento en un escaño de roble situado justo detrás de un bufete con pedrería engastada. Se quitó los guantes mientras les contemplaba con una sonrisa en los labios.
—Acercaos —dijo con una voz suave pero firme.
El dominico y el alguacil avanzaron pisando una mullida alfombra persa multicolor. A medida que se aproximaban, comprobaron que el licenciado era lo que se llamaba un lindo, un joven esclavo de la moda que dedicaba más atención a su aspecto que muchas damas, como quedaba de relieve en los rizos artificiosos de su melena y en el fino bigote, en el que se intuía el uso de bigotera nocturna para evitar que sufriera daño. Vestía un jubón con grandes faldones, calzón estrecho y abrochado a ambos lados que llegaban un poco más allá de la rodilla, medias de seda muy fina y zapatos de tacón bajo. Salvo las medias y la golilla, de un blanco inmaculado, todo era de un elegante negro.
—Es posible que hayáis oído hablar de mí. Soy un hombre de letras, un amante del arte, la ciencia y la belleza. Me interesan todos los saberes: astrología, medicina, literatura, historia. No desconozco las murmuraciones que corren sobre mí en esta villa de catetos, gentuza y envidiosos. Si os digo la verdad, no me importa su opinión. La vida hay que vivirla de la manera más digna posible sin caer en las groserías de la gente vulgar. Esta sala es mi santuario, un gabinete en el que trato de reunir maravillas, libros, antigüedades y todo tipo de objetos sorprendentes. Una selección de la multitud de cosas curiosas que tengo en los bajos de este edificio, y que esperan ser mostradas de manera digna. Es posible que tenga que hacerme con un palacio más amplio para exponerlas en toda su plenitud.
»Pero no quiero aburriros, vayamos al asunto que os ha traído aquí. Me alegra comunicaros que me habéis dado una grata sorpresa con esos libros y estoy tan satisfecho que pagaré la cantidad que me pedís. Un poco polvorientos y ajados, pero de buena factura y mejor contenido. Supongo que para muchos sólo suponen unas páginas de papel viejo. Para mí son un tesoro.
—Nos alegra saber que os placen y agradecemos vuestra generosidad —dijo fray Diego.
—A decir verdad, estas obras me complacen, pero aún me complacería más la que no me habéis traído.
El dominico miró a Gonzalo con perplejidad. Don Melchor sonrió antes de sacar un papel de los cajones del bufete.
—Hojeando los volúmenes, he encontrado este pliego —dijo mostrándoselo—. Parece la lista de todos los libros que incluía la biblioteca. Vuestro marchante me aseguró que todos los volúmenes formaban parte del legado de un familiar fallecido.
—No era un familiar, sólo un amigo, un viejo compañero de armas —aclaró Gonzalo.
—Bueno, quien fuera el anterior propietario no me interesa, lo importante es el contenido de la biblioteca. En la lista de volúmenes están todos, todos menos uno. El libro más valioso, un ejemplar único. ¿Sabéis a qué libro me estoy refiriendo?
—A La Clave de Salomón, por supuesto —respondió fray Diego—, pero mucho me temo que no podamos satisfaceros. Cuando nos hicimos cargo del legado, el libro ya había desaparecido. Alguien fue más rápido que nosotros. Estamos tratando de encontrarlo, pero hasta ahora nuestros esfuerzos han sido inútiles.
Don Melchor se recostó en su escaño sin dejar de observarles. Se notaba que aún tenía un poso de la astucia de los ancestros que le habían legado la fortuna de la que disfrutaba. En su mirada se veía que calibraba la certeza o falsedad de las palabras de aquellos hombres.
—Bueno, debo deciros que aquí —prosiguió mostrando el listado— no se refiere a La Clave de Salomón. Es más específico, sólo se refiere a La Clavícula Menor de Salomón, Legemetón clavo Llave Menor, me da lo mismo como la llaméis. Sin duda, debe de ser uno de los libros más fascinantes y peligrosos que se han escrito.
»Tal vez decís la verdad y alguien os ha robado el libro. También es posible que tratéis de vender ese volumen a un buen precio o incluso que ya lo hayáis hecho. Si es así, indicadme la cantidad y no tenemos más que hablar; si ya lo habéis vendido, decidme a quién y trataré de recuperarlo. Os premiaré esa información con largueza. Si está desaparecido y tratáis de encontrarlo, estoy dispuesto a ayudaros; no sólo eso, también os recompensaré generosamente cuando aparezca.
—Para mi desgracia, el libro está perdido —aseguró Gonzalo—. De momento no requerimos ayuda en nuestras pesquisas, pero si fuera necesario os la demandaríamos. Si aparece seréis el primero en saberlo. No ignoramos que sois hombre de palabra y que en tal caso recompensaríais con generosidad nuestros esfuerzos.
—Bien, no olvidéis lo que os he dicho y tenedme informado de vuestras investigaciones. Podéis retiraros —dijo Melchor de Molina, haciendo un ademán señorial que le cuadraba muy mal.